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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (14 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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—Vedlo con vuestros propios ojos. Las máquinas os destruirán.

Los robots se desplazaban por las tierras de cultivo a lo largo del canal del río, acompañados por pesados vehículos de asalto montados sobre orugas. Los mercenarios de Ginaz, ataviados con ropas de granjero, provocaban a los robots para que les dispararan y corrían enseguida a esconderse. El ejército de robots no se desvió en ningún momento de su objetivo, y siguió avanzando hacia la vulnerable Darits.

Al ver las imágenes, el anciano Rhengalid arrugó con preocupación su frente afeitada, luego sacó el mentón barbudo.

—No tenemos nada que pueda interesar a las máquinas. En cuanto se den cuenta nos dejarán en paz.

Pero Xavier ya había visto en dos ocasiones la devastación que dejaban tras de sí las máquinas pensantes: en Zimia y en Giedi Prime, donde había perdido a Serena. Y también estuvo presente durante las matanzas de Ellram, la colonia Peridot y Bellos. Sabía que Omnius quería conquistar Anbus IV porque sería una importante avanzadilla en su camino hacia Salusa Secundus. A los robots poco les importaba si los nativos zenshiíes estaban vivos o muertos.

Xavier, lleno de rabia y frustración, estuvo a punto de contestar de mala manera a aquel líder que tan equivocado estaba, pero se limitó a despacharlo.

—He hecho lo que he podido por complacerle, anciano, pero no queda tiempo para seguir discutiendo. Puede retirarse a recitar sus sutras si cree que le van a salvar del enemigo, pero no interfiera en mi trabajo.

Intermitentemente llegaban informes de mercenarios de Ginaz. A pesar de no llevar armas más eficaces que las que habrían llevado los zenshiíes, los mercenarios lograron un considerable éxito, ya que destruyeron el doble de máquinas que esperaban. Por el camino habían dejado un reguero de robots de combate destrozados. Xavier temió que los hombres de Ginaz estuvieran causando tantos estragos que las máquinas pensantes se cansaran y volvieran atrás.

Sin embargo, los invasores siguieron acercándose al primero de los dos asentamientos donde quería emboscarlos.

El primero se volvió para pedir informes de los grupos independientes apostados en las dos aldeas.

—Tercero Tantor, quiero un informe de la situación. Los mercenarios informan que las máquinas se dirigen hacia vosotros. —Xavier esperaba que la reticencia de Rhengalid desaparecería en cuanto viera el monstruoso ejército robótico.

Desde la primera de las aldeas, Vergyl respondió con voz ahogada.

—¡Primero Harkonnen, tenemos problemas!

—¿Qué han hecho las máquinas?

—No han sido las máquinas, señor… sino los nativos. Por la noche nos envenenaron… han saboteado nuestras armas, han dañado las células energéticas. Mis hombres están indefensos. Ninguna de las piezas de artillería funciona. ¡Los zenshiíes lo han destrozado todo!

Xavier sintió que el miedo le dominaba. Trató de controlar la ira y la decepción mientras oía el informe del segundo contingente.

—Al habla el tercero Hondu Cregh, señor. Los habitantes de la aldea también nos han drogado, luego han cortado los cables de alimentación, han robado las baterías y han alterado los mecanismos de las miras telescópicas. Es culpa mía, señor… pero… —Tosió—. Hemos venido para proteger a esta gente. Y ahora no podremos disparar un solo tiro.

Vergyl intervino con la voz tensa y llorosa.

—Xavier, las máquinas avanzan hacia nosotros a gran velocidad. ¿Cuáles son tus órdenes? ¿Qué hacemos?

Con una furia apenas contenida, Xavier empezó a andar arriba y abajo. Le daban ganas de gritar a Rhengalid, pero eso no hubiera servido de nada.

No podía permitir que le pasara nada a su hermano pequeño, y menos por ayudar a una gentuza como aquella.

—Tercero Tantor, tercero Cregh, quiero que se retiren inmediatamente. Si se quedan los aniquilarán.

Xavier tratando desesperadamente de encontrar una solución, apretaba tan fuerte la mandíbula que los dientes le dolían. El tiempo se agotaba. El ejército de máquinas avanzaba inexorablemente… y ahora su maravillosa emboscada, la única posibilidad que tenían de obtener una victoria clara y decisiva, se había echado a perder.

Años atrás, en Poritrin, los esclavos budislámicos sabotearon los generadores de escudo recién instalados de la Armada de la Liga, así que los soldados habrían ido derechos hacia la muerte si Xavier no hubiera descubierto aquella traición.

Ahora aquellos zenshiíes de Anbus IV añadían innecesariamente su suicidio a sus actos de traición contra el ejército de la Yihad.

Xavier respiró hondo varias veces; recordaba demasiado bien que aquellas máquinas perversas habían asesinado a un hijo al que nunca conoció. Habló a través del comunicador a todos los soldados que pudieran oírle.

—Si eso es lo que los zenshiíes quieren, conseguiremos la victoria por las malas. —El aire frío silbaba entre sus dientes—. Jamás entregaré este planeta a Omnius… cueste lo que cueste.

La voz de Vergyl sonaba asustada, pero optimista.

—Xavier, creo que puedo reconfigurar algunas de las armas para que vuelvan a funcionar. Podemos perseguir a las máquinas pensantes, atacarlas.

Zon Noret le interrumpió, hablando en nombre de los mercenarios.

—Denos esas armas a nosotros, primero. Ya ha visto qué podemos hacer con los pocos recursos que hemos encontrado en la zona. Lo intentaremos.

—Sería una pérdida de tiempo. No podrían lograr lo que queríamos. Salven todo el material bélico que puedan, quizá algún día lo necesitemos, pero no ahora. Tengo otros planes. —Volvió a mirar el largo cañón; el ejército de máquinas no podía estar lejos—. Los mercenarios, que vuelvan cuanto antes a Darits. Zon Noret, creo recordar que tenía conocimientos de demolición, ¿me equivoco? Voy a necesitar esas… habilidades suyas.

Levantó la vista hacia la inmensa presa construida por los zenshiíes para contener el agua y controlar las mareas. Si aquella gente podía construir algo tan complejo, ¿por qué no iban a ser ellos capaces de enfrentarse a un enemigo tan poderoso?

El tercero Cregh informó desde la segunda aldea.

—Primero, las fuerzas enemigas acaban de pasar de largo. No hay bajas.

—Por el momento no les interesáis. Seguramente creen que, cuando se hagan con la red de comunicaciones y las infraestructuras de Darits y establezcan sus propias subestaciones, tendrán tiempo de sobra para volver y aplastar las poblaciones más pequeñas. ¿Puede darme una estimación del tiempo que tardarán en llegar a Darits?

—Dos horas como mucho, primero.

—Estaremos preparados. —Xavier cerró la línea y se volvió hacia uno de los soldados que estaban junto a él. No tenía más remedio que adoptar medidas drásticas. Los zenshiíes lo habían querido.

—Vaya en busca del anciano Rhengalid. Diga a su gente que tenemos menos de dos horas para evacuar la ciudad. Y asegúrese de que entienda que no se lo diré una segunda vez.

En el pasaje porticado salpicado de jirones de niebla que corría a lo largo del peñasco, los ancianos zenshiíes exigieron a Xavier que explicara sus intenciones.

—No es esta la forma en la que quería enfrentarme a las máquinas, pero ustedes me han obligado. Podía haber llevado a cabo mi misión y salvar a su gente y su ciudad. No me han dejado alternativa.

Al oír esto, Rhengalid levantó un puño nervudo al cielo.

—Darits es una ciudad sagrada. Es el centro de la religión zenshií. Aquí se conservan textos sagrados, reliquias, objetos irreemplazables.

—Tendría que haberlos trasladado a un lugar seguro cuando le avisé hace una hora. —Xavier le dio órdenes con expresión distante—. Que su gente actúe con rapidez. No hay necesidad de que mueran.

Mientras los chorros de agua caían con gran estrépito desde los canales de desviación de la presa y las compuertas de desagüe, Xavier habló sin tapujos. Les habló de cuando Omnius, décadas atrás, lanzó un ataque a gran escala contra Zimia, la capital salusana, y Xavier reunió sus fuerzas y tomó la solemne decisión de proteger los generadores de escudos Holtzman como fuera. Había salvado al mundo, aunque aquello costó miles de vidas y la destrucción de amplios sectores de aquella hermosa ciudad. Ahora había decidido algo parecido para salvar Darits… a una escala mucho mayor.

En una precipitada consulta, se reunió con sus ingenieros y expertos en demoliciones para decidir dónde colocar los explosivos. La presa estaba bien construida, pero sus hombres supieron encontrar los puntos más vulnerables de la estructura.

Zon Noret estaba en pie ante ellos, sangrando por las heridas que había recibido en combate abierto con los robots. Pero las heridas no importaban; él mismo se aplicó unos vendajes de emergencia para poder seguir adelante.

—Yo llevaré al menos diez cargas, perfectamente posicionadas.

Uno de los ingenieros dijo:

—Podríamos utilizar cargas atómicas, primero. Sería mucho más fácil.

Xavier meneó la cabeza. Ya había visto la destrucción que provocaban las armas atómicas cuando la Armada de la Liga convirtió la Tierra en un yermo estéril.

—No importa lo que esta gente haya hecho. Quiero darles una oportunidad.

Siguiendo el plan de Noret, valientes y fuertes hombres y mujeres de Ginaz treparon por las grietas de los grandes bloques de piedra que formaban la pared de la presa. Colocaron detonadores y explosivos de gran potencia detrás de las colosales esculturas de Mahoma y Buda.

El ejército de máquinas avanzaba, sin preocuparse de las aldeas por las que pasaba. Ya las ocuparía cuando la copia de Omnius estuviera instalada en Darits. Pero Xavier tenía la intención de arrebatarles ese trofeo y de paso destruir aquella concentración de tropas robóticas.

Algunos zenshiíes se tomaron el aviso en serio y huyeron de la ciudad; otros seguían negándose a escuchar nada de lo que dijeran los infieles. Afligido por la terrible decisión que se había visto obligado a tomar, Xavier observaba la marea de refugiados. Había visto demasiada muerte en su vida.

No puedo salvar a los que se empeñan en convertirse en mártires.

Pero arrugó la frente, porque las lágrimas le escocían en los ojos.

Qué desperdicio. ¿En nombre de quién se sacrifica esta gente? A Omnius no le van a impresionar. Ni a mí tampoco.

Vorian Atreides transmitió desde su nave insignia en órbita, y sonó engreído.

—Buenas noticias, Xavier, aquí arriba casi hemos terminado. Estoy preparado para liquidar a la flota espacial.

—Excelente… porque casi tenemos encima a las máquinas. —Cortó la comunicación, dejando que su compañero primero preparara la segunda fase del ataque, una fase que, al menos en teoría, serviría para expulsar lo que quedaba de la flota de máquinas en Anbus IV.

Unos momentos después, el temible ejército robótico apareció por el extremo más alejado del cañón, en una funesta e implacable concentración de poder mecánico. En su corazón no había nada que Xavier deseara más que destruirlos.

Incluso los experimentados guerreros lanzaron exclamaciones de desánimo, pero Xavier les hizo callar.

—¡Luchamos por nuestro honor y por una causa justa! Somos soldados del ejército de la Yihad. —Dio orden a sus mercenarios y a sus yihadíes para que se pusieran a salvo.

Zon Noret se fue dando tumbos, a punto de venirse abajo; sus profundas heridas seguían sangrando, pero rechazó la ayuda que uno de los soldados de Xavier le ofrecía.

Los invasores mecánicos se lanzaron al ataque, convencidos de que habían superado las últimas defensas humanas. Xavier esperó… y esperó. El sudor caía por sus sienes y se le metía por la comisura de los ojos.

Tenemos la fuerza de la naturaleza de nuestro lado, un poderoso aliado. El agua hará el trabajo por nosotros.

Los últimos comandos de Ginaz llegaron a lo alto del cañón, alejándose lo más posible del radio de acción de los explosivos. Noret seguía en pie, a pesar de las heridas, y corría tras sus mercenarios. La luz del sol destellaba sobre las cubiertas metálicas de los espantosos robots de combate.

—Omnius no conquistará este mundo —dijo Xavier con voz baja y amenazadora. Entonces alzó el mentón y abrió la boca en un grito—. No conseguiréis este lugar.

E hizo detonar los explosivos personalmente.

Las sucesivas explosiones resonaron con un ruido ensordecedor entre los muros del cañón. Las cargas estallaron en los puntos más vulnerables; golpearon y resonaron por la poderosa presa.

Ahora que la estructura de la presa estaba seriamente dañada, la enorme presión del agua contenida empezó a abrir grietas cada vez más grandes y fue cobrando fuerza, aumentando exponencialmente el daño. Empezaron a salir a presión chorros de agua y fragmentos de roca.

El agua salía a borbotones por las grietas como una estampida cósmica. Las inmensas estatuas de Buda y Mahoma oscilaban y se partían por lugares insospechados, como si estuvieran borrachas. Finalmente, con un gran estrépito, la presa cedió. El muro, las esculturas ciclópeas y las rocas del tamaño de casas salieron disparadas con la fuerza titánica de un río desatado.

Un arma demasiado poderosa, incluso para las máquinas pensantes.

Los invasores robóticos vacilaron cuando sus sensores les avisaron de la muralla de agua que se abalanzaba sobre ellos. Analizaron la información y, demasiado tarde, trataron de retirarse. Pero aquel martillo líquido los golpeó con fuerza y arrastró incluso a los cuerpos más pesados y voluminosos como si fueran palillos en un huracán.

El agua también se llevó los edificios y estructuras construidos en los huecos protegidos de las cuevas. La ciudad sagrada de Darits desapareció, junto con sus reliquias y todos los zenshiíes que se habían negado a evacuar.

Desde lo alto de la pared del cañón, seguro por encima de aquella avalancha de agua, Xavier Harkonnen observaba con expresión sombría. Notaba el olor a tierra mojada y el agua revuelta mientras veía cómo se vaciaba el pantano como un inmenso chorro cargado de limo. Más abajo, las aguas arrastrarían cosechas y asentamientos.

Hubiera preferido que fuera de otro modo. Pero no me han dejado alternativa.

Cuando las máquinas fueron arrastradas y la avalancha siguió su camino por el cañón, los transbordadores espaciales de la Yihad llegaron para recoger a los suyos. Mientras Xavier reunía a los mercenarios de Ginaz y a los soldados que seguían con vida en lo alto del cañón, miles de combatientes gritaban y lanzaban vítores celebrando la gran victoria.

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