La cruzada de las máquinas (62 page)

Read La cruzada de las máquinas Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hubo una bajada de tensión en la cabina del piloto y las cámaras inferiores de contención se quedaron sin luz; los refugiados se quedaron en una oscuridad completa, acompañados únicamente por el sonido de los focos de fuego, el gemido del metal y los susurros asustados.

Ishmael cayó al suelo y rodó hacia el asiento del piloto. Finalmente se puso en pie, esperando que los otros cien pasajeros se hubieran preparado adecuadamente para aquel accidentado aterrizaje. Rafel se levantó también del suelo y se aseguró de que Chamal estaba ilesa.

—Abre las compuertas —gritó Ishmael—. Tenemos que sacar a todo el mundo por si la nave estalla.

—Ese sería un final perfecto para esta aventura —dijo Keedair.

Su trenza se había enredado y deshilachado, y en un gesto de irritación, se la echó por encima del hombro.

Rafel le miró furioso.

—Tendríamos que matarte, negrero.

El tlulaxa lo miró como si se hubiera cansado de tener miedo.

—¿Tan poco valéis que no sabéis hacer otra cosa que quejaros y amenazar? Me habéis secuestrado, me habéis obligado a llevaros a otro planeta, me habéis ordenado que haga aterrizar esta nave y os mantenga con vida. Y lo he hecho. A partir de ahora, si tenéis problemas será porque os los habéis buscado.

Ishmael lo miró, tratando de ver si el comerciante de carne esperaba gratitud. Finalmente, con una última vibración, el panel de controles se apagó. Keedair fue hasta una escotilla de emergencia, dio un tirón a la palanca y consiguió soltar una de las fuertes barras que la sellaban.

Los refugiados zensuníes se agolparon ante la abertura y, ayudándose con herramientas improvisadas, consiguieron abrirla. El sol deslumbrante y el aire seco del nuevo mundo entró en la quejumbrosa nave.

Ishmael había dirigido a aquella gente, había dispuesto su huida después de años de cautiverio y les había llevado a una nueva vida lejos de las garras de los amos de esclavos de la Liga, por tanto, él tenía que ser el primero en poner pie en tierra. Los antiguos esclavos lo miraron expectantes.

Pero Ishmael les indicó que salieran ellos y permaneció en el interior de la nave, tratando de imponer cierto orden.

—No dejéis que el entusiasmo os nuble el entendimiento —gritó.

Los prófugos empezaron a bajar de la nave siniestrada al suelo duro y agrietado. Algunos deambularon, llamando a sus amigos y sus seres queridos; otros corrieron buscando una seguridad imaginaria en aquel nuevo mundo, extraño y desolado. Chamal, después de dejar a su marido en la cabina del piloto, bajó también y ayudó a los demás a buscar un refugio seguro entre las rocas, lejos de la nave.

Rafel se sentía envalentonado y tenía el rostro rojo de ira. Aferró a Keedair por la trenza y lo obligó a levantarse del asiento de piloto.

—Ven afuera con nosotros a ver adónde nos has llevado. ¿Estamos cerca de la civilización?

El negrero se rió en su cara.

—¿De la civilización? Esto es Arrakis. Dentro de unas semanas lloraréis al pensar en Poritrin y vuestros acogedores barracones de esclavos.

—Eso jamás —juró Rafel.

Pero el antiguo comerciante de carne sonrió con gesto confiado y a la vez resignado. A empujones, Rafel le obligó a saltar al exterior por la escotilla. Ishmael saltó detrás. Rafel permaneció junto a su prisionero sobre un afloramiento negro que la nave prototipo había hecho añicos. El joven miró aquel paisaje somnoliento y vacío con sorpresa, luego con desesperación. Chamal acudió a su lado. Ni en sus peores pesadillas habían imaginado un panorama tan inhóspito y yermo.

Ishmael se irguió con gesto orgulloso y miró la abrasadora península marrón y negra que se extendía formando una curva por todo el horizonte. Del otro lado, había dunas onduladas que se extendían como las olas de un mar amarillo. Aspiró una profunda bocanada del árido aire de Arrakis, que olía a polvo y piedra. En el poco rato que llevaba allí fuera, sus fosas nasales y su nariz se habían secado por completo. No veía árboles, ni pájaros por ningún lado, ni una mota de verde, ni siquiera una brizna de hierba o una flor.

Parecía el peor hoyo del Sheol de todo el universo.

Rafel agarró al tlulaxa del cuello.

—¡Gusano, traidor! Llévanos a otro sitio. No podemos vivir aquí.

Keedair dejó escapar una risa amarga.

—¿A otro sitio? ¿Es que no me has oído? Mira la nave. Esa ya no va a ninguna parte, ni ninguno de vosotros. Podéis vivir… o morir aquí, me da igual.

Parecía que algunos quisieran gritar o llorar, pero Ishmael miró el paisaje y alzó el mentón con gesto desafiante. Su boca formó una línea de determinación. Apoyó la mano en el hombro de su hija.

—Budalá ha escogido nuestro camino, Chamal. Aquí es donde formaremos nuestro nuevo hogar. Olvida tus sueños del paraíso. La libertad es mucho más dulce.

63

Todo plan tiene su llave inglesa.

Antiguo aforismo

Finalmente, uno de los mensajes urgentes de Norma llegó hasta él durante una breve parada en Salusa Secundus cuando volvía hacia Arrakis. Cuando llegó a las oficinas de la empresa, encontró otro comunicado urgente de Tuk Keedair con más detalles del desastre que había ocurrido con el proyecto de plegar el espacio. Él y Norma habían sido exiliados. Insultando por lo bajo a lord Bludd y a Tio Holtzman, Venport requisó la primera nave disponible que encontró de VenKee y se dirigió a toda prisa hacia Poritrin.

De camino, en diferentes estaciones espaciales, Venport se enteró de la otra catástrofe, que dejaba muy pequeña a la anterior. Durante una revuelta de esclavos, la ciudad de Starda había quedado totalmente destruida, según parecía a causa del uso de armas atómicas.

No podía creerlo; pensó que se volvería loco de preocupación durante aquel tedioso viaje. Si hubiera tenido acceso a la tecnología que permitía plegar el espacio habría llegado instantáneamente a Poritrin. Norma tenía graves problemas y, en el mejor de los casos, ya la habrían exiliado del planeta donde había vivido durante casi tres décadas. Solo esperaba que hubiera salido de Poritrin a tiempo. Le preocupaba mucho más su seguridad que las pérdidas económicas de su empresa.

Pero recibió la confirmación: Norma no había llegado a Rossak. Algo terrible había pasado. Quizá no había llegado a salir de Starda y estaba entre los millones de fallecidos.

Aquella emergencia personal y empresarial le hizo comprender la importancia de un sistema de transporte y comunicación espacial más rápido. No solo para sí mismo, sino para toda la raza humana. Sin embargo, aquella tecnología colgaba de un hilo. Solo Norma sabía cómo utilizar el efecto Holtzman para plegar el espacio. Nadie más podía entenderlo.

¿Dónde está?

Hacía un año, Norma había pospuesto la respuesta a su petición de matrimonio; había evitado la cuestión por vergüenza, confusión, indecisión… pero le había prometido darle una respuesta cuando volviera. Tendría que haber regresado a Poritrin mucho antes. ¿Por qué había estado fuera tanto tiempo?

Venport sabía que, incluso si hubiera aceptado casarse con él, Norma habría seguido en sus laboratorios, trabajando en su prototipo y que él habría tenido que marcharse de todos modos para cumplir con las exigencias de su negocio. Los hombros le pesaban. Solo de pensar en su sonrisa modesta, su conversación tranquila, la alegría y el despiste que mostraba cuando estaba con él —tanto si lo veía como un amigo, un hermano mayor o un amante— hacía que sintiera una gran calidez en su interior.

Sí, Venport la amaba, la amaba desde hacía mucho tiempo, aunque había tardado mucho en reconocer sus sentimientos. Nadie la había considerado nunca una mujer hermosa, y sin embargo para él su atractivo estaba justamente en ser como era: un genio discreto con una pasión por las matemáticas que sobrepasaba incluso el fanatismo del más entregado yihadí. La echaba tanto de menos… y encima ahora…

¿Te he perdido?

Venport llegó al río Isana en mitad de la noche, hora local.

Los controladores le obligaron a desviar la nave del desastre de Starda hacia una zona provisional de aterrizaje acondicionada para recibir a todas las naves con equipos de emergencia que habían acudido a toda prisa al planeta.

El resplandor del gran cráter radiactivo era de un naranja mortecino en la zona de los acantilados del río, donde antes vivían los nobles. Aquella imagen cayó como una pesada losa sobre su corazón, y se le hizo difícil respirar. Lord Bludd, Tio Holtzman y cientos de miles de personas habían desaparecido, se habían evaporado.

¿Cómo iba a encontrar a Norma?

Ya en el puerto espacial provisional, entre la multitud, Aurelius Venport estuvo mirando a los ojos de los refugiados y en ellos encontró un sentimiento de derrota absoluto. Nadie parecía saber exactamente qué había pasado, cómo era posible que unos simples esclavos hubieran conseguido un arma atómica. Pero otros indicios parecían indicar que la explosión no se había debido exactamente a una reacción nuclear en cadena, sino a algo parecido…

Y nadie sabía nada de la antigua ayudante de Holtzman. Norma Cenva era el menos importante de sus problemas.

Venport comprendió que seguramente tardaría bastante en encontrar respuestas. Ya no había ni hoteles ni distracciones. La mayoría de casas de huéspedes habían desaparecido porque estaban en la zona de la explosión, y los apartamentos y hoteles de los alrededores estaban llenos de supervivientes de aquella revuelta sangrienta.

A Venport no le importaba su seguridad, no le importaba el dinero. En una colina algo alejada del río encontró una casa con una habitación libre; sin chistar, la alquiló por una cantidad exorbitante. ¿Qué importancia tenía el dinero en aquellos momentos? Mientras esperaba que se hiciera de día, trató de dormir un poco, pero estuvo toda la noche dando vueltas en la cama, preocupado por Norma.

Tampoco había tenido más noticias de Keedair, así que tendría que investigar por su cuenta.

Al amanecer, el comerciante buscó un transporte y de nuevo tuvo que pagar una fuerte suma por utilizar una aeronave comercial durante dos horas. El piloto era una pelirroja con aspecto ojeroso y sucio. La mujer no dejaba de hablar de operaciones de salvamento y rescate, de los montones de trabajadores que buscaban entre los escombros. Le dijo que su nombre era Nathra Kiane, y aceptó el encargo, aunque se sentía culpable por no estar en el lugar de la catástrofe.

—Le llevaré río arriba como desea, señor, pero no podemos quedarnos más de una hora. Aquí todo el mundo busca a alguien. Hay demasiado trabajo, demasiada gente que…

—No tardaré —dijo Venport, consciente de que aquella era la triste realidad—. Averiguaré todo lo que necesito saber en unos minutos.

El pequeño vehículo voló sobre los campos de cultivo, una cuadrícula verde y amarilla que seguía la ribera sinuosa del río. Los campos estaban ennegrecidos por el desastre, y el material agrícola estaba abandonado. Según los informes oficiales, los dragones que habían sobrevivido y los nobles de menor rango estaban tomando enérgicas medidas contra los reductos de rebeldes, pero aún quedaban bolsas de resistencia armada en las zonas rurales.

Como represalia, por todas partes la chusma mataba a los esclavos, tanto si se rendían como si no, tanto si habían tomado parte en la revuelta como si no. Ante aquel panorama, incluso los esclavos más pacíficos tuvieron que tomar las armas para defenderse; de ese modo, la espiral de violencia aumentó sin control. Venport se encogía solo de pensarlo.

—No había estado por aquí arriba desde la catástrofe. —La piloto emitió un gruñido de disgusto y desazón—. ¡Bestias! ¿Cómo han podido hacer una cosa tan terrible esos esclavos?

Nathra Kiane estaba exhausta y era evidente que tenía prisa. Viró con la aeronave y siguió a toda velocidad en dirección norte, siguiendo el curso del río Isana. Ya no había barcos en el agua. Allá delante, donde el río formaba un profundo canal, el extraplanetario vio el inicio de los cañones, que ascendían formando altas paredes de piedra. El laboratorio de Norma estaba muy lejos de la zona más afectada, y rezó para que estuviera sana y salva, para que hubiera regresado allí a pesar de la orden de deportación.

De nuevo, deseó haberse quedado con ella, haber dejado que fuera su socio tlulaxa quien se ocupara de los asuntos de VenKee: productos farmacéuticos de Rossak, melange de Arrakis, globos de luz, suspensores.

—Bueno —dijo Kiane—. Ya casi estamos.

Venport ya veía el embarcadero donde amarraban las lanzaderas acuáticas al pie del cañón, veía los ascensores y los montacargas que subían hasta el edificio que había en lo alto de precipicio, y la inmensa cueva donde estaba el hangar, con su tejado en voladizo abierto.

Y el dique seco vacío de la nave. La nave prototipo no estaba.

No parecía haber nadie en el laboratorio, ni trabajadores, ni esclavos, ni siquiera dragones. Las verjas estaban abiertas, las cercas que habían levantado estaban por el suelo. El material que quedaba estaba tirado por todas partes, como insectos muertos.

No había señales de vida.

—Aterrice en el claro que hay junto a la abertura del hangar —ordenó, y le sorprendió la firmeza de su voz. La piloto le miró como si quisiera protestar, pero él le dedicó una mirada furiosa y siguió observando por la ventanilla del aparato, tratando de ver algo entre las sombras del interior del hangar y la cueva.

Venport se apeó en cuanto la nave tocó tierra. El aire olía a quemado y el suelo se veía pisoteado. No quería ni pensar en lo que había pasado allí. ¿Aquellos destrozos los habían provocado los militares que fueron para llevarse a Norma y a Keedair… o también allí había habido una revuelta de esclavos?

Venport examinó una masa retorcida de metal que había en el centro del hangar vacío, el esqueleto de los pesados soportes donde hubiera debido estar la nave. No había ni rastro de ella.

Con el corazón apesadumbrado, Venport entró en las salas de cálculo donde Norma guardaba sus registros, pero solo vio algunos archivos tirados por el suelo, insignificantes papeles y recibos. Las notas no estaban, ni los planos, ni ningún otro documento importante.

—Tiene toda la pinta de que han saqueado el lugar —dijo Kiane, detrás de él—. ¿Hay alguien ahí? —pero sus palabras resonaron—. Apuesto a que los esclavos se rebelaron y huyeron río arriba. Seguramente tiraron los cuerpos por el precipicio, al río.

Other books

The Prisoner (1979) by Stine, Hank
The Hanging: A Thriller by Lotte Hammer, Soren Hammer
Ride The Storm by Honey Maxwell