Authors: Gonzalo Giner
Del malestar que había provocado en Fernando su aviso a la policía se enteró un poco más avanzada la conversación. Trató de explicar a Paula sus motivos para no avisarle: por no intranquilizarle más de lo que ya estaba, y, sobre todo, por su propia seguridad. Antes de terminar la llamada, se interesó por las iniciativas que iba a tomar la policía a partir de ese momento y le pidió después que le aclarase una duda.
—¿Sabes si Fernando les ha contado lo que hemos averiguado acerca del brazalete?
—Por lo que me ha dicho, no. Sólo les ha contado cómo y cuándo le llegó el brazalete y poco más. —Paula se había quedado convencida de las buenas intenciones de Lucía.
—Supongo que Fernando necesitará algo de tiempo hasta que se le pase el disgusto conmigo. Te rogaría que me mantuvieras informada de todo lo que vaya ocurriendo y, si pudieras, me gustaría que nos viéramos. Estoy detrás de una pista relacionada con tus antepasados enterrados en la Vera Cruz y querría conocer tu opinión.
Paula encontró a Fernando sentado en la cocina, dedicado a la degustación de una gran copa de vino, que debió parecerle mejor elección que una infusión de hierbas. Quedó poco convencido de sus explicaciones sobre los motivos de Lucía, aunque esta vez parecía algo menos intolerante. No obstante, saltó de nuevo cuando, sin haberle dado mayor importancia, Paula le comentó su interés por saber si había pasado información a la policía sobre el brazalete.
—¡Paula, a mí el brazalete me da igual! Lo que me importa es la vida de Mónica. —Golpeó la mesa de la cocina. La copa de vino se tambaleó.
—¡Y a todos, Fer! También a ella. Supongo que, entre otras muchas cosas que habrán pasado por su mente a lo largo de su prolongada espera, ese detalle habrá sido fundamental.
—Pues no lo ha parecido. Todo lo que ha conseguido es que Mónica siga con ellos y el brazalete también. Y te digo una cosa, como al final le hagan algo a Mónica, aunque sea lo más mínimo, no se lo perdonaré en la vida. —Fernando estaba especialmente nervioso, gritaba y gesticulaba.
Paula le miró preocupada. Fernando estaba descargando todos los nervios acumulados sobre Lucía y se estaba excediendo con ella. No parecía el momento más adecuado para recriminarle nada y por ello evitó hacer más comentarios.
Se instaló un tenso silencio entre ellos. Paula aprovechó para observar a su hermano y meditar sobre su actitud. De pequeños se conocían tan bien que podía predecir cualquiera de sus reacciones, sólo con mirarle a los ojos. Desde que se habían hecho mayores y viviendo tan separados, le entendía cada vez menos, sobre todo en su relación con las mujeres. En menos de una semana había estropeado una incipiente relación con Mónica y se había lanzado a pasar un fin de semana con Lucía —durante el que a saber qué habrían llegado a hacer—, la cual ahora parecía protagonizar la peor de sus pesadillas. De todas las mujeres que de alguna manera habían participado últimamente en su vida, sólo faltaba ella para ocupar un puesto en la lista de afectadas. Ya le llegaría. Por una u otra razón, al final todas habían terminado en la misma situación.
Le miró, analizando sus gestos, mientras seguía bebiéndose a sorbos la copa de vino. Su ceño, completamente fruncido. Una mirada llena de amargura y una incontenible ansiedad que se manifestaba con un movimiento nervioso e imparable de una de sus piernas cruzada sobre la otra. Le pareció un poco infantil.
Todos estaban sufriendo igual que él. Estaba claro que todavía no había aprendido a superar aquella tendencia, que tantas veces había padecido en su propia persona, a descargar sus responsabilidades y problemas en los demás, pese a sus cuarenta y muchos años cumplidos.
Fernando se bebió de golpe el resto de vino y miró a Paula con una expresión que a ésta le recordó la que solía poner de pequeño cuando acababa de hacer alguna trastada.
—Fernando, ¿hace falta que te lo diga o lo ves claro tú solito?
—Creo que, una vez más, me he dejado llevar por la habitual insensatez en mi manera de enfocar los problemas y que no estoy siendo demasiado justo con Lucía. Supongo que es lo que estás pensando, ¿verdad?
—Pues sí, chato. Como vas comprobando últimamente, tus relaciones con las mujeres viven momentos de lo más extremo y con reflejos que, creo, no siguen ningún proceso lógico. Tan pronto das pie a una para que se haga ilusiones, cuando a la vuelta de unos días le pegas un chasco de categoría. Y ahora estás indignado y odiando casi a la otra, con la que no hace ni dos días seguramente has estado como un idiota metido entre sus sábanas, y todo el día tras ella como un bobalicón, ¿verdad?
—No. No pasó nada entre los dos. Por una vez estás muy equivocada.
—Bueno, parece que mi hermanito pequeño está empezando a madurar. ¡Ya te tocaba, hijo! —Le cogió una mano y se la acarició con actitud maternal—. Me alegra saber que estás en el buen camino, aunque mi sexto sentido me dice que todavía no has terminado de ver qué o quién te conviene más.
El teléfono empezó a sonar. Fernando lo descolgó con rapidez.
—¿Sí, dígame...?
—¿Fernando? Soy Mónica. ¡Por favor, ven pronto a buscarme!
Fernando y Paula bajaron corriendo al portal y en menos de cinco minutos se incorporaban al tráfico del paseo del Prado, en dirección plaza de Castilla, desde donde Mónica acababa de llamar. Apenas había hablado con ella más de un segundo, pero su aletargada voz denotaba el peso de un profundo agotamiento, propio de las eternas horas que habían transcurrido desde su captura, y de las seguras y crueles circunstancias a las que habría sido sometida. Fernando acudía hacia ella deseando encontrarse con la misma mujer de siempre, con su dulzura, la energía de su juventud, su entrega sin condiciones y también con aquellos ojos de mujer vulnerable que habían llegado a hacer presa en él.
Entre semáforos y otras paradas también se iba temiendo lo que podría encontrarse, por cómo la conocía. Sus naturales inseguridades, propias de su juventud, podrían haberse acrecentado con el miedo, la incertidumbre, el pánico... Y la deliciosa candidez que emergía de su personalidad se habría endurecido ante la crudeza del trato recibido.
Cuántos deseos acumulados en las últimas horas le afloraban en ese trayecto que le parecía infinito...
No habían transcurrido ni quince minutos de la llamada cuando encontraron a Mónica, perdida, solitaria entre cientos de transeúntes que nunca pasarían por un trago parecido. Ella, apoyada en un semáforo, aguardaba pacientemente a que el mundo volviese a girar como siempre lo había hecho, sin necesidad de más detenciones inesperadas.
Fernando paró el coche en donde pudo y echó a correr para abrazarla, para recibir su llanto, para que le traspasase toda su tensión. Necesitaba apretarla entre sus brazos con mucha fuerza para que no se sintiera aislada, sino parte íntima de él. Acariciaba sus mejillas, le secaba las lágrimas y ordenaba sus cabellos porque no podía expresar con palabras lo feliz que se sentía de tenerla de nuevo abrazada. Mónica, sollozando, algo absorta, insistía en el miedo, en el mucho miedo que había pasado. La joven se apretó con fuerza entre sus brazos, sintiéndose instantáneamente protegida entre ellos.
En el camino hacia su casa, con una dificultad cercana al desfallecimiento, trató de contarles lo que le había ocurrido. Había sido el domingo por la tarde después de un café con unas amigas, cuando, de vuelta a casa, dos hombres la habían abordado y, antes de adormecerse por efecto de un tranquilizante que le dieron, se vio en el interior de un coche que conducía una mujer. Se despertó sin reloj y sin noción del tiempo en un dormitorio provisto de un sucio cuarto de baño.
—¿Cómo te trataron? ¿Te amenazaron? ¿Les pudiste ver? ¿Hablaron del brazalete? —Las preguntas se le agolpaban a Fernando.
—Sí. Muy al final hablaron de él. Eran cuatro y hablaban en una lengua extraña. Tenían mucho cuidado de no mencionar sus nombres cuando hablaban cerca de mí. Sólo pude entender uno, el de un tal Philippe, al que llamaron por teléfono en dos o tres ocasiones, porque hablaban con él en francés. Le decían que pronto iban a recuperar el brazalete para celebrar el gran día, o algo así. Eso fue lo único que les entendí.
—Habrás pasado mucho miedo, ¿verdad? —Paula le acariciaba el hombro desde el asiento de atrás.
—Decir miedo es poco. Durante esas horas han pasado por mi cabeza una gran cantidad de imágenes sobre lo que me podían llegar a hacer, y os aseguro que todas horribles. —Su voz se iba debilitando como si una fuerza interior se esforzase en apretarle la laringe. Fernando quiso que lo dejase; no podía resistir ver aquella angustia. Mónica necesitaba explicarse, exorcizar aquellos fantasmas—. Sólo ha sido una noche y un eterno día, pero empecé a obsesionarme con la idea de que podía morir y estaba aterrada. —Se tapaba la cara al recordarlo; un reguero de lágrimas le recorría las mejillas—. No entendía qué podían querer de mí. Lo primero que pensé es que se habían equivocado. Les oía gritar entre ellos sin saber lo que pasaba, hasta que oí al que llamaba por teléfono hablando en francés. Entonces empecé a ver que podían querer algo de ti, Fernando. Hasta ese momento no sabía lo que me podía pasar. Esta mañana me han llevado hasta la Puerta del Sol, supuse que para canjearme por dinero o por el brazalete, y no sé qué ha pasado, pero de golpe hemos vuelto a la carrera hacia al coche. Notaba que estaban muy nerviosos. Me han drogado otra vez y me he despertado nuevamente en aquella habitación. No sé si he tardado una hora, dos, o diez minutos en el trayecto.
—¿No pensarías que te íbamos a dejar abandonada, sin pagar el rescate, verdad? —Fernando le acarició una mano.
—No tenía dudas, y menos al despertar. Estaban muy alegres. Les oía reírse y hablaban muy animadamente. Sin entender lo que había pasado, presentí que habían conseguido lo que buscaban, aunque yo seguía todavía encerrada y por lo tanto confundida.
—Se han llevado el brazalete de Moisés. Al parecer, era todo lo que querían —aclaró Fernando—. Sabemos que la mujer es israelí y su nombre, Raquel Nahoim. La han identificado por unas huellas que dejó en el taller de Paula. Esta mañana he reconocido a otro de los secuestradores, a aquel palestino que nos encargó la daga de plata, ¿sabes de quién te hablo?
—Sí. Lo recuerdo perfectamente. ¿Sabemos quién es?
—Hemos estado con la policía en la joyería buscando la tarjeta que me dejó. Tratarán de identificar sus huellas.
—Ahora necesito reponerme de todo esto.
Mónica estalló de nuevo en lágrimas de forma incontenible. Paula no sabía cómo hacer para calmarla. Entre sollozos les pidió que la dejaran en casa, pues le dijeron que estaban allí sus padres.
Mónica no se despertó hasta bien entrada la mañana del día siguiente debido a los efectos del cansancio y a los dos tranquilizantes que le hicieron tomar sus padres antes de acostarse.
A lo largo del día y casi cada hora, Fernando les llamaba para interesarse por su estado. Se empezó a preocupar en serio cuando a media tarde Mónica seguía sin querer comer, tumbada en la cama a oscuras y sin salir de la habitación, acompañada de unos temblores que parecían aumentar en intensidad a medida que pasaban las horas. Decidió ir a su casa pasadas las diez de la noche para llevarla a urgencias.
Tras someterla a un montón de pruebas de rutina en las que no le habían encontrado nada, acabó en psiquiatría, donde determinaron que padecía el clásico trastorno de estrés postraumático como consecuencia de la tremenda experiencia por la que había pasado.
El especialista les recomendó iniciar una psicoterapia para ir enseñándole a afrontar sus recuerdos, imágenes y pensamientos negativos de una manera menos lesiva, aunque éstos no llegarían a desaparecer nunca. También les aconsejó que estuviesen atentos a la posible aparición de otros trastornos que solían estar asociados a ese tipo de procesos, como fobias, depresión, obsesiones o estados de ansiedad. Atendiendo a un último consejo del médico, tomaron la decisión de facilitarle la práctica de alguna de las actividades que más le gustaban, con el fin de procurarle una mayor relajación. Para ello y tras la primera serie de sesiones con el psicoterapeuta, sus padres se la llevarían a descansar a los Alpes durante unos días.
Fernando llamó a los dos días de la liberación a don Lorenzo Ramírez para ponerle al corriente del secuestro y de las terribles consecuencias en la salud de Mónica. También le informó de la pérdida del brazalete. El hombre se quedó más preocupado por la evolución de Mónica que por el brazalete, y aprovechó para mencionarle otra conversación que habían mantenido anteriormente, durante la cual recordaba haberle hecho partícipe de sus sospechas de sentirse vigilado. Tras las deducciones a las que habían llegado en la finca de Lucía, don Lorenzo empezó a sospechar también que podría existir en la actualidad algún grupo esenio que estuviese persiguiendo lo mismo que ellos y que fueran los autores del dramático suceso. Desde luego, visto el interés por el brazalete, semejante al que tuvieron sus antepasados, aquella posibilidad parecía no ser del todo descartable.
Fernando quiso acompañar a Mónica en las primeras visitas al psicólogo. También para aprovechar el único rato que tenía de verla.
Fuera por efecto de la medicación o por un empeoramiento de su estado, Mónica parecía embotada. Mostraba poco interés por lo que le contaba de la joyería o de cualquier otro tema, aunque Fernando evitaba en todo momento la más mínima referencia al brazalete, por ser motivo directo de sus traumáticos recuerdos. Tampoco le daba ninguna señal de mantener sentimiento alguno hacia él, lo cual hacía sufrir doblemente a Fernando.
El sábado siguiente al secuestro, a media mañana, el inspector jefe Fraga llamó a Fernando para decirle que ya estaba identificado el palestino. Se trataba de un tal Mohamed Benhaimé, nacido en Jericó y residente en España desde hacía diez años. Por lo visto, era un empresario de la construcción con intereses en la Costa del Sol y en Cádiz. Habían confirmado que no tenía antecedentes policiales, ni aquí ni en su país, aunque ya tenía puesta una orden de busca y captura contra él. Del resto del grupo no sabían nada, pero las investigaciones seguían su curso. El policía pensaba que podían seguir escondidos en Madrid o en alguna provincia de los alrededores.
Cada dos días Lucía hablaba por teléfono con Fernando para interesarse por la evolución de Mónica. Por sus conversaciones en las siguientes semanas, Lucía había empezado a notar en Fernando una cierta evolución interna. Por una parte, de aquella sensación inmediata de culpabilidad había pasado a otra, más orientada a asumir la responsabilidad de sus cuidados. Pero también se percató de un incipiente enfriamiento de sus relaciones afectivas. En ningún caso, dadas las circunstancias, resultaba evidente, pero cada día le parecía más real. Aunque Lucía lamentaba de verdad la situación de Mónica, y aun pudiendo parecer desleal por su parte, no conseguía quitárselo de la cabeza ni dejar de sentir un gran interés por él, sobre todo después de los hechos ocurridos en su finca. Luchando contra un relativo sentimiento de culpabilidad, veía que la manera más eficaz de atraerle hacia ella consistía en implicarle más en el desarrollo de sus descubrimientos y no en sus resultados, como había hecho anteriormente.