La dalia negra (15 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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—La falta de hipertrofia —dijo— indica que no había embarazo en el momento de la muerte. —Cogió su escalpelo y empezó a hurgar en la mitad inferior del cadáver. Yo cerré los ojos y escuché—. La inspección de la mitad inferior del cadáver revela una incisión longitudinal desde el ombligo a la sínfisis pubiana. Mesenterio, útero, ovarios y recto extraídos; múltiples laceraciones, tanto en la pared anterior de la cavidad como en la posterior. Gran hendidura triangular en el muslo izquierdo. Hermana, ayúdeme a darle la vuelta.

Oí abrirse las puertas.

—¡Teniente! —gritó alguien.

Abrí los ojos y vi a Millard poniéndose en pie y al doctor y la monja colocando al fiambre de bruces. Cuando el cadáver tuvo la espalda al aire, el doctor le alzó los tobillos para flexionarle las piernas.

—Las dos piernas rotas en la rodilla, leves marcas de heridas a medio curar en hombros y parte superior de la espalda. Señales de ataduras en ambos tobillos. Hermana, déme un espéculo y un depresor.

Millard volvió a entrar y le entregó un papel a Sears. Éste lo leyó y le dio un codazo a Lee. El doctor y la monja dieron la vuelta a la mitad inferior del cadáver, para dejar bien abiertas las piernas. Mi estómago se agitó.

—Bingo —dijo Lee.

Mientras el doctor hablaba con voz monótona de la falta de abrasiones vaginales y la presencia de semen ya antiguo, Lee miraba el papel, una hoja de teletipo. La frialdad de su voz me irritó; cogí el papel con brusquedad y leí: «Russ, es Elizabeth Ann Short, nacida el veintinueve de julio de 1924, en Medford, Mass. Los federales han identificado las huellas. Fue arrestada en Santa Bárbara en septiembre de 1943. Se están haciendo más investigaciones sobre la historia. Preséntate en el ayuntamiento después de la autopsia. Convoca a todos los agentes disponibles. J. T.».

—Eso es todo en examen preliminar —dijo el doctor—. Luego haré algunas pruebas más específicas y efectuaré unas cuantas comprobaciones toxicológicas. —Volvió a tapar las dos mitades de Elizabeth Ann Short y añadió—: ¿Preguntas?

La monja se dirigió hacia la puerta con el cuaderno con las notas taquigráficas apretado con fuerza entre sus dedos.

—¿Puede darnos una reconstrucción? —dijo Millard.

—Claro, con reservas de lo que las otras pruebas den. Esto es lo que no sucedió: no estaba embarazada, no fue violada pero tuvo una relación sexual voluntaria en algún momento de la semana pasada, aproximadamente. En esa semana recibió lo que podría llamarse una paliza suave; las últimas señales de su espalda son más antiguas que los cortes de su parte delantera. Esto es lo que yo creo que sucedió: la ataron y la torturaron con un cuchillo durante un mínimo de treinta y seis a cuarenta y ocho horas. Creo que le rompieron las piernas con un instrumento liso y de forma curva, como un bate de béisbol, por ejemplo, mientras todavía estaba con vida. Creo que o bien la mataron a golpes con algo parecido a un bate o bien murió ahogada por la sangre que fluyó de la herida de la boca. La cortaron en dos con un cuchillo de carnicero o algo parecido a eso después de que muriese y el asesino usó algo similar a un cortaplumas para sacarle los órganos. Más tarde, una vez acabado todo eso, desangró el cuerpo y lo lavó, yo diría que en una bañera. Hemos tomado unas cuantas muestras de sangre de los riñones y en unos cuantos días podremos decirles si había alguna droga o licor en su organismo.

—Doctor, ¿sabía algo ese tipo de anatomía o medicina? —preguntó Lee—. ¿Por qué le hizo todo eso por dentro?

El doctor examinó la colilla de su puro.

—Dígamelo usted. Los órganos de la mitad superior podrían haber sido extraídos con suma facilidad. Para sacar los órganos de la mitad inferior, tuvo que hurgar con un cuchillo, como si eso fuera lo que le interesaba. Tal vez tuviera cierta instrucción en medicina, aunque también es posible que la tuviera en veterinaria, o en taxidermia, o en biología, o podría haber asistido al curso 104 de Fisiología en el sistema escolar de Los Ángeles o a mi clase de Patología para principiantes en la Universidad de California. Dígamelo usted. Le diré lo que yo sé con seguridad: unas seis a ocho horas antes de que la encontraran ya estaba muerta y la mataron en algún recinto cerrado donde había agua corriente. Harry, ¿tiene esta chica nombre ya?

Sears intentó responder pero sus labios se limitaron a moverse sin emitir sonido alguno. Millard le puso una mano sobre el hombro.

—Elizabeth Short —respondió.

El doctor alzó su puro, como si saludara al cielo.

—Elizabeth, Dios te ama. Russell, cuando cojan al hijo de puta que le hizo esto, denle una patada en los huevos y díganle que es de parte de Frederick D. Newbarr, doctor en Medicina. Ahora, salgan todos de aquí. Dentro de diez minutos tengo una cita con un tipo que se ha suicidado tirándose por la ventana.

Al salir del ascensor oí la voz de Ellis Loew, una octava más alta y más ronca de lo habitual, que despertaba ecos a lo largo del pasillo. Logré entender: «Vivisección de una hermosa joven», «Monstruo psicópata» y «Mis aspiraciones políticas están subordinadas a mi deseo de que se haga justicia». Abrí una puerta que daba a la sala de Homicidios y vi como declamaba el genio de los republicanos ante los micrófonos de la radio y un equipo de técnicos. Llevaba una insignia de la Legión Americana en la solapa, probablemente comprada al legionario borrachín que dormía en el estacionamiento de Archivos, un hombre al que en tiempos acusó con virulencia por vagancia.

El lugar estaba lleno de gente, así que continué pasillo adelante hasta la oficina de Tierney. Allí, Lee, Russ Millard, Harry Sears y dos veteranos a los que apenas si yo conocía —Dick Cavanaugh y Vern Smith—, formaban un grupo alrededor de la mesa del capitán Jack, examinando un papel que el jefe sostenía entre sus dedos.

Miré por encima del hombro de Harry. En la página, pegadas con cinta adhesiva, había seis fotografías; tres eran de una morena que dejaba sin respiración; las otras tres, del cadáver encontrado entre la Treinta y Nueve y Norton. La sonrisa de su boca rajada pareció saltar de la página hacia mí.

—Las fotografías son de la policía de Santa Bárbara —dijo el capitán Jack—. Pillaron a la Short en septiembre del 43 por beber alcohol siendo menor de edad y la devolvieron a casa de su madre, en Massachussets. La policía de Boston se puso en contacto con ella hace una hora. Viene hacia aquí en avión para identificar mañana el cadáver. Los de Boston están haciendo investigaciones en el Este y todos los permisos han sido cancelados. Si alguien se queja, me limito a enseñarle estas fotos. ¿Qué ha dicho el doctor Newbarr, Russ?

—Torturada durante dos días —respondió Millard—. Causa de la muerte, la herida de la boca o los golpes en la cabeza. No hay violación. Faltan los órganos internos. Muerta de seis a ocho horas antes de que el cuerpo fuera dejado en el solar. ¿Qué más tenemos sobre ella?

Tierney examinó algunos papeles de su escritorio.

—Salvo por ese problema con la bebida no hay nada más. Cuatro hermanas, padres divorciados, trabajó en la cantina del Campamento Cooke durante la guerra. El padre está aquí, en Los Ángeles. ¿Qué viene ahora?

Yo fui el único que parpadeó cuando el gran jefe le pidió consejo al número dos.

—Quiero dar otra vuelta por Leimert Park con las fotos —dijo Millard—. Harry, yo y otros dos hombres. Luego, iré a Universidad para leer informes y contestar llamadas. ¿Ha dejado Loew que la prensa le eche un vistazo a las fotos?

Tierney asintió.

—Ajá, y Bevo Means me ha dicho que el padre le ha vendido al
Times
y al
Herald
unas cuantas fotos antiguas de la chica. Saldrá en primera página en las ediciones de la noche.

—¡Maldición! —gruñó Millard, el único taco que se le había oído decir jamás—. Se volverán locos por ella —dijo con expresión enfurecida—. ¿Ha sido interrogado el padre?

Tierney meneó la cabeza y consultó unos cuantos papeles.

—Cleo Short, 1020 1/2 South Kingsley, distrito de Wilshire. Hice que un agente le llamara y le dijera que no se moviera de allí, que enviaríamos algunos hombres para hablar con él. Russ, ¿crees que los chalados se van a enamorar de este caso?

—¿Cuántas confesiones hay de momento?

—Dieciocho.

—Por la mañana habrá el doble, más aún si Loew ha puesto nerviosa a la prensa con su oratoria sentimental.

—Creo que les he motivado bastante, teniente. Y yo diría que mi oratoria está a la altura del crimen cometido.

Ellis Loew se hallaba de pie en el umbral, con Fritz Vogel y Bill Koenig detrás, a su espalda. Millard clavó sus ojos en él.

—Ellis, demasiada publicidad es un estorbo. Si usted fuese policía, sabría eso.

Loew se ruborizó y sus dedos buscaron la llavecita Phi Beta Kappa.

—Tengo el rango de enlace entre la policía y los medios civiles, y he sido nombrado especialmente para ello por la ciudad de Los Ángeles.

Millard sonrió.

—Ayudante, usted es un civil.

Loew puso cara de irritación y luego se volvió hacia Tierney.

—Capitán, ¿ha enviado hombres para que hablen con el padre de la víctima?

—Todavía no. Ellis —dijo el capitán Jack—. Pronto irán.

—¿Qué hay de Vogel y Koenig? Ellos conseguirían averiguar lo que necesitamos saber.

Tierney alzó la mirada hacia el teniente Millard. Éste meneó la cabeza de una forma casi imperceptible.

—Ah, Ellis —dijo el capitán Jack—, en los casos importantes de Homicidios el responsable del Departamento es quien asigna a los hombres. Ah, esto... Russ..., ¿quién piensa que debería ir?

Millard examinó primero a Cavanaugh y a Smith: después a mí, que intentaba pasar desapercibido y luego a Lee, que bostezaba apoyado en la pared.

—Bleichert y Blanchard, par de monedas falsas —dijo—, interroguen al padre de la señorita Short. Lleven su informe mañana a la comisaría de Universidad.

Las manos de Loew dieron tal tirón a su llavecita Phi Beta que la arrancaron de su cadena y ésta cayó al suelo. Bill Koenig cruzó el umbral y la recogió; Loew giró sobre sus talones y salió al pasillo. Vogel miró fijamente durante un segundo a Millard y luego siguió a Loew. Harry Sears, con su aliento soltando emanaciones de «Old Grand Dad», exclamó:

—Manda unos cuantos negros a la cámara de gas y se le sube a la cabeza.

—Los negros debieron confesar —dijo Vern Smith.

—Con Fritzie y Bill todos confiesan —añadió Dick Cavanaugh.

—Hijo de puta, tiene la cabeza llena de mierda... —murmuró Russ Millard.

Fuimos en coches separados al distrito de Wilshire, teniendo como punto de cita el número 1020 1/2 de South Kingsley al anochecer. Era un apartamento con garaje situado detrás de una gran casa victoriana. En su interior, había luces encendidas.

—El bueno y el malo —dijo Lee con un bostezo, y llamó al timbre.

Un hombre flaco que rondaría los cincuenta abrió la puerta.

—Polis, ¿eh? —afirmó más que preguntó.

Tenía el cabello oscuro y ojos claros, parecidos a los de la chica de las fotos, pero ahí acababa cualquier semejanza familiar.

Elizabeth Short era una bomba y él parecía la víctima de un bombardeo: cuerpo huesudo metido en unos abultados pantalones marrones y una camiseta sucia, los hombros cubiertos de lunares y el arrugado rostro marcado por las cicatrices del acné. Nos indicó el interior de la casa con una seña.

—Tengo una coartada —dijo—, por si se les hubiera ocurrido pensar que lo hice yo. Es más sólida que el culo de un cangrejo, y eso es realmente muy sólido.

—Soy el detective Bleichert, señor Short —dije, jugando a fondo mi papel de señor Sombrero Blanco—. Este es mi compañero, el sargento Blanchard. Nos gustaría expresarle nuestras condolencias por la pérdida de su hija.

Cleo Short cerró la puerta con un golpe seco.

—Leo los periódicos y sé quiénes son ustedes. Ninguno de los dos habría durado un asalto con «Caballero» Jim Jeffries. Y en lo que respecta a sus condolencias...,
c'est la vie
, eso digo yo. Betty pidió bailar y tenía que acabar pagándole a la orquesta. Nada es gratis en esta vida. ¿Quieren oír mi coartada?

Me senté en un sofá con la tapicería desgastada y examiné la habitación. Las paredes aparecían cubiertas del suelo al techo con estantes de los que desbordaban montones de noveluchas; había el sofá en el que yo me sentaba, una silla de madera y nada más. Lee sacó su cuadernillo.

—Dado que está tan ansioso por contárnosla, adelante.

Short se dejó caer en la silla y movió las piernas varias veces, como un animal que remueve el polvo con las pezuñas antes de actuar.

—Estuve clavadito en mi trabajo desde el martes día catorce a las dos de la tarde hasta el miércoles quince a las cinco de la tarde. Veintisiete horas seguidas, cobrando como extras las últimas diecisiete. Arreglo neveras. Soy el mejor de todo el Oeste. Trabajo en El Rey del Hielo, Berendo Sur 4831. El nombre de mi jefe es Mike Mazmanian. Me proporcionará una coartada tan buena como el pedo de una palomita de maíz y eso es realmente muy bueno.

Lee bostezó y anotó lo que le había dicho; Cleo Short cruzó los brazos sobre su huesudo pecho, desafiándonos a que hiciéramos algo en contra suya.

—¿Cuándo vio a su hija por última vez, señor Short? —pregunté.

—Betty llegó al Oeste en la primavera del 43, con estrellas en los ojos y ganas de armar jaleo en la cabeza. No la había visto desde que abandoné a ese palo seco que tenía por mujer en Charleston, Mass, el uno de marzo del año del Señor de 1930, y nunca miré hacia atrás. Pero Betty escribió para decirme que necesitaba que le echara una mano, un techo y entonces yo...

—Abrevie el discurso, papi —le interrumpió Lee—. ¿Cuándo vio a Elizabeth por última vez?

—Tranquilo, socio —dije yo—. El hombre está cooperando. Siga, señor Short.

Éste se pegó a la silla, los ojos clavados en Lee.

—Antes de que este fortachón se pusiera nervioso, iba a decirles que eché mano de mis ahorros y le mandé a Betty un billete de cien pavos para que viniera al Oeste y le prometí pagarle treinta y cinco a la semana si mantenía limpia la casa. Una oferta generosa, si quieren saber mi opinión al respecto. Pero Betty tenía otros pensamientos. Era un desastre como ama de casa, así que le di la patada el dos de junio de 1943, año del Señor, y no la he visto desde entonces.

Anoté la información y luego le pregunté:

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