La costurera (95 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—Ese doctor está aquí —susurró Emília—: Eronildes.

Raimunda asintió con la cabeza.

—El bebedor.

—¿Eso es lo que piensas de él?

Raimunda chasqueó la lengua.

—No es mi función pensar nada de nadie.

—¿Pero si lo fuera?

—No lo es. Y nunca lo será. En mi posición no se dan opiniones. Y en la suya no es adecuado que se interese por lo que yo pienso.

Emília suspiró. Se sentó sobre la cama y se cubrió la cara con las manos.

—Puedo decirle lo que sé sobre las opiniones de los otros —dijo Raimunda, con voz inusitadamente baja—. Sé que al señor Degas, Dios dé descanso a su alma, no le gustaba ese doctor. Doña Dulce dice que el señor Degas estaba confundido respecto a algunas cosas, pero que tenía buen ojo para conocer a las personas. Ahora bien, usted fue una de las personas a las que él eligió… La escogió para que fuera su esposa. Entonces usted coincide con doña Dulce, ¿no?

Emília miró al otro lado de la habitación. Su vieja bolsa de costura estaba en un rincón y en ella había agujas, hilo, ideas para modelos y la cinta de medir. La había traído de Taquaritinga…, una tira hecha a mano con cada centímetro y metro marcados cuidadosamente.

Emília se levantó de la cama, revisó la bolsa de costura y encontró la cinta para medir. Abandonó la habitación sin decir nada a Raimunda. Emília necesitaba una pluma de tinta y sabía dónde encontrarla.

Nadie había tocado la habitación de Degas desde su muerte. Su cama todavía estaba sin hacer, los libros esparcidos por el suelo, los discos de aprender inglés amontonados sin orden cerca de la gramola. Emília encontró una pluma en el escritorio de Degas. Allí extendió la cinta de medir. Dibujó unos centímetros adicionales entre las líneas que ya tenía la cinta. Mezcló los números, haciendo que el 6 fuera 8 y convirtiendo el 11 en 17.

«¡Mide correctamente!». Los ecos de la voz de la tía Sofía resonaron en la cabeza de Emília. «¡No confíes en una cinta extraña! Confía en tus propios ojos».

Emília enrolló la cinta de medir hasta convertirla en una pelota apretada y la escondió en sus manos. Abajo, en cuanto ocupó su lugar al lado de los Coelho, el doctor Eronildes se acercó para saludarla.

—Lamento mucho su pérdida —dijo.

—Gracias —respondió Emília.

Tenía las palmas de las manos sudorosas y confió en que las nuevas marcas de tinta se hubieran secado, que no se hubieran desteñido entre sus dedos. Eronildes le cogió la mano y se inclinó para besarla. Emília puso la cinta en la palma de la mano de él.

—La prueba —susurró.

Eronildes se puso tenso. Sus labios estaban cerca de los dedos de ella.

—Confirmaré una fecha —susurró como respuesta, y luego apoyó su boca sobre la mano de la mujer.

Una semana después, Emília recibió un sobre con guarda negra dirigido a la señora de Degas Coelho. No había dirección de remitente y la tarjeta que había dentro no llevaba condolencias. Sólo había una fecha: «19 de enero».

Sería después de Navidad y Año Nuevo. Ninguna de las dos festividades se iba a celebrar en la casa de los Coelho.

«Fijará una fecha falsa —había dicho Degas—. Suspenderá la reunión contigo, pero no con ella».

Eso ya no importaba. Emília sólo podía confiar en que la cinta de medir comunicara todo lo que ella no podía. Si Luzia miraba con suficiente atención, tal vez viera los números equivocados y recordara la vieja advertencia de la tía Sofía. Luzia comprendería entonces lo que Emília estaba tratando de decirle: aquella reunión era un truco, una trampa, como Degas había anunciado.

Después del velatorio, Emília pensó muchas veces en Degas. ¡Qué asustado debió de estar sin ninguna vela encendida para iluminar el camino a su alma! Pero seguramente la senda hacia el cielo no era tan oscura y opaca como las aguas del Capibaribe. Seguramente Degas podría encontrar el camino. Este pensamiento, el de que incluso Degas podía superar los aspectos más oscuros de su naturaleza para descubrir los buenos, le hizo creer a Emília que también ella podía conseguirlo. Tan pronto como fuera seguro, se escaparía. Iba a avisar a su hermana sin la ayuda del doctor Eronildes. Iba a encontrar a Luzia y contarle lo de las ametralladoras Bergmann. Hasta entonces, Emília esperaba que la cinta transmitiera su advertencia.

Por la noche, en sus sueños, Emília era una niña otra vez. Luzia y ella trepaban a aquel viejo árbol de mangos. Era muy alto —tan alto como la torre de aterrizaje del
Graf Zeppelin
— y sus frutos eran pesados y amarillos, con forma de lágrimas. Luzia estaba sentada en una rama debajo de Emília. Recostada. Perdía el equilibrio. Emília estiraba la mano hacia ella. Buscaba a tientas la mano de Luzia, pero no podía salvar a su hermana sin caerse ella misma.

Capítulo 14

Luzia

Caatinga, tierras áridas, Pernambuco

Valle del río San Francisco, Bahía

Diciembre de 1934-enero de 1935

1

El cuerpo del soldado parecía un punto de cruz. Sus brazos y sus piernas estaban estirados, las manos y los pies firmemente atados a troncos de árboles. Inteligente puso sus enormes manos morenas a los lados de la cabeza del desdichado, sosteniéndolo con firmeza. El hombre se retorció y forcejeó durante largo rato, tratando de escapar. Luzia lo dejó. Al poco tiempo estaba agotado y tranquilo, tan dócil como un ternero segundos antes de ser marcado, aceptando su destino. Baiano metió algodón en las narices del hombre para que mantuviera la boca abierta. Ponta Fina quedó a horcajadas sobre el soldado. En su mano derecha Ponta tenía unas pinzas de punta delgada robadas de la alforja de un vaqueiro. Las pinzas eran una herramienta útil, buenas para sacar balas, espinas, dientes.

Luzia se sentó en cuclillas junto al soldado. Los ojos de él la siguieron. Tenía las manos rojas e hinchadas por las ataduras. Luzia recorrió los dedos de él con los suyos, moviéndolos lentamente por las palmas, tocando las líneas hondas que las atravesaban.

—Habla —dijo.

—Ya se lo he dicho, no sé nada —respondió el soldado con voz áspera—. Me he escapado de mi escuadrón. Se lo juro.

—No me gustan los juramentos —replicó Luzia. Cerca, Bebé y María Magra se rieron tontamente.

—¡Se lo aseguro! —espetó el soldado.

Luzia asintió con la cabeza. El propietario de un bar, que les es leal, le había enviado un mensaje diciendo que un militar había desertado. El soldado había entregado su arma a cambio de bebida. Cuando el grupo de Luzia llegó para interrogarlo, descubrieron que el soldado también había entregado su chaqueta y sus botas. El hombre estaba desarreglado y su comportamiento era incoherente. Hasta que Luzia lo arrastró hacia la maleza, su plan era beber hasta caer muerto. Los cangaceiros sólo lo alimentaron con agua, harina de mandioca y carne, a la espera de que se le aclarara la cabeza y se le soltara la lengua. Después del incendio del teatro, una oleada de tropas había llegado a la caatinga. Tanto los soldados como los lugareños intentaban capturar a los cangaceiros. Toda la gente de aquellas tierras áridas condenaba al Halcón y a la Costurera. Luego, repentinamente, los militares se retiraron. Abandonaron sus recién construidos puestos y con ello cesó la persecución al grupo de la Costurera. Luzia intuyó que pasaba algo raro.

El desertor, si no le presionaban, no iba a decirle nada importante, sólo que Gomes había ordenado que su regimiento regresara a la costa. Pero había algo más en esa historia. Luzia lo presentía. El soldado no la miraba cuando habló. Se movió, suspiró y lloró. Los cangaceiros lo golpearon, le dieron puñetazos y patadas. Ponta Fina puso el puñal en la garganta del hombre, pero el soldado seguía sin decir nada más. Cuando los cangaceiros le dieron carne de vaca deshidratada, el soldado dio grandes mordiscos. Tenía todos los dientes, todos ellos blancos y firmes. A diferencia de muchos de los cangaceiros de Luzia, que tenían que morder la comida con cuidado o masticar con las encías la carne de res seca hasta que estuviera blanda, el soldado comió rápida y ferozmente. Un día pidió corteza de juá para frotarse los dientes. En ese momento, Luzia descubrió su debilidad. Ella, al igual que Antonio, se había vuelto experta en descubrir las cosas que las personas más valoraban. Ordenó que tendieran al soldado en el suelo.

—Tú eres un desertor —le dijo Luzia, acariciándole los dedos—. Tus palabras no valen mucho. Has abandonado el ejército. ¿Para qué guardar tus secretos ahora? Cuéntamelos y dejaré que te vayas. Te llevaré de regreso al bar. Te compraré una botella de branquinha.

El soldado se lamió los labios.

—Yo no era capitán. No conozco ningún plan.

—¿Por qué traer tropas aquí, a tanta distancia, y luego hacerlas regresar?

—No lo sé.

Debajo de su mano, el dedo del soldado tembló. Luzia se puso de pie. Le hizo un gesto con la cabeza a Ponta Fina.

—¡Sujétalo fuerte! —dijo Ponta.

Inteligente apretó con más fuerza la cabeza del soldado. Ponta cogió una correa de cuero y la puso en la boca del hombre, tirando de ella para que su mandíbula quedara bien abierta. Baiano se arrodilló junto al soldado y sujetó la correa con ambas manos, como si fueran riendas.

—Comienza atrás —ordenó Luzia.

Ponta asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante. Las puntas de metal de la pinza golpearon contra la muela del hombre. La saliva oscureció la correa.

—Si te mueves conseguirás que se rompa y te dolerá más —advirtió Ponta. Debajo de él, el soldado se puso tenso. Ponta Fina lanzó un gruñido y tiró. Se oyó el ruido de algo que se rompía. El hombre gritó.

Su grito fue a la vez de terror y de furia y Luzia deseó poder hacer callar al soldado o taparse las orejas con las manos. Escuchaba esa clase de grito todas las noches, mientras dormía. Desde el incendio del teatro, Luzia había soñado con aquel cine oscuro. En sus sueños, el proyector se movía, pero no arrojaba luz sobre la pantalla de lona. En cambio, la máquina dejaba oír un tintineo metálico. La sala se volvía calurosa; no con un calor de aire viciado sino con un calor que quemaba, como un mediodía durante la estación seca. La piel de Luzia se quemaba. Oscuras siluetas bloqueaban su vía de escape. Escuchaba el crujir de la barra colocada en el otro lado de la puerta principal, con lo que quedaba cerrada desde el exterior. En sus sueños, Luzia todavía estaba dentro y alrededor de ella estaban los cangaceiros —sus hombres y sus mujeres— con los sombreros torcidos, los ojos grandes y sorprendidos. «Madre», gritaban. «Madre». En sus voces Luzia percibía tristeza y también acusaciones, como si los hubiera traicionado. Cada vez que soñaba con el incendio del teatro, su estómago se descomponía. No era como las náuseas que había experimentado cuando estaba embarazada. En este caso, le dejaba un sabor seco y metálico en la boca, haciéndola recordar los días desesperados en que, como un animal, había comido tierra para no morir de hambre.

El
Diario de Pernambuco
dijo que fue un crimen contra gente inocente. Habían entrevistado a los supervivientes. Dijeron que era una mujer sin corazón. Pero en realidad fue todo lo contrario. Luzia había sentido demasiado en aquel teatro. Iluminada por la luz del proyector se sintió avergonzada y confundida. Esto hizo que se enfadara. Cuando escuchó los insultos de los espectadores, Luzia se sintió como la esposa caníbal, una mujer incapaz de controlar sus horripilantes antojos. Aquellos espectadores del teatro eran inocentes, pero apoyaban a Gomes, lo que los convertía en culpables. ¿Qué significaba, se preguntaba Luzia, eso de que ella pudiera redefinir la inocencia y la culpabilidad tan fácilmente? Si la culpa era flexible, si iba y venía según su capricho, entonces la Costurera era tan arbitraria como un coronel. Pero los espectadores del teatro habían insultado a la Costurera y sus cangaceiros, y eso requería un castigo. Si Luzia no hubiera reaccionado, si hubiera abandonado el teatro con la cabeza baja, todo el pueblo habría creído que la Costurera era débil y que el Halcón —de quien todos creían que estaba vivo— no había acudido a defenderla.

Apenas dejó caer la gruesa barra de madera sobre las puertas del teatro, dejando a todos encerrados, Luzia supo que su venganza era demasiado severa, pero no podía dar marcha atrás. Eso causaría la impresión de que era indecisa, débil. Antonio le había enseñado que la indecisión llevaba a un mal final. Pero lo que no le había enseñado era que las malas decisiones producían remordimientos, y los remordimientos no tenían cura. Antonio le había enseñado a usar la corteza del genipapo para aliviar los músculos doloridos. Le había enseñado a hervir corteza de jacurutu para curar las úlceras y a machacar las flores amarillas del marmeleiro para convertirlas en un fuerte expectorante. La cura para el nerviosismo se conseguía comiendo el interior de la fruta de la pasión, con semillas y todo. Pero entre todos estos remedios, no había planta o animal que aliviara el remordimiento. No existía infusión que lavara la culpa.

Ponta Fina cayó hacia atrás sobre las piernas del soldado. Dejó las pinzas y puso entre sus manos la muela. Baiano e Inteligente estiraron el cuello para observar la corona amarillenta del diente y las raíces en forma de horquilla. Debajo de Ponta, el soldado se retorcía y se arqueaba. Por un lado de su boca chorreaba la sangre, manchando la correa de cuero. Tosió, ahogándose.

—Levántale la cabeza —ordenó Luzia—. Que escupa.

Inteligente obedeció. Baiano retiró la correa de la boca del soldado. El hombre tosió y un líquido rosado y viscoso le chorreó por la barbilla.

—Dime —insistió Luzia—: ¿Adónde fue tu regimiento?

—Cerca del San Francisco —informó con voz nasal y gangosa. El algodón en su nariz estaba mojado y con manchas de color rojizo.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Luzia cerró los ojos.

—Sácale otro —dijo—. De delante.

Ponta asintió con la cabeza. Baiano se dispuso a colocarle de nuevo la correa.

El hombre tosió otra vez, como si estuviera a punto de vomitar. En cambio, dejó escapar un agudo ruido.

—¿Qué? —preguntó Luzia.

—¡Un arma! —gritó—. Escuché que mi capitán hablaba de eso. Estábamos a punto de irnos a un rancho cerca del Chico Viejo y como algunos de los nuestros estaban nerviosos, nos dijo que no nos preocupáramos, porque había una nueva arma. Iba a hacer todo el trabajo por nosotros.

Luzia se arrodilló para escucharlo mejor.

—¿Qué clase de arma?

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