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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (30 page)

BOOK: La costurera
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Apartó la mano de la Singer y se incorporó. Miró fijamente el techo de la capilla. Luzia también lo miró. Sólo había vigas de madera y tejas.

—Nuestra vida tiene sus bendiciones —dijo, hablando en un tono de voz más fuerte que antes—. Ningún coronel nos dice cómo debemos vivir. Ningún coronel nos obliga a criar su ganado y sus cabras, prometiendo parte de ellas como forma de pago y luego marcando todos los animales recién nacidos como suyos. No hay un coronel para culparnos cuando los cultivos no crecen porque no ha llovido. No hay recaudador de impuesto que nos diga que no podemos vender nuestros cerdos o nuestras cabras porque aún no hemos pagado una tarifa que acabará en su bolsillo. No hay soldados que vengan de la capital, destruyan nuestros hogares y humillen a nuestras hermanas o madres. Estamos a merced de Dios. Y de nadie más.

Fuera de la capilla se oyó un grito, y luego aplausos. El Halcón sacudió la cabeza, sorprendido por su discurso, y se dirigió hacia las puertas de la capilla.

—Están soltando los globos de fuego —dijo—. Ven a verlo.

Había tres globos enormes, con forma de farolillo. Uno oscilaba en el cielo. Los otros dos descansaban sobre el suelo. Algunos hombres metieron los brazos en los globos y encendieron sus pequeños tarros de queroseno. Una vez prendidos, los hombres extendieron los brazos y sostuvieron los globos en alto, esperando una ráfaga de viento. Cuando llegó, el pueblo entero se empinó para observar el lento ascenso de los globos, uno detrás de otro. Luzia entornó los ojos y miró al cielo.

A su lado, el Halcón desabrochó un estuche de cuero que llevaba enganchado a la cartuchera. Dentro se hallaban sus prismáticos de bronce. Se los ofreció a Luzia.

Los cangaceiros llevaban muchos objetos que nada tenían que ver con su supervivencia diaria. Aquella noche, Luzia finalmente comprendió su significado. Había visto a Tomás prender el mechón de cabello de Lía en su chaqueta. Sabía que debajo de la chaqueta de cada hombre, protegidos de la canícula y el bochorno del matorral, guardaban objetos que habían pertenecido a sus seres queridos. En Fidalga, Luzia vio a Tomás saquear las pertenencias de los capangas. Y durante la misa, aquella tarde, le vio ubicar con cuidado los objetos que había robado a los capangas sobre el suelo, delante de él. Escupió sobre cada uno. Al lado de Tomás, Ponta Fina escupió sobre los cuchillos que le había usurpado a su víctima. Zalamero escupió sobre su fusta de montar. Chico Ataúd escupió sobre su bolsa de dientes de oro. Los cangaceiros cargaban con las reliquias de los muertos. Los muertos que en vida habían agraviado a los cangaceiros o a alguien que amaban.

Sintió los prismáticos pesados y fríos en las palmas de sus manos. Su correa estaba descolorida.

—¿De quién eran? —preguntó Luzia.

El Halcón la miró intensamente. El ojo del lado desgarrado de su rostro, el que apenas pestañeaba, estaba húmedo y enrojecido.

—No lo recuerdo —replicó—. Pero me gustaron.

Luzia asintió. Se acercó los prismáticos a los ojos. Las estrellas parecían estar a pocos centímetros. Los globos de papel parecían al alcance de la mano. Siguió su estela luminosa a través del cielo. No tenían la gracia ni la agilidad de las aves. Se mecían torpemente, según los vientos. A pesar de ello, se elevaron más y más alto, y por un instante Luzia creyó que desaparecerían en los cielos. Luego, uno a uno, estallaron en llamas y cayeron a tierra.

Capítulo 5

Emília

Recife

Diciembre de 1928-marzo de 1929

1

El Ferrocarril Gran Oeste de Brasil equipaba sus coches de primera clase con lámparas eléctricas y ventiladores giratorios de techo. Disimuladas detrás de apliques esmerilados, las bombillas emitían el mismo tibio resplandor que las velas o las lámparas de gas. Emília quedó decepcionada con ellas, pero no con el ventilador. Sus aspas giraban como movidas por una mano invisible. La chica no podía despegar los ojos del prodigioso aparato. Degas advirtió su fascinación y le impartió una larga lección sobre la electricidad. Emília asintió. Intentó escuchar, pero las palabras de Degas quedaron eclipsadas por el zumbido del ventilador encima de ellos, por el ruido de las piezas de dominó que dos caballeros de mayor edad colocaban sobre la mesa de juego del vagón, en la primera fila, por la ruidosa respiración de los viajeros que dormían y por el propio traqueteo del tren. Tenía el mismo rítmico sonido que la Singer a pedal, pero, a diferencia de ésta, el pedaleo era constante. El tren avanzó, resuelto e incansable, a través de la llanura.

—Debes de estar cansada —murmuró Degas.

Emília quizá debería haberle dado unas palmaditas en la mano y animarlo a continuar, asegurándole que su charla sobre la electricidad era interesante, pero tenía toda la vida para escuchar a su esposo y sólo aquella noche para disfrutar por primera vez del tren.

—Sí —dijo Emília—. Creo que dormiré.

Degas asintió. Luego miró hacia delante y cerró los ojos.

Antes, los camareros habían servido zumo y empanadas de hojaldre rellenas con tiras de pollo y aceitunas. Degas las miró con desconfianza y pidió un café, pero Emília cogió una empanada tras otra de la bandeja del camarero. Después de todo, era su noche de bodas. No había tenido fiesta, ni tarta nupcial. No hubo tiempo; las clases en la facultad de Derecho de Degas ya habían comenzado. Después de la ceremonia, Emília y él se trasladaron a Caruaru para tomar el tren nocturno con destino a Recife. Doña Conceição les había aconsejado que no se marcharan tan pronto. La noche de bodas era sagrada. Pasarla en el tren y no en una habitación no haría más que confirmar las sospechas de la gente de que Degas ya había degustado los placeres carnales con su novia. El coronel ofreció su cuarto de huéspedes a los recién casados, pero Degas no aceptó la oferta. A Emília no le importó lo más mínimo, no deseaba que doña Conceição y sus curiosas criadas inspeccionaran sus sábanas al día siguiente. Su noviazgo y su boda habían sido fuera de lo común; su noche de bodas no sería diferente.

Degas le prometió una compensación en Recife, en donde le brindaría una tarta de tres pisos y comida exquisita. Hubiera sido un desperdicio hacer la fiesta en Taquaritinga, le explicó, y Emília tuvo que reconocerlo a regañadientes. Le hubiera gustado una fiesta sonada en el pueblo, para demostrar a las comadres del lugar que ella ya no era Emília dos Santos, la costurera deshonrada, sino doña Emília Coelho.

La recién casada abrió la ventanilla. El viento frío entró silbando a través del resquicio abierto. La luna se hallaba en lo alto. Su luz bañaba el campo, dando a los árboles desnudos un resplandor blanquecino. Abrió el nuevo maletín de viaje y sacó el retrato de comunión de Luzia y ella. Durante la ceremonia de la boda había colocado el retrato —disimulado bajo una toalla bordada— en el primer banco, y después, durante el descenso a caballo de la montaña y el trayecto en carruaje hasta Caruaru, lo llevó apretado contra el pecho. Degas no le preguntó qué había bajo la toalla bordada. Pensó que se trataba de un amuleto, un capricho que servía de consuelo a Emília, pero que no era asunto suyo. Su discreción, o desinterés, fue un alivio.

Fuera, en los bosques, la oscuridad era absoluta. Los troncos de los árboles se esfumaban entre las sombras. El suelo había desaparecido. Era como si una enorme pieza de tela negra se hubiera desenrollado ante ellos y estuvieran flotando por encima. Con cada sacudida del tren, Emília se estremecía de emoción y de pavor. Era la misma sensación que había tenido hacía mucho tiempo, cuando su hermana y ella corrieron hacia el árbol de mango con sus vestidos de fiesta.

—Recife —susurró Emília. Desprovisto de consonantes, el nombre de la ciudad era aún más bello. «Eee», como una larga exhalación, «iii», como el silbido del aire y de las aves, y «eee», otra exhalación. Además, la última sílaba nombraba lo que en ese momento la inundaba: fe.

2

Cuando salieron del tren, el sol brillaba con fuerza. Deslumbrada, se le humedecieron los ojos. El sudor perló su labio superior. El pelo se le rizaba; cuanto más cerca estaban de la costa, más ensortijado se volvía, hasta que al llegar a la estación central de Recife se transformó en una maraña hirsuta que asomaba por debajo del sombrero de ala pequeña que Degas le había regalado. Allí en la estación, en la cúpula abovedada había cuatro halcones de bronce con las alas desplegadas que relucían bajo la luz del sol de la tarde. Emília sintió un tirón en la falda de su vestido de viaje recién estrenado. Miró hacia abajo y vio a un golfillo. Uno de sus ojos supuraba pus.

—¡Tía! —gritó el niño—. ¿Tiene una moneda?

—¡Largo! —ordenó Degas. El pequeño mendigo salió corriendo.

Degas agarró con fuerza el brazo de Emília y la guió hacia delante. Era algo frecuente, lo de agarrarle la mano con demasiada fuerza, sujetarle enérgicamente la muñeca. En Caruaru, antes de tomar asiento, Degas había intentado quitarle la chaqueta de viaje sin tener en cuenta los broches, que se engancharon con la blusa y estuvieron a punto de desgarrarla. Emília creía que se trataba de simple torpeza, de una impaciencia infantil que ella podría remediar con el tiempo. Abrazó con fuerza su maletín de viaje y dejó que Degas la condujera al carruaje.

Había coleccionado muchas fotografías de Recife: imágenes de jardines bellamente ornamentados; puentes de hierro forjado; calles empedradas con raíles para el tranvía que se extendían, largos y sinuosos, como cintas de metal sobre el suelo. Emília no había pensado en lo que podía haber en los márgenes de esas fotografías, más allá de las fronteras de sus marcos. Las alcantarillas estaban repletas de vegetales podridos y trozos de vidrio verde. Mujeres descalzas balanceaban sobre la cabeza canastas con frutas de color rojo. Los tranvías chirriaban sobre los raíles de metal. Oyó los gritos de los vendedores ambulantes, los aullidos de los perros callejeros, los chillidos salvajes de los pájaros. Las aguas marrones del río Capibaribe corrían, caudalosas, a su lado. Emília jamás había visto tanta agua. Casitas de madera se tambaleaban precariamente sobre sus orillas, y temió que se derrumbaran de un momento a otro. La humedad de las lluvias de invierno aún impregnaba el aire. El sol se abatía sobre montones de excremento de caballo diseminados por las calles. Emília se enjugó la frente. Cuando cerró los ojos, sintió como si estuviera dentro de una enorme y fétida boca. Rápidamente, los volvió a abrir.

Meses después, cuando con su suegra, doña Dulce, dieron sus primeros paseos alrededor de la plaza del Derby, Emília encontró finalmente los jardines y las mujeres elegantemente ataviadas de las fotografías. Doña Dulce le señalaba a cada mujer, susurrándole el nombre de casada, el nombre de soltera y si pertenecía a una de las viejas o de las nuevas familias. Algunas veces se cruzaban con esas mujeres, y debían pararse a conversar. Emília no dominaba aún el arte de la conversación. No podía recordar todas las palabras que doña Dulce le había prohibido usar. No tenía permitido hablar acerca de su familia. No tenía permitido hacer ninguna referencia a la costura. No podía gesticular como una persona del interior, ni tocarse el cabello ni tirar de las puntas de sus guantes. Emília se sentía a salvo guardando silencio. Daba la impresión de ser agradable, encantadora, discreta. Por cortesía, las mujeres se dirigían a ella e inevitablemente le pedían que contara sus primeras impresiones de Recife. Emília no podía decirles que se sentía defraudada. No podía describir su pánico, sus náuseas. «La buena educación —solía decirle doña Dulce durante sus interminables lecciones de etiqueta— exige que jamás manifiestes un sentimiento desagradable». Por ello, cuando la mujer formuló la pregunta, Emília omitió por completo su llegada y comenzó el relato por la casa de los Coelho.

Había llorado de alegría al verla. La casa de dos pisos estaba pintada de blanco, y tenía remates curvos de cerámica en la fachada y alrededor de las ventanas. Los postigos y las entradas rematadas en arcos eran de color crema, y cada tejado estaba coronado por una pina de cerámica, cuya superficie brillaba, vidriosa, bajo el sol de la tarde.

—¡Parece una tarta de boda! —exclamó Emília.

Degas se rió. La dejó con la criada, que condujo a Emília a través de los amplios pasillos de baldosas. La sirvienta —una muchacha que tenía la edad de Emília, o tal vez menos— caminaba presurosa. Emília no pudo echar un vistazo al interior de las numerosas habitaciones de la casa, ni acariciar la barandilla de bronce de la escalera principal. La muchacha la condujo a través del patio central. Había una fuente bordeada de helechos, dentro de la cual un diminuto caballo con cola de pescado echaba agua por la boca. Emília habría querido tocar sus verdes escamas.

Al otro lado del patio, la criada abrió unas puertas con paneles de vidrio. Le hizo un gesto a Emília para que entrara.

—Su sombrero —dijo la criada, extendiendo la mano. Tenía la mandíbula cuadrada y era delgada. Llevaba una cofia blanca almidonada, con una cinta de encaje que se ajustaba sobre la frente, dándole un aspecto elegante, casi majestuoso. Se parecía a una actriz que Emília había visto una vez en
Fon Fon
.

—No —dijo Emília, aferrándose a su sombrero. No podía quitárselo y mostrar su horrible pelo ensortijado.

La criada se encogió de hombros e intentó cogerle el maletín. Emília se echó hacia atrás.

—No es necesario.

—Entonces, espere aquí —dijo la muchacha—. Enseguida viene doña Dulce.

Después de que la criada se marchara, Emília inspeccionó la sala. Empotrados en las cuatro esquinas más altas había cuatro querubines de yeso, con las mejillas infladas y redondas, y los brazos regordetes extendidos. En los nichos de las paredes, docenas de madonas de madera fijaban sus tristes miradas sobre los sofás con respaldos de mimbre y las sillas de caoba de la habitación. Un ventilador portátil ronroneaba en el rincón más alejado. Era grande y plateado, con una rejilla metálica frente a sus paletas. Dentro de la rejilla había un bloque de hielo. Emília se paró delante del ventilador. El aire frío le despejó el rostro. Había oído hablar del hielo, pero jamás lo había visto. Era traslúcido y brillante, como una piedra preciosa.

—Detesto ese artilugio —se oyó una voz de mujer por encima del murmullo del ventilador—. Pero mi esposo insiste en usarlo.

Tenía el color del pan sin hornear. Su pelo trigueño, recogido en un rodete enorme y tirante, armonizaba con su pálida tez, y parecía una de las madonas de porcelana de la pared, con su rostro alargado e impecable. La única diferencia eran sus ojos, estrechos y de color ámbar, como bolitas de vidrio incrustadas en su rostro flácido, pero desprovistos por completo de la misericordia de la Virgen. Emília se alejó del ventilador.

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