Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Los ancianos zensuníes de aldeas tribales lejanas no ocultaban su desprecio hacia Dhartha por su colaboración con los sucios extraplanetarios. El naib hacía negocios con extranjeros, les vendía toda la especia que pedían. Incluso había introducido lujos extraplanetarios en su aldea de cuevas, abandonando los antiguos hábitos del desierto. Al contratar a unos mercenarios para que le ayudaran en su venganza personal, Dhartha comprendió que había renunciado a todo lo que en otro tiempo le importaba. Pero en aquellas circunstancias le traían sin cuidado las tradiciones y los preceptos del budislam. Apretó los dientes, porque sabía que seguramente sería condenado al Sheol por sus actos.
Al menos Selim Montagusanos estará muerto.
El transporte aterrizó ante un grupo de rocas y sus puertas se abrieron al aire caliente y seco del exterior. Dhartha se puso en pie, preparado para dar las órdenes, pero los mercenarios de Venport no le hicieron ni caso y salieron al exterior, hablando entre ellos, echándose al hombro sus armas de fuego, ajustando sus escudos personales. Momentos después, empezaron a saltar entre las rocas y cargaron de forma coordinada y vigorosa contra aquel entramado de cuevas.
Dhartha se sentía como un espectador. Finalmente, refunfuñando, se puso al frente de sus cinco kanla y salieron a toda prisa para tratar de alcanzar a los mercenarios. Ellos también querían participar en la matanza.
Durante muchos meses los hombres de Dhartha habían estado reuniendo pistas e información, hasta que éste tuvo la seguridad de haber descubierto la guarida de la banda del Montagusanos. Era imposible que los esperaran.
Cuando los soldados extraplanetarios cargaron contra las cuevas que tenían ante ellos, Dhartha se sintió desconcertado, porque no oyó sonidos de lucha, ni gritos, ni disparos de las pistolas maula. ¿Es que los bandidos estaban durmiendo? Avanzó con sus hombres hasta las aberturas de las cuevas.
Era evidente que los forajidos habían vivido allí. Había habitaciones excavadas en la arenisca, con objetos decorativos colgados y globos de luz robados aún en su sitio, junto con utensilios de cocina y otros objetos propios del hogar.
Pero no se veía a nadie por ningún lado. Los forajidos habían huido.
—Alguien les ha avisado de que veníamos —dijo con un gruñido el capitán de los mercenarios—. Nos han traicionado.
—Es imposible —terció el naib—. Nadie puede haber llegado hasta aquí antes que nuestra aeronave. Solo hace quince horas que el ataque está preparado.
Los mercenarios de Venport se reunieron en una de las habitaciones principales, con los rostros rojos de ira. Rodearon al naib Dhartha; le culpaban a él de aquel fracaso. Uno de ellos, con una cicatriz en la frente, habló en nombre de todos.
—Entonces, dinos, hombre del desierto, dinos adonde han ido.
El naib trató de controlar su respiración. A su alrededor todos hervían de ira y confusión. Sabía que aquel era el lugar. Aún se percibían intensos olores que delataban la presencia de gente, mucha gente, hasta hacía muy poco. No era ningún engaño, no se trataba de un antiguo asentamiento.
—Selim ha estado aquí. No puede estar muy lejos. ¿Adónde podría ir tanta gente en el desierto?
Antes de que nadie pudiera contestar, oyeron un latido lejano, como el de un corazón, o un tambor. Dhartha y los demás corrieron hacia una de las aberturas y vieron a una persona sola sobre las dunas, una figura patéticamente pequeña e impotente.
—¡Está allí! —aulló Dhartha.
Lanzando gritos de guerra, los mercenarios corrieron de vuelta a su aeronave.
—¿Y si es una trampa? —preguntó uno de los soldados.
Dhartha lo miró, con expresión furiosa y despectiva.
—Es un hombre solo. Podemos capturarlo y averiguar adonde han ido los demás.
Con tono de burla, el capitán de los mercenarios dijo:
—No tenemos miedo de nada que esa escoria del desierto pueda arrojar contra nosotros.
Los mercenarios corrieron a aplastar a Selim Montagusanos.
Bajo sus botas la arena era blanda, y el sol brillaba con fuerza, como si quisiera quemar todo cuanto tocara. Aquel día ninguna duda acompañaría a Selim; avanzaba plenamente iluminado. Se detuvo en medio de la nada, donde todos pudieran verle. Se sentó bajo el sol deslumbrante, sacó su tambor y esperó.
Era imposible que el naib Dhartha y su grupo de guerreros no le vieran.
El día anterior, las cuevas habían sido un ir y venir continuo, porque sus seguidores estuvieron empaquetando suministros, recogiendo solo lo que podían necesitar en su viaje por el desierto. Los jóvenes montagusanos se habían mostrado decididos y expectantes, temerosos de lo que pudiera pasar, pero no se atrevieron a cuestionar las órdenes o las visiones de Selim.
Marha había sido la última en partir. Se aferró a Selim, y él la abrazó con fuerza, pensando en la vida que crecía en su vientre, deseando poder quedarse con su mujer y criar a ese hijo. Pero la llamada de Shai-Hulud era más importante. Sabía lo que tenía que hacer. No tenía más remedio que seguir las indicaciones de Budalá.
—Tomé la decisión adecuada al unirme a los tuyos —dijo Marha con una mezcla de pesar y respeto en la mirada—. Rezaré por tu seguridad en este día, Selim, pero si sucede lo peor, haré que nuestro hijo esté orgulloso de ti.
Selim le acarició el rostro y no trató de tranquilizarla con falsas esperanzas. No sabía lo que Shai-Hulud tenía reservado para él.
—Cuida de nuestro chico. —Apoyó la mano con dulzura sobre su vientre—. La melange me ha dicho que darás a luz a un niño sano. Lo llamarás El’hiim. Algún día será un líder digno, si toma las decisiones adecuadas.
El rostro de Marha se iluminó de esperanza, pero Selim la obligó a partir.
Ahora, allá fuera, se sentía solo y pequeño, pero Shai-Hulud estaba con él. Su vida entera, todo lo que había hecho o haría, convergieron en aquel momento. Se sentía más seguro de su éxito de lo que se había sentido desde que tuvo su primera visión, hacía tres décadas.
El naib Dhartha era su enemigo a muerte y el enemigo de Shai-Hulud. El líder zensuní había vendido su alma a los mercaderes extraplanetarios y comerciaba con la sangre de Arrakis —la melange—, dejando que fuera a lugares a los que no pertenecía. En sus visiones, Selim podía ver más allá del paisaje del tiempo, como solo un dios o su mensajero podían ver. En el futuro lejano, Selim veía una muerte lenta para los gusanos de arena…
Aquella batalla sería recordada durante generaciones, repetida en torno al fuego siglo tras siglo. El nombre de Selim se olvidaría, los detalles perderían claridad por las sucesivas repeticiones, pero la esencia de lo sucedido pasaría a formar parte de la mitología de los nómadas del desierto. Invocando su recuerdo, la gente continuaría atacando a los recolectores de especia con mayor entusiasmo.
En el gran esquema de las cosas, lo que iba a hacer ese día era totalmente necesario.
Vio cómo las odiadas tropas extraplanetarias aterrizaban con su aeronave y corrían entre las rocas hasta las cuevas que Selim había utilizado durante años como base de operaciones. Sus labios se curvaron en una mueca de disgusto cuando vio que el naib Dhartha se había envilecido aún más y se había conchabado con los extranjeros, guerreros de alquiler de otros planetas. Iban bien armados, y se movían con una ferocidad animal.
A Selim le enfureció ver que profanaban su casa, las cuevas donde él y sus creyentes se habían congregado, la cámara donde él y Marha hicieron el amor por primera vez. Aquellos intrusos no merecían vivir.
Se sentó con las piernas cruzadas sobre la arena mientras ellos registraban el asentamiento abandonado. Finalmente, impaciente porque nadie lo había visto todavía, clavó la base del tambor en la arena. Moviendo la palma de la mano con rapidez, lo golpeó, lanzando un poderoso eco al aire y al interior de las dunas estratificadas.
Una llamada abrupta, un desafío.
Selim oyó débiles gritos de alarma y rabia, y entonces los guerreros descendieron a toda prisa por las rocas. Volvieron corriendo a su nave. Los motores zumbaron y la nave se elevó levantando penachos de polvo.
El naib Dhartha y sus hombres corrieron hacia las dunas a pie.
Selim golpeó su tambor con más fuerza, marcando un ritmo implacable, insistente. Su fiel Jafar le había enseñado cómo construir aquel instrumento utilizando trozos sueltos de metal para el cilindro y pieles de ratones canguro fuertemente cosidas para la parte de arriba. Aquel tambor le había servido durante años. Había llamado a muchos gusanos.
La aeronave armada hizo un barrido, volando tan bajo que Selim pudo sentir el rugido del aire y el calor de los motores. La arena que levantó le golpeó en la cara, pero Selim no se inmutó. Podían haber disparado o haberle lanzado explosivos, pero por lo visto el piloto estaba tratando de determinar si realmente estaba solo. Naturalmente, sospechaban que aquello era una encerrona, pero no acababan de entender dónde estaba la trampa. La aeronave dio otra vuelta y finalmente aterrizó sobre una extensión llana de arena, bastante lejos. Los mercenarios bajaron.
El naib Dhartha y sus guerreros zensuníes avanzaban con rapidez por el paisaje, dando traspiés, como si compitieran con los soldados. Todos aquellos hombres arrogantes creían estar por encima de los rigores del desierto, pero Selim sabía bien que, en Arrakis, una vida vale menos que un grano de arena en las profundidades del desierto.
Él siguió golpeando su tambor. La respuesta ya estaba cerca: unos temblores profundos, muy profundos, que se acercaban y eran cada vez más fuertes.
Desde el lado opuesto, los zensuníes corrían hacia él agitando sus armas, olvidando caminar con pasos aleatorios, como habían aprendido de niños. Selim oía insultos, desafíos, amenazas. Aunque era mayor que los demás, el naib Dhartha iba al frente. Como Selim esperaba, la ira del naib había nublado su buen juicio.
—Te desafío, Selim Montademonios —le gritó el naib en cuanto estuvo a una distancia desde donde podía oírle. Su voz era profunda, grave, la misma voz que cuando lo condenó falsamente por robar agua—. Ya has causado suficiente daño a mi gente y he venido a acabar con tu vida de forajido.
Los soldados extraplanetarios activaron sus escudos personales, porque es lo que se les había enseñado. Selim jamás había luchado con escudo —un verdadero guerrero no se protegía de una forma tan cobarde— y, mientras los hombres se acercaban, empezó a notar sacudidas muy profundas bajo tierra. No sabían que con sus escudos estaban enviando una llamada más fuerte e insistente a Shai-Hulud que la que Selim pudiera emitir con su tambor.
—¿Acaso estás libre de pecado para venir a juzgarme, naib Dhartha? —le gritó Selim en respuesta. Siguió golpeando el tambor—. Tú, un hombre que exilió voluntariamente a un joven inocente. No has dejado de actuar en contra de Shai-Hulud a pesar de saber el daño que estás causando. En tus manos llevas mucha más sangre que yo en las mías.
Algunos miembros del grupo de zensuníes gritaron asustados y señalaron en la distancia. Selim no se volvió. Notaba las vibraciones, el profundo movimiento de gusanos que se acercaban. Muchos gusanos.
Los mercenarios se detuvieron y empezaron a dar vueltas, confusos como hormigas irritadas mientras bajo sus pies la arena vibraba y burbujeaba. Con un zumbido de los motores, la aeronave se elevó sobre la duna inestable donde había aterrizado.
En ese instante, un enorme gusano de arena, enloquecido por las vibraciones de los escudos personales de los mercenarios, salió disparado del suelo como un proyectil y su enorme boca abierta se llevó de una sola vez a los asustados mercenarios.
Selim permaneció sentado, escuchando el sonido de la arena y el aullido desesperado de los hombres que caían por la interminable garganta. El piloto se elevó con la aeronave y se arrojó contra el enorme gusano de arena que había acabado con su grupo en cuestión de segundos. Disparó sus proyectiles, que impactaron en la piel costrosa de los segmentos del gusano y dejaron al descubierto la carne rosada de debajo. El gusano, sin ojos, se retorció y se elevó en el aire, buscando ciegamente un nuevo enemigo.
Cuando la aeronave volaba a toda velocidad para lanzar un nuevo ataque, un segundo gusano salió de las profundidades del desierto. Con un movimiento sinuoso, como una cobra, golpeó a la nave; luego volvió a sumergirse en la arena y succionó los restos del aparato, que se había estrellado.
Del otro lado, los guerreros zensuníes dejaron caer sus armas, se volvieron, asustados, y echaron a correr. Dhartha se volvió a mirarlos furioso y disgustado al ver que lo dejaban solo frente a Selim.
Selim no temía a Shai-Hulud. Se había enfrentado al gusano muchas veces y sabía lo que Budalá le tenía reservado.
—Para un montagusanos solo hay una forma posible de morir, naib Dhartha.
Selim había hecho lo posible por cumplir con su destino. Sin embargo, en su corazón sabía que estaba a punto de conseguir algo mucho más grandioso. Iría más allá de la realidad, al reino de los mitos. El relato de Selim Montagusanos y su búsqueda sagrada pervivirían durante siglos.
Un tercer monstruo se movió bajo la arena y se elevó ante el grupo de zensuníes que trataban de escapar. Eran criaturas bastante territoriales, y nunca entraban en el terreno de un rival; sin embargo, tres gusanos habían contestado a su llamada. Dudaba que nadie hubiera presenciado nunca un espectáculo como aquel.
Los guerreros kanla no pudieron huir del tercer gusano. La criatura se revolvió y los devoró a todos en un revoltijo de arena.
Como si estuviera en trance, Selim seguía golpeando el tambor. Dhartha, el único que quedaba, le gritó. Finalmente, la arena empezó a temblar bajo sus pies, indicando la presencia del cuarto gusano, el más grande, y el naib se dio la vuelta para tratar de escapar.
Demasiado tarde.
Cuando la arena empezó a moverse bajo sus pies y la duna se desmoronó, el naib se volvió a mirar a Selim. Shai-Hulud emergió desde debajo, entre los dos, con aquella boca inmensa que era un abismo lleno de dientes de cristal.
De un bocado, el gusano tragó toneladas de arena. El naib Dhartha desapareció por aquel hoyo interminable.
El gusano de arena siguió elevándose, siguió avanzando.
Selim se agarró a su tambor mientras la criatura se encrespaba como un ángel que se eleva hacia los cielos, con una boca que olía a toda la melange del planeta. Y finalmente lo tragó también a él.