La costa más lejana del mundo (23 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Iré hasta Penedo para hablar con el dueño del astillero y diré al piloto que les traiga el desayuno cuando pase por aquí para ir a la fragata. Vamos, Macbeth —ordenó, y cuando la lancha se había alejado un poco gritó—: ¡Cuidado con los cocodrilos, caballeros!

Ambos estaban en una playa de arena blanca, y ya había luz suficiente para ver que en lo alto de una colina cercana había una masa oscura que parecía un bosque, aunque estaba demasiado alta y demasiado tupida para serlo. La luz aumentó, y ambos pudieron ver que eran palmeras muy altas y frondosas, cuyas enormes ramas en forma de ventiladores se extendían hacia todos lados a unos cien pies por encima de sus cabezas y se destacaban sobre el cielo gris.

¿Serán de la especie de las
Mauritia vinifera
?—preguntó Martin en voz baja.

No hay duda de que son de la familia
Mauritia
, pero no sé de qué especie.

Fueron caminando despacio y en silencio hasta el bosquecillo. No crecían plantas debajo y el terreno estaba limpio, tal vez debido a las mareas de primavera o a los desbordamientos, y los magníficos árboles, que parecían fuertes columnas grises, estaban separados unos de otros aproximadamente diez yardas.

Avanzaban sin que sus pasos se oyeran, y muy pronto se encontraron rodeados de una profunda oscuridad, pues la espesa fronda de los árboles se entrelazaba por encima de sus cabezas, y en el bosque, salvo en los bordes, aún había el silencio de la cálida noche y los pálidos troncos de los árboles parecían elevarse hacia la oscuridad. Decidieron doblar a la derecha y cuando llegaron otra vez al borde que daba al río y a la playa, el sol se elevó en el cielo por el este y lanzó sus brillantes rayos a ras del mar hasta la otra orilla, que estaba bastante cerca. Los rayos reflejados por la otra orilla llegaron hasta los árboles bajo cuya sombra se encontraban; y la arena brillaba intensamente y por encima de ella se veía una franja de color verde oscuro, casi verde violeta, sobre la cual sobresalían palmeras de veinte o treinta clases diferentes, y todo eso estaba rodeado de silencio, como en un sueño. Martin juntó las manos mientras contemplaba aquel espectáculo y profirió algunas exclamaciones en voz baja. Stephen le tocó el hombro y señaló con la cabeza tres árboles que había a cierta distancia de la orilla del río, tres enormes árboles con la copa como la cúpula de una catedral que sobresalían doscientos pies por encima de los demás, uno de los cuales estaba cubierto de flores. Avanzaron un poco más entre las palmas y llegaron a la blanca playa. A la izquierda, en la orilla, había un caimán de unos veinte pies de longitud que miraba pasar las tranquilas aguas del río, y a la derecha, un ibis escarlata.

CAPÍTULO 5

La mutilada fragata, que parecía tan extraña como un hombre sin nariz, cuando subió la marea entró con gran precaución en el estuario a través de los bancos de arena y de cieno guiada por el piloto, cuyos ayudantes marcaban con balizas los lugares por donde tenía que virar. Luego avanzó despacio por el río dando bordadas y remolcada por lanchas atadas a la proa. Las bordadas eran muy cortas porque en aquella parte el río Sao Francisco era muy estrecho, tenía apenas una milla de ancho. Pero por fin llegó al puerto, alumbrada por antorchas, y sólo tuvo que esperar un poco en medio del canalizo hasta que bajó la marea. Jack comprobó con satisfacción que Allen y Lopes, el dueño del astillero, habían escogido ya un excelente pedazo de madera para el nuevo bauprés, que los carpinteros ya habían preparado una excelente punta de cigua para él y que la cabria con que iban a quitar el destrozado bauprés se colocaría la mañana siguiente.

Lopes es un hombre admirable —dijo a Stephen—. Da mucha importancia al tiempo y al recubrimiento de piel de los extremos del bauprés. Creo que podremos hacernos a la mar el domingo.

¡Sólo disponemos de tres días! —exclamó Stephen—. ¡Qué lástima! ¡Pobre Martin! Le dije que íbamos a estar aquí un período más largo y que podría ver la boa, el jaguar y el mono nocturno con cara de búho, y, además, que podría hacer una colección de insectos del lugar, pero no podrá hacer tantas cosas en tan poco tiempo. Estoy de acuerdo contigo respecto a Lopes. También es un hombre muy amable y hospitalario y me ha invitado a quedarme en su casa esta noche para conocer a un invitado suyo, un caballero peruano que es un incansable viajero. Creo que el caballero ha atravesado los Andes, así que tiene que conocer muy bien el interior del continente.

Seguro que sí —dijo Jack—. Pero te ruego que no entretengas tanto a Lopes que le impidas irse a la cama temprano. No hay ni un momento que perder. Piensa que haríamos el ridículo si la
Norfolk
pasara mientras estamos aquí sentados. Tenemos que empezar a trabajar mañana antes del amanecer, y sería una lástima que él estuviera aturdido, soñoliento y cansado. ¿No podrías decirle que, si él quiere acostarse, tú te ocuparás de atender al caballero peruano?

No hubo necesidad de decírselo. Lopes hablaba castellano con dificultad y, al ver que sus dos invitados hablaban bien esa lengua y simpatizaban tanto, les dio las buenas noches y, con la excusa de que tenía que trabajar al día siguiente muy temprano, les dejó solos en una gran terraza donde había algunos animales domesticados: monos tití de tres especies diferentes, un viejo tucán desplumado, varios papagayos, una pequeña y extremadamente hermosa garza azul y, en el fondo, un animal peludo que parecía un perezoso o un oso hormiguero e incluso un felpudo, aunque no podía ser esto último porque de vez en cuando soltaba ventosidades y miraba a su alrededor como si esperaba que le censuraran. Entre ambos había dos botellas de oporto blanco y detrás había dos hamacas. Lopes regresó para decirles que pusieran las mosquiteras.

No hay mosquitos en Penedo, caballeros —dijo—, pero tengo que decirles que, cuando cambia la luna, los vampiros son bastante molestos.

No obstante eso, los vampiros no molestaron a los invitados, ya que sólo atacan a presas dormidas, y los dos hombres (aunque fueron vigilados por ellos) no se durmieron sino que estuvieron hablando toda la noche, observando cómo descendía la luna nueva y cómo pasaba por el cielo una procesión de brillantes estrellas. A la luz de las estrellas vieron murciélagos inofensivos de dos pies de envergadura cruzar el cielo, y en el río, apenas a unas yardas de distancia, vieron una hilera de tortugas y un cocodrilo. Stephen tenía en el regazo un mono tití que dormía profundamente a pesar de la constante conversación y roncaba no muy alto. Ambos hablaron de la despreciable carrera de Bonaparte (cuyo fin no estaba próximo, desgraciadamente), del penoso comportamiento de España como potencia imperial en el Nuevo Mundo y de la probable liberación de sus colonias.

Pero cuando veo a algunos reptiles destacarse en lugares como Buenos Aires, pienso que es posible que nuestro estado final sea peor que el primero —dijo el peruano.

Al final de la noche volvieron a hablar de las características de los Andes y de las dificultades que se encontraban al atravesarlos.

Nunca lo habría conseguido si no fuera por éstas —dijo el peruano, señalando con la cabeza un paquete medio vacío de hojas de coca que había sobre la mesa que estaba entre ellos—. Cuando estaba cerca de la cima, el viento aumentó tanto de intensidad y trajo consigo copos de nieve tan grandes que impedía respirar el poco aire que había a esa altura, de modo que cada vez que daba un paso, tenía que inhalar aire profundamente dos o tres veces. A mis compañeros les pasó lo mismo, y dos de nuestras llamas murieron. Pensé que tendríamos que volver atrás, pero el guía nos llevó hasta un refugio entre las rocas, sacó su bolsa de coca y su caja de cal y nos las pasamos de unos a otros. Todos hicimos una bola y la mascamos, y luego seguimos andando sin dificultad. Subimos con rapidez la empinada cuesta entre la nieve, cruzamos la cima y bajamos por otro lado en que hacía un tiempo más agradable.

No me sorprende —dijo Stephen—. Desde que me dio la primera bola, he notado que mi mente está más lúcida y no dudo que mi fuerza física haya aumentado. Creo que sería capaz de atravesar este río a nado, pero no voy a hacerlo, porque prefiero disfrutar de la conversación y de mi actual estado. Experimento un gran bienestar y no siento hambre ni cansancio ni tengo preocupaciones, sino una capacidad de comprensión y síntesis que nunca antes había tenido. La coca es la hierba más virtuosa que he visto en mi vida. Había leído algo sobre ella en un libro de Garcilaso de la Vega y en otro de Falkner, pero no me imaginaba que tuviera ni la centésima parte de la eficacia que realmente tiene.

Naturalmente, éstas son las mejores hojas de coca de las montañas —dijo el peruano—. Me las dio el que las cultiva, un íntimo amigo mío. Siempre viajo con un paquete de las de la última cosecha. Permítame servirle una copa de vino del que queda en la otra botella.

Es usted muy amable, pero no vale la pena, pues desde que sentí el primer cosquilleo cuando mastiqué la bola, perdí el sentido del gusto.

¿Qué ruido es ese? —preguntó el peruano.

En ese momento se oyeron varios pitidos que llegaron desde la
Surprise
seguidos de los gritos: «¡Fuera o abajo! ¡Fuera o abajo! ¡A levantarse! ¡Allá voy con un cuchillo afilado y la conciencia tranquila! ¡Fuera o abajo! ¡A vestirse rápido, rápido!», ya que el contramaestre y sus ayudantes estaban en la cubierta inferior llamando a los marineros que dormían y habían abierto todas las portas, por las que se veía una luz dorada que contrastaba con la oscuridad.

Están llamando a los marineros para que reanuden su trabajo —dijo Stephen—. A los marinos les gusta limpiar la cubierta antes de que amanezca, porque creen que no debe tener polvo cuando salga el sol. Creo que es una superstición.

Poco después las estrellas empezaron a palidecer, luego apareció una luz al este y pocos minutos después el halo del sol asomó por encima del mar. La aurora fue breve y enseguida llegó el día. El capitán Aubrey salió de la cabina y el señor Lopes de su casa, y ambos se encontraron en el muelle. A Lopes le acompañaba un impertinente mono caranegra, al cual hizo regresar a su casa profiriendo amenazas, y a Jack, el oficial de derrota, que conocía la lengua del lugar, y el contramaestre, que le ayudaría a resolver los problemas técnicos que se presentaran.

A media mañana todos los tripulantes estaban trabajando, es decir, todos los que había en la fragata, pues Pullings estaba con un grupo en la lancha y Mowett con otro en la falúa y se encontraban al otro lado del banco de arena para vigilar y enterarse de cualquier noticia. Sin embargo, todavía quedaban muchos marineros en la
Surprise
. La fragata había sido remolcada hasta donde estaba colocada la cabria y los carpinteros de barcos trabajaban en su proa, y en el muelle caían las astillas que hacían saltar al alisar con la azuela las tres partes del bauprés. El contramaestre, sus ayudantes y un grupo de fuertes y experimentados marineros estaban quitando casi toda la jarcia para ponerla al estilo Bristol cuando colocaran el nuevo bauprés, y multitud de calafateadores hormigueaban por la cubierta y los costados. Muy pocos de los antiguos tripulantes del
Defender
podían ayudar en esas tareas que requerían una gran pericia, pero sí podían remar, y por eso les mandaron con los infantes de marina a coger agua de una fuente que había río arriba para completar la aguada.

Me siento culpable al ver a esos hombres trabajar tan duro mientras yo no hago nada —dijo Martin.

Yo no me siento culpable —dijo Stephen muy animado a pesar de haber pasado la noche sin dormir—. ¿Por qué no damos un paseo para conocer el país? Me han dicho que hay un sendero que pasa por detrás del manglar y va hasta un claro de un bosque donde crece una palmera muy curiosa. No me acuerdo de su nombre, pero sé que sus frutos son de color carmesí. Tenemos muy poco tiempo, y sería una lástima desperdiciarlo aquí sentados sin hacer nada.

Tenían realmente poco tiempo, pero fue suficiente para que un mono nocturno con cara de búho diera a Martin una mordida tan profunda que casi le llegó al hueso. Habían pasado por detrás del manglar y habían atravesado el bosque por el sendero flanqueado por muros de espesa vegetación verde brillante, un muro cuya base estaba formada por árboles rodeados por arbustos, enredaderas, lianas y plantas parásitas, de modo que por los únicos espacios libres que quedaban entre ellos apenas cabía una serpiente. Sonrieron mientras avanzaban, pues se asombraron al ver innumerables mariposas de diferentes especies e incluso un colibrí. Los saltamontes hicieron un ruido ensordecedor durante diez o veinte minutos, pero luego se callaron; ellos siguieron adelante rodeados de un silencio absoluto y, a pesar de que encontraron algunos pájaros, todos estaban en silencio. Pero cuando llegaron al claro del bosque, un claro bastante grande en el que no había hierba, asustaron a una manada de papagayos y vieron un grupo de hormigas atravesando un sendero próximo que llevaban a cuestas pedazos de hojas formando una columna de un pie de ancho, y tan larga que se extendía de un lado a otro. Stephen observó las hormigas y distinguió entre ellas las llamadas soldados y obreras, y como le gustaba hacer operaciones matemáticas, empezó a contar cuántas había por pie cuadrado y a calcular cuánto pesaba la carga de cada una para después determinar la cantidad y la carga de aquel ejército. Pero no se le daban bien las matemáticas, y cuando estaba escribiendo números en una amplia hoja oyó a Martin gritar desde un árbol hueco que estaba a cierta distancia del claro.

¡Silencio! —gritó—. Pongo tres y llevo siete.

Pero entonces Martin gritó de nuevo en tono angustiado y Stephen levantó la cabeza hacia él, vio que le sangraba la mano y corrió hacia él con la navaja abierta y gritando:

¿Le mordió una serpiente? Dígame, ¿le mordió una serpiente?

No —contestó Martin con una expresión que indicaba satisfacción y dolor a la vez—. Me mordió un mono nocturno con cara de búho. Estaba allí —dijo señalando el tronco hueco— y había asomado la cabeza por el hueco. Su pequeña cara me parecía muy graciosa, y como tenía sus redondos ojos clavados en mí, me atreví a…

Hasta el hueso —diagnosticó Stephen—. Seguramente perderá la uña, en caso de que sobreviva. Deje que salga un poco más de sangre, amigo mío. Estoy seguro de que el mono estaba loco, y, si Dios quiere, con la sangre saldrá un poco de veneno. Ya ha salido bastante, así que voy a vendarle la herida ahora y regresaremos a la fragata enseguida. Hay que cauterizar la herida lo antes posible. ¿Dónde está el mono?

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