La cuarta alianza (38 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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Terminada la obra, dieron un paseo por la animada noche de la ciudad y, finalmente, terminaron acostándose en el hospedaje. Sin saberlo, Isaac había estado siguiéndolos toda la noche.

A la mañana siguiente salieron temprano, siguiendo la dirección que la joven les había indicado para alcanzar el monte de Ayasoluk. Allí se encontraba la basílica de San Juan, encima del antiguo templo a la diosa Artemisa.

Inocencio estaba emocionado por saberse tan cerca de su objetivo, imaginando el gran momento, tantas veces deseado, de tener entre sus manos aquellos pendientes que habían pertenecido a la Virgen María. Isaac los seguía, sin que ellos pudiesen ni imaginarlo.

Tras un escarpado y duro ascenso por la cara norte del monte, solamente recompensado por un agradable aroma a romero y hierbabuena, alcanzaron la explanada superior. Allí, Frente a ellos, se alzaba la majestuosa basílica del apóstol Juan, el discípulo predilecto de Jesús, aquel que le había seguido desde el principio de su vida pastoral, tras conocerle en su bautismo en el río Jordán, y que ya no le había abandonado nunca, ni en sus últimos minutos, cuando era crucificado en Jerusalén.

—Observa, Cario, lo grandiosa que es. Apenas es algo más pequeña que Santa Sofía.

Empezaron a recorrerla por uno de sus lados, comprobando el lamentable estado en que se encontraba. Una gran parte estaba derrumbada. La basílica se hallaba jalonada por siete cúpulas, pero sólo tres se mantenían íntegras.

—¿Conocía Vuestra Santidad el estado actual de este templo? La verdad es que está para caerse —apuntó cario, que veía cómo uno de los arcos, sobre el que descansaba una de las cúpulas, presentaba una enorme grieta que parecía no poder aguantar mucho más tiempo el peso que soportaba.

—¡Pues no, la verdad! Había oído que necesitaba una restauración, pero no imaginaba que estuviese en tan mal estado. Viendo su grado de abandono, me pregunto dónde puede estar el relicario. Desde luego, es evidente que aquí dentro no está. En estas condiciones, esta iglesia no puede estar abierta al culto.

Terminaron de recorrerla por todo su perímetro y entraron por una de sus capillas laterales, rodeando un montón de escombros. En su interior evitaron caminar por debajo de las pocas partes techadas que quedaban, ante la evidente falta de firmeza que éstas presentaban.

Inocencio iba explicando a Cario que esa basílica, al igual que Santa Sofía, la había levantado Justiniano con el deseo de honrar al evangelista, autor del libro del Apocalipsis, y único apóstol que no había muerto martirizado.

La tradición aseguraba que Juan había escrito su evangelio en Éfeso, siendo ya muy mayor, y ante la insistencia de sus discípulos. Acababa de ser puesto en libertad, después de un largo cautiverio en la isla vecina de Patmos, una vez que había muerto el emperador Diocleciano, su captor y su mayor enemigo. Éfeso no era una ciudad desconocida para él ya que, anteriormente, había estado allí con la Virgen María. Después de la ascensión de Jesús a los cielos, María pasó tres años en Betania, en casa de Lázaro, hasta que los judíos les expulsaron, junto con sus hermanas. Juan recogió entonces a la madre de Jesús y se la llevó con él a Éfeso, donde pasaron juntos unos seis años. Trataba así de cumplir con el preciado encargo que Cristo le había hecho antes de morir en la cruz: el de cuidar de su madre. Además, Juan quería protegerla y escapar de las brutales acciones que estaba cometiendo Herodes Agripa, por aquel entonces, en Jerusalén.

—Santidad, y si en esta iglesia no está el relicario, ¿qué podemos hacer para localizarlo?

—Por la información de que dispongo, sé que, cerca de la basílica, hay una pequeña comunidad franciscana. Su prior, un tal Luciano Lilli, nos dará toda la información sobre el paradero del relicario. ¡Posiblemente hasta lo tengan ellos!

—¡Pues vayamos en su búsqueda! —exclamó Cario—. Santidad, cuando estábamos en el otro lado de la basílica, me ha parecido ver, detrás de un bosque, una construcción de piedra. Si no es allí, seguro que alguien nos indicará el camino.

Cario estaba seguro de que tenían que dirigirse a aquel lugar y arrancó a caminar hacia él.

Mientras, Isaac se mantenía oculto, detrás de unas rocas, sin entender muy bien lo que hacían, pero con la esperanza de que no sólo estuviesen visitando ruinas, sino tratando de encontrar algo.

Llegaron a una humilde casa de piedra con un hermoso huerto en un lateral. En nada parecía un monasterio. Llamaron a la puerta y salió una gruesa mujer que, tras escuchar sus explicaciones, les indicó que los frailes se habían desplazado hacía tiempo a una montaña, al sur de Éfeso, llamada del Ruiseñor. En su planicie, habían levantado unas cuantas casas cerca de la que llamaban Meryemana, que traducido a su lengua era «la casa de María». Les indicó amablemente el camino que podían tomar desde donde estaban, para evitarles tener que pasar de nuevo por la ciudad.

Lo siguieron durante al menos dos horas y llegaron a lo más alto de aquel monte. Allí había varias viviendas de adobe alrededor de una más grande, de piedra, de planta cuadrangular que destacaba sobre las demás. Unas mujeres se acercaron hasta donde ellos estaban, con gesto de pocos amigos.

—¿Qué hacéis por aquí? ¿Buscáis la casa de María? —les preguntó una, la que parecía mayor.

—Venimos desde Roma y buscamos al prior Luciano Lilli. Nos han indicado que preguntemos por él aquí. ¿Sabéis dónde vive? —preguntó Cario, dirigiéndose a la mujer.

Se miraron unos segundos entre ellas y se pusieron a cuchichear, estudiándolos a fondo. Finalmente, la mujer mayor les invitó a seguirla. Atravesaron una larga explanada llena de flores moradas y llegaron a una de aquellas humildes casas. La mujer se paró frente a la puerta y llamó con fuerza.

—En esta casa vive el prior Luciano. Os recomiendo que le habléis alto, porque está bastante sordo.

Sin esperar contestación, la mujer se disculpó y se dirigió hacia una de las casas vecinas. Esperaron unos segundos, extrañados de que nadie abriese la puerta. Desde lejos, la mujer se volvió, y viendo que seguían fuera, les gritó:

—¡Si no os abre, llamadle más fuerte! Ya os digo que está muy mal del oído.

Inocencio golpeó la puerta tres veces más, hasta que, desde dentro, se oyó la voz de un anciano.

—¡Empujad!..., la puerta está abierta.

Inocencio y Cario entraron. Frente a ellos, se hallaba un viejo monje, sentado cerca de una ventana, con un gran libro entre las manos.

—¿Prior Luciano? —preguntó Inocencio.

—¡Habladme más alto, por favor! No oigo muy bien.

Tomando aire, Inocencio alzó mucho más la voz:

—¡¡Prior Lucianooo!!—Sí, hijo mío, yo soy el prior Luciano. Pasad y dejadme veros... Humm, me parece que no os reconozco. Pero no seáis tímidos y acercaos más a la luz, para que os vea mejor. ¿Con quién tengo el honor de compartir esta mi humilde casa?

Los dos cerraron la puerta y comprobaron que estaban solos. Se acercaron a la luz para que el hombre los viera mejor, e Inocencio le respondió:

—Yo soy Inocencio IV, Papa de Roma, y éste es mi secretario Cario Brugnolli.

—¿Me podéis repetir lo que habéis dicho? Me parece que no os he entendido bien.

—¡Digo, que soy el papa Inocencio IV, prior! —alzó la voz Inocencio.

—¡Válgame el cielo! ¿El Papa de Roma, en esta humilde casa?

El viejo se levantó con dificultad y, doblando una pierna, le besó la mano con infinito respeto.

—Por favor, prior Luciano, sentaos y no os preocupéis por los formalismos. Supongo que os extrañará mi presencia por estos lares, sin haber sido avisado previamente de mi venida, y, lógicamente, entiendo que querréis saber el motivo que me ha traído hasta aquí. Sospecho, además, que os habrá extrañado la forma de vestir con la que nos hemos presentado. ¿Estoy en lo cierto?

—Claro, Santidad. Pero no tenéis que dar ninguna explicación a este vuestro humilde siervo.

Se sentaron frente a él, e Inocencio tomó nuevamente la palabra.

—¡Deseo dárosla, prior! La situación política entre Roma y Bizancio está pasando momentos muy delicados. El emperador Juan III está tratando, por indicación mía, de poner en contacto a las dos iglesias, la latina y la griega, para avanzar hacia una unificación, aunque todavía nos encontramos con enormes dificultades. Desde luego, la toma de Constantinopla por los cruzados en 1203 y los desmanes que allí acontecieron entre hermanos, todos cristianos, no ayudó mucho a lograr este objetivo. Bueno, pero estaba hablando de mi viaje. Desde que partimos de Roma, mi secretario y yo decidimos, por prudencia, y para evitar conflictos diplomáticos y tensiones innecesarias con el patriarca de Constantinopla, viajar de incógnito.

El prior acercaba su oído derecho hacia el rostro del Papa, para no perderse nada. De todos modos, le pidió que le hablase algo más alto. Inocencio continuó, levantando aún más la voz.

—Mi presencia aquí está motivada por dos razones. La primera es recoger una reliquia que envió el papa Honorio III a la basílica de San Juan, de Éfeso, para estudiarla en Letrán. ¿Podemos ver el relicario?

—Sí, Santidad. Lo mantenemos expuesto en una capilla, dentro de la casa de María. Yo mismo lo recibí cuando todavía oficiábamos en la basílica de San Juan, pero debido a su mal estado de conservación, cuando se nos derrumbó uno de los laterales, nos asustamos, de tal modo que decidimos no arriesgar más la vida de los fieles y abandonamos definitivamente el culto en ella. Mi pequeña comunidad franciscana se trasladó entonces hasta esta montaña, donde vivió la Virgen María durante varios años, buscando el recogimiento y la oración en este santo lugar. El relicario del que habláis, con un fragmento de la Santa Cruz, se trasladó al interior de la capilla, y allí lo podéis encontrar. Toda la comunidad le tiene mucha devoción pero, lógicamente, obedeceremos con resignación vuestra santa voluntad. ¡Consideradlo como si fuese vuestro!

—¡Sea santificada vuestra capacidad de entrega a Dios y vuestra obediencia, mi querido prior! Dejadme que os explique mi segundo motivo. He querido también cumplir mi más ferviente (y por varias razones demasiado postergado) deseo de visitar la santa casa de María. Desde que tuve las primeras noticias sobre la identificación de su emplazamiento, y de la posterior construcción de su capilla, no ha pasado un día sin que me haya propuesto visitarla para rezar a la madre de Dios en el lugar que la cobijó durante años.

—Santidad, ¡no demoremos el momento! ¡Vayamos juntos!

El prior Luciano se levantó, animando a hacer lo mismo a sus invitados. Salieron de la humilde casa y tomaron el camino hacia aquella construcción que presidía el centro del poblado, la única de piedra. No presentaba ningún signo externo que la identificara como la casa de María. Extrañados, preguntaron el motivo. El prior les explicó que era una medida de protección. Se empezaban a propalar atroces historias sobre los bárbaros mongoles que estaban conquistando los territorios del norte y amenazaban con entrar en breve en las tierras medias. Si evitaban su identificación, podría tener más oportunidades de pasar inadvertida y no ser destruida o expoliada.

Entraron en la pequeña casa, habilitada como modesta capilla. Un humilde altar de piedra, al fondo, presidía su pequeño espacio. De la pared sólo colgaba un crucifijo de madera. Frente a él había cuatro estrechos bancos en dos filas, donde estaban rezando dos frailes que se volvieron, curiosos, para estudiar a los forasteros.

Sobre el altar estaba el relicario: una cruz de plata de tipo patriarcal, de doble brazo, con varios granos de aljófar y táchelas de plata. En su centro, se veían dos crucecitas de madera, procedentes de la misma cruz que fue testigo mudo de la muerte de Cristo.

Inocencio estaba impresionado por la modestísima decoración del templo que, desde luego, no se hallaba en consonancia con su importancia; pero entendió el peligro de una ostentosa decoración dadas las circunstancias en esas inestables tierras. La única pieza de valor que contenía el templo era aquella reliquia y, lamentablemente, él iba a llevársela.

Sintió lástima de aquellos pobres hijos suyos que tan celosamente habían guardado la sagrada morada, protegiéndola de unos peligros que ni imaginaban todavía y que se les acercaban irremediablemente desde el sur, por parte de los egipcios, y desde el norte con los feroces mongoles. Y para defenderse de tantas amenazas sólo contaban con su oración. De todos modos, la reliquia no debía seguir por más tiempo allí. ¡Era demasiado arriesgado!

—Santidad, necesitáis llevárosla ya, ¿verdad?

El prior había visto el rostro de dolor del Papa, y adivinando sus pensamientos, le quiso ayudar.

—Gracias, Luciano. Sí, debo partir sin falta ahora mismo.

—No os preocupéis, Santidad, os prepararemos el relicario para que lo podáis transportar discretamente.

Ordenó a uno de los monjes que así lo hiciera, y salieron de la pequeña capilla. Hablaron un rato sobre la recién constituida orden franciscana, y Luciano recordó alguna de las conversaciones que había mantenido con su fundador, Francisco de Asís, muy al principio de su fundación, tras decirle Inocencio que él era un ferviente admirador del que, para él, ya consideraba santo.

Al poco rato, le trajeron una bolsa de cuero, dentro de la cual iba el sagrado objeto envuelto en un paño de algodón. Cario la sujetó con celo. Inocencio, tras impartir una emotiva bendición, se despidió de aquellos hombres, abrazándolos con cariño y deseándoles paz y fortaleza de ánimo. Se alejaron de ellos, despidiéndose varias veces con la mano por el camino que les había llevado hasta allí. Giraron luego en una encrucijada y tomaron el sendero que les llevaría directamente a Éfeso.

Iban contentos por tener definitivamente, y después de tanto sacrificio, el deseado relicario en su poder. Inocencio deseaba llegar a Éfeso, para abrirlo y ver su contenido. No sabían que llevaban a Isaac detrás, siguiéndoles los pasos desde que habían abandonado el monte.

Tras una hora de camino llegaron a Éfeso, localizaron la calle de los Curetes y la siguieron hasta el final para llegar a su hospedaje. La joven encargada les reconoció nada más entrar y les dio la bienvenida junto con su llave. La recogieron y, sin perder un minuto, se dirigieron a la carrera hacia la habitación. Por suerte, no se cruzaron con nadie pues, tras la larga caminata, iban muy sucios y sudorosos, oliendo a rayos.

Inocencio esperaba con una agitada respiración, casi encima del hombro de cario, a que éste consiguiese abrir la puerta de la habitación, que parecía resistirse más de la cuenta. Llenos de ansiedad por saber lo que contenía, entraron como dos flechas y cerraron tras de sí la puerta con tal energía que vibró la pared y una lámpara de cobre que iluminaba el interior del pequeño recibidor.

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