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Authors: James Ellroy

La dalia negra (19 page)

BOOK: La dalia negra
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—Los tipos han hablado —me susurró—. Dicen que la difunta vendía su tiempo cuando se veía muy apurada. He llamado al señor Loew. Me ha ordenado que lo mantengamos en secreto, «porque resulta más bonito si la chica es limpia y buena».

Contuve el impulso de gritarlo a los cuatro vientos; lo más probable sería que el fiscal del distrito y su ayudante se encargaran de echar tierra al asunto.

—Yo también tengo una buena pista. Consigamos declaraciones de esos tipos, ¿de acuerdo?

Koenig lanzó una risita y salió de la habitación; yo le dije a Marjorie que no se moviera y fui hacia el final del pasillo. Había un mostrador y un libro de registro abierto sobre él. Me puse delante del mostrador y pasé las páginas hasta ver un garabato infantil que decía «Linda Martin», con «Habitación 14» puesto al lado con tampón.

Tomé por el pasillo de la primera planta hasta llegar a la habitación, llamé a la puerta y esperé a que me contestaran. Cuando no me llegó respuesta alguna después de transcurridos cinco segundos, probé con el pomo. La puerta no estaba cerrada y la abrí de un empujón.

La habitación era muy pequeña y sólo contenía una cama por hacer. Miré en el armario; estaba vacío por completo. La mesilla de noche sostenía un montón de periódicos del día anterior, todos doblados por las páginas que hablaban del «Crimen del Hombre-Lobo» y, de repente, supe que la Martin era una fugitiva. Me puse de rodillas en el suelo, pasé la mano por debajo de la cama y noté un objeto aplanado. Di un tirón y lo saqué.

Era un bolso de plástico rojo. Lo abrí y encontré dos monedas de cinco centavos, una de diez y una tarjeta de la escuela secundaria Cornhusker, Cedar Rapids, Iowa. La tarjeta estaba extendida a nombre de Lorna Martilkova, nacida el 19 de diciembre de 1931. Bajo el escudo de la escuela había la foto de una joven preciosa; en mi mente, la imagen ya se estaba añadiendo a todas las líneas necesarias para completar el informe sobre una jovencita escapada de casa a la cual se buscaba.

Marjorie Graham apareció en el umbral. Sostuve la tarjeta ante ella.

—Es Linda —dijo—. Dios, sólo tiene quince años.

—Eso es una edad casi madura para Hollywood. ¿Cuándo la ha visto por última vez?

—Esta mañana. He hablado con ella y le he dicho que había llamado a la policía, que vendrían para hablar con nosotras sobre Betty. ¿Acaso he hecho mal?

—Usted no podía saberlo. Gracias, de todos modos.

Marjorie sonrió y me encontré deseándole una vía rápida de una sola dirección para abandonar el mundo del cine. Mantuve el deseo en silencio mientras le devolvía la sonrisa y salía de la habitación. En el porche estaba Bill Koenig, igual que si se encontrara en un desfile, y Donald Leyes y Harold Costa se hallaban derrumbados en un par de tumbonas con ese aspecto verdoso de pez boqueante que proporcionan unos cuantos puñetazos en el vientre.

—Ellos no han sido —aseguró Koenig.

—Joder, Sherlock, me asombras —repuse.

—No me llamo Sherlock —dijo Koenig.

—Joder, me asombras —repetí.

—¿Qué...? —murmuró Koenig.

En la comisaría de Hollywood ejercí la prerrogativa especial de un poli de la Criminal, e hice emitir una orden de búsqueda juvenil a todas las comisarías y una orden de búsqueda con prioridad como testigo material a nombre de Lorna Martilkova/Linda Martin, dejándole al jefe del turno de día los impresos. Éste me aseguró que los difundiría al cabo de una hora y que enviaría varios agentes al 1611 de North Orange Drive para interrogar a los inquilinos sobre el posible paradero de Linda/Lorna. Una vez me hube ocupado de eso, escribí mi informe sobre la serie de interrogatorios, recalcando que Betty Short mentía de forma habitual y la posibilidad de que hubiera actuado en una película en algún período de noviembre del 46. Antes de terminarlo, vacilé respecto de la lesbiana. Si Ellis Loew se enteraba de ese dato era probable que lo ocultara, junto con el de que Betty trabajaba algunas veces de prostituta, por lo que decidí omitirlo del informe y darle la información a Russ Millard de manera verbal.

Usando el teléfono de la sala común llamé al Sindicato de Actores de la Pantalla y a la Central de Reparto y pregunté por Elizabeth Short. Un empleado me dijo que jamás habían tenido en sus registros a nadie con ese nombre o con un diminutivo de Elizabeth, lo cual hacía improbable que hubiera aparecido en alguna producción legal de Hollywood. Colgué con la seguridad de que la película había sido otro cuento de hadas de Betty y que el fotómetro era sólo algo para darle verosimilitud.

La tarde estaba terminando. Encontrarse libre de Koenig era como haber sobrevivido a un cáncer, y las tres entrevistas me daban la impresión de haber sido una sobredosis de Betty/Beth Short y sus últimos meses de alquiler barato en la Tierra. Me sentía cansado y hambriento, así que conduje hasta la casa para comer un bocadillo y echar una siesta... y acabé en otra parte del espectáculo
Dalia Negra
.

Kay y Lee se hallaban junto a la mesa del comedor, examinando fotos de la escena del crimen tomadas entre la Treinta y Nueve y Norton. Allí estaba la cabeza aplastada de Betty Short; los pechos acuchillados de Betty Short; la vacía mitad inferior de Betty Short y las piernas bien separadas de Betty Short..., todo ello en satinado blanco y negro. Kay fumaba con nerviosismo mientras echaba miraditas a las fotos. Lee tenía los ojos clavados en ellas; los músculos de su rostro se movían en una media docena de direcciones distintas, el hombre benzedrina del espacio exterior. Ninguno de los dos me dirigió ni una palabra así que me quedé quieto, jugando a ser el único que no se dejaba impresionar por el fiambre más celebrado de toda la historia de Los Ángeles.

—Hola, Dwight —dijo Kay finalmente, y Lee clavó un dedo tembloroso en una ampliación de las mutilaciones del torso.

—Sé que no es un trabajo casual. Vern Smith dice que algún tipo se limitó a recogerla en la calle, la llevó a algún sitio donde la torturó, y la echó luego en el solar. ¡Una mierda de caballo! El tipo que hizo esto la odiaba por una razón determinada y quería que todo el maldito mundo lo supiera. Jesús, estuvo cortándola dos jodidos días. Niña, tú has tomado clases preparatorias de medicina, ¿crees que este tipo tenía algún entrenamiento médico? ¿Sabes lo que quiero decir, como si fuera alguna especie de doctor loco?

Kay apagó su cigarrillo.

—Lee, Dwight está aquí —dijo.

Él giró en redondo sobre sí mismo.

—Socio... —saludé, y Lee intentó guiñar el ojo, sonreír y hablar al mismo tiempo. Le salió una mueca bastante horrible.

—Bucky, escucha a Kay, sabía que toda la universidad que le pagué acabaría por servirme de algo —logró decir por fin, y yo no pude hacer otra cosa que apartar la mirada.

Cuando Kay habló, lo hizo con una voz suave y llena de paciencia.

—Todas estas teorías no son más que estupideces pero te daré una si comes algo para calmarte un poco.

—Adelante, profesora, venga tu teoría.

—Bueno, sólo es una suposición, pero quizá hubo dos asesinos: las heridas de las torturas se ven toscas, mientras que la bisección del cuerpo y la herida del abdomen, que son obviamente posteriores a la muerte, aparecen precisas y limpias. Pero tal vez no hay más que un asesino, y se calmó después de matar a la chica, luego la cortó en dos e hizo la incisión abdominal. Cualquiera podría haber sacado los órganos interiores con el cuerpo en dos partes. Creo que los doctores locos sólo existen en las películas. Cariño, debes calmarte. Tienes que dejar de tomar esas píldoras y has de comer. Escucha a Dwight, él te lo dirá.

Miré a Lee.

—Estoy demasiado cargado para comer —exclamó, y luego extendió su mano, como si yo acabara de entrar en la casa—. Eh, socio. ¿Has descubierto algo bueno hoy sobre la chica?

Pensé contarle que había descubierto que no se merecía a cien policías trabajando a jornada completa; pensé en soltarle la pista de la lesbiana y decirle que Betty Short era una pobre mentirosa insignificante para apoyar lo primero. Pero el rostro de Lee, lleno con la nerviosa energía de la droga, me hizo cambiar de opinión.

—Nada que justifique lo que te estás haciendo —respondí—. Nada que valga la pena de verte convertido en un inútil cuando un tipo al que enviaste a San Quintín se encuentra a tres días de aparecer por Los Ángeles. Piensa en tu hermana pequeña viéndote así. Piensa en ella...

Me detuve al ver que las lágrimas empezaban a fluir de los ojos tipo espacio exterior de Lee. Ahora le tocaba el turno a él de quedarse allí, haciendo de espectador ante su propia hermana. Kay se colocó entre nosotros dos, una mano sobre el hombro de cada uno. Me fui antes de que Lee empezara a llorar en serio.

La comisaría de Universidad era otro puesto avanzado en la manía de la
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En los vestuarios habían colocado una lista de apuestas. Era un cuadrado toscamente recortado en fieltro con espacios para apostar en los que ponía: «Resuelto —se paga 2 a 1», «Un trabajo sexual debido al azar —se paga 4 a 1», «Sin resolver —a la par», «Novio(s) —se paga 1 a 4», y «"Red" —no hay apuestas hasta que el sospechoso sea capturado». El «Hombre $ de la casa» anotado era el sargento Shiner y de momento la gran acción estaba en «novio(s)», con una docena de agentes apuntados; todos habían soltado su billete con la esperanza de ganar doscientos cincuenta pavos.

La sala común era otra atracción cómica. Alguien había colgado del dintel las dos mitades de un traje negro barato. Harry Sears, medio borracho, daba vueltas de vals alrededor de la negra de la limpieza, y la presentaba como la auténtica
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, la mejor ave cantora de color después de Billie Holliday. Mientras le daba tragos a la petaca de Harry, la mujer de la limpieza y él hipaban canciones religiosas en tanto los agentes que intentaban hablar por teléfono se tapaban la oreja libre con la mano.

También el trabajo serio andaba bastante frenético. Había hombres dedicados a las matrículas y las guías callejeras de Huntington Park, en un intento de hallar al «Red» que se fue de San Diego con Betty Short; otros leían sus cartas de amor y dos agentes se ocupaban de la línea policial que daba información sobre las matrículas que Lee había conseguido la noche anterior mientras estaba apostado ante el picadero de Junior Nash. Millard y Loew no se encontraban allí, así que dejé mi informe respecto de los interrogatorios y una nota sobre las órdenes de búsqueda emitidas por mí en una gran bandeja señalada como INFORMES DETECTIVES. Luego me marché antes de que algún payaso de mayor rango que el mío me obligara a unirme al circo.

Estar sin saber qué hacer me hizo pensar en Lee; pensar en él me hizo desear encontrarme de nuevo en la sala común, donde, al menos, había cierto sentido del humor en torno a la chica muerta. Luego, pensar en Lee hizo que me enfadase y empezase a pensar en Junior Nash, pistolero profesional más peligroso que cincuenta novios celosos asesinos. Nervioso, volví a ser un policía de la Criminal y recorrí Leimert Park en busca suya.

Pero no había escapatoria de la
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.

Al pasar por la Treinta y Nueve y Norton vi a unos cuantos mirones que contemplaban boquiabiertos el solar vacío mientras varios vendedores de helados y perritos calientes se encargaban de abastecerles; una vieja vendía fotos de Betty Short delante del bar de la Treinta y Nueve y Crenshaw, y me pregunté si el encantador Cleo Short se habría encargado de proporcionarle los negativos a cambio de un sustancial porcentaje. Enfadado, aparté todas esas payasadas de mi mente y trabajé.

Caminé durante cinco horas seguidas por Crenshaw Sur y Western Sur, enseñando las fotos de Nash y explicando su
modus operandi
habitual de buscar negras jóvenes. Todo lo que obtuve fue «No» y la pregunta «¿Por qué no anda detrás del tipo que hizo pedacitos a esa chica tan guapa de la
Dalia
?» Hacia mitad de la tarde, me rendí a la idea de que quizá Junior Nash se hubiera largado realmente de Los Ángeles. Y, todavía nervioso, me uní al circo de nuevo.

Tras engullir una cena a base de hamburguesas llamé al número nocturno de la Antivicio y pregunté sitios conocidos donde se reunieran lesbianas. El agente de guardia comprobó en los archivos de Inteligencia de la Antivicio y volvió con los nombres de tres bares, todos en el mismo bloque del bulevar Ventura, por el Valle: Holandesa, Sitio Divertido y Escondite de La Verne. Estaba a punto de colgar el teléfono cuando añadió que se encontraban fuera de la jurisdicción de la policía de Los Ángeles y que pertenecían al territorio del condado no incorporado a ésta patrullado por el departamento del
sheriff
, y que era probable operaran sancionados por él... a cambio de un precio.

No pensé en jurisdicciones durante mi trayecto hasta el valle, sino en mujeres que andaban con mujeres. No lesbianas, sino chicas suaves con ángulos duros, como mi ristra de ocasiones logradas con los combates. Cuando iba por el paso Cahuenga intenté emparejarlas. Todo lo que pude conseguir fueron sus cuerpos y el olor a linimento y tapicería de coche..., ningún rostro. Entonces usé a Betty/Beth y a Linda/Lorna, fotos policiales y la tarjeta de la escuela combinadas con los cuerpos de las chicas que recordaba de mis últimos combates como profesional. El asunto se fue haciendo cada vez más y más gráfico; entonces apareció ante mí el bloque 11000 del bulevar Ventura y tuve una auténtica dosis de mujeres-con-mujeres.

La fachada de Sitio Divertido semejaba una cabaña de troncos y tenía dobles puertas batientes como las de los bares en las películas del Oeste. El interior era pequeño y con una pobre iluminación; hicieron falta varios segundos para que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Cuando lo conseguí, me encontré con una docena de mujeres que intentaban obligarme a bajar la mirada.

Algunas de ellas eran marimachos con camisetas caqui y pantalones de soldado; otras, chicas delicadas con faldas y suéteres. Una tipa corpulenta y malcarada me miró de la cabeza a los pies; la chica que se hallaba a su lado, una esbelta pelirroja, apoyó la cabeza sobre su hombro y pasó un brazo alrededor de su gruesa cintura. Al sentir que empezaba a sudar busqué el bar con la mirada y también a alguien que tuviera el aspecto de estar al mando. Localicé una zona situada en la parte trasera de la habitación que tenía sillas de bambú y una mesa cubierta con botellas de licor, todas ellas rodeadas por una pared de neón que parpadeaba primero en púrpura, luego en amarillo y después en naranja. Fui hacia allí y varias parejas cogidas por los brazos se apartaron para dejarme espacio, el justo para que pudiera moverme.

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