No tuvo dificultad para mirar a Horner con naturalidad. Al final de la guardia de media vieron las luces de la presa muy lejos y un poco más al oeste de donde deberían estar, y al amanecer la vieron seguir lentamente su rumbo bajo el cielo grisáceo. Jack subió a la cubierta con la camisa de dormir y se encontró allí con Horner. El condestable estaba vestido con pantalones de lona blanca y una camisa de cuadros nueva y andaba de un modo extraño porque tenía una pierna torcida o herida, pero examinaba los cañones, las cureñas y las retrancas con la misma gravedad y el mismo cuidado de siempre. Fue hasta el alcázar para inspeccionar las carronadas mientras todos le miraban serios y desconcertados, pero él no parecía turbado por ello. Se acercó al capitán, que tenía un telescopio de noche en la mano, y le saludó tocándose el sombrero. Jack estaba dedicado en cuerpo y alma a vigilar la presa. Participaba en batallas navales desde hacía veinte años y era, por así decirlo, un ave de rapiña marina, y sólo pensaba en el combate cuando había la posibilidad de que se entablara uno muy pronto. Ahora, en un tono normal, dijo:
Buenos días, condestable. Creo que no tendremos ocasión de gastar sus provisiones esta mañana.
El sol naciente demostró que tenía razón, pues permitió ver una serie de hombres apoyados en la borda tranquilamente, algunos de ellos con bigote y otros fumando puros. La Armada norteamericana era tolerante y a veces su funcionamiento se parecía al de una democracia, pero no llegaba a consentir algo así. La presa resultó ser el mercante español
Estrella Polar
, que iba de Lima al río de la Plata y Old Spain. Su capitán deseaba ponerla en facha y descansar parte del día, y aunque sólo pudo ofrecer al capitán de la
Surprise
algunas yardas de lona a cambio de una barra de hierro, le dio mucha información. Dijo que la
Norfolk
había llegado al Pacífico después de doblar el cabo de Hornos sin dificultad; que se había aprovisionado de agua en Valparaíso, pero que necesitó hacer muy pocas reparaciones, y que era mejor que no tuviese que hacerlas, pues Valparaíso era famoso por tener muy pocas cosas, de muy poca calidad y muy caras, y que, además, eran entregadas a los barcos con mucho retraso. Luego dijo que zarpó en cuanto completó la aguada y que había capturado varios balleneros británicos. El capitán del
Estrella Polar
había oído que una noche uno de los balleneros ardió como una gran antorcha frente a las islas Lobos y habló con el capitán provisional de otro ballenero llamado
Acapulco
, que también fue apresado y conducido a los Estados Unidos por un grupo de tripulantes norteamericanos. Agregó que era un barco muy grande, pero que, como todos los balleneros, era muy lento, y que el
Estrella Polar
podía navegar el doble de rápido que él sin la juanete de proa ni la juanete mayor desplegadas. Puntualizó que se había encontrado con él muy lejos, por debajo del trópico, a doscientas leguas al nornoreste. Finalmente dijo que estaría encantado de llevar a Europa las cartas de la
Surprise
y que le deseaba un buen viaje. Los tripulantes de los dos barcos cambiaron de orientación las gavias y ambos se separaron mientras intercambiaban frases corteses. Cuando el mercante español se había alejado más de media milla, se oyeron las últimas palabras del capitán:
¡Que no haya novedad!
¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el capitán Aubrey.
Que no ocurra nada nuevo —respondió Stephen—, porque la mayoría de las cosas nuevas suelen ser malas.
Los tripulantes de la
Surprise
se pusieron muy contentos de que los marineros del
Estrella Polar
llevaran sus cartas al Viejo Mundo; les estaban agradecidos por la lona que les habían dado y se despidieron de ellos con auténtica alegría. A pesar de eso, después de pasar la noche en actitud expectante por haber visto sus luces en la guardia de media, habían sufrido una decepción y ahora estaban en el anticlímax. También les molestaba que la
Norfolk
hubiera doblado el cabo de Hornos mucho antes que la fragata y que hubiera capturado varios de los balleneros británicos que ellos tenían que proteger. Puesto que los tripulantes de la
Surprise
tenían amigos o parientes entre los pescadores de los mares del sur, sentían mucho lo ocurrido, y el señor Allen más que ninguno. Era un oficial muy serio y siempre que había estado encargado de la guardia había tratado con dureza, con mucha dureza a los marineros, aunque sin abusar de ellos ni molestarles, y a partir de entonces les trató todavía más duramente. Ese día, al llegar la guardia de tarde, de la que estaba encargado, el cielo se nubló y enseguida empezó a caer una fina lluvia acompañada de ráfagas de viento, y él, lleno de rabia y gritando, obligó a los marineros a trabajar constantemente, largando, arriando o cambiando de orientación las velas.
Habló durante mucho tiempo con Jack, y entre los dos decidieron que, de acuerdo con la información del capitán del
Estrella Polar
, la mejor ruta era bordear la costa del continente y mantenerse lo más cerca posible de la que seguían los balleneros de la zona. Insistió en que esa no era la ruta que llevaría a la
Surprise
directamente a las Galápagos, pero que perderían poco tiempo (era casi tan ancha como larga) debido a la corriente fría que bordeaba las costas de Chile y Perú en dirección norte llevando focas y pingüinos casi hasta el ecuador. Jack pensó que Allen tenía razón porque tenía experiencia navegando en aquellas aguas y porque su razonamiento era convincente, de modo que la fragata viró al nornoreste bajo la melancólica llovizna. También los tripulantes estaban melancólicos. Se habían deshecho de un hombre que daba mala suerte, del «pobre Hollom», como le llamaban ahora, pero quedaba a bordo otro peor, un hombre que forzosamente haría caer sobre ellos una maldición. Los guardiamarinas eran los que estaban más tristes (la señora Horner fue siempre muy amable con ellos, y además de eso, ellos, como los adultos, la admiraban por su belleza) y Jack inmediatamente les cambió a otra camareta y les ordenó comer con Ward, su escribiente, Higgins y el alto guardiamarina norteamericano. A Ward no le gustaba estar en su compañía (aunque ahora tenían los ojos enrojecidos y estaban mansos como corderos), pero Jack no podía tolerar que estuvieran con Horner.
El condestable celebró su libertad emborrachándose y obligó a beber con él a uno de sus ayudantes y a Compton, el barbero, el único que podía llamarse su amigo, quien se opuso menos que el ayudante. Horner tenía muchas provisiones y le quedaban tres barriletes de coñac español, y todos bebieron hasta la guardia de prima. Entonces los marineros que estaban en la cubierta escucharon horrorizados que el condestable, con su voz chillona, cantaba
Brote tarde o temprano, recogeré una rosa en junio.
La
Surprise
navegaba un día tras otro por aguas agitadas, avanzando con dificultad. Horner y el barbero bebían cada noche, y todos oían siempre cómo el barbero hacía una demostración de su ventriloquia repitiendo una y otra vez los mismos chistes con una voz distinta, y luego cómo Horner, medio borracho y con voz ronca, le hacía confidencias. Eso perturbaba a los marineros que estaban en la cubierta superior y a los que estaban en la inferior. Incluso un día claro, a mediodía, cuando la
Surprise
viró hacia el norte y llegó a las aguas frías de color turquesa de la corriente de Perú, desde donde se divisaban por estribor las cumbres de la cordillera de los Andes con sus blancos destellos bajo el claro cielo, la atmósfera en la fragata continuó siendo la misma. Los marineros seguían tristes y silenciosos y pensaban que Compton se había vuelto loco por emborracharse con el condestable, así que no les sorprendió oír que ambos se peleaban una noche ni ver al barbero subir corriendo a la cubierta con la cara ensangrentada perseguido por el condestable. Horner, que estaba completamente borracho, tropezó y se cayó, y los marineros lo llevaron abajo. Compton sólo tenía un corte en la boca y echaba sangre por la nariz, pero estaba tan asustado que apenas podía mantenerse en pie, y a los marineros que le limpiaron les contó que le había dicho que ella estaba embarazada.
Al día siguiente, el condestable mandó a decir al doctor Maturin que quería consultarle, y el doctor le recibió en su cabina. El condestable estaba sereno, pero no parecía un ser humano. Había palidecido, y su piel bronceada tenía un color ocre, y Stephen pensó que apenas podía contener su rabia.
He venido a hablar con usted, doctor —dijo.
Stephen asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
Ella estaba embarazada cuando enfermó —añadió el condestable bruscamente.
Señor Horner, usted está hablando de su esposa —dijo Stephen—, y debo decirle que no puedo hablar de mis pacientes con nadie.
Ella iba a tener un hijo y usted lo impidió.
No tengo nada que decir respecto a eso.
Horner se puso de pie y agachó la cabeza bajo los baos y, en tono furioso, dijo:
Ella iba a tener un hijo y usted usó algún instrumento para evitarlo.
En ese momento se abrió la puerta y entró Padeen, que era mucho más alto y fuerte que Horner, y le sujetó los brazos por detrás.
Suéltale, Padeen —ordenó Stephen—. Señor Horner, siéntese en esta silla. Está usted perturbado y apenado, y es lógico, porque últimamente ha experimentado muchas emociones. Necesita tomar una medicina. Bébase esto.
Stephen llenó un vaso hasta la mitad con su propia tintura de opio y se lo dio diciendo:
No voy a fingir que no sé de qué está hablando, y quiero que sepa que nunca en mi vida he usado ningún instrumento en contra de eso ni nunca lo usaré.
Habló con amabilidad, y tal vez eso resultó más convincente que la verdad. Entonces el condestable se bebió todo el contenido del vaso. La dosis era suficiente para calmar a una docena de hombres que no estuvieran acostumbrados a la droga. Sin embargo, aquella tarde Higgins fue a ver a Stephen, no ya asustado, sino aterrorizado, y dijo:
Dice que usé un instrumento para evitar que ella tuviera a su hijo. Señor, tiene que protegerme. Soy su ayudante, su compañero. Tiene que protegerme. Él le respeta a usted, pero a mí no.
Eso era cierto. Higgins había embaucado a los marineros demasiadas veces y su rapacidad era conocida por todos. Además, había cometido la estupidez de tratar despóticamente al otro ayudante, que tenía mucha influencia sobre los marineros y les había enseñado muchos de sus trucos, y sobre todo las tijeretas y los ciervos volantes que había usado muchas veces. Por otro lado, la trepanación de cráneo que Stephen le hizo a Plaice había eclipsado el triunfo de Higgins como sacamuelas.
Es mejor que se esconda hasta que el condestable se calme —dijo Stephen—. Puede quedarse en la enfermería leyendo libros a los enfermos. Ordenaré a Padeen que permanezca con usted uno o dos días. Por otro lado, puede lograr que vuelva a depositar su confianza en usted, que por algún motivo dejó de tenerle, hablando con él cortésmente o haciéndole un regalo.
¡Oh, señor, le daré media guinea, mejor dicho, una guinea! ¡Le daré dos guineas! Y no saldré de la enfermería salvo para ir a dormir a la camareta, y allí no me pasará nada, señor, porque estaré rodeado de coyes por todas partes y el alto guardiamarina norteamericano duerme entre la puerta y yo.
Pero el viernes, un día nublado y horrible, mientras Stephen y Martin diseccionaban un pelícano, uno de los animales que Howard, el infante de marina, había matado cuando la fragata avanzaba por la fértil corriente (donde abundaban pingüinos, delfines, focas de todas clases, leones marinos y bandadas de pequeños peces, que atraían a la superficie a muchas aves que querían capturarlos), dijo Martin de repente:
¿Qué significa «dar un empujón a Jonás»?
Antes de que Stephen pudiera responder, llegó Howard y les contó que había disparado a un extraño animal parecido a una morsa cuando se puso al alcance de su mosquete, pero que había dado a su cría, que estaba junto a él, porque una capa de niebla le impidió verlo bien justo en el momento de disparar. Dijo que le gustaría que lo hubieran visto y que era del tamaño de un ser humano, o aún mayor, y de color gris. Luego repitió que le gustaría que lo hubieran visto.
Estoy seguro de que es usted un hombre bien intencionado, señor Howard —dijo Stephen—, pero le ruego que no mate más animales que los que nosotros podamos disecar o añadir a nuestra colección, o que los marineros puedan comer.
A usted nunca le ha gustado cazar ni pescar por simple placer —dijo Howard, riendo—. En estas aguas uno podría estar cazando y pescando todo el día, si lo deseara. Ahora mismo hay una hermosa bandada de cormoranes volando alrededor de la fragata y voy a subir a cazarlos. Dos de mis hombres me están cargando los mosquetes.
¿Dijo usted «un empujón a Jonás»? —inquirió Stephen—, Creo que eso quiere decir arrojar por la borda a alguien impopular entre los marineros o que trae mala suerte.
No es posible —dijo Martin, que ignoraba lo que había ocurrido en los últimos días—. Alguien la dijo refiriéndose al señor Higgins.
¿Ah, sí? —preguntó Stephen—. Por favor, estire la piel hasta que yo vuelva.
Higgins no estaba en la enfermería ni en su camareta. Stephen buscó en otros lugares y notó que algunos de los marineros se lanzaban miradas significativas. Entonces llamó aparte a su otro ayudante y preguntó:
Jamie Pratt, ¿cuándo le viste por última vez?
Bueno, señor… —respondió Jamie—. No se atrevía a ir a la proa, ¿sabe?, y por eso usaba una botella o un orinal, pero anoche tenía diarrea y fue hasta allí porque la oscuridad era total. Desde entonces no le he vuelto a ver. Pensé que tal vez estaría con usted o en su camareta, o en la parte del sollado donde se guardan las cadenas del ancla. Oí decir que se escondía allí porque tenía miedo de cierto caballero.
Si está escondido abajo, ocupará su puesto cuando pasen revista —dijo Stephen.
* * *
El tambor tocó, los mamparos desaparecieron y la fragata quedó libre de estorbos de proa a popa, lista para la batalla, y todos los marineros corrieron a sus puestos. Mowett hizo una rápida inspección con el fin de poder informar al capitán: «¡Todos presentes y sobrios, señor!». Comprobó que el contramaestre estaba en el castillo, como era su deber, que el carpintero y sus ayudantes se encontraban junto a las bombas y que el condestable y sus ayudantes estaban en los puestos que les correspondían en la santabárbara, pero cuando bajó al lugar profundo y oscuro donde Stephen, Martin y el joven ayudante estaban listos para atender a los heridos, Stephen dijo: