La costa más lejana del mundo (34 page)

Read La costa más lejana del mundo Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
9.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

Stephen miró a su alrededor y después de unos momentos vio un trozo de fustán del tamaño de una bandeja de té amarrado a la unión de dos cabos y algunos rizos sueltos.

Pero la próxima vez que vire —continuó Jack—, seguiremos rumbos que parecerán paralelos pero, en realidad, serán convergentes, porque la fragata avanza a mayor velocidad y su quilla forma un ángulo menor con la dirección del viento que la del barco. Creo que si todo va bien, si no se desprende nada de la jarcia, después que el barco dé cuatro bordadas y la fragata una o dos, estaremos en una posición ventajosa.

Supongo que piensas capturarlo.

Eso es lo que me propongo.

¿Qué te hace suponer que es realmente una presa?

Es un barco construido en Inglaterra, y a pesar de que su capitán la gobierna bien, no lo hace como si llevara al mando de él un año o más. Por otro lado, los tripulantes no son eficientes, como suelen serlo los de los balleneros, porque tardan mucho en virar. Podrás verles por mi telescopio la próxima vez que lo hagan. Todo indica que es una presa y es probable que sea el
Acapulco
, el barco del que nos habló aquel amable español.

¿Cuándo piensas atraparlo?

Bueno, no quiero desafiar al destino. Sólo digo que, si todo va bien y no se desprende nada de la jarcia, puesto que el viento está aumentando de intensidad…

Es casi un vendaval.

… podríamos alcanzarlo antes del anochecer, si tenemos suerte.

Entonces el tambor tocó para avisar de que se iba a servir la comida de los oficiales y ambos se separaron, pues Jack se iba a quedar en la cubierta e iba a comer los sándwiches que Killick le llevaría. La comida fue muy corta, pues los oficiales y el teniente norteamericano comieron muy rápido para no dejar de ver la persecución ni un momento; sin embargo, conversaron un poco. Dijeron que no habían desplegado las sobrejuanetes de la
Surprise
cuando las desplegaron los tripulantes del ballenero, justo cuando sonaron las tres campanadas, porque podrían haberse desprendido y, sobre todo, porque no querían que el capitán del ballenero pensara que su barco era perseguido por la fragata. También dijeron que el ballenero tenía los fondos sucios, ya que navegaba muy escorado a sotavento, y que sus tripulantes no eran competentes. Además, Mowett aseguró que nada le hacía más feliz que recordar los días que había pasado en las islas Juan Fernández, porque carenaron la fragata y sacaron tanto brillo como pudieron a las placas de cobre del casco, y aunque trabajaron muy duro para conseguirlo, el recuerdo le causaba satisfacción.

Los oficiales dejaron al contador, al pastor y al cirujano solos poco después, cuando todavía quedaba la mayor parte de un pudín de color gris hecho con sebo de morsa y arándanos de las islas Juan Fernández, y Stephen dijo:

He visto muchas pruebas de la volubilidad de los marineros, pero nunca ninguna como ésta. Cuando uno recuerda lo que pasó la semana pasada y lo que ocurrió ayer, apenas ayer, como consecuencia de ello, y recuerda que los marineros estaban tan apenados que no reían ni bromeaban, angustiados, silenciosos y convencidos de que les iba a ocurrir una desgracia, y les ve ahora llenos de alegría y corriendo y saltando, uno piensa que parecen chiquillos irresponsables…

Chiquillos… —murmuró el despensero de la cámara de oficiales, que estaba al otro lado de la puerta, tomando el vino que habían dejado los oficiales con Killick.

…o veletas. Pero si uno piensa que esos mismos hombres navegan por todo el globo terráqueo, a veces en circunstancias desfavorables, lo que requiere constancia…

He oído que la causa de su ligereza es que sólo les separa de la eternidad un montón de tablas de nueve pulgadas de grosor —dijo Martin.

¿De nueve pulgadas? —preguntó el contador, riendo—. Si uno es ligero cuando tiene debajo tablas de nueve pulgadas, ¿cómo es cuando se encuentra en una fragata pequeña, vieja y hecha de finas tablas? Sin duda, como un globo. ¡Dios santo! Hay algunas partes del fondo de la
Surprise
que uno puede traspasar fácilmente con una navaja. ¡Nueve pulgadas! ¡Ja, ja, ja!

¡Señor, señor, el ballenero ha arriado las juanetes! —dijo Calamy al entrar corriendo y colocarse junto a la silla de Stephen—. Vamos a virar de un momento a otro y lo alcanzaremos al final de la guardia, como dos y dos son cuatro. Por favor, señor —dijo con una mirada afectuosa—, ¿puedo comerme un pedazo de pudín? La persecución da mucho hambre.

La
Surprise
alcanzó al ballenero, que era el desafortunado
Acapulco
, mucho antes que terminara la guardia. A su capitán le engañó el hecho de ver la bandera española que Jack había izado cuando estaban a dos millas de distancia, por eso cambió de orientación el velacho para poner en facha el ballenero, y todos los marineros norteamericanos habían visto horrorizados cómo la
Surprise
se colocaba delante de la proa y rápidamente sacaba los cañones de la batería de un costado y cómo la bandera falsa era sustituida por la verdadera y el capitán exigía que se rindieran. El capitán del ballenero sabía que no había posibilidad de resistirse y fue a la fragata sin protestar. Era un joven con gafas y estaba desconsolado. Se llamaba Caleb Gill y era sobrino del capitán de la
Norfolk
, que había capturado tantos balleneros que, a pesar de haber quemado algunos, tenía muy pocos oficiales que pudieran llevar los otros a su país. En la
Surprise
todos fueron muy amables con el señor Gill, pues no les había hecho daño y, sin que ellos tuvieran que hacer mucho esfuerzo, les había entregado una presa cargada hasta los topes de toneles de aceite y cetina, la mayoría de ellos procedentes de otros balleneros. Además, según el señor Allen, el cargamento valía cientos de miles de coronas.

Eso es estupendo —dijo Jack Aubrey, sonriendo al oír eso—, y no desprecio un regalo de cientos de miles de coronas, pero el carpintero y el contramaestre tienen mejores noticias: el
Acapulco
está lleno, lleno de palos, cabos y velas. Todo eso es suficiente para navegar durante tres años seguidos, y sus tripulantes casi no han usado nada porque el ballenero solamente ha estado navegando durante seis meses.

Los oficiales de la
Surprise
fueron amables con el señor Gill y los tripulantes con sus marineros, entre los que había algunos antiguos tripulantes del
Acapulco
, que, deseosos de evitar que les acusaran de haberse alistado en una Armada extranjera o de ayudar a los enemigos del rey, dijeron todo lo que sabían acerca de los movimientos pasados y futuros de la
Norfolk
. Pero Caleb Gill fue quien dio una información que tranquilizó a Jack. Gill era un hombre más instruido que otros marinos, casi tanto como Stephen y Martin. No obstante, le interesaban los hombres, los hombres primitivos, más que las plantas y los animales. Le encantaba saber cosas sobre los hombres sin civilizar y había viajado mucho por las tribus de los nativos pobladores de Norteamérica para conocer su organización social, tanto en la paz como en la guerra, y sus costumbres, sus leyes y su historia. Una tarde, cuando los tripulantes de la
Surprise
todavía estaban sacando del
Acapulco
todo lo que podía caber en la fragata y el señor Lawrence comía con Jack, permanecieron en la cámara de oficiales Gill, Martin y Maturin bebiendo vino de Madeira.

Me ha molestado mucho que me hicieran prisionero —dijo—, naturalmente, pero me ha molestado mucho más que me ordenaran tomar el mando del desafortunado
Acapulco
, porque desde el principio del viaje deseaba ir a las islas Marquesas. Para mí esas islas, sobre todo Nuku-Hiva, que mi tío llama «el paraíso», son más importantes que para ustedes el perezoso de dos dedos en el pie, el dodó y el pájaro solitario.

¿Es realmente como el paraíso? —preguntó Stephen, recordando una carta que había encontrado en el paquebote
Danaë.

Sí, señor. Quizá no sea exactamente como el paraíso según el presbiterianismo, pero es un lugar agradable en el que piensa fundar una colonia. En realidad, lleva a algunos colonos con él. He oído hablar de la organización social de los habitantes de la isla, y a menudo de forma muy diferente, pero todo el mundo coincide en que tienen varios tabús, que dan mucha importancia a las relaciones con otros y que son muy amables y de hermosas facciones, pero que tienen los defectos de ser caníbales y fornicar ilimitadamente. Pero ninguna de esas dos cosas las hacen por motivos religiosos. Lo que ofrendan a los dioses son cerdos, y son caníbales por puro gusto o porque tienen tendencia a serlo. Por otro lado, la fornicación no es obligatoria ni forma parte de ninguna ceremonia religiosa.

¿Su tío piensa reformar a los habitantes de la isla? —preguntó Stephen.

¡Oh, no! —respondió Gill—. Cree que no pueden reformarse. La colonia será utópica, pues todos tendrán libertad. Sin embargo, me gustaría conocer el modo de vida de los habitantes antes de que cambie. Y puesto que no pude ver esas islas siendo un hombre libre, espero verlas siendo un prisionero. No quisiera ser indiscreto, pero, según creo, el capitán Aubrey piensa ir a las islas Marquesas.

No es usted indiscreto —dijo Stephen—. No conozco las intenciones del capitán, pero le preguntaré y confío en que los tres podamos pasear por las playas de Nuku-Hiva antes de que se corrompan las costumbres de sus habitantes.

¡Yo también confío en eso! —exclamó Gill, juntando las manos y pensando con alegría en esa posibilidad.

Pero cuando el capitán Aubrey reflexionó sobre la información recibida y los marineros metieron en la fragata todas las provisiones que cabían en ella, el capitán llamó al señor Allen y dijo:

Señor Allen, hace poco dijo que Butterworth y Kyle, los dueños del
Acapulco
, tenían agentes de negocios en Valparaíso.

Sí, señor. Y creo que también en Pisco. La mayoría de las compañías que se dedican a la pesca en los mares del sur tienen agentes en Chile o Perú.

Me alegro de saberlo, porque creo que podrán resolver una de nuestras dificultades. No puedo permitirme el lujo de prescindir de oficiales y tripulantes para enviar el
Acapulco
a Inglaterra, y tampoco quiero decepcionarles y dejarles sin el botín, así que pienso mandarlo a Valparaíso para que sea entregado a los agentes a cambio de una recompensa por su salvamento. Al mismo tiempo dejaré en libertad bajo palabra a todos los prisioneros norteamericanos. Creo que todos son simpáticos, pero en conjunto son una molestia, y la idea de tener que darles alojamiento y alimentos durante un tiempo indefinido no me satisface ni a mí ni al señor Adams. Así mataríamos dos pájaros… —dijo y, después de hacer una pausa frunciendo el entrecejo y murmurar «de un tiro», añadió—: Bueno, ése será el mejor modo de resolver la situación, sin obligarles a caminar por un tablón y arrojarse al mar.

Es cierto, señor.

Pero el inconveniente es que el oficial que lo lleve hasta allí corre el riesgo de quedarse atrás, porque no tengo intención de ir a esa bahía ni de hacer interminables visitas de cortesía al comandante del puerto, al general, al gobernador e incluso al obispo; sin embargo, todo eso puede evitarse si el oficial explica que tenemos que cumplir urgentemente las órdenes recibidas. Por tanto, puedo escoltar el
Acapulco
hasta un lugar desde donde pueda divisarse la costa y quedarme allí un día y una noche. El oficial tendrá que llevar en el barco sólo a los prisioneros y a la tripulación de un cúter, solucionar el asunto rápidamente y hacerse a la mar en el cúter enseguida para llegar cuanto antes adonde está la fragata. Según creo, la
Norfolk
va a navegar por los caladeros de ballenas en los alrededores de las Galápagos hasta fin de mes y si navegamos a toda vela podremos darle alcance. Pero creo que el asunto de los prisioneros y el botín debe resolverse en veinticuatro horas. El oficial debe tardar sólo veinticuatro horas, ni un minuto más, en volver a la fragata. Puesto que usted conoce la zona, señor Allen, ¿cree que este plan es factible?

Sí, señor. Y aunque no me gusta recomendarme a mí mismo, permítame decirle que sé cuál es la mejor ruta hasta Valparaíso, hablo la lengua de allí bastante bien y conozco al señor Metcalfe, el agente de negocios, desde hace veinte años.

Muy bien, señor Allen, así lo haremos. Escoja a varios marineros y tome el mando de la presa inmediatamente. Si no queremos llegar tarde a las Galápagos, no debemos perder ni un momento. ¡Killick, Killick! Presenta mis respetos a los oficiales norteamericanos y diles que quiero verles inmediatamente.

CAPÍTULO 7

Un caluroso día, bajo el cielo nublado, la
Surprise
atravesaba el canal que separaba las islas más occidentales de las Galápagos, Fernandina e Isabela. Le costaba mucho porque, a pesar de que el viento era favorable, tenía que avanzar contra una fuerte corriente que, inexplicablemente, venía del norte; inexplicablemente, según el señor Allen, porque más allá de la roca Redonda, que estaba al final del canal, pasaba una corriente en dirección contraria que se movía a cuatro o cinco millas de velocidad, y la corriente entre la isla Isabela y la isla que estaba al este de ella, Santiago, tenía su misma dirección. Después de que la
Surprise
pasara por entre las Galápagos como un perro de presa una y otra vez, todos se habían acostumbrado a encontrar corrientes y cambios de tiempo inexplicables (niebla y pingüinos cerca del mismísimo ecuador), pero parecía que esa corriente podría provocar un peligroso remolino de la marea, y como en ese canal abundaban las rocas y el oficial de derrota no lo conocía, Jack se quedó en el alcázar para dirigir las maniobras. No le gustaba navegar por allí, pero lo hacía porque esa era la última esperanza que tenía de encontrar la
Norfolk
en el archipiélago. Era posible que se encontrara en alguna de las tres o cuatro resguardadas bahías que había allí para que sus tripulantes pescaran tortugas (las de la Fernandina pesaban entre doscientas y trescientas libras y su carne era muy buena), cargaran agua y toda la leña que pudieran encontrar, y la
Surprise
podría cogerles por sorpresa. Por tanto, había que atravesar el canal a pesar de que era peligroso, el viento era débil, la corriente era fuerte, había poco espacio para maniobrar y, lo peor de todo, las costas a ambos lados eran rocosas, tan peligrosas como dos costas a sotavento, pues el viento empujaba la fragata hacia la costa de Fernandina, mientras que la corriente la empujaba hacia la costa de Isabela, lo que probablemente ocurriría si el viento rolaba. En la fragata la atmósfera era tensa. Todos los marineros estaban en sus puestos y a ambos lados de la fragata había una lancha con un anclote y una guindaleza. Por otro lado, el sondador estaba en el pescante echando la sonda constantemente y diciendo: «¡No toca fondo! ¡No toca fondo!».

Other books

A Shadow Bright and Burning by Jessica Cluess
The Goodbye Body by Joan Hess
Come the Hour by Peggy Savage
Aisling Gayle by Geraldine O'Neill
Spider’s Cage by Jim Nisbet
She's Not There by Madison, Marla
Wake The Stone Man by Carol McDougall