La costurera (24 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Atenta a la posible presencia de serpientes y escorpiones, Luzia se agachó rápidamente y se metió el rollo de plumas entre las piernas. Cuando el rollo se volvía pesado por el exceso de sangre, Luzia volvía al monte y lo enterraba. «Bendita tú eres entre todas las mujeres —rezaba mientras cavaba—. Y bendito es el fruto de tu vientre». Luzia le rezaba a la Virgen porque ella sabía lo que significaba que algunos hombres desconfiaran de ella y que otros la transformaran en un talismán. Cuando el muchacho le habló de los motivos del Halcón, Luzia se sintió confundida y desilusionada. Durante los primeros días con el grupo, había sentido temor y orgullo a la vez, porque creía que la había tomado como un premio, que veía algo de valor en ella. Al final, no era más que un amuleto, como sus medallas, sus papeles de oraciones, su cristal de roca… Su valor era, pues, medido por algo tan azaroso e inconstante como la suerte.

4

Un día acamparon más temprano de lo habitual. Una cabra descarriada se había desviado cerca de su camino. Chico Ataúd oyó el sonido metálico del cencerro de bronce del animal y se adentró en el monte. Apareció unos minutos después, tirando de los cuernos de la cabra, que balaba. Los cangaceiros detuvieron la marcha para celebrar su hallazgo.

Mientras los hombres levantaban los toldos y Canjica hacía una fogata, Luzia se sentó sobre una roca, de espaldas al sol. Habían elegido un rincón entre un barranco y un montón de piedras gigantes. Una de las piedras tenía una grieta en el centro; las ortigas crecían en esa fisura torcida. Los colibríes hacían sus nidos dentro de las ramas de la planta, sin inmutarse ante sus punzantes agujas. Los pájaros se perseguían unos a otros, zumbando entre los resquicios de las rocas. Algunas veces, se detenían en pleno vuelo cerca de Luzia, moviendo las alas y deteniendo sus cuerpos de color esmeralda, como joyas suspendidas en el aire delante de ella.

La muchacha enderezó los hombros. Se había quitado el morral, pero estaba encorvada, como si aún cargara con su peso. Se puso la mochila sobre las rodillas y metió una aguja e hilo de bordar a través de la gruesa tela. Agradecía la manera errática en que había hecho el equipaje su hermana. Las correas de la mochila tenían un palmo de ancho y siete de largo y ya las había cubierto con adornos. En los márgenes había bordado un punto ensortijado. Lo rellenó con la cruz de san Jorge y añadió varias flores de lis en punto de cruz, como si el bolso andrajoso fuera uno de los manteles elegantes de doña Conceiçao. Coser la calmaba. Las puntadas eran algo fiable y familiar. Cada una tenía su propio método, el lugar donde se ponía la aguja, el orden para enhebrar, que jamás cambiaba.

A unos pocos metros, la cabra balaba. Inteligente, el hombre más fuerte, le golpeó la cabeza con la culata de su rifle. Con el impacto, la cabra cayó en silencio. Orejita se colocó encima del animal. Acunó su inerte cabeza en los brazos y, con una cuchillada certera, le cercenó el cuello. Un charco oscuro se formó a los pies de Orejita. Luzia miró para otro lado. Se concentró en su bordado hasta que Ponta Fina la llamó a un lado.

—Vamos —dijo el muchacho, tocando nerviosamente las fundas de sus cuchillos—. Hay que prepararla.

No la miró a los ojos cuando habló; mantuvo la mirada fija en sus pies, o en algún punto lejano. Luzia guardó su bordado y siguió a Ponta al barranco. Allí, Inteligente colgó la cabra boca abajo en un árbol de gruesas ramas. Sus ubres resecas colgaban flácidas contra el vientre. El pelaje blanco de la cabeza y el cuello estaba manchado de rosa. Ponta sacó uno de los cuchillos. Practicó unos cortes en círculo alrededor de las pezuñas de la cabra. Seccionó lentamente los lados. Luego deslizó el cuchillo dentro de las incisiones, desrizándolo entre la carne y la piel como si estuviera pelando una fruta. Cuando terminó, un cadáver sonrosado y musculoso pendía del árbol.

—¿Ya has adivinado por qué me llaman Ponta Fina? —Sonreía mostrándole el cuchillo.

Luzia encogió los hombros. Los dientes de la cabra estaban apretados, como si tuviera frío sin la piel. Colocó un recipiente de hojalata debajo del animal.

—Mi padre era carnicero —prosiguió Ponta—. El carnicero más importante de este lado del río San Francisco. —Observó el cuchillo en su mano, repasando el borde curvo con la punta del dedo—. Ésta es una lambedeira. Se usa para desollar y cortar en tajadas.

Luzia asintió. Ponta deslizó el cuchillo en el vientre de la cabra. Con ambas manos, presionó sobre las costillas del animal y las abrió con cuidado, de manera que las puntas no lo cortaran. Un vaho de calor brotó desde el interior del animal, como un aliento fétido. Ponta dio un paso hacia atrás. Los intestinos se sacudieron y se enroscaron como pálidas serpientes. Luego cayeron al recipiente que estaba debajo.

Ponta se limpió las manos. Sacó uno a uno los cuchillos de sus fundas. Le mostró el facão, con la hoja gruesa y plana para cortar los matorrales y abrir senderos. Le enseñó también el cuchillo corto y afilado que usaba para quitar las escamas a los peces de río y desangrar animales. Le mostró el pajeuzeira, un largo cuchillo recto con la punta redondeada, que parecía inofensivo comparado con los demás. Era un instrumento de médico, dijo, para extraer cortezas y raíces. El último era la cuchilla larga y plateada que todos los cangaceiros llevaban de manera prominente en la parte delantera de sus cinturones. No era un cuchillo, sino un puñal, una larga varilla de acero sin filo.

—El mío sólo tiene cincuenta centímetros —suspiró Ponta—. ¡El del capitán tiene setenta! —Lo colocó sobre las palmas de sus manos—. ¿Quieres cogerlo?

Luzia asintió. Ponta sostuvo los dedos alrededor de la empuñadura de plata y apoyó la hoja sobre sus palmas abiertas. Era fría y pesada.

—Atraviesa cualquier cosa con facilidad —susurró, como si estuviera contándole un secreto—. Se parece más a una bala que a un cuchillo.

Apareció Medialuna. En la tenue luz del crepúsculo, su ojo lesionado adquirió un tinte azul. Ponta Fina guardó el puñal rápidamente.

—Date prisa y trocea la cabra —dijo Medialuna—. Tenemos hambre.

Prepararían embutido hirviendo los intestinos y los órganos internos, para después picarlos y meterlos en la bolsa del estómago con especias. Ponta desató la cabra y la trasladó a una roca plana, donde la troceó. Luzia llevó el pesado recipiente al barranco. Las lluvias del invierno habían ensanchado y profundizado el barranco. Ramas de árboles se movían dentro de sus aguas marrones. Luzia se puso en cuclillas cerca de la orilla. Lavó las entrañas cuidadosamente, revolviéndolas con una ramita, como si estuviera ensartando una larga aguja. Restregó el estómago, la elástica y blanca garganta.

Río abajo, apareció el Halcón. Lo acompañaba la mitad de los hombres. Se movían con varios metros de distancia entre sí y se arrodillaron a la orilla del agua. Se quitaron los sombreros y las chaquetas. Se sacaron las túnicas por encima de la cabeza. El Halcón se lavó las manos, frotándolas con mucha energía, y luego se echó agua en la cara. Su torso era corto, fuerte y fibroso. Se echó agua sobre la cabeza varias veces. Luzia observó cada movimiento de los músculos debajo de su piel morena. Era como si el calor implacable del matorral lo hubiera cocido a fuego lento, quitándole todo exceso de grasa. El Halcón levantó la mirada, y rápidamente Luzia metió las tripas de la cabra en el recipiente de hojalata y se apartó del barranco.

Se sintió furiosa porque él y los demás fueran tan desconsiderados y se bañaran sin tener en cuenta que ella estaba cerca, trabajando para todos. Como si no valiera la pena mostrarse recatados ante ella; como si no fuera una mujer.

De vuelta al campamento, vio que el resto de los hombres estaba sentado alrededor de la fogata. Con un par de tenazas de metal, Canjica sacó de las llamas, con cuidado, dos piedras candentes del tamaño de un puño. Las dejó caer en una cafetera llena de agua. Las piedras produjeron vapor inmediatamente, al contacto con el agua.

—No veo la hora de bailar —dijo Zalamero, extendiendo los brazos y dando algunos pasos hacia delante y hacia atrás.

—Tú quieres hacer algo más que bailar —dijo Baiano sonriendo—. Vi a un muchachito que se parecía a ti en el último pueblo que visitamos.

—¡Hay muchachitos que se parecen a él en todo Pernambuco! —dijo Orejita.

Los hombres rieron. Inteligente los miró, confundido. Canjica sacudió la cabeza. Tocó la cafetera, y luego retiró la mano con rapidez. Las piedras ya habían calentado el agua. Envolvió un trapo alrededor del asa de la cafetera.

Cuando Luzia emergió de las sombras, los hombres dejaron de reír. El recipiente que llevaba en las manos le resultaba pesado. Se lo entregó a Canjica. Orejita dio un paso hacia ellos. Tenía el pelo estirado hacia atrás y el fuego hacía que los bordes de sus orejas brillaran con destellos rojizos. Inspeccionó el recipiente de metal, hurgando en el contenido con los dedos.

—Estas no están limpias —dijo mirando a Luzia—. Ve a lavarlas de nuevo.

—Podemos hervir lo que queda —dijo Canjica, tomando el recipiente.

Orejita lo detuvo.

—Es un trabajo mal hecho —dijo—. Ve y lávalas de nuevo.

Luzia se encontró con su mirada. Los hombres estaban bañándose en el barranco; no podía volver. Se llevó la mano a la garganta y sacudió la cabeza. No podía hablar, por el xique-xique.

Orejita se agachó y cogió un puñado de arena. Lo sujetó sobre el recipiente de tripas y abrió los dedos. Con un ruido seco, la arena cayó dentro. Detrás de él, uno de los hombres soltó una risa ahogada.

—¿Lo ves? —dijo—. Está sucio. No tomamos comida sucia. —Depositó el recipiente sobre el suelo, al lado de sus pies—. Llévatelo y vuelve a lavarlas.

Tenía la respiración entrecortada. Se agachó. Al lado de ellos, enfriándose sobre un círculo de piedras, estaba la cafetera. En lugar de coger el recipiente de metal que estaba a los pies de Orejita, su brazo sano alzó rápidamente la cafetera y la arrojó hacia delante. El agua caliente salpicó la mano del cangaceiro insolente, quemándole la piel.

—¡Mierda! —gritó Orejita. Se tambaleó hacia atrás, agitando los brazos delante de los pantalones, de modo que, en lugar de quejarse por la mano, parecía que se estaba quejando de la entrepierna—. ¡Mierda!

Hubo silencio; luego, risas ahogadas.

—¡Le ha quemado el pito! —dijo Branco.

—No importa —dijo Zalamero—. ¡Nunca lo usaba!

Los hombres se rieron a carcajadas. Orejita miró fijamente el círculo de cangaceiros, y luego a Luzia. Sacó el puñal de la parte de atrás del cinturón. Baiano le sujetó el brazo. Luzia cogió el recipiente de metal y se internó corriendo en la maleza.

5

No fue al barranco directamente. Se agazapó en medio de los matorrales, jadeando y temblando. Vio al Halcón y sus hombres dirigirse de nuevo al campamento, con la parte superior de sus túnicas mojada y pegada al pecho. Luzia contuvo la respiración mientras pasaban. Cuando llegó al barranco, éste se mostraba imponente, con las aguas oscuras y agitadas. No sabía nadar. Tal vez los hombres deseaban en secreto que lo cruzara, que los abandonara. Luzia posó el recipiente de metal, y sintió una furia repentina. No se iría con el rabo entre las piernas, como un perro. Volvería con su ridícula carga y se sentaría junto a ellos, invisible e irritante, como una espina bajo su piel.

La garganta le ardía. Se enfadó consigo misma. Había soñado con el agua, la deseaba con locura. Pero cuando tenía un río delante de ella no bebía. Tomaba un poco, luego otro poco. No podía detenerse. El agua se escurría por su barbilla, empapándole la chaqueta. Le refrescaba la garganta, pero apenas la tragaba, volvía a notarla áspera y marchita.

Detrás de ella, escuchó un crujido. Luzia olió el aroma perfumado y espeso de la brillantina. Oyó pasos. Siguió bebiendo.

—Es hora de que dejes de beber el xique-xique —dijo el Halcón, sentándose en cuclillas a su lado—. Prefiero que discutas con mis hombres a que los lastimes.

Luzia se limpió el mentón. No lo miraría.

—Algunos de los hombres —prosiguió lentamente— no están contentos de que vengas con nosotros. Todos los días rezamos la oración para salvaguardar nuestros cuerpos, y por otra parte yo te traje a ti, haciendo que nos expongamos a que nos perfore cualquier bala. —Se frotó el rostro vigorosamente, y miró a Luzia—. La mayoría de las mujeres transmite tristeza. Mala suerte. No es tu culpa; es sólo tu naturaleza.

Luzia tosió. El agua que se había bebido de un trago se le subió a la garganta, pero ahora estaba acida. Había bebido demasiado.

El carraspeó.

—Aquella mañana, en la montaña, pensé que el ladrón de pájaros sería un muchacho. Algún pobre niño. Cuando creo adivinar algo, generalmente no me equivoco. Pero luego te encontré a ti: tu pelo trenzado, tus pies calzados. Una muchacha de familia. Me sorprendiste. No hay muchas cosas que me sorprendan últimamente —suspiró y sacudió la cabeza—. No puedo decirles a mis hombres qué tipo de suerte nos traerás —dijo—, porque ni yo mismo lo sé.

Si hubiera tenido voz, Luzia le habría dicho que él no sabía nada de nada. Ella no era una santa de papel, ni un collar de cuerda rojo.

—Mira —dijo el Halcón. Se irguió de pronto y señaló hacia el monte.

Había un cactus mandacaru que tenía el tronco tan grueso como el de un árbol, y sólo se distinguía por los espinos que brotaban de él, del tamaño de dedos humanos. Por encima, sus ramas eran verdes y tubulares. Tenían algunos bulbos suaves en la superficie.

—Quédate quieta —dijo el Halcón.

El cielo se oscureció. Los sapos se quejaron en la distancia, y sus lejanos lamentos se asemejaron al mugido de las vacas. Encima de ellos, sobre el cactus, un bulbo se abrió. Un pétalo blanco pujó por salir. Luzia no se movió, temerosa de asustar a la flor y que volviera a su bulbo. Se abrieron más pétalos, todos ellos gruesos y blancos.

Lentamente, Luzia volvió los ojos hacia él. La enorme cicatriz de la cara estaba tan blanca como aquella flor del mandacaru. Luzia la miró como si también ella se fuera a abrir y de ella fuese a brotar alguna maravilla. Observó su pelo mojado, su cara afeitada. Los hombres de Taquaritinga, los pendencieros a quienes la gente llamaba «cabras valientes», llevaban barba. Maldecían, bebían y disparaban al aire. Ella siempre creyó que un cangaceiro sería peor. No pudo imaginarlo gritando y, con una certeza que la asustó, supo que si él disparaba no sería al aire.

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