La dalia negra (30 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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—No has sido tú, chico. El mexicano es Félix Chasco, un conocido traficante de drogas. Quizá lo ha hecho otro drogado, quizá Lee, quizá fue Dios. Creo que debemos permitir que nuestros colegas mexicanos laven su ropa sucia entre ellos, volver a Los Ángeles y coger al hijo de puta que hizo rodajas a la
Dalia
.

16

El asesinato de Bobby de Witt obtuvo media columna en el
Mirror
de Los Ángeles; yo conseguí un día libre de un Ellis Loew sorprendentemente amable, y la desaparición de Lee consiguió que todo un pelotón de la Policía Metropolitana trabajara a jornada completa.

Pasé la mayor parte del día libre en la oficina del capitán Jack, contestando a sus preguntas. Me hicieron centenares de ellas con respecto a Lee, desde las razones de su explosión al ver la película y lo del Escondite de La Verne hasta su obsesión con el caso Short, pasando por el informe sobre Nash y lo que hacía con Kay. Fui bastante liberal con los hechos y mentí por omisión..., mantuve la boca cerrada sobre el asunto de la Benzedrina, los archivos en su habitación del hotel El Nido y que su vida común se realizara dentro de la castidad. Los duros de la metropolitana me preguntaron repetidas veces si yo creía que Lee había matado a Bobby de Witt y Félix Chasco; yo les respondí que él era incapaz de cometer un asesinato. Cuando me pidieron una interpretación de la huida de mi compañero, les dije que Lee había fracasado con Nash. Añadí que era un ex boxeador, que quizá pronto iba a ser un ex policía, demasiado viejo de espíritu para volver a los combates y demasiado temperamental para llevar una vida de paisano... y que, probablemente, el interior de México era un sitio tan bueno como cualquier otro para un hombre como él. A medida que el interrogatorio se desarrollaba, tuve la sensación de que a ellos no les interesaba la seguridad de Lee: montaban un caso para expulsarle de la policía de Los Ángeles. Se me dijo repetidas veces que no metiera mis narices en su investigación y cada vez que acaté sus palabras me clavé las uñas en las palmas de las manos para no gritarles insultos y cosas aún peores.

Del ayuntamiento fui a la casa para ver a Kay. Dos matones de la metropolitana ya la habían visitado, y exprimido cuanto les fue posible acerca de su vida con Lee al tiempo que daban un repaso a su vieja relación con Bobby de Witt. La mirada de iceberg que ella me dirigió indicaba que yo era una basura por pertenecer al mismo Departamento que ellos. Intenté consolarle y ofrecerle alguna seguridad de que Lee volvería.

—Y todo eso —dijo mientras me apartaba de un empujón.

Después fui a echar una mirada a la habitación 204 del hotel El Nido, con la esperanza de que en ella hubiera algún tipo de mensaje o de pista que dijera «Volveré, y los tres seguiremos adelante». Lo que hallé fue un altar consagrado a Elizabeth Short.

La habitación era el típico refugio de Hollywood para solteros: cama, lavabo y armario. Pero las paredes estaban adornadas con retratos de Betty Short, fotos de periódicos y revistas, instantáneas horrendas de la Treinta y Nueve y Norton, docenas de ellas aumentadas para ampliar cada uno de sus espantosos detalles. La cama parecía cubierta con cajas de cartón... Un archivo entero: copias de un sinfín de informes, listas de llamadas, índices de pruebas, identificaciones y copias de interrogatorios..., todo ello archivado de forma alfabética.

Como no tenía nada que hacer y a nadie con quien hacerlo, fui ojeando las carpetas. Había allí una masa impresionante de información, y lo que había costado reunirla resultaba más impresionante todavía; además el hecho de que toda ella hiciera referencia a una chica estúpida era lo más impresionante de todo. No sabía qué hacer, si quitarme el sombrero ante Betty Short o arrancarla de las paredes, así que cuando salí, hablé con el conserje, le pagué un mes por adelantado y me quedé con la habitación tal y como le había prometido a Millard y Sears..., aunque, en realidad, la estaba conservando para el sargento Leland C. Blanchard.

Quien se encontraba perdido en alguna parte del Gran Vacío.

Llamé a los servicios de anuncios del
Times
, el
Mirror
, el
Herald
y el
Daily News
, y ordené que publicaran por tiempo indefinido lo siguiente en la sección de anuncios personales: «Fuego — La habitación de la flor nocturna seguirá intacta. Mándame un mensaje — Hielo». Una vez hecho eso, me dirigí al único lugar desde el cual se me ocurrió podría mandarle uno a él.

La Treinta y Nueve y Norton era un bloque de solares vacíos y nada más. No había arcos voltaicos, ni coches de la policía, ni mirones nocturnos. Mientras estaba allí, el Santa Ana empezó a soplar y cuanto más deseaba el regreso de Lee más sabía que mi emocionante vida de gran policía se había esfumado, igual que la chica muerta favorita de todos.

17

Por la mañana envié un mensaje a los grandes jefes. Escondido en un cuarto usado para guardar suministros situado al otro extremo del pasillo donde tenía mi cubículo, redacté una carta en la que pedía el traslado. Hice una copia para Loew, otra para Russ Millard y otra para el capitán Jack. La carta decía así:

Pido que se me aparte de inmediato de la investigación sobre Elizabeth Short y se me devuelva a mí, trabajo en la Criminal. Tengo la impresión de que el personal asignado al caso Short es más que suficiente y está compuesto por agentes con mucha más experiencia que éste, quien podría servir con más efectividad al Departamento si desarrollara su trabajo en la Criminal. Además, al no hallarse aquí mi compañero, el sargento L. C. Blanchard, estaré en la posición de mayor antigüedad y me veré necesitado de un sustituto suyo cuando lo más probable es que haya una larga lista de casos con prioridad. De cara a mis deberes como agente de mayor antigüedad en la Criminal, me he preparado para el examen de sargentos, y espero pasar por él en la siguiente serie de ascensos de esta primavera. Pienso que esto me servirá como entrenamiento para el mando y compensará mi relativa falta de experiencia como agente de paisano.

Respetuosamente,

Dwight W. Bleichert, Placa 1611,

Central Detectives

Cuando hube terminado, releí la carta y decidí que llevaba la mezcla exacta de respeto y exasperación necesaria, y que esa media mentira sobre el examen de sargentos era una buena línea final. Estaba firmando las copias cuando oí gritos y mucho jaleo en la sala común.

Doblé las páginas, las metí en el bolsillo de mi chaqueta y salí a investigar. Un grupo de técnicos de laboratorio con batas blancas y unos cuantos detectives se hallaban alrededor de una mesa, a la que miraban y señalaban con el dedo mientras hacían gestos. Me uní al grupo para ver lo que les tenía tan nerviosos.

—¡Mierda santa! —murmuré al acercarme.

En una de las bandejas metálicas utilizadas para las pruebas había un sobre. Llevaba un sello con su matasellos correspondiente y despedía un leve olor a gasolina. Su parte delantera estaba cubierta con letras recortadas de periódicos y revistas que habían sido pegadas a la superficie blanca del sobre. Las letras formaban estas palabras:

AL HERALD Y OTROS PERIÓDICOS DE LOS ÁNGELES.

AQUÍ ESTÁN LAS PERTENENCIAS DE LA DALIA .

SEGUIRÁ CARTA.

Un hombre del laboratorio que llevaba guantes de goma abrió el sobre y sacó lo que contenía: un cuadernito negro para direcciones, una tarjeta de la Seguridad Social en una funda de plástico y un delgado fajo de fotografías. Forzando la vista, leí el nombre que había en la tarjeta —Elizabeth Ann Short—, y supe que el caso de la
Dalia
acababa de explotar. El hombre que estaba a mi lado explicaba cómo había sido entregada la carta: un cartero encontró el sobre en un buzón cercano a la biblioteca, estuvo a punto de sufrir un ataque cardíaco y después habló con el par de patrulleros más próximo, los cuales se llevaron el trofeo a toda velocidad.

Ellis Loew se abrió paso por entre los técnicos del laboratorio, con Fritzie Vogel pisándole los talones. El jefe de los técnicos movió las manos en un gesto de ira y la sala se llenó de voces excitadas que hacían especulaciones. Entonces, se oyó un fuerte silbido.

—Maldita sea —gritó Russ Millard—, retrocedan y déjenles trabajar. Y que tengan un poco de silencio.

Eso hicimos.

Los técnicos se lanzaron encima del sobre. Lo cubrieron de polvo para huellas, pasaron las páginas del cuadernillo, examinaron las fotos y se comunicaron los hallazgos entre ellos, como cirujanos en la mesa de operaciones:

—Dos parciales en la solapa de atrás, borrosas, sólo uno o dos puntos de comparación, no basta para mirar los archivos, quizá sirvan para compararlas con las de futuros sospechosos...

—No hay huellas en la tarjeta de la Seguridad Social...

—Páginas de la agenda legibles pero saturadas de gasolina, imposible que hayan mantenido huellas. Casi todos los nombres y números de teléfono son de hombres, no están clasificados alfabéticamente, algunas páginas arrancadas...

—Las fotos son de la chica Short con tipos de uniforme, los rostros de los hombres han sido tachados...

Aturdido, me pregunté si vendría luego una carta. ¿Se habría ido al diablo mi teoría sobre un crimen debido a la casualidad? Dado que todo ese material había sido mandado obviamente por el asesino, ¿era él uno de los soldados de las fotos? ¿Estaba jugando al gato y al ratón por correo, o era esto sólo un preliminar a su entrega y confesión? A mi alrededor, otros policías examinaban los mismos datos y se hacían las mismas preguntas; hablaban en grupos de dos o tres o componían expresiones absortas, como si estuvieran conversando consigo mismos. Los técnicos del laboratorio se marcharon con el tesoro de nuevos datos, acunándolos en sus manos, enguantadas de goma. Después, el único hombre que no había perdido la calma en toda la habitación volvió a silbar.

Y, una vez más, el jaleo se calmó. Russ Millard, el rostro inescrutable, contó nuestras cabezas y nos señaló el tablero de anuncios e informes. Formamos una hilera ante él.

—No sé qué significa esto —dijo Millard—, aunque estoy seguro casi por completo de que la persona que lo ha mandado es el asesino. Los chicos del laboratorio van a necesitar más tiempo para trabajar con el sobre y luego harán fotos de las páginas y nos darán una lista de gente con quien hablar.

—Russ, ése está jugando con nosotros —dijo Dick Cavanaugh—. Algunas de las páginas habían sido arrancadas y te apuesto diez contra uno a que su nombre se encontraba en alguna de ellas.

Millard sonrió.

—Puede que sí y puede que no. Quizá está loco y quiere que lo pillen, quizá alguna de las personas que hay en esa agenda lo conoce. Puede que los técnicos logren sacar huellas de las fotos o que consigan identificar a cualquiera de esos hombres gracias a las insignias de sus uniformes. Es posible que el bastardo acabe mandando una carta. Son muchos quizá y por eso os diré de qué podemos estar seguros: vosotros once dejaréis lo que estabais haciendo y batiréis el área alrededor del buzón donde el sobre fue encontrado. Harry y yo repasaremos el expediente para ver si alguno de nuestros anteriores sospechosos vive o trabaja por allí. Después, cuando tengamos la lista de nombres de la agenda, empezaremos con discreción: Betty era bastante liberal en sus relaciones con los hombres y romper hogares no entra en mi estilo. ¿Harry?

Sears estaba en pie junto al mapa mural de la parte baja de Los Ángeles. Sostenía entre sus dedos un lápiz y una tablilla para anotaciones.

—H-h-haremos batidas a pi-pi-pie —tartamudeó.

Vi el sello de «Rechazada» sobre mi petición de ser trasladado. Y entonces oí que alguien discutía al otro lado de la sala común.

Quienes discutían eran Ellis Loew y Jack Tierney, los dos intentaban vencer a su contrario sin levantar demasiado la voz y sin llamar la atención. Se mantenían pegados a una pared para tener algo de intimidad y yo me escondí detrás de un teléfono que había en la pared para oír algo más... en espera de enterarme sobre Lee.

Pero su discusión no era acerca de Lee..., hablaban de ella.

—... Jack, Horrall quiere quitar a tres cuartas partes de los hombres de la investigación. Con propuesta de fondos o sin ella, cree que ya le ha dado suficiente espectáculo a los votantes. Podemos dejarle de lado si nos concentramos en los nombres de la agenda al ciento por ciento. Cuanta más publicidad obtenga el caso, más poder tendremos sobre Horrall...

—Ellis, maldita sea...

—No. Limítate a escucharme. Antes, yo era partidario de echar tierra al máximo sobre eso de que la chica fuera una fulana. Bien, tal como lo veo ahora, la cosa ya ha tenido demasiada difusión y es imposible taparla. Sabemos lo que era y nos lo confirmarán unas doscientas veces los hombres que hay en ese cuadernito negro. Tenemos que mantener a nuestros hombres con los interrogatorios y yo iré dándoles sus nombres a mis contactos de la prensa y así conseguiremos conservar el vapor de este asunto hasta que pillemos al asesino.

—Me parece una idiotez, Ellis. Es probable que el nombre del asesino no figure en la agenda. Se trata de un psicópata que nos enseña el trasero y nos dice: «A ver qué podéis sacar de esto». Y que la chica era una zorra, Ellis, lo he sabido desde el principio, igual que tú. Pero esto puede acabar con malos resultados para nosotros: tal vez nos salga el tiro por la culata. Estoy trabajando en media docena más de homicidios sin tener apenas gente, y como los hombres casados de esa agenda vean salir sus nombres en los periódicos sus vidas acabarán hundidas en la mierda sólo porque buscaron a Betty Short para pasar un ratito agradable con ella y nada más.

Esas palabras fueron seguidas por un largo silencio.

—Jack —dijo Loew después—, sabes que más pronto o más tarde seré fiscal del distrito. Si no es el año que viene, será en el cincuenta y dos. También sabes que Green se jubilará dentro de unos años y a quién quiero para sustituirle. Jack, tengo treinta y seis años y tú cuarenta y nueve. Es posible que a mí se me presente otra oportunidad tan grande como ésta. A ti, no. Por el amor de Dios, intenta ver el asunto con algo de perspectiva.

Más silencio. Me imaginé al capitán Jack Tierney sopesando los pros y los contras de venderle su alma a un Satanás con una llavecita de la Phi Beta Kappa y el deseo de tener en su puño a la ciudad de Los Ángeles. Cuando le oí decir «De acuerdo, Ellis», hice pedazos mi petición y me marché para unirme al circo de nuevo.

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