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Authors: James Ellroy

La dalia negra (40 page)

BOOK: La dalia negra
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Había calculado mal por media manzana... a mi favor.

El hotel se encontraba a unos noventa metros de distancia. Fui hacia él mientras intentaba recobrar el aliento, el señor estadounidense Sin Nada que Ocultar daba un paseo. El patio del hotel aparecía vacío, así como el vestíbulo; alargué la mano hacia la llave de mi habitación. Entonces, una luz procedente de la segunda planta lanzó un brillo fugaz sobre la puerta de mi habitación, en la que no estaba mi contraseña de cabellos pegados con saliva.

Saqué mi 38 y abrí la puerta de una patada. Un hombre blanco, sentado junto a la cama, ya tenía las manos levantadas y una ofrenda de paz en los labios.

—Calma, chico. Soy amigo tuyo. No voy armado y si no me crees dejaré que me registres ahora mismo.

Señalé con mi arma hacia la pared. El hombre se puso en pie y colocó las palmas de las manos sobre ella, por encima de su cabeza, con las piernas bien abiertas. Le pasé la mano por todo el cuerpo, con la 38 pegada a su columna, y encontré una cartera, llaves y un peine grasiento. Clavé el cañón de la 38 en su espalda y examiné la cartera. Estaba llena de dólares; además, en una fundita de plástico llevaba una licencia de detective privado expedida en California. Decía que el nombre del tipo era Milton Dolphine y daba como su dirección comercial el 986 de Copa de Oro, en San Diego.

Arrojé la cartera sobre la cama y aflojé un poco la presión de mi arma; Dolphine se removió, nervioso.

—Ese dinero es una mierda comparado con lo que llevaba Blanchard. Si trabajas conmigo, todo será coser y cantar.

Hice que sus piernas se doblaran merced a una patada. Dolphine cayó al suelo y chupó el polvo de la alfombra.

—Cuéntamelo todo y ten cuidado con lo que dices sobre mi compañero, o te acusaré de intento de robo y verás la cárcel de Ensenada.

Dolphine se puso de rodillas.

—Bleichert —boqueó—, ¿cómo coño crees que me enteré de que debía venir aquí? ¿Se te ha ocurrido pensar, por casualidad, que a lo mejor estaba cerca cuando hiciste tu número del poli gringo con Vásquez?

Mis ojos le examinaron rápidamente. Había dejado atrás los cuarenta, estaba gordo y empezaba a quedarse calvo, pero era probable que fuera duro, igual que un ex atleta cuya fuerza se había ido convirtiendo en astucia a medida que su cuerpo se aflojaba.

—Alguien más me sigue —dije—. ¿Quién es?

Dolphine escupió telarañas.

—Los Rurales. Vásquez tiene ciertos intereses que proteger y no quiere que encuentres a Blanchard.

—¿Saben que me alojo aquí?

—No. Le dije al capitán que yo me encargaría de localizarte. Esos chicos suyos debieron encontrarte por casualidad. ¿Los has despistado?

Asentí, al tiempo que le daba un papirotazo a la corbata de Dolphine con mi pistola.

—¿Por qué tienes tantas ganas de cooperar?

Dolphine alzó la mano hasta el cañón del arma y lo apartó de él con sumo cuidado.

—Yo también tengo intereses que proteger y soy condenadamente bueno cuando se trata de trabajar para dos bandos. También hablo mucho mejor cuando estoy sentado. ¿Crees que es posible conseguir eso?

Cogí la silla y la puse ante él. Dolphine se levantó del suelo, se limpió el traje y se dejó caer en el asiento. Volví a enfundar mi arma.

—Despacio y desde el principio.

Dolphine se echó el aliento en las uñas y luego las frotó contra su camisa. Cogí la otra silla de la habitación y la coloqué con el respaldo ante mí para que mis manos tuvieran algo a lo que agarrarse.

—Habla, maldición.

Dolphine obedeció.

—Hace cosa de un mes, una mexicana entró en mi oficina de Dago. Estaba algo entrada en carnes y llevaba diez toneladas de maquillaje encima, pero vestía de primera. Me ofreció quinientos dólares por localizar a Blanchard y me informó que según creía estaba por Tijuana o por Ensenada. Dijo que era un poli de Los Ángeles y que se ocultaba de algo o de alguien. Como yo sé que a los polis de Los Ángeles les encanta el papel verde, empecé a pensar de inmediato en algo relacionado con dinero.

»Les hice preguntas a mis chivatos de Tijuana sobre él y di unas cuantas vueltas enseñando la foto de periódico que la mujer me había entregado; Blanchard había estado en Tijuana a finales de enero, se había metido en peleas, bebido y gastado montones de pasta. Después, un amigo de la Patrulla Fronteriza me contó que se ocultaba aquí y pagaba protección a los Rurales, los cuales le permitían beber y buscar camorra en su pueblo, algo que Vásquez no tolera prácticamente jamás.

»Bueno, al saber todo eso vine aquí y empecé a buscarle: Blanchard estaba jugando a ser un gringo rico. Le vi darle una paliza a dos mexicanos que habían insultado a una señorita, con los Rurales al lado y sin que éstos hicieran nada por evitarlo. Eso significaba que mi dato sobre la protección que ellos le prestan es cierto y empecé a pensar en dinero, dinero y dinero.

Dolphine trazó en el aire el signo del dólar y yo agarré las tablillas del asiento con tanta fuerza que noté como la madera empezaba a ceder.

—Aquí es donde la cosa se pone interesante. Un Rural cabreado, el cual no figura en la nómina de Blanchard, me dice que, según ha oído contar, Blanchard había contratado a dos Rurales de paisano para que mataran a dos enemigos suyos en Tijuana a finales de enero. Volví a Tijuana, pagué unos cuantos sobornos a la poli de allí y me enteré de que dos tipos llamados Robert de Witt y Félix Chasco habían sido liquidados en Tijuana el veintitrés de enero. El nombre del primero me resultaba familiar, por lo que llamé a un amigo que trabaja en la policía de San Diego. Hizo unas comprobaciones y luego me informó. Bueno, entérate de esto por si no lo sabías ya: Blanchard mandó a De Witt a San Quintín en el 39 y éste juró vengarse. Supongo que De Witt consiguió la libertad condicional y Blanchard, al saberlo, hizo que se lo cargaran para proteger su trasero. Llamé a mi socio de Dago y le dejé un mensaje para que se lo diera a la mexicana. Blanchard se encuentra aquí, protegido por los Rurales, quienes, probablemente, se cargaron a De Witt y a Chasco por encargo suyo.

Solté las tablillas del asiento, tenía las manos entumecidas.

—¿Cuál era el nombre de la mujer?

Dolphine se encogió de hombros.

—Se hacía llamar Dolores García pero es obvio que se trata de un nombre falso. Tras haberme enterado de lo ocurrido con De Witt y Chasco, la clasifiqué como una de las muñequitas de este último. Se suponía que era un gigoló con un montón de rajitas mexicanas cargadas de dinero haciendo cola y pensé que la dama quería vengar su muerte. Creí que se había enterado de que Blanchard era el responsable de los asesinatos, y por eso me necesitaba para localizarle.

—¿Estás enterado del asunto de la
Dalia Negra
, lo de Los Ángeles? —dije.

—¿Crees que el papa reza o no?

—Lee estaba trabajando en ese caso justo antes de venir aquí, y a finales de enero apareció una pista que llevaba a Tijuana. ¿Oíste comentar si había hecho preguntas sobre la
Dalia
?

—Nada —dijo Dolphine—. ¿Quieres oír el resto?

—Rápidamente.

—De acuerdo. Volví a Dago y mi socio me contó que la dama mexicana había recibido mi mensaje. Me fui hacia Reno para tomarme unas vacaciones y en las mesas de juego me pateé todo el dinero que ella me había dado. Empecé a pensar en Blanchard y en todo el dinero de que disponía; me preguntaba el destino que la dama mexicana le tenía reservado. Acabó convirtiéndose en una obsesión y volví a Dago, hice algunos trabajitos de buscar a personas desaparecidas y luego regresé a Ensenada como unas dos semanas después. Y, ¿sabes una cosa? No había ni jodido rastro de Blanchard.

»Sólo un loco le habría preguntado a Vásquez o a sus chicos por él, así que me dediqué a rondar por el pueblo y me mantuve atento. Vi a un vagabundo que llevaba una chaqueta vieja de Blanchard y a otro con su chándal del estadio Legión. Me enteré de que en Juárez habían colgado a dos tipos por el trabajo De Witt-Chasco y pensé que eso apestaba a una tapadera inventada por los Rurales. Seguí en el pueblo, bien pegadito a Vásquez, entregándole de vez en cuando algún adicto para mantener buenas relaciones con él. Y, finalmente, junté todas las piezas del rompecabezas Blanchard, así que si era tu amigo, prepárate.

Ante ese «era», mis manos rompieron la tablilla que agarraban.

—Calma, chico —dijo Dolphine.

—Termina —jadeé yo.

El investigador privado habló con voz lenta y tranquila, como si se estuviera dirigiendo a una granada de mano.

—Está muerto. Le hicieron pedazos con un hacha. Unos vagabundos lo hallaron. Entraron en la casa donde él se alojaba y uno de ellos se fue de la lengua con los Rurales para que no acabaran cargándoles el mochuelo. Vásquez les dio unos cuantos pesos por su silencio, así como parte de las pertenencias de Blanchard, y los Rurales enterraron el cuerpo en las afueras del pueblo. Oí rumores de que no habían encontrado nada de dinero y seguí rondando el lugar porque pensaba que Blanchard era un fugitivo y que, más pronto o más tarde, algún poli de los Estados Unidos vendría a buscarle. Cuando apareciste en la comisaría, con ese cuento de que trabajabas en la metropolitana, supe que tú eras esa persona.

Intenté decir que no pero mis labios no se movieron; Dolphine soltó el resto de su relato a toda velocidad.

—Quizá lo hicieron los Rurales, quizá fue la mujer o alguna amistad suya. Puede que alguien se quedara con el dinero y puede que no, y nosotros podemos conseguirlo. Tú conocías a Blanchard, podrías averiguar a quién...

Salté de mi asiento y golpeé a Dolphine con la tablilla rota; recibió el golpe en el cuello, cayó al suelo y volvió a chupar alfombra. Apunté con mi pistola hacia su nuca y el detective de mierda gimoteó, para empezar luego a balbucear, más rápido que antes, una súplica.

—Mira, no sabía que fuera algo personal para ti. Yo no lo maté y te ayudaré, si quieres localizar a quien lo hizo. Por favor, Bleichert, ¡maldita sea...!

—¿Cómo sé que todo esto es cierto? —dije yo, mi voz también cerca del gimoteo.

—Hay un pozo junto a la playa. Los Rurales tiran los fiambres allí. Un chaval me contó que había visto como un grupo de ellos enterraba a un hombre blanco muy corpulento más o menos por esas fechas, cuando Blanchard desapareció. ¡Maldito seas, es verdad!

Solté el percutor de la 38 con gran lentitud.

—Entonces, enséñamelo.

El lugar se encontraba a unos dieciséis kilómetros al sur de Ensenada, casi pegado a la carretera de la costa, en un promontorio que dominaba el océano. El sitio aparecía marcado por una gran cruz llameante. Dolphine frenó junto a ella y apagó el motor.

—No es lo que piensas. Los de este lugar mantienen ardiendo esa maldita cosa porque no saben quién está enterrado aquí, y montones de ellos han perdido a gente querida. Para ellos, es un ritual. Le prenden fuego a las cruces y los Rurales lo consienten, como si eso fuera una especie de panacea para mantenerles tranquilos y que no les entren ganas de encender otra clase de fuego. Y, hablando de fuegos, ¿quieres apartar eso?

Mi revólver apuntaba al vientre de Dolphine; me pregunté cuánto tiempo llevaba enfilado hacia él.

—No. ¿Tienes herramientas?

Dolphine tragó saliva.

—De jardinería. Oye...

—No. Llévame al sitio del que el chaval te habló y cavaremos.

Dolphine bajó del coche, dio la vuelta y abrió el maletero. Yo le seguí y le observé mientras sacaba una gran pala. El brillo de las llamas iluminaba el viejo cupé Dodge del detective privado; me fijé que había un montón de estacas y unos trapos junto al neumático de repuesto. Metiéndome la 38 en el cinturón, fabriqué dos antorchas con unos trapos al extremo de dos estacas, y después les prendí fuego en la cruz.

—Ve delante de mí —le ordené, al tiempo que le daba una a Dolphine.

Entramos en el arenal; dos forajidos sostenían bolas de fuego clavadas en un palo. Lo blando del terreno hacía que el avance fuera lento; la luz de las antorchas me permitió distinguir las ofrendas funerarias: pequeños ramos de flores y estatuillas religiosas colocadas aquí y allá sobre las dunas. Dolphine no paraba de murmurar que a los gringos los echaban al final; oí el ruido de huesos que se rompían bajo mis pies. Llegamos a una duna más alta que el resto y Dolphine agitó su antorcha ante una maltrecha bandera de los Estados Unidos desplegada sobre la arena.

—Aquí. El vagabundo dijo que estaba donde la bandera.

Aparté la bandera de una patada; un enjambre de insectos se alzó del suelo con un fuerte zumbido.

—Capullos —graznó Dolphine, y empezó a intentar matarlos con su antorcha.

Del gran cráter que había a nuestros pies se alzó un fuerte olor a putrefacción.

—Cava —dije.

Dolphine empezó a hacerlo; yo pensé en fantasmas —Betty Short y Laurie Blanchard—, esperando a que la pala tropezara con sus huesos. Cuando pensé eso por primera vez, recité un salmo que el viejo me había obligado a memorizar; la segunda vez, usé el Padrenuestro que Danny Boylan solía canturrear antes de nuestras sesiones de entrenamiento. Cuando Dolphine dijo: «Un marinero. Veo su uniforme», no supe si quería tener a Lee vivo y sufriendo o muerto y en ninguna parte, por lo que aparté a Dolphine de un empujón y empecé a cavar yo mismo.

Mi primer golpe de pala desenterró el cráneo del marinero, el segundo desgarró la pechera de su uniforme, y arrancó el torso del resto del esqueleto. Tenía las piernas hechas pedazos. Seguí cavando en ese lugar hasta que encontré arena entre la que relucían brillantes pedacitos de mica. Después, apareció un nido de gusanos y entrañas y un vestido de crinolina manchado de sangre y arena y huesos sueltos y nada más, y entonces apareció una piel rosada a la que el sol había quemado y unas cejas rubias cubiertas de cicatrices que me resultaron familiares. Después, Lee sonrió igual que la
Dalia
, con los gusanos que se arrastraban por entre sus labios y por los agujeros donde antes estaban sus ojos.

Dejé caer la pala y eché a correr.

—¡El dinero! —gritó Dolphine a mi espalda.

Me dirigí hacia la cruz en llamas con el pensamiento de que yo le había hecho esas cicatrices a Lee, de que era yo quien le había pegado. Llegué al coche, entré en él, metí la marcha atrás y derribé el crucifijo, haciéndolo caer sobre la arena; después puse mi mano sobre el cambio de marchas y, con un chirrido, hice que la palanca se moviera a través de todas las posiciones, hasta meter primera.

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