A la hora de la comida, Degas no apareció. El doctor Duarte llamó a su oficina; uno de los empleados le dijo que su hijo no había estado allí.
—¡Escapa a sus responsabilidades! —exclamó el doctor Duarte al sentarse a la mesa. Cogió la campanilla de bronce de doña Dulce y ordenó a las criadas que sirvieran la comida.
—Algo ha ocurrido —dijo doña Dulce, sacudiendo la cabeza—. Nunca falta a comer sin avisarme.
Su marido resopló.
—Ya he llamado a la policía. Buscarán nuestro automóvil. Les he dicho que crucen el puente que lleva a Barrio Recife. Probablemente esté ahí.
Doña Dulce se puso colorada. Comieron en silencio.
Esa tarde, cuando Expedito se puso nervioso, Emília lo llevó al jardín trasero. Buscaron refugio en el patio cubierto, donde se secaba la ropa lavada. Varias cuerdas se extendían por el techo del patio. Estas se curvaban bajo el peso de las sábanas empapadas, las camisas de Degas, las prendas interiores amarillentas de doña Dulce, las enaguas bordadas de Emília.
Expedito se escondió. Emília contó hasta diez. Caminó entre las paredes de sábanas. Las iba separando mientras buscaba al niño. Con la humedad y la lluvia, nada se había secado. Una fría funda de almohada la golpeó en el hombro. Emília se sobresaltó. Se escuchó el ruido de un automóvil en el camino de la entrada y luego el toque de una bocina.
«Degas», pensó. Expedito se rió. Ella se agachó sobre su escondite y apartó una sábana. El niño chilló. Sintió la tibieza del niño en sus brazos, que olía a polvos de talco de bebé. Emília lo abrazó con más fuerza.
Se oyeron pasos rápidos fuera.
—¡Señorita Emília! —gritó la criada Raimunda. Su voz era tensa. Se abrió paso apartando sábanas y el resto de la ropa—. ¡Señorita Emília! —gritó otra vez.
Expedito puso su manita sobre la boca de Emília. Ella sonrió y permaneció en silencio, pero Raimunda los encontró pronto. Parecía frustrada y confundida.
—Debe ir a la sala ahora mismo —dijo Raimunda—. Han encontrado al señor Degas.
Dentro, Emília y los Coelho se encontraron con un capitán con el uniforme verde de la policía. Hablaba con frases concisas.
Habían encontrado a Degas con el Chrysler de los Coelho. Los testigos decían que el Chrysler Imperial iba a gran velocidad. La lluvia era en extremo densa. Fue precisamente después de la hora del desayuno. Parecía que el coche iba a meterse entre un tranvía y un vendedor de escobas, pero viró de manera brusca justo antes del puente Capunga. Cayó al río Capibaribe. La corriente era fuerte. El automóvil flotó al principio. Degas permaneció dentro. Algunos dijeron que se había golpeado la cabeza y que sus ojos estaban cerrados. Otros dijeron que estaban abiertos. Un conductor de tranvía arrojó una cuerda, pero no llegó hasta el automóvil. El Chrysler se sacudió bruscamente e inmediatamente se hundió. Nadie se lanzó a salvarlo; el río llevaba demasiada corriente.
Doña Dulce se desplomó en brazos de su marido. Éste sostuvo a su esposa. Los brazos le temblaron con el esfuerzo. El policía permanecía, incómodo, en la sala, a la espera de que alguien lo excusara para poder retirarse. Miró con una expresión de súplica a Emília, pero ella se había quedado sin habla.
En el velatorio, el ataúd estaba cerrado y cubierto de flores. ¡Tantas flores! Emília se sintió mareada por el olor. El doctor Duarte había encargado un retrato al óleo de Degas para colocarlo sobre el ataúd. En él, su hijo parecía más delgado, su mandíbula más definida, sus ojos brillantes y seguros. Emília observó al extraño de ese retrato. La policía consideró que la muerte de Degas había sido «un accidente», pero los rumores persistieron. Algunos dijeron que la maniobra del automóvil fue demasiado brusca como para ser accidental, incluso para un conductor imprudente como Degas. A Emília no se le permitió ver su cuerpo, pero su suegro dijo que estaba hinchado e irreconocible. El ataúd de Degas tuvo que ser cerrado para el velatorio y después fue enterrado en el mausoleo de los Coelho.
Emília se convirtió en la viuda de Coelho; así la llamaban los periódicos y también los que acudían al duelo a besar su mano antes de entrar en el salón de baile con espejos donde, hacía muchos años, Emília había aprendido a andar, a hablar y a actuar con las lecciones de doña Dulce. Sin Degas, la posición de Emília en la casa de los Coelho era precaria. Iba a vivir como la viuda de Coelho por el resto de sus días, dependiendo de la generosidad del doctor Duarte y sometida al ojo atento de doña Dulce.
Los espejos de la sala fueron cubiertos para el velatorio, envueltos en tela negra, al igual que los demás espejos de la casa de los Coelho. Después de la visita del oficial de policía, doña Dulce se recogió el pelo en un rodete dolorosamente ajustado. Hizo poner tanto almidón en sus vestidos de luto que Emília podía escuchar el movimiento de sus faldas por toda la casa. Vio una marca roja en el cuello de doña Dulce donde la tela rígida le había raspado la piel. La suegra de Emília dejó de revisar cada habitación en busca de polvo y moho en la casa de los Coelho. Dejó de exigir un esfuerzo adicional a las criadas. Durante los días que siguieron a la muerte de Degas, doña Dulce miraba con ojos vidriosos y sin precisión, como si estuviera visitando en secreto el mueble donde se guardaban los licores. Emília recordó a su padre allá en Taquaritinga, quien, después de la muerte de su madre, había tenido la misma mirada de doña Dulce, provocada no por la embriaguez, sino por el pesar irreparable.
Durante el duelo, Expedito estaba sentado junto a Emília y ocasionalmente la espiaba por debajo de la mantilla. Ella no le apartaba la mano. Quería que Expedito la viera, que supiera que ella seguía estando ahí, debajo del encaje negro. Cuando él la espiaba, la cara de ella quedaba al descubierto, y Emília escuchó a doña Dulce que le susurraba a uno de los invitados:
—¿La ve? Insensible como una piedra. ¡Ni siquiera una lágrima!
Emília no podía llorar. Cada vez que pensaba en Degas, se lo imaginaba tranquilo en el asiento delantero del Chrysler mientras el agua turbia entraba veloz por las ventanillas. Degas finalmente se había librado de la casa de los Coelho y de todas sus obligaciones. Había regresado junto a Felipe. Pero antes de partir había proyectado una sombra de duda en la mente de Emília y, en los días posteriores a su muerte, esa sombra creció y se convirtió en nubarrón. Emília recordó su última conversación, en las escaleras. No estaba segura de si la advertencia de Degas era un intento de redención u otra mentira en su propio beneficio.
La fila de visitantes del velatorio avanzaba con lentitud.
«Lamento mucho su pérdida», decían los hombres. Algunas mujeres le susurraban a Emília: «Es una lástima que no haya ningún hijo para mantener el apellido. Los niños son un gran consuelo». Otras decían: «Es una bendición que no haya hijos que tengan que sufrir por esto». Emília asentía con la cabeza serenamente después de cada comentario, sin dejar entrever sus propias emociones. Como el ataúd estaba cerrado no había ningún cuerpo para observar amontonándose a su alrededor, de modo que los invitados contemplaban a Emília y a los Coelho. También aprovechaban la oportunidad para examinar la rara vez visitada casa de la familia. Los dolientes llenaban el salón, la sala de estar, el salón de baile y el comedor, con la mesa llena de galletas y unas grandes cafeteras de plata. Se servía sólo café en un esfuerzo por mantener despiertos a los presentes durante toda la noche.
El café puso nerviosa a Emília. Había bebido demasiadas tazas y en ese momento, cuando el cielo se volvió oscuro y las luces del salón de baile se encendieron, Emília no podía mantenerse quieta. Se movía en su silla, se alisaba el vestido negro, se arreglaba la mantilla. El humo del incienso parecía cubrirle la lengua, la garganta. La habitación le parecía demasiado pequeña. Expedito estaba ya arriba, a salvo en su cama, con Raimunda ocupándose de él. Los niños no tenían que permanecer despiertos toda la noche en los velatorios, pero las esposas sí. Emília suspiró.
—Discúlpenme —les dijo a doña Dulce, al doctor Duarte y a los demás dolientes que se agrupaban alrededor de sus asientos. Emília se puso de pie y abandonó la habitación rápidamente. Necesitaba aire. El patio estaba lleno de visitantes, todos vestidos de negro. Unos fumaban, otros conversaban, admiraban la fuente y jugueteaban con las tortugas. Evitó el patio y se dirigió hacia la puerta principal. Se quitó la mantilla e hizo un pequeño ovillo con el pequeño trozo de encaje negro en su mano. Saldría de la casa…, daría un paseo por la Rúa Real da Torre hasta que desapareciera el efecto del café. «Una dama no anda sin rumbo fijo». Las normas de doña Dulce resonaban en su cabeza. «Una dama siempre tiene un objetivo, algo que hacer».
«Yo tengo algo que hacer», se dijo Emília.
Sus maletas todavía estaban preparadas, a pesar de que el doctor Duarte había cancelado el cheque que había extendido para pagar los billetes de tren de Emília a Maceió. Durante un año entero después de la muerte de su marido, a una viuda se le exigía llorarlo en casa. En nombre del decoro, Emília no podía salir de su casa, no podía aparecer en el periódico, no podía trabajar en su taller y, por supuesto, no podía viajar. Pero la joven viuda había dejado de preocuparse por el decoro. Tan pronto como los dolientes se dispersaran, tan pronto como doña Dulce regresara a su cocina y dejara de observar minuciosamente las expresiones de pesar de Emília, se escaparía de la casa de los Coelho para ir al campo. No necesitaba el dinero del doctor Duarte. Ella tenía su fondo de reserva. Aunque tuviera que sobornar al jardinero y al portero, aunque tuviese que partir en medio de la noche, Emília se iría. No iba a faltar a su reunión en el rancho del doctor Eronildes.
Como si el destino estuviera confirmando sus intenciones, Emília vio al médico mismo en el vestíbulo de los Coelho, inclinado sobre el libro de visitas. Eronildes escribió su nombre lentamente. Cuando llegó a la sección de condolencias, reflexionó durante un minuto; luego garabateó un mensaje. Su cara estaba sudorosa; su nariz y su frente brillaron a la luz de lámpara. Sonrió a la criada de los Coelho que lo atendía, pero cuando vio a Emília la sonrisa desapareció.
—Gracias por venir —le dijo, a la vez que hacía un gesto a la criada para que se retirara.
—Ya estaba en Recife —explicó Eronildes—. Le dije en mi nota que tenía pensado venir. No esperaba encontrarla aquí.
—¿Y dónde esperaba encontrarme? —quiso saber Emília.
—Me refería a que no esperaba encontrarla en el vestíbulo.
—Necesitaba aire.
Eronildes asintió con la cabeza.
—Lamento su pérdida. Un accidente terrible —dijo—. Ahora está usted de luto riguroso. No podrá abandonar la casa en un año.
—Es cierto. —Lo miró y luego bajó la voz—: Pero no voy a respetar esa costumbre.
—¿No? —preguntó Eronildes, aparentemente más aliviado que sorprendido.
—Las Bergmann están en camino —susurró Emília—. ¿Cuándo será la reunión?
—No lo sé.
Emília apretó la mantilla arrebujada entre sus manos.
—¿Por qué?
—Quiere la prueba. He venido a recogerla. Y a darle el pésame, por supuesto.
—¿La prueba?
—Ella no se comprometerá a una fecha sin una prueba. Quiere algo suyo.
Emília asintió con la cabeza.
—Cuanto más personal, mejor —explicó el doctor Eronildes.
—Discúlpeme —lo interrumpió Emília.
Abandonó el vestíbulo y subió de dos en dos los escalones de la escalera principal. En la habitación de Emília, Raimunda dormitaba junto a la cama de Expedito. El niño dormía con la cara apoyada sobre una almohada. Emília entró andando de puntillas. Una tabla del suelo crujió. Raimunda se incorporó.
—Un velatorio no es el mejor momento para andar de puntillas —susurró—. Puede matar a alguien del susto. —Recordando sus obligaciones, Raimunda alisó su mandil y empezó a ponerse de pie—. ¿Qué necesita usted? —preguntó.
—No se mueva —susurró Emília—. Venía a buscar mi rosario, eso es todo.
Raimunda se acomodó en su asiento y observó. En la oscuridad, Emília no podía evaluar la expresión de la criada. Se arrodilló junto a su cama y, con la esperanza de que sus movimientos no fueran vistos por Raimunda, le dio la espalda. Sacó el joyero de su escondite debajo de la cama, se quitó la cadena del cuello y metió la llave en la cerradura. Rápidamente, Emília metió la mano y sacó la navaja. Tanteó su hoja fría, su mango de madera con la abeja tallada. Raimunda se movió en su silla. Emília apretó el cuchillo contra su cuerpo, cerró con llave el joyero otra vez y abandonó la habitación.
Eronildes no estaba en el pasillo de abajo. Emília registró el vestíbulo pero no lo encontró; probablemente una criada lo había acompañado al salón de baile envuelto en cortinas negras. Emília volvió a ponerse la mantilla —arrugada de tanto estar apretada en su mano— sobre el pelo y escondió la navaja en su pañuelo. Ya encontraría una manera de ponerla en manos de Eronildes, de meterla en el bolsillo de su chaqueta.
El aire del salón de baile estaba viciado por el humo de las velas. Los presentes tosían. Emília permaneció detrás de ellos. Antes de que pudiera abrirse camino hacia su asiento cerca del retrato de Degas, vio a Eronildes. Él no la vio a ella. A la cabeza de la fila de dolientes, el doctor se inclinó ante doña Dulce, que asintió con la cabeza cortésmente. Junto a ella, el doctor Duarte se levantó de su silla. En lugar de saludar a Eronildes con un apretón de manos, el suegro de Emília abrazó enérgicamente al médico. Este no se puso tenso en respuesta al abrazo. No palmeó cortésmente la espalda del doctor Duarte ni intentó apartarse. Eronildes parecía pequeño entre los gruesos brazos del doctor Duarte, pero no aparentaba estar incómodo, sino volcado en el abrazo. Sin poder o sin querer separarse del fuerte abrazo, Eronildes lo aceptó resignadamente.
Oculta en la parte de atrás del salón, Emília tembló. Sus entrañas parecieron enfriarse y condensarse. Se había sentido de esa manera sólo dos veces en toda su vida: una durante su primer carnaval en el Club Internacional, y la otra fue la primera vez que había tenido en brazos a Expedito. Emília aferró la navaja. Retrocedió en el salón de baile y corrió escaleras arriba.
Raimunda permanecía despierta, como si hubiera estado esperando el regreso de Emília.
—No lo quiero después de todo —susurró Emília—. Mi rosario, digo.
Raimunda no respondió. Emília abrió rápidamente el joyero y volvió a guardar la navaja, todavía envuelta en un pañuelo. Cerró la caja y la empujó debajo de la cama con la punta del pie. Los zapatos de Emília eran negros, como el resto de su atuendo. El charol de su calzado brillaba. Iba a la moda incluso en el duelo, pensó Emília con amargura. Le temblaban las manos. Sintió el impulso de quitarse aquellos zapatos y arrojarlos por la ventana. En cambio miró a Expedito, que dormía en el otro extremo de la habitación oscura, y a Raimunda junto a él.