La costurera (10 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Luzia se arrodilló. Sus rodillas se adaptaron cómodamente en el suelo irregular de tierra, en pequeñas hondonadas formadas tras años de oraciones. Acudía ante el armario de los santos todas las mañanas desde que tenía 11 años. Tía Sofía creía que habían sido los santos quienes unieron sus poderes para devolverle la vida a Luzia después de su caída del árbol de mango. Luzia no había pedido la ayuda de los santos, pero tenía que manifestar su gratitud. Especialmente a san Expedito, quien, según tía Sofía y el padre Otto, había estado a la altura de su reputación como patrón de las causas justas y urgentes. A cambio de devolverle la vida, Luzia le debía a Expedito una ofrenda el día de su cumpleaños número 18. Cuando un santo pedía un signo de agradecimiento por parte de una mujer, ésta no podía presentarle comida, dinero ni nada que fuera material. Debía darle algo de gran valor personal, y para la mayoría de las mujeres lo más valioso era el pelo. Luzia no se había cortado el suyo desde la caída del árbol de mango. Su espesa cabellera de color caoba le llegaba casi hasta la cintura. Cuando cumpliera 18 años tendría que cortarse la gran trenza y llevarla a la iglesia para depositarla sobre el altar de Expedito. Después tal vez pudiera llevar una melena audaz, como su hermana. Luzia desgranó las cuentas del rosario entre sus manos. Sacudió la cabeza; estaría ridícula. De cualquier modo, la ofrenda debía hacerse.

No estaba segura de creer en los poderes de los santos y a menudo los consideraba vanidosos por exigir tanta atención. Pero le gustaba el hecho de que alguna vez habían sido personas. Habían creído, sufrido y obtenido su recompensa. Si la recompensa había sido otorgada por su sufrimiento o por su fe, Luzia no lo podía saber. De niña, le había preguntado sobre ello al padre Otto. A modo de respuesta, éste le entregó un libro encuadernado en cuero sobre las vidas y muertes de los santos. Desde el principio había creído, como algunos otros en el pueblo, que aunque su brazo inmóvil la excluyera para el matrimonio, la hacía apta para una vocación más excelsa; había extraordinarios conventos en Garanhuns y Recife. Luzia no quería ser monja, pero le gustaba leer los libros ajados del cura mientras el resto de sus compañeros salía a jugar al recreo. Página tras página, escudriñó las vidas de los santos y aprendió que no eran las figuras coloridas que conocía, mansamente sentadas en su altar cubierto de cera, sino gente de carne y hueso. Santa Inés era tan sólo una niña cuando fue vendida a un prostíbulo y quemada en una hoguera. Santa Rita de Casia había sido descuartizada, y su cuerpo lentamente cortado en pedazos: primero los dedos, luego las muñecas, después los brazos. El cuerpo desnudo de santa Dorotea la Hermosa había sido marcado con hierro candente. Los ojos de santa Lucía habían sido arrancados con la punta del cuchillo de un pagano.

En medio de sus sufrimientos, decía el libro, los santos habían rezado por sus almas y no por sus desdichados cuerpos. Luzia admiró su valentía, pero no se la creía.

Recordó su propio accidente. No la caída en sí, sino la aterradora sensación de precipitarse hacia atrás, de perder el equilibrio y darse cuenta de que no había una mano invisible, un ángel guardián para cogerla. Tan sólo las ramas del árbol, y luego la oscuridad. Cuando se despertó vio el rostro de tía Sofía y sintió un dolor tan grande que creyó que se alejaba flotando. Nunca encontraron al colocador de huesos. Fue aún peor cuando la curandera llegó y le giró bruscamente el brazo inerte. Luzia sintió un terrible zumbido en los oídos. Luego se desmayó. Le metieron el brazo a la fuerza entre unas tablillas: dos largas varas de madera a ambos lados de su antebrazo, sujetas con tela y el brazo inmovilizado por un cabestrillo. La fractura de la articulación la martirizaba. Ardía, apretaba, enviaba ramalazos y oleadas de calor a todo el brazo. Luzia sudaba. Temblaba. Muchas noches no podía dormir. Se arrodillaba ante el armario de los santos y elevaba largas y fervientes súplicas, proponía pactos infantiles y hacía incontables ofrecimientos, todo por su brazo. Pero, por debajo de las tablillas, la articulación se fue endureciendo lentamente. Cuando le quitaron las varas de madera, el codo de Luzia estaba rígido, y el hueso se había petrificado en aquella posición.

La sanadora dijo que aún había esperanza. Empleó una cinta especial y midió cada centímetro del cuerpo de Luzia, como si le estuviera preparando la mortaja. Después de tomar las medidas, la curandera se arrodilló y rogó a Jesús que le estirara el brazo. Les dio una crema de hierbas y manteca, prescribiéndole a Luzia que se la frotara sobre el codo tres veces por día, para engrasar el hueso, como si fuera el diente de un engranaje. Para entonces el dolor era como una presencia molesta y constante, como si tuviera agujas bajo la piel. Así que cuando leyó en el libro del padre Otto que los santos habían olvidado su dolor y eran indiferentes a su cuerpo, lo cerró con fuerza. Ya no deseaba leer durante el recreo. Ya no quería asistir a las clases de catequesis, donde los niños la habían rebautizado Gramola. Sintió algo duro y amargo, como una semilla venenosa alojada en el pecho. Cada cierto tiempo esa semilla se abría, liberando un terrible calor que borboteaba y ascendía, derramándose como la leche cuando hierve. Luzia pisaba las plantas de frijoles, daba furiosas patadas en las espinillas de sus compañeros, arrancaba las dalias de tía Sofía de sus tallos, pellizcaba los hermosos brazos de Emília hasta que quedaban moteados de azul. No sentía ira, sino desesperación, y quería que el mundo también la sintiera. Al poco tiempo, el padre Otto dejó de prestarle libros. Dejó de describir los encantadores patios del convento bordeados de rosas y hierbas. Aparentemente, Gramola no estaba hecha para la vida religiosa.

Con el tiempo, su humor se calmó, pero su fama perduró. El brazo no se estiró, pero sí su cuerpo. A medida que se hacía más y más alta, tía Sofía insistía en que la sanadora se había equivocado en los cálculos, que sus oraciones habían estirado los huesos en las piernas de Luzia en lugar de en sus brazos. Las mujeres del pueblo murmuraban. Era una pena que Emília y Luzia no tuvieran un hermano que cuidara de ellas. Una casa sólo con mujeres era una lastimosa situación. A medida que fueron mayores, tía Sofía se volvió mucho más severa con Emília, y la encerraba en casa para evitar que se metiera en líos. Las jóvenes sólo valían para algo si lograban mantenerse puras. Esta situación no afectaba a Luzia, que ya estaba arruinada. ¿Quién, se preguntaban las mujeres del pueblo riendo, estaría tan desesperado como para codearse con Gramola? Por ello Luzia podía deambular a su antojo. Después de sus oraciones matinales ante el armario de los santos, daba largos paseos. Antes de salir el sol, a oscuras, Luzia recorría el pueblo y las granjas dispersas sobre la montaña. Le gustaba el aire frío y silencioso de la mañana. Le gustaba sentir que era la única persona viva.

Luzia desgranó el rosario en sus manos. El calor de las velas templaba su rostro. Miró las imágenes delante de ella. Allí estaba san Francisco, con dos pájaros en sus manos extendidas. Allí, san Benito con una capa púrpura; san Blas, con una cinta roja alrededor del cuello; y san Benito, con la cara tan negra que sus ojos parecían redondos y asustados. Allí estaba san Expedito, con el escudo en alto y la armadura de soldado pintada de manera torcida sobre su cuerpo, y con labios rojos y carnosos. Los rostros de los santos le parecían demasiado afeminados, demasiado infantiles y delicados. Sabía que Emília apreciaba su refinamiento, como el del profesor Celio.

A Luzia no le agradaba el instructor de costura. No por la barba recortada o las camisas teñidas. Luzia respetaba su sentido de la pulcritud, sabía que exigía un esfuerzo. Era imposible encontrar a un barbero y era difícil cepillar el pertinaz polvo que se depositaba en cada fibra de tela y hacía que hasta la camisa más blanca pareciera sucia y amarillenta. Resultaba estoico, en realidad, en su mundo de granjeros y vaqueiros, que un hombre común se vistiera como un coronel. Lo que desagradaba a Luzia era la manera en que el profesor de costura desechaba los hilos sueltos de su escritorio, como si le provocaran rechazo. Tenía la terrible costumbre de dar golpecitos con el pie y suspirar cuando una alumna no podía cambiar una bobina de metal en su máquina de coser. Temía mancharse los pantalones con aceite, y si chirriaba una máquina echaba un rápido chorro de engrasante y se apartaba, dejando que su alumna limpiara cualquier vestigio de mancha. Se creía por encima de la tarea de enseñar puntos de máquina —era un técnico, no un sastre, solía repetir—; entonces, abría el manual de Singer y les mostraba fotos del dobladillo picot o de los ribetes, y luego volvía a su escritorio y dejaba que lo resolvieran solas. Pero si el problema eran las máquinas, era meticuloso y atento, subiendo y bajando pestillos, enrollando y desenrollando las bobinas de hilo, haciendo que las alumnas se apartaran mientras trabajaba, como si la máquina fuera un delicado misterio y no tan sólo un artefacto de metal y madera.

El primer día de clase miró el brazo de Luzia y con voz resonante y cortés le preguntó si necesitaba ayuda. Luzia declinó el ofrecimiento, y luego se dirigió a su hermana:

—Debe de ser un maestro terrible para que lo hayan enviado aquí y no a una ciudad de verdad —dijo en voz alta, lo que provocó que Emília se sonrojara. Después de eso, el instructor la dejó tranquila. Así lo prefería Luzia.

Tal vez debió haber permitido que la ayudara. Quizá debió procurar comportarse de manera torpe e indefensa, ocupando su tiempo para que no pudiera prestarle atención a Emília. De cualquier manera, Emília habría logrado su atención, aunque fuese a costa de entrar a la fuerza en su campo de visión.

Emília sabía cómo mover el rostro, cómo controlar sus expresiones para obtener lo que deseaba. Luzia la había visto practicar frente a su pequeño espejo, abriendo y entornando sus grandes ojos de color café. Cada vez que el profesor Celio le entregaba una nota, Emília se apropiaba de ella sin apartar la vista de su trabajo, concentrada y seria, dándole al profesor tan sólo un tímido esbozo de sonrisa. Con los vendedores de tela en el mercado, Emília hacía mohines y arrugaba la frente hasta que le terminaban vendiendo lo que fuera a buen precio. Con doña Conceição era sumisa y entusiasta. Con sus pretendientes —los granjeros asustados que se sentaban nerviosos en la cocina de tía Sofía— Emília fruncía el labio, adoptando una mueca de desprecio. Sólo antes de dormirse, cuando Luzia y Emília cuchicheaban contándose historias y secretos, las expresiones de Emília dejaban de ser afectadas. A la luz de la vela, la jovencita se parecía a la foto de su madre, pero su mirada no era ni temerosa ni insegura; era inteligente, obstinada.

—Que Dios ampare al hombre que se case contigo —bromeaba a menudo tía Sofía en medio de las diatribas de Emília—. ¡Creerá que le dan azúcar, pero en realidad obtendrá rapadura, bastos bloques de melaza!

Una vez al mes compraban los bloques marrones de aquella engañosa materia. La rapadura olía a melaza y atraía a las abejas. Pero a pesar de su dulzura, el bloque era duro como una piedra, capaz de romper un diente o de doblar un cuchillo. Era para chuparla, no para morderla. La fuerza de voluntad de Emília era igual de firme. Algún día se iría a Recife o incluso a Sao Paulo.

Luzia sintió un ramalazo de celos. Apretó el rosario con fuerza entre los dedos. Las cuentas se hundieron en las palmas de las manos.

No deseaba tener la belleza de su hermana. Sería demasiado fastidioso estar preocupándose por peinarse y vestirse adecuadamente. Pero Luzia envidiaba las oportunidades que ofrecía la belleza. Emília aseguraba que quería ser mecanógrafa o vendedora en la ciudad. A Luzia le hubiera gustado solicitar un trabajo así, pero no había mucha esperanza de que consiguiera un empleo fuera de casa. Algunas veces, cuando cuchicheaban en la oscuridad y Emília le confiaba sus planes, Luzia hubiera querido decir: «Llévame contigo». Pero jamás lo hizo. En realidad no quería vivir en una ciudad. A Luzia le encantaba la casa de tía Sofía, le encantaba alimentar a las malhumoradas gallinas, ocuparse de las dalias, y adoraba sus largas caminatas matinales antes de que saliera el sol. Aun así, le excitaba pensar en la huida, en ser otra persona que no fuera Gramola.

El humo que salía del armario de los santos hizo que le picaran los ojos. Una gota de cera le cayó sobre el antebrazo. Se apartó y se frotó el círculo rojo que le provocó en la piel. Luzia cerró los ojos. Oró por la salud de tía Sofía. Oró por la felicidad de Emília, pero no con el instructor de costura. Cuando llegó el momento de pedir por sí misma, no estaba segura de lo que debía solicitar. Su vida parecía desdibujada e intrascendente, como una infancia sin fin.

Miró fijamente el centro del altar de los santos. Allí estaba la Virgen Madre, con las manos extendidas y el rostro limpio, sin rastros de hollín. Su cabeza estaba inclinada. Sus ojos levantados, no de manera recatada, sino con temeridad, como si estuviera diciendo: «Mi amor es grande, pero no colmes mi paciencia».

Luzia finalizó rápidamente sus oraciones. Sopló las velas de los santos y se alejó del armario. En la despensa, tanteó los estantes hasta hallar una tajada de carne secada al sol. Cortó una pequeña rodaja y la dejó caer dentro del bolsillo. Luego alzó el pestillo de la puerta de la cocina y salió al jardín envuelto en sombras.

2

Tía Sofía decía que las horas que precedían a las 12 eran «la boca de la noche». La gente decente se acostaba antes del atardecer. Sólo los borrachos y los perros deambulaban a esas horas. Cualquiera que fuese lo suficientemente tonto como para hacerlo, se arriesgaba a ser fagocitado. ¿Por quién? Luzia nunca lo supo. Tal vez por espíritus, o por la bebida, o por ladrones. O por la noche misma. Antes de la medianoche había un coro de sonidos: el zumbido de los grillos, el suave croar de las ranas, el aullido de los perros callejeros. Después de la medianoche sonaba el primer grito del búho, luego el segundo. Después había silencio.

Luzia caminaba durante estas tempranas horas de silencio. Las lanas volvían a sus escondites. Los perros regresaban de sus aventuras y dormitaban en los umbrales. Sólo se escuchaba el suave susurro del aire entre los bananos y el sonido de sus pasos. Las casas pintadas de blanco, como la suya, emitían un brillo azul a la luz de la luna. Las casas de arcilla eran de un gris oscuro. Los postigos de las ventanas estaban cerrados. Las puertas tenían los cerrojos echados. Las jaulas de los pájaros colgaban de los aleros de las casas, en donde las ratas no las podían alcanzar. Algunas jaulas estaban tapadas con un paño, para proteger a los pájaros del aire nocturno. Otros propietarios menos atentos dejaban las jaulas descubiertas y, en ellas, los pájaros ahuecaban su plumaje y escondían la cabeza bajo las alas. Había sabias, enormes pájaros parlantes de color marrón, hacinados en sus jaulas y alimentados con pimientos para mejorarles la voz. Había pinzones salvajes con los extremos de las alas rojos. Había canarios de pelea, entrenados para sacarse los ojos a picotazos.

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