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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (85 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Educaba a sus gemelos con amor y dedicación, pero no los consentía. Cuando Estes y Kagin cumplieron ocho años, ya les había enseñado a hablar y a escribir galach a un nivel muy avanzado para su edad. Les mostraba imágenes de otros planetas de la Liga, les señalaba estrellas importantes en el cielo y dibujaba constelaciones con formas de animales o bestias mitológicas.

Durante la temporada de tormentas, cuando estaba nublado, por las noches les contaba la historia del Imperio Antiguo y de la dominación de las máquinas pensantes, además de la epopeya de la Yihad de Serena Butler. Mientras, su marido Kalem tallaba intrincados juguetes para los gemelos sentado junto al fuego, y escuchaba también sus historias.

Leronica nunca hablaba de Vorian Atreides. A pesar de las cartas que recibía de vez en cuando, lo veía poco más que como una aventura de juventud. Ahora el primero se había convertido en una leyenda en su mente, como las de las historias que contaba a los chicos.

Durante la estación cálida, Kalem salía en el barco con Estes y Kagin y les enseñaba el funcionamiento de los sistemas de a bordo para que algún día fueran buenos pescadores. Con la exuberante curiosidad de los niños, los dos jugaban en la orilla, nadaban en el tranquilo puerto y corrían por el pueblecito costero. A veces jugaban a mercenarios y robots, pero la mayoría de las veces sus juegos se inspiraban en el mundo que les rodeaba: encontrar tesoros en los charcos que dejaba la marea, ver rostros en las nubes. Caladan era más grande de lo que sus jóvenes imaginaciones podían abarcar.

Leronica pasaba buena parte de su tiempo libre estudiando las imágenes que veía en los libros, soñando con los planetas de los que Vorian le había hablado, pero nunca dejó traslucir su tristeza. Kalem no la decepcionó como marido. Él había sido fiel a su palabra, y ella también…

Se había acostumbrado a levantarse cuando aún estaba oscuro, mucho antes de que amaneciera. En la sala de la taberna preparaba bebidas calientes y consistentes desayunos para los pescadores solteros. Aquel día, mientras andaba arriba y abajo sirviendo platos de huevos especiados y revoltillos humeantes de pescado con patatas, notaba una profunda desazón en el estómago. No porque los chicos fueran a salir, sino porque Estes y Kagin ya eran lo bastante mayores para salir a pescar con su padre y su abuelo.

No tenía por qué tener miedo, y confiaba plenamente en Kalem. Sin embargo, se sintió inquieta al ver que sus gemelos se marchaban con los ojos brillantes a su primer viaje de pesca. Después de todo, solo tenían ocho años. Por las historias que su marido le contaba, sabía que allá fuera las cosas podían ir mal. Muy mal.

Después de servir unos cuencos de fruta ácida del interior y tarros de una fuerte bebida muy apreciada por los pescadores, Leronica miró a sus clientes.

—Podéis cuidaros vosotros solitos. Tengo que ir a despedir a mi marido y a mis hijos.

Kalem se había ido con los niños al muelle después de desayunar. Los niños corrían por las empinadas calles, despertando a los que no se habían levantado aún para iniciar el trabajo del día. Aunque habían salido algunas veces en el barco por la bahía, esta vez pasarían varios días en alta mar, y tratarían de traer una buena pesca. Como verdaderos marineros.

Leronica no habría sabido decir quién parecía más orgulloso, si los gemelos o Kalem. Su padre, Brom Tergiet, ya había hecho varios viajes a su barco y había traído algunos cestos con ropa, galletas especiales e incluso juguetes para sus nietos. Leronica preparó más mantas y medicamentos, aunque solo iban a estar fuera cuatro días. Sus hijos eran descendientes de Vorian Atreides, así que sabía que eran duros e inteligentes.

En el embarcadero, el agua se arremolinaba y lamía los pilares. Los pescadores se ayudaban unos a otros a subir a los barcos y sacudían las redes que se habían quedado rígidas por la escarcha de la noche. Leronica fue a toda prisa hacia los dos barcos de pesca donde su padre y su marido faenaban juntos, sin dejar de soplarse los dedos por el frío.

Kalem salió de la cabina de motores complacido. Sonrió a su mujer con afecto.

—Ya estamos listos. Ahora íbamos a buscarte.

El alba rompió sobre el mar formando una línea carmesí que, poco a poco, fue extendiéndose con naranjas y amarillos más intensos. Leronica saltó a la cubierta por encima de la baranda.

—No quiero que os retraséis por mi culpa. Tenéis un largo viaje por delante.

Estes y Kagin corrieron hacia su madre y la abrazaron sin vergüenza. Cuando Leronica les miró a la cara, le recordaron los atractivos rasgos de Vor, aunque ellos no sabían nada.

—Quiero que hagáis todo lo que os digan vuestro padre y vuestro abuelo. Tienen un trabajo muy importante que hacer, trabajo de hombres. No les molestéis. Y fijaos bien en lo que hacen, así aprenderéis.

Kalem revolvió los cabellos oscuros de los niños, rizados como los de ella.

—Les enseñaré bien —dijo Kalem, y se inclinó para besarla.

Ella dio otro abrazo a los niños y los apartó de su lado.

—Vamos, marchaos, tenéis que salir al mar antes de que otro se lleve todos los peces.

Los niños corrieron hacia las redes riendo.

—¡Vamos a pescar todos los peces!

—No te preocupes. —Kalem bajó la voz—. Yo cuidaré de estos hombrecitos.

—Sé que lo harás. —En todos los años que llevaban casados, ella no había vuelto a quedar embarazada, pero él nunca había tratado a los niños de forma diferente porque fueran hijos de otro hombre. Actuaba como si Vorian Atreides no existiera y no hubiera estado nunca en Caladan.

Leronica se quedó en el embarcadero, diciendo adiós con la mano mientras los dos barcos partían hacia el luminoso horizonte, con su padre en uno y Kalem y los niños en el otro. Al ver a estos ayudando a su padre con las velas y los arreos del barco, Leronica sintió que había conseguido un buen matrimonio, que había tenido suerte al encontrar a un hombre tan generoso y cariñoso.

Y aun así, no sería sincera consigo misma si no reconocía que añoraba a Vor terriblemente…

Su apuesto soldado no había vuelto desde hacía más de ocho años. Sabía que el tiempo debía de transcurrir de forma distinta para un hombre que pasaba meses en viajes espaciales por las estrellas, reuniendo flotas para vencer a Omnius. Se sentía decepcionada, pero también aliviada. A pesar de lo que le había dicho a Kalem, no sabía qué habría hecho si Vor hubiera vuelto por ella.

Más tarde, aquel mismo día, cuando la taberna se quedó más tranquila y la mayoría de pescadores habían salido a alta mar a perseguir bancos de peces, Leronica recibió a un grupo de yihadíes del puesto de observación. Era el tercer grupo de soldados de reemplazo, y aún no se habían adaptado a aquel nuevo destino.

Los hombres pidieron comidas en conserva para llevárselas al cuartel y finalmente se sentaron con sus grandes jarras de cerveza de algas. Entonces un joven cuarto, el jefe del grupo, le entregó un paquete con orgullo.

—Ayer una nave nos entregó las lecturas de reconocimiento de nuestro sistema y un paquete para usted. —Sonrió—. Me pregunto cuánto cuesta mandar esto.

—No todo el mundo es tan tacaño como tu mujer, Raff —dijo otro de los soldados bromeando.

—Quizá mi cocina es famosa por toda la Liga de Nobles —contestó Leronica volviendo el paquete en las manos—. ¿Por qué no tendría que recibir paquetes de soldados que están en lejanos campos de batalla?

Sostuvo el paquete con fingida curiosidad, como si no supiera quién lo enviaba, aunque su corazón latía con fuerza en el pecho.

Ni siquiera aquellos yihadíes sabían que lo mandaba el primero Atreides.

Fue apresuradamente a la trastienda y encendió varias velas —de las que le gustaban a Vor— y desenvolvió el paquete. Le maravillaba pensar que había viajado docenas de años luz para llegar hasta ella, en Caladan.

Dentro encontró una brillante piedra de soo de Buzzell, una sorprendente gemafuego extraída de Ix, recientemente liberado, y otra docena de cajitas más pequeñas, cada una con una piedra preciosa de un increíble brillo.

Los regalos le decían que Vor pensaba en ella con afecto, y la nota que los acompañaba hizo que su corazón se llenara de asombro:

Querida Leronica:

Ya que no te puedo llevar a todos estos planetas, he decidido enviarte un trocito de cada uno. Llevo años reuniéndolos.

Finalmente hemos desarrollado una nueva tecnología que quizá me permitirá viajar hasta ti con rapidez. Qué maravilloso si pudiera mirar tus adorables ojos en este momento… aunque tal vez ese día no está tan lejos. Sé que tienes tu vida, pero quizá de vez en cuando piensas en mí con afecto.

No sabía qué hacer con aquellos tesoros, y se pasó horas sentada con ellos mientras las velas se consumían. Cogía cada una de aquellas gemas y la sostenía en la palma de la mano, tocando lo que Vor había elegido especialmente para ella. Él había tenido aquellas mismas gemas en su mano, había contemplado sus brillantes y maravillosas facetas mientras pensaba en ella. Leronica no podía ni imaginar las distancias que habría recorrido para reunir aquellas maravillas. Debía de haber tardado años, y en todo ese tiempo no la había olvidado.

Una semana después, el barco de pesca de Brom Tergiet volvió solo. Llegó renqueando al puerto, con los mástiles ennegrecidos, las velas rotas y quemadas, los motores apenas funcionaban. En cuanto avistaron el barco desde tierra, sonaron las alarmas y los otros pescadores salieron enseguida a ayudar a remolcar el barco de Brom hasta el embarcadero.

Presa del pánico, Leronica corrió a los muelles, pero no vio señal del barco de su marido ni de los niños. En vano miraba hacia el mar, mientras densas nubes de lluvia se congregaban en el cielo. Cuando ayudaron al viejo Brom a bajar del barco maltrecho, Leronica corrió hacia él. Tenía el corazón en un puño y los ojos se le llenaron de lágrimas, sobre todo cuando vio que las ropas de su padre estaban chamuscadas y tenía el pelo medio quemado y la piel de la cara enrojecida y desprendida.

Momentos después, dejó escapar un grito de alegría cuando finalmente vio que sus hijos salían de la cabina. Se les veía sucios y magullados, pero estaban a salvo.

—¿Dónde está Kalem? ¿Dónde está el otro barco?

—Elecranes. —No hacía falta que dijera más. Aquella palabra aterraba a los pescadores. Leronica había oído hablar de aquellas extrañas criaturas eléctricas que vivían en lo más hondo de los mares de Caladan. Ningún pescador que se topaba con ellos conseguía salvarse. Leronica se puso derecha, sin querer dejarse llevar por la desesperación hasta conocer toda la historia.

—Nos metimos en un nido. Había por todas partes, como rayos vivientes. Se abalanzaron sobre nosotros como salidos de la nada. No pudimos escapar. —La voz le temblaba, sus brazos se sacudían mientras revivía el terrible incidente—. No creo que pretendieran atacarnos, pero les asustamos, y ellos se defendieron. Había rayos por todas partes. Las subidas de energía nos dejaron sin paneles de control. No teníamos ninguna posibilidad… ninguna.

Se le quebró la voz, sus ojos se enrojecieron, como si tuviera miedo de lo que iba a decir. Los gemelos se abrazaron a su madre, temblando, llorando.

—Kalem cogió a los chicos y los arrojó a mi barco como si fueran pescado. ¿Qué quería que hiciera? —Brom miró a su audiencia, que lo miraba fijamente, como si esperara que ellos le contestaran—. Me gritó diciendo que cuidara de ellos, que los sacara de allí. Casi no podía ni oírle en medio del aullido del viento y el chisporroteo de los elecranes. Entonces encendió los motores y se alejó de nosotros. No miró atrás. Los chicos lo llamaban, y en el último momento se volvió. Era como si nos estuviera diciendo adiós para siempre.

Los dedos de Brom no dejaban de abrirse y cerrarse.

—Os lo juro, Kalem fue directo hacia esos malditos elecranes. Yo sabía que tenía que salir de allí o después nos tocaría a nosotros.

Lo único que pensaba era que tenía que proteger a los chicos. Kalem… Kalem arrojó su barco contra la electricidad viviente y aquellas criaturas descargaron su ira sobre él. Finalmente conseguí arrancar mi barco, pero cuando miré atrás vi que el suyo era una bola de fuego. Los elecranes lo habían rodeado, y no dejaban de golpearle.

»Dio su vida por los chicos, y por mí. —Brom miró hacia su hija y se dio la vuelta, porque no podía mirarla a los ojos—. Kalem Vazz logró que nos salváramos. Le debo mi indigna vida a él, aunque tendría que haber sido al revés. Él tenía una bonita mujer y dos hijos fuertes. —Brom dio un largo y torturado suspiro—. Tendría que haber salvado él a sus hijos y dejarme a mí atrás. ¿Por qué yo estoy vivo y él no?

En el embarcadero la gente murmuraba, y Leronica se abrazó a los chicos y a su padre, compartiendo su desazón y tratando de encontrar consuelo.

164 a.C.
Año 38 de la Yihad
Diez años después de la llegada de los refugiados de Poritrin a Arrakis
94

Veo visiones, y veo la realidad. ¿Cómo voy a diferenciarlas cuando el futuro de Arrakis está en juego?

La leyenda de Selim Montagusanos

Hacía años que los nómadas del desierto no habían atacado con tanto éxito a los extranjeros. Después de oír la llamada de un explorador nocturno, Marha e Ishmael esperaron en lo alto de los riscos con otros miembros de la tribu, observando al grupo que volvía a casa como sombras escurridizas bajo la luz de la luna. Marha los vio trepar a lo alto de las dunas y seguir senderos ocultos que llevaban a su fortaleza de lava negra.

Jafar dirigió el ataque, aunque le dijo a Marha que no le hacía mucha gracia. Aquel hombre de rostro chupado estaba cautivado por la visión de Selim Montagusanos, y parecía decidido a seguir su llamada. Pero se sentía incómodo; nunca se había visto liderando un movimiento.

El hijo de Marha tenía nueve años, y dormía tranquilo en una de las cuevas. Era un jovencito brillante, inteligente, lleno de ideas, y aún no era consciente de la responsabilidad que recaería sobre el único hijo del Montagusanos.

Marha sentía un nudo en el pecho cuando pensaba en Selim, un mito, un hombre. Comprendía sus sueños y el camino que había tratado de seguir para alcanzarlos, y le dolía ver que su gente estaba perdida sin él. Jafar y Marha habían hecho lo posible por mantener a los forajidos unidos, lejos de la civilización. Habían pasado diez años, pero el sacrificio de su marido no parecía haber servido de nada. ¿Cómo esperaba Selim que su misión perdurara durante miles de años como había visto en sus sueños?

BOOK: La cruzada de las máquinas
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