La costa más lejana del mundo (30 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Hollom estaba muy angustiado desde el principio. No podía hablar abiertamente del asunto, pero los guardiamarinas sí, y por eso todos los días alguno de ellos iba a preguntar a Stephen por la señora Horner y luego le contaba lo que el doctor había dicho. Aunque temía a Stephen, fue a verle dos veces con el pretexto de que estaba enfermo para hablar de ella y de su salud, pero eso no sirvió de nada, ya que el doctor se limitó a recetarle una píldora azul
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y una pócima negra, y a asegurar que lo único que decía acerca de sus pacientes era si estaban bien, regular o muertos, y así impidió que volviera a acercarse a él y a tratarle con confianza.

El tiempo pasó; la
Surprise
avanzó lentamente hacia el noroeste y llegó a una zona donde las aguas eran más tranquilas. Gracias a la juventud de la señora Horner, aumentó mucho su capacidad para resistir la enfermedad, muy despacio al principio y con gran rapidez después. Por otro lado, era evidente que Hollom había encontrado la manera de comunicarse con ella por otros medios, pues estaba muy alegre y a veces cantaba o tocaba la guitarra de Honey en la cabina triangular que compartía con el escribiente del capitán, Higgins y el guardiamarina norteamericano.

El segundo día que la fragata pudo navegar con las mayores y las gavias desplegadas, el condestable, que era muy hábil con el arpón, mató una foca que asomó la cabeza por encima de la superficie del mar y Stephen cogió el hígado para dárselo a sus pacientes escorbúticos, pero reservó un pedazo para la señora Horner y se lo llevó. Llegó a su cabina un poco antes de la hora en que solía llegar cada tarde y se encontró a los amantes abrazados y besándose en la boca. Entonces, en tono malhumorado, gritó:

¡Váyase de la cabina, señor! ¡Váyase inmediatamente!

Luego se volvió hacia la señora Horner, que tenía el pelo tan corto que parecía un niño, estaba tan rosada como cuando tenía la fiebre muy alta y puso una expresión de miedo.

Cómase esto, señora, cómaselo enseguida —dijo, poniéndole el plato sobre el estómago, y luego salió de la cabina.

Hollom estaba al otro lado de la puerta y Stephen le dijo:

Usted puede correr el riesgo que quiera, siempre que eso no afecte a mi paciente. No quiero que dañe su salud. Voy a informar de esto al capitán.

En el momento en que dijo estas palabras se avergonzó de haberlas dicho en un tono indignado y se sorprendió al darse cuenta de que estaba celoso. Un instante después notó que Hollom miraba horrorizado algo situado detrás de él; se volvió y vio una enorme figura en el pasamano (Jack, como muchos hombres corpulentos, caminaba silenciosamente).

¿De qué tenías que informar al capitán? —preguntó, sonriendo.

La señora Horner está mucho mejor, señor —respondió Stephen.

Me alegro mucho de saberlo —dijo Jack—. Precisamente ahora te estaba buscando para ir a visitarla. Tengo buenas noticias para todos los enfermos. Por fin la fragata ha podido hacer rumbo al nornoroeste y navega a once nudos con el viento por la aleta de babor. No puedo prometerles algarrobas y miel inmediatamente, pero creo que al menos tendrán calor y camas secas dentro de poco.

Luego, mientras Stephen afinaba su violonchelo en la cabina, pensaba: «Sin duda, estaba celoso y también molesto. Ese tipo no se la merece. Es un pobre diablo,
vox et praetera nihil
, aunque su
vox
es hermosa. Pero, en general, los hombres no se merecen a sus mujeres». Entonces Jack dijo:

No quisiera que se hicieran demasiadas ilusiones, pero si la fragata continúa navegando así, y todo indica que es probable que así sea, llegaremos a las islas Juan Fernández dentro de quince días. Hemos hecho un viaje largo y difícil, pero es posible que la
Norfolk
haya hecho un viaje todavía más largo y difícil —declaró, en un tono con que trataba de convencerse a sí mismo—, y que podamos encontrarla detenida en algún lugar para que sus hombres descansen y repongan fuerzas.

CAPÍTULO 6

La
Surprise
estaba amarrada por la proa y por la popa en aguas de cuarenta brazas de profundidad al norte de las islas Juan Fernández, en la bahía Cumberland, el único fondeadero resguardado. Jack Aubrey estaba sentado en el alcázar para digerir la comida (sopa de langosta, tres clases de pescado, paletilla de cabrito asado, bistec de morsa a la plancha) bajo un toldo para protegerse del sol y contemplaba la costa de la isla mayor de Juan Fernández, que ya conocía. Apenas a dos cables de distancia estaba la explanada cubierta de verde hierba y regada por dos arroyos donde hasta esa mañana había estado montada su tienda, que parecía una gran carpa de feria rodeada de verdes árboles. Más allá de los árboles había montañas rocosas de curiosas formas, la mayoría de ellas negras y puntiagudas, pero cubiertas de vegetación en algunas partes, aunque la vegetación no era exuberante como en la zona tropical sino escasa como en el condado de Clare. En una de las pendientes pudo ver a Stephen y Martin subiendo por un camino de cabras. Iban guiados por Padeen, el sirviente de Stephen, un intrépido montañero que era muy robusto porque desde la infancia se había alimentado de huevos de aves marinas; por Bonden, que llevaba un rollo de cabo de una pulgada de grosor en el hombro, y por Calamy, que seguramente les daba muchos consejos, entre ellos que caminaran despacio y se fijaran dónde ponían los pies y que no miraran hacia abajo. Habían oído que en la isla habitaba un colibrí muy raro, pues el macho era rosa brillante y la hembra verde brillante, y puesto que los enfermos se habían restablecido, Stephen y Martin pasaban todas sus horas libres caminando entre los helechos y los epifitos en busca de su nido. En un barranco cercano a East Bay se oyeron unos disparos. Howard, el infante de marina, los oficiales norteamericanos y un grupo de marineros de permiso recorrían la isla intentando cazar aves y disparaban a cualquier cosa que se movía. Pero sólo había un pequeño grupo de marineros de permiso, los marineros más experimentados, que apenas habían descansado una hora mientras estuvieron repostando. Además, era un grupo pequeño porque la mayoría de los que tuvieron permiso regresaron el día anterior cuando sonó el cañonazo de la tarde y pasaron esa mañana recogiendo las tiendas (la que servía de hospital era enorme, porque debía tener espacio para todos los enfermos graves de escorbuto y para otros enfermos), llevando a la fragata agua, leña, pescado salado y otras provisiones. Probablemente, todavía quedaba una veintena de marineros en la isla, aparte de los vigías que había apostado en Sugar Loaf, desde donde se divisaba el Pacífico, pero les faltaba poco tiempo para regresar, ya que debían estar a bordo de la fragata antes de que terminara la guardia de tarde porque entonces tenían que desatracarla y sacarla del resguardado fondeadero, aunque la marea no subiera mucho (el viento del sursureste se había entablado) y luego hacer rumbo a las islas Galápagos, adonde Jack quería llegar cuanto antes. No habían encontrado la
Norfolk
en las islas Juan Fernández, y probablemente era mejor así, porque muy pocos tripulantes de la
Surprise
estaban en condiciones de entablar un combate. Tampoco había indicios de que hubiera pasado por allí, aunque eso no significaba nada, porque podría haber cogido agua en Más Afuera, un lugar situado cien millas al oeste, o haber hecho escala en Valparaíso, donde iba a repostar. No encontraron la
Norfolk
, habían hecho un viaje muy lento y habían tenido que pasar largo tiempo en aquella isla para reparar la fragata y para que los enfermos se recobraran, pero, a pesar de todo eso, Jack se sentía satisfecho. Sabía que si la
Norfolk
estaba en el Pacífico, y no luchando por salir de las altas latitudes del sur, estaría bordeando las costas de Chile y Perú y se pondría al pairo durante la noche. Buscaría balleneros ingleses durante el día, como era su deber, de modo que si la
Surprise
navegaba a toda vela rumbo a las Galápagos, había muchas posibilidades de que pudiera llegar allí antes que ella o encontrarla en los caladeros de ballenas, o al menos enterarse de cuál era su destino.

Tenía otros motivos para estar satisfecho, pues aunque casi no le quedaban rollos de lona para las velas ni clavos de diez peniques después de reparar la
Surprise
, la fragata tenía la jarcia en perfectas condiciones, estaba seca y presentaba un aspecto hermoso. Además, tenía una gran provisión de agua, leña, pescado en salmuera y foca en adobo, y sus tripulantes estaban muy saludables. Sólo tuvieron que sepultar a dos, pero en el mar, frente a las islas Diego Ramírez; y los demás habían mejorado mucho al comer carne y vegetales frescos y al sentir calor y poder descansar después de haber soportado el frío y la humedad en la zona de los sesenta grados. Por otro lado, los tripulantes habían pasado tantas dificultades juntos que ahora formaban un grupo muy unido, y la difícil travesía había convertido en buenos marineros incluso a los antiguos tripulantes del
Defender
que menos cualidades tenían para serlo, y todos ellos habían aprendido a comportarse como los tripulantes de la
Surprise
(las diferencias y la animadversión desaparecieron); no sólo eran más eficientes sino que cumplían las órdenes con más diligencia. Y el enjaretado no se preparaba desde los remotos días que pasaron en el Atlántico Sur. Sólo había uno de ellos que todavía permanecía aislado, Compton, el estúpido barbero ventrílocuo, que siempre decía tonterías. También continuaba aislado el condestable. No era un antiguo tripulante del
Defender
, pero era un recién llegado y no se adaptaba al grupo. Bebía mucho, y era probable que se estuviera volviendo loco. Jack había visto a muchos oficiales de marina volverse locos, y aunque por ser capitán de un barco de guerra tenía mucho poder, no podía hacer casi nada por evitar que un hombre con un alto cargo se destruyera a sí mismo si no incumplía ninguno de los artículos del Código Naval, y Horner no los había incumplido nunca. Aunque éste era un hombre malhumorado y cruel, era concienzudo y siempre cumplía con su deber, pero, a pesar de eso, a Jack no le gustaba. En cuanto a los guardiamarinas, estaba muy satisfecho de ellos porque eran muy agradables y progresaban mucho, y rara vez encontraba un grupo más simpático y alegre. Tal vez era porque les gustaba el griego. Se comportaron muy bien cuando doblaron el cabo de Hornos, pero Boyle se había roto tres costillas, Williamson había perdido dos dedos del pie y las puntas de las orejas, porque se le habían congelado, y Calamy se había quedado calvo como un huevo a causa del escorbuto. Ahora todos ellos se divertían en las islas Juan Fernández cazando cabras con una jauría de perros salvajes que habían domesticado bastante. Jack sonrió, pero sus agradables pensamientos fueron interrumpidos por un tiro de mosquete y la voz de Blakeney, el guardiamarina encargado de las señales.

Con su permiso, señor. Están haciendo señales desde Sugar Loaf. Creo que han avistado un barco.

Habían avistado un barco, pero el viento movió las restantes banderas de señales de modo que no podían verse desde la fragata. Jack no esperó a que el viento rolara y enseguida corrió al castillo, se llenó los pulmones de aire y gritó a los hombres que estaban en Sugar Loaf: «¿Un ballenero?». Le respondieron que no al mismo tiempo que hacían gestos que indicaban negación. Sin embargo, cuando Jack preguntó «¿Dónde está?», no pudo oír lo que respondieron, aunque vio que señalaban hacia sotavento. Entonces ordenó a Blakeney que le siguiera con un telescopio y subió a la cruceta del trinquete. Miró hacia el este hasta el horizonte a través de la niebla, pero no pudo ver nada más que una bandada de ballenas lanzando chorros de agua a unas cinco millas de distancia.

Señor —dijo Blakeney, poniéndose de pie en la verga sobrejuanete—, la hilera de banderas se ve bien ahora. Puedo leerla casi toda sin ayuda del libro. «Barco navegando con rumbo nornoreste…» a varias millas. No puedo ver bien los números, señor. «Virando hacia el oeste.»

Allí había hombres responsables: Whateley, un suboficial y dos expertos marineros de mediana edad, y para ellos «barco» sólo quería decir una embarcación de tres mástiles y velas cuadras. Naturalmente, una fragata también era un barco, y como el que ellos señalaban no era un ballenero (pues si no, lo habrían reconocido por la cofa de serviola), era posible que fuera la
Norfolk
. Sí, era posible que fuera la
Norfolk.

Señor Blakeney —ordenó—, vaya a Sugar Loaf con un telescopio y observe el velamen que ese barco lleva desplegado y cuáles son su posición y rumbo. Luego traiga a esos hombres y sus pertenencias tan rápido como pueda, si no quiere quedarse el resto de su vida en esta isla. En cuanto avancemos por sotavento, no podremos volver a esta isla con este viento.

Entonces, subiendo la voz para que pudieran oírle en la popa, dijo:

¡Señor Honey, ordene a todos los marineros desatracar!

Todos los marineros que estaban a bordo y varios de los que se encontraban en la costa esperaban esa orden desde que los vigías de Sugar Loaf habían respondido a la pregunta del capitán, y antes de que el contramaestre empezara a gritar, había tanta actividad en la cubierta que parecía un hormiguero vuelto al revés. Unos empezaron a mover con gran rapidez las barras del cabrestante, otros corrieron a soltar las amarras de la proa, otros bajaron al sollado para adujar la gruesa, pesada y empapada cadena del ancla de la popa a medida que entraba. Hacía falta mucho más que una rápida orden para que los tripulantes de la
Surprise
perdieran la ecuanimidad, y aunque parecían muy ocupados, o tal vez distraídos a alguien que les observara desde la costa, tardaron mucho tiempo en izar la bandera de salida en el palo trinquete y en disparar un cañonazo para que todos se fijaran en ella.

El cañonazo hizo que Stephen y Martin se detuvieran bruscamente, y antes de poder recuperar la serenidad y adivinar el motivo de la llamada, les dijeron que dieran la vuelta y bajaran rápidamente por el camino de cabras, de modo que desandaron en cinco minutos el trecho que habían subido trabajosamente en media hora. Ni Bonden ni Calamy les hicieron caso cuando hicieron suposiciones sobre ese motivo ni cuando hablaron de los colibríes y de los insectos que habían dejado entre los helechos ni cuando dijeron que era innecesario darse prisa. Tardaron mucho en pasar entre los sándalos y por detrás de una cueva de morsas, donde, según Martin, sólo podía encontrarse la especie
Venus mercenaria
en toda la isla, lo que dijo con angustia mientras le obligaban a pasar por allí deprisa. Pero llegaron a la playa con los dos hombres que tenían a su cargo cuando los últimos tres enfermos (uno que tenía la pierna fracturada, pero que aún no estaba soldada, uno al que habían tenido que amputarle el brazo porque estaba gangrenoso, debido a que se le había congelado, y otro que tenía sífilis, que había adquirido hacía años en unos matorrales de Hampshire y ya había alcanzado la tercera fase, en la que se produciría la parálisis), atendidos por Higgins, eran llevados al cúter rojo. En ese momento cesaron los pitidos que se tocaban para que se moviera el cabrestante y la
Surprise
, aún anclada por la popa, giró sobre ella, y se oyeron las palabras de rigor: «¡Todo listo, señor! ¡Listos para levar el ancla!». Después los tripulantes pasaron momentos de angustia, ya que el ancla se arrastró un poco y tuvieron miedo de que se enganchara en un terreno inadecuado. Los pitidos volvieron a oírse y los marineros movieron las barras del cabrestante con todas sus fuerzas, pero éste se movía cada vez más lentamente. Entonces llegaron todos los hombres que estaban cazando, apiñados en una lancha, y de entre ellos, los marineros que estaban de permiso se pusieron a mover las barras enseguida.

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