La costurera (12 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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El hombre situado en medio se rió. Echó la cabeza hacia atrás; la sombra que proyectaba el ala de su sombrero desapareció, revelando su rostro. Luzia contuvo el aliento. Sobre la mejilla derecha había una cicatriz del grosor de dos dedos que iba desde la comisura de sus gruesos labios hasta debajo de la oreja. La piel de la cicatriz era más clara que el resto, como una hendidura en la parte de arriba de una tarta, en donde la masa se eleva y cuartea la corteza marrón. El lado izquierdo de su boca se curvó en una sonrisa, pero el lado marcado por la cicatriz permaneció rígido, paralizado. Echó el sombrero hacia atrás. Sus dedos eran gruesos y cortos, como un manojo de plátanos.

—Este granjero —dijo mientras señalaba la casa— es un amigo. Nos deja acampar aquí, nos da agua. Yo hago favores a mis amigos. Tiene un problema con los pájaros. Le prometí que lo resolvería. Le dije que mataría al ladrón, y soy un hombre de palabra.

Luzia sintió frío en las manos, humedad en las axilas. Desde que era niña, desde que los niños examinaban su brazo rígido en el patio de la iglesia, Luzia había aprendido lo que se debía hacer cuando las lágrimas amenazaban con salir. Apretaba los labios con fuerza hasta que se tornaban blancos y descoloridos. Luego los aflojaba y la sangre regresaba, provocando un tibio hormigueo. Lo hacía una y otra vez, concentrándose en el dolor y en el alivio, y no en la sequedad de la garganta y el picor de los ojos.

—Tal vez tengas suerte —continuó el hombre de la enorme cicatriz en el rostro—. Soy muy respetuoso con las damas. No las mato. Pero no todas las mujeres son damas. ¿Tú qué eres?

Luzia sintió que el corazón le latía con fuerza dentro del pecho. Ella no era una dama, ni una doña ni una señora. Pero tampoco era del otro tipo de mujeres, acerca de las cuales le advertía tía Sofía. Ella era Gramola. Inservible y sin propósito. Jamás había utilizado ese nombre, jamás lo había pronunciado en voz alta. Luzia estiró el cuello, echó los hombros hacia atrás y dio un paso hacia el sol.

—Yo soy costurera —dijo, y el hombre guardó su pistola.

3

Mientras descendía por el sendero, comenzó a llover. Al principio suavemente, y luego las gotas cayeron golpeando con fuerza. Luzia no quiso correr. Mantuvo el paso firme, y sólo se permitió volver la vista atrás dos veces. Sentía que el corazón estaba a punto de estallar.

Las dos veces que se volvió, el camino estaba despejado. No esperaba que el hombre con la cicatriz estuviera allí. Pero sentía su presencia en todos lados. Oculta, invisible. Observándola mientras volvía a casa. El olor quedó impregnado en su nariz. Quería correr, deslizarse a toda velocidad por el sendero resbaladizo y ocultarse en el armario de los santos. Pero no le daría esa satisfacción. La liberó y ella se lo agradeció, pero no correría. No correría por él.

Los anillos, los rifles y los sombreros con el ala plegada los habían delatado inmediatamente como cangaceiros. Se rumoreaba que el grupo del Halcón rondaba por la zona; Luzia había oído historias del líder cangaceiro. Se suponía que era alto, fornido, apuesto. El hombre de la cicatriz no poseía ninguna de estas cualidades.

Una vez en su casa, entró furtivamente por la puerta. Luzia oyó a tía Sofía arrastrando los pies en la cocina. Se escuchó el sonido metálico de una olla, el chisporroteo de la mantequilla, el suave crujido de la harina de mandioca mientras caía en la sartén caliente. Encima de ella, Luzia oyó un tintineo agudo, como mil agujas que caían sobre las tejas del techo. Tembló. Tenía el vestido empapado. El pelo le caía, pesado y húmedo, sobre la espalda.

En el estrecho vestíbulo apareció Emília, que salía de su dormitorio. Se había puesto rizos. Su vestido estaba planchado. Vio a su hermana; Luzia se llevó el dedo índice a la boca. Su tía haría un montón de preguntas que no deseaba responder. Emília corrió a su lado.

—Llegas tarde a desayunar —susurró—. La tía estaba preocupada. ¿Has tenido algún problema? —Emília lanzó una mirada a sus azulões. Los pájaros saltaban de un travesaño a otro dentro de la jaula. Suspiró y volvió a mirar a Luzia. Su voz se tornó más suave—. Tu falda está manchada de barro.

—Me he caído —explicó Luzia, como atragantándose.

Emília se acercó a ella. Sus brazos estaban tibios, el cabello perfumado. Luzia sintió que la humedad de su ropa empapaba el vestido limpio de su hermana. Intentó apartarse del abrazo, pero Emília la sostuvo con firmeza.

—Ven —susurró la mayor—. Ven a cambiarte antes de que a la tía le dé un ataque.

En la cocina, tía Sofía daba vueltas. Sus pies eran tan planos y anchos como la base de la azada que utilizaban para cavar en el jardín. Levantó con cuidado los panqueques de la sartén, doblándolos por la mitad y untándolos con mantequilla. Luzia sintió los panqueques tibios y secos en la boca. Dejó la mayor parte en su plato, le costaba demasiado esfuerzo masticar. Fuera, la lluvia se había calmado. Las dalias inclinaban la cabeza bajo el peso de sus propios pétalos.

Pasaron el día sumergidas en un frenesí de actividad. Tía Sofía barrió debajo de las camas. Emília y Luzia sacudieron sus colchones de hierba y los dejaron al sol. Eliminaron enérgicamente el polvo de las esteras que se extendían sobre las tablas de la cama, y que protegían sus colchones del roce de la basta madera. Barrieron el suelo de ladrillo, fregaron la mesa de la cocina y la mesa de piedra con una solución de naranjas y vinagre, orearon las sábanas y las colchas, y se envolvieron trapos alrededor de la nariz antes de echar lejía en el agujero revestido de arcilla del excusado. Luzia se retrasaba en el trabajo; Emília la animaba, bromeaba, cantaba. Luzia sonreía por los esfuerzos de su hermana, pero no podía alejar sus pensamientos. Los hombres aquellos eran cangaceiros. ¿Debía advertir al coronel? ¿Debía decirle algo al padre Otto? Quería hablar con Emília a solas para contarle lo ocurrido. Pero ¿qué diría? Luzia repasó las palabras en su mente: «Hoy me he encontrado con un hombre que sólo tenía la mitad del rostro. Llevaba una docena de anillos. Tenía un cuchillo con mango redondo metido en el cinturón. A un lado, había un niño; a otro, un hombre. Me amenazó y luego me dejó marcharme».

Parecía un sueño. Una mentira. Sintió alivio cuando la dejó ir.

—Márchate —dijo, haciendo un rápido gesto en el aire con la muñeca, como si estuviera espantando un bicho o un pensamiento adverso. Pero, en medio de su alivio, también sintió decepción. Cuando emergió del porche, los hombres bajaron sus armas, abrieron los ojos de par en par y levantaron las cabezas para mirarla. No vieron a Gramola, sino a otra persona. Por un instante, Luzia sintió un poder que no pudo describir. Luego, tras el gesto de la muñeca del cangaceiro, desapareció.

Era ya bien entrada la tarde cuando comenzaron a limpiar la cocina. Luzia puso la rapadura demasiado cerca del fuego de la cocina y se derritió, convirtiéndose en una pasta pegajosa. Se tropezó con un banco. Se le cayó un plato.

—Estás enferma —proclamó la tía Sofía, colocando su mano agrietada sobre la frente de Luzia—. Se acabaron las caminatas mañaneras. Se acabaron los paseos. Crees que no sé en qué andas, pero yo lo sé.

Luzia estaba a punto de protestar, cuando un golpe sacudió la puerta de atrás.

—¿Quién es? —preguntó tía Sofía.

—¡Sofía! —gritó una voz histérica—. ¡Déjame entrar! Antes de que me capturen los bandidos.

Era doña Chaves. Tía Sofía sentía aversión por la vecina, porque llevaba zapatos con tacón. «¿Quién se piensa que es?», bufaba tía Sofía cada vez que doña María Chaves colgaba la ropa o daba de comer a las gallinas en sus sandalias con tacón. Según tía Sofía, los zapatos con tacón eran para la iglesia, e incluso entonces, sólo se debía usar tacón bajo. El uso de tacones a diario, solía sermonear Sofía, era apropiado para doña Conceiçao, no para gente como doña Chaves, la esposa de un fabricante de monturas. Luzia soltó el pasador de la puerta y levantó el barrote de madera.

Doña Chaves se deslizó al interior. Abrió la boca, pero no le salieron las palabras. El pliegue de piel debajo de su mentón temblaba y se mecía con cada bocanada de aire. Finalmente, su mano se sacudió sobre el pecho y exclamó, ahogada:

—¡Cangaceiros!

Emília la llevó a la mesa de la cocina. Luzia cogió una taza de metal y la metió en una de las jarras de agua. Acercó la taza a los labios de su vecina, y doña Chaves bebió el agua tan rápidamente que un pequeño hilo se deslizó desde la comisura de su boca ajada y descendió por la barbilla.

—Han matado a los dos capangas del coronel —balbuceó, después de devolverle la taza a Luzia—. Han cogido a un capanga en el camino. ¡Un hombre tan joven! Le han sacado las tripas. —Respiró hondo una vez más—. Lo han abierto desde aquí —doña Chaves apuntó un dedo arrugado a su cuello— hasta aquí —cruzó el dedo sobre el pecho hasta el final del estómago, y luego sacudió la cabeza—. Y no tenía ojos, ¡se los han sacado!

Luzia aflojó la mano que sostenía la taza. Se volcó, derramando agua sobre su muñeca. Respiró hondo y posó la taza sobre la mesa.

—¿Lo ha visto? —preguntó.

Doña Chaves levantó la vista, sorprendida:

—¡Claro que no!

—Entonces ¿cómo sabe que es cierto? —preguntó Luzia. Emília la hizo callar.

—Han secuestrado al señor Chaves, Gramola —replicó doña Chaves, y la voz se le quebró.

—Lo siento —dijo Luzia, sentándose al lado de su vecina. Sobre el labio superior, doña Chaves tenía un enorme lunar que parecía un frijol negro. Cuando hablaba, el lunar rebotaba de arriba abajo y Luzia sentía el impulso de agarrar una servilleta y limpiárselo, como si doña Chaves fuera una criatura que no sabía comer.

—Lo encontraron escondido bajo su puesto —prosiguió su vecina—. ¡Lo han secuestrado para que arregle sus sombreros y sus sandalias!

El señor Chaves trabajaba con cuero. Pasaba la mayor parte del tiempo curtiendo cueros y fabricando monturas que le encargaba el coronel.

El señor Chaves diseñaba dibujos para el cuero de las monturas, añadiendo remaches y hebillas decorativas, un asiento más cómodo y diminutas trenzas sobre el freno y la brida. Sólo el coronel se podía permitir tales lujos. La mayor parte de los días, el señor Chaves se instalaba en su pequeño puesto en las afueras del mercado y reparaba las alpargatas gastadas de la gente, clavando correas nuevas a las fuertes bases de cuero y agregando gruesas tiras de caucho a las suelas.

—¡Me han dicho que estaba temblando cuando se lo llevaron! —Doña Chaves apretó el pañuelo contra los ojos, a pesar de que no estaba llorando. Tía Sofía se quedó de pie a su lado.

—Mi cocina está manga por hombro. —Doña Chaves tragó saliva—. He escondido todas las gallinas dentro.

—Tía Sofía dio unas palmaditas en la espalda de doña Chaves.

—¿Se llevaron a algún otro? —preguntó Emília.

La vecina asintió con la cabeza y se aferró al borde de la mesa, un gesto que Luzia reconocía por las visitas semanales de doña Chaves. Realizaba esta pausa llena de dramatismo cada vez que estaba a punto de soltar un chisme: el romance del carnicero, cómo arrancaron la calabaza premiada de doña Ester directamente de la planta, cómo Severino Santos robó estiércol a su vecino, sacándolo con una pala directamente por debajo de la valla compartida, y cómo el vecino había respondido matando al perro de Severino con una bola de veneno envuelta en carne de cabra. Doña Chaves les informó de que esa tarde se había escabullido sigilosamente de una casa a otra: así se enteró del secuestro de su esposo.

—Había dos soldados de visita. Los mataron y los colgaron en la plaza —les contó doña Chaves—. Él no permitirá que nadie los toque. Matará a cualquiera que intente enterrarlos.

—¿Quién? —preguntó Emília.

—¡El Halcón! —susurró doña Chaves, como si el temible cangaceiro estuviera en el cuarto de al lado. Tía Sofía se santiguó. Los soldados, según doña Chaves, eran parte de un grupo enviado de Caruaru para patrullar por los pueblos más pequeños de la región. Se decía que al día siguiente iban a reunirse con su batallón—. ¿Qué sucederá cuando no aparezcan? —preguntó doña Chaves—. Yo lo sé muy bien: los militares los rastrearán hasta aquí. Ocuparán el pueblo.

Luzia sintió que se le resecaba la boca. No podía mirar a su hermana o a su tía. El pueblo jamás había sido ocupado por tropas ni por cangaceiros desde que ella había nacido. No debían esa calma al actual coronel Pereira, que era un hombre de negocios y no un hombre de armas. El largo periodo de paz se debía a que Taquaritinga era un pueblo de montaña, de difícil acceso. Los ladrones querían mercancía o dinero, los soldados querían entretenimiento, y los cangaceiros querían ambas cosas. Taquaritinga no tenía granjas lucrativas, ni grandes tiendas ni salones de baile; para muchos, el largo camino cuesta arriba por el precario sendero de montaña no merecía la pena. A no ser que quisieran agua. Durante los meses de sequía, el agua y la comida habían sido los productos más codiciados, pero se conseguían fácilmente en las granjas de la ladera de la montaña. A menudo, los viajeros pasaban inadvertidos por los cerros. Como consecuencia, el pueblo se olvidaba de las amenazas exteriores y se concentraba en sus propias disputas insignificantes, sus peleas familiares, sus pequeños escándalos. Sólo los dos capangas del coronel llevaban pistolas; el resto se contentaba con sus afiladas navajas y unos pocos rifles de caza que disparaban pequeños perdigones de metal. La desventaja sería terrible frente a un grupo de cangaceiros.

Luzia sintió una oleada de vergüenza que le provocó náuseas, le dejó el cuello rígido y le hizo arder las orejas. Si hubiera hablado antes, el padre Otto podría haber tocado las campanas de la iglesia para alertarlos. La gente podría haberse preparado. Luzia no había pensado en las consecuencias de su silencio; tan sólo quiso guardar para sí el encuentro con los cangaceiros. Fue como si quisiera apropiárselo y más tarde darle vueltas en la cabeza, del mismo modo que Emília escondía las revistas
Fon Fon
debajo de la cama para leerlas de noche con un farol. Luzia la había observado muchas veces. Su hermana se quedaba mirando a aquellas pálidas modelos, aquellos paisajes urbanos perfectos, aquellos anuncios de cosméticos capilares hechos a base de polvo de arroz y aceite con huevo. Emília pasaba las páginas con delicadeza. Sus cejas depiladas se fruncían y le brillaban los ojos. Luzia jamás había sentido un deseo tan ferviente por algo, semejante ambición, tal codicia.

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