¿Qué? —gritó Martin en medio del ruido atronador.
¡Estaba llamando carnicero al doctor! —le dijo Jack al oído—. ¡Así es como llamamos a los que se caen en los barcos! ¡Agárrese al cabillero!
Durante diez minutos la
Surprise
avanzó sólo con el velacho arrizado, y tan pronto como el viento amainó un poco, los tripulantes empezaron a largar varias velas que podían llevarse desplegadas cuando llovía y a subir toneles a la cubierta, pero, desafortunadamente, la mayor parte de la lluvia se había perdido en la cubierta. Y se perdió parte de la que se había recogido en la sobrejuanete mayor, que estaba extendida de los puntales de un lado del castillo a los del otro y con balas dentro para que hicieran peso, cuando Hollom, absorto en sus meditaciones, soltó erróneamente un nudo.
No obstante eso, en el poco tiempo que duró la lluvia, los tripulantes pudieron recoger agua para ocho días, agua muy limpia, y las mujeres que estaban a bordo, incluida la señora Lamb, que estaba casi postrada, llenaron todas las tinas y cubos que pudieron y enseguida pusieron a remojar su ropa interior. Y mejor que eso fue que después de la tormenta empezó a soplar un viento fuerte, que probablemente precedía a los vientos alisios del sureste.
Pero, naturalmente, todo tiene un precio. La cubierta, quemada por el sol, chorreaba mucho, y por toda la
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(que ahora navegaba velozmente) resonaban las gotas que caían hasta el sollado e incluso la bodega, y se mojaron todos los pañoles donde estaban guardadas las provisiones excepto el que estaba forrado de hojalata, donde se guardaba el pan. También se mojaron todas las cabinas y los coyes que estaban colgados en ellas, y antes de que el sol de la tarde se ocultara con la rapidez con que lo hacía en la región tropical, el aire caliente se llenó del olor a moho, moho azul o verde o gris con motas, que empezó a cubrir los libros, la ropa, los zapatos, los diversos ejemplares de animales marinos, la sopa desecada y, por supuesto, los grandes baos bajo los cuales dormían todos y contra los cuales de vez en cuando se daban golpes en la cabeza todos, excepto el capitán Aubrey. Eso no se debía a que Jack Aubrey fuese más bajo que los demás (medía más de seis pies) sino a que su cabina tenía el techo más alto, mejor dicho, sus cabinas, ya que tenía tres. Una era la cabina-comedor, que se encontraba a babor y tenía en su interior una parte del palo mesana y una carronada de treinta y dos libras, y en la cual comía cuando no tenía más de cuatro o cinco invitados; otra era la cabina-dormitorio, que se encontraba a estribor; y otra era la gran cabina, que se extendía de un costado al otro de la fragata y en la que entraba la luz por un espléndido conjunto de siete ventanas que formaban una curva, el lugar mejor ventilado, más claro y más deseable de la fragata y que olía a cera de abejas, agua de mar y pintura reciente, pues era también el reino de Killick (que siempre estaba allí limpiando y sacando brillo a todo).
¿Quieres tocar música esta noche? —preguntó Stephen, que acababa de salir de su pestilente cabina.
¡Oh, no! —respondió Jack inmediatamente—. Mientras dure este magnífico céfiro tengo que gobernar la fragata, tengo que permanecer en la cubierta.
Puedes gobernarla tanto si estás en la cubierta como si no. Tienes oficiales competentes, y ellos estarán siempre allí, porque se sucederán unos a otros en las guardias.
Eso es cierto —dijo Jack—. Pero cuando un barco debe navegar lo más deprisa posible, es el capitán quien tiene el deber de permanecer en la cubierta para hacerlo avanzar con rapidez combinando su fuerza de voluntad con sus músculos. Podría decirse que hay que repicar y estar en la procesión.
Pero no hace falta repicar —dijo Stephen.
No, pero hay muchas otras cosas que hacer, ¿sabes? ¿Por qué no te vas a mi cabina y tocas tú solo, o invitas a Martin, o arreglas el Concierto de Scarlatti para violín y violonchelo?
No —respondió Stephen, que detestaba el favoritismo.
Entonces se fue a la maloliente cámara de oficiales para jugar al
whist
con Martin, el señor Adams y el oficial de derrota haciendo apuestas de medio penique. Ese día había que hacer un esfuerzo mayor que nunca por concentrarse en el juego: en parte porque Howard, el infante de marina, estaba aprendiendo a tocar la flauta travesera según un método que, aparentemente, era apropiado incluso para personas de poca inteligencia y, sin embargo, a él le costaba seguirlo; y en parte porque Mowett leía a Honey fragmentos de la
Iliada
en voz baja, pero con énfasis. Por todo eso, el doctor Maturin no lamentó que su ayudante le fuera a buscar para hacer la ronda con Higgins.
El capitán Aubrey estaba en la cubierta comiendo un pedazo de pudín de guisantes frío con una mano y sujetando la burda del palo mayor con la otra, y realmente hacía navegar velozmente a la fragata combinando su fuerza de voluntad con sus músculos. Pero también hacía mucho más que eso. Era cierto que tenía oficiales competentes, y especialmente Pullings y Mowett conocían muy bien su querida fragata, pero él la conocía desde hacía más tiempo (grabó sus iniciales en el tamborete del mastelero de velacho cuando todavía era un muchacho rebelde) y sabía gobernarla mejor. Le parecía estar cabalgando en un brioso caballo cuyos cambios de humor y de ritmo de movimientos conocía tanto como los suyos, y aunque nunca tiraba de ningún cabo ni tocaba el timón (salvo para sentir su vibración y saber exactamente la fuerza con la que el agua movía el tablón), mantenía contacto con la fragata a través de unos excelentes tripulantes que habían navegado con él en la
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cuando iba en busca de botines o huía de algo terrible. Desde hacía tiempo había dejado de obrar con cautela y la
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ya no navegaba con pocas velas desplegadas ni con las gavias rizadas, como en los primeros días del viaje, sino que, si podía soportarlas, cruzaba la noche con las alas superiores y las inferiores desplegadas. En cuanto a los tripulantes, la mayoría de ellos sabían que esa era una ocasión en la que la fragata huía de algo terrible, pues habían visto que el capitán guardó los primeros toneles que se habían llenado con la lluvia, que contenían agua fétida, y se habían enterado de ello por los sirvientes, que oían todas las conversaciones en la cabina y en la cámara de oficiales, y porque escucharon comentarios en el alcázar. Aunque a algunos incrédulos y testarudos sus compañeros no habían logrado persuadirles de eso, se habían convencido porque se sucedían al timón los mejores timoneles aunque no les tocara trabajar aún y porque el capitán permaneció allí durante varias guardias seguidas e insistió en que desplegaran los foques con gran rapidez.
El capitán todavía estaba allí, tratando de aprovechar cualquier movimiento del océano y del viento para hacer avanzar más a la fragata. El viento había rolado hacia el sur, y en ese momento la
Surprise
navegaba de bolina tan rápido que los grátiles de barlovento se estremecían. Aumentó de intensidad cuando salió el sol, y entonces la fragata alcanzó la máxima velocidad a que podía navegar de bolina y el pescante de proa se hundió en la espuma que formaba la roda, una franja blanca que pasaba por sus costados formando una curva tan pronunciada que sólo se veía la mitad de las placas de cobre, y se formó una ancha y recta estela que aumentaba una milla marina cada cinco minutos. Todos los marineros, incluso los que no hacían trabajos duros, estaban en la cubierta, y Jack, después de ordenar que desplegaran la sobrejuanete mayor, mandó que se agruparan en el pasamano de barlovento para que la fragata tuviera más estabilidad, y permaneció allí, empapado por la espuma que traía el aire, y en su cara cubierta por una incipiente barba amarillenta apareció una expresión satisfecha. Jack seguía allí a mediodía, cuando el viento amainó un poco, aunque roló hacia el estesureste, y comprendió que habían encontrado los vientos alisios. Cuando el sol cruzó el meridiano, el oficial de derrota y los demás oficiales advirtieron con gran satisfacción que entre esas mediciones y las últimas la
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había recorrido ciento noventa y dos millas y había salido de la zona de calmas.
Jack comió temprano y se acostó boca arriba en su coy. Pasó la tarde durmiendo y roncando tan alto que los marineros que estaban en el campanario le oían y sonreían y se hacían guiños unos a otros; y la señora Lamb, moviendo la cabeza a un lado y a otro, dijo en voz baja a la esposa del sargento de infantería de marina que compadecía a la señora Aubrey. Se levantó para pasar revista, y como los marineros de los dos turnos de guardia habían trabajado por la noche, lo único que ordenó a los marineros y a los infantes de marina fue coger las armas ligeras y disparar a una botella colgada del penol de la verga trinquete.
Cuando el tambor tocó retreta, Pullings y Mowett se asombraron de que les dijera que al día siguiente tendrían que empezar a pintar la fragata, aunque añadió que sabía que no era conveniente rascar ahora la cubierta porque la brea estaba blanda, pero que lamentaría encontrarse con un mercante o un barco de guerra portugués y que sus hombres vieran la
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tan deteriorada como estaba en esos momentos. Tenía razón en lo que decía. Aunque el encargado de la proa y sus ayudantes la habían limpiado desde una lancha todas las mañanas que fue posible, la resina, el alquitrán, la brea, la grasa y la suciedad del mar habían quitado brillo a la pintura de los costados, que estaban pintados a cuadros blancos y negros, según el estilo de Nelson, y las guirnaldas no tenían el aspecto que un primer oficial deseaba. Sin embargo, esas cosas se arreglaban al final de los viajes, cuando había posibilidades de que otros vieran el barco y el arreglo recién hecho despertara su admiración, pero ahora la
Surprisese
encontraba a más de quinientas millas del puerto más cercano de Brasil. Por otro lado, pintar un barco casi siempre traía como consecuencia que disminuyera la velocidad, y aunque, desde luego, tendrían que terminar de pintar la fragata antes de llegar a aguas de poca profundidad, Pullings suponía que Jack no la retrasaría antes de cruzar el ecuador excepto para llenar los barriles de agua en una tormenta. Pullings y Mowett servían en la Armada desde que eran niños y sabían que no podían replicar cuando recibían una orden, y después de vacilar un instante, respondieron: «Sí, señor».
El doctor Maturin no se contenía como ellos. Cuando fue a la cabina esa tarde, esperó a que Jack terminara un hermoso rondó y luego preguntó:
¿No vamos a apresurarnos para cruzar el ecuador mañana?
No —respondió Jack, sonriendo—. Si los vientos alisios siguen soplando así, espero cruzarlo aproximadamente por los 29° de latitud oeste el domingo. Mañana estarás cerca de tu querido islote Saint Paul.
Es cierto. ¡Qué alegría! Tengo que decírselo al pobre Martin. ¿Qué rondó estabas tocando?
Uno de Molter
¿De Molter?
Sí, Molter
vivace
. Habrás oído hablar de Molter
vivace
, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja!
Cuando por fin terminó de reír, se secó los ojos y dijo:
Se me ocurrió de repente, fue como un resplandor, como el resplandor que se ve cuando uno apaga una luz azul. ¿No te pareció gracioso? Tal vez podría conseguir una fortuna si me dedicara a hacer juegos de palabras. Molter
vivace…
Tengo que contárselo a Sophie. Le estoy escribiendo una carta para mandársela si encontramos a algún mercante que se dirija a Inglaterra cerca de Brasil, lo que es probable. Molter
vivace…
¡Oh, Dios mío!
Los que se dedican a hacer juegos de palabras también son capaces de robar —dijo Stephen—. Y tu juego de palabras ni siquiera era gracioso. ¿Quién es ese tal Molter? —preguntó, cogiendo la partitura.
Johann Melchior Molter, un compositor alemán del siglo pasado —respondió Jack—. El pastor de nuestra parroquia tiene muy buena opinión de él. Yo copié esta partitura, pero luego se me perdió y no volví a encontrarla hasta hace diez minutos. Estaba debajo del Concierto en do mayor de Corelli. ¿Quieres que toquemos algo de Corelli hoy, que es un día tan bueno?
Nadie podría decir si el día siguiente sería bueno. En la
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se colgaron varios marineros por fuera de la borda y todos rascaron la madera para quitarle la pintura, quitaron la herrumbre de las piezas de hierro a martillazos, pintaron los costados y les dieron varias capas de distintas substancias para abrillantarla. Por la mañana temprano Stephen había dicho a Martin que se acercaban al islote Saint Paul, que en una determinada época del año servía de refugio a una gran variedad de golondrinas de mar y a dos clases de alcatraces, el marrón y otro más raro, el de cara azul. Esa no era la época del año apropiada, pero ellos tenían la esperanza de que quedaran algunas aves rezagadas, y tan pronto como sus deberes se lo permitieron, se sentaron en lugares en los cuales podían apoyar los telescopios para intentar ver los alcatraces e incluso el islote, que estaba solitario en medio del océano. Apenas diez minutos después de haberse sentado, les pidieron que se fueran de allí porque podrían estropear la pintura. Y cuando se pusieron cerca de la elegante balaustrada de madera tallada y recubierta de pan de oro del coronamiento les dijeron que podían quedarse un rato allí a condición de que no tocaran nada, y les advirtieron que no podían respirar cerca del pan de oro hasta que no se secara la capa de clara de huevo que le habían dado y, además, que no podían apoyar los telescopios en la borda. Estaban mejor en las lanchas que allí, aunque a nivel del mar sólo podían abarcar con la mirada una extensión de tres millas, pero en ese momento les dijeron que iban a subir a bordo las lanchas para rascarlas y pintarlas, y cuando ellos se resistieron a irse, les dijeron que seguramente no les gustaría que los portugueses confundieran a la fragata con un barco carbonero de Newcastle y a sus lanchas con dragadores. Fue Calamy quien sugirió que fueran a la cofa del trinquete, ya que desde allí podrían ver todo lo que les rodeaba hasta una considerable distancia, e incluso el horizonte (pues el velacho estaba arrizado). Les ayudó a subir y a sentarse en las alas que se guardaban allí y luego les trajo los telescopios, un sombrero de paja de ala ancha a cada uno para que no se les quemaran los sesos (ya que los rayos del sol caían casi perpendiculares y eran calientes como un horno) y también un paquete de trozos de galletas que los marineros llamaban nueces por si tenían hambre, porque era probable que la comida se sirviera tarde. Desde esa alta plataforma vieron un petrel y cuando escucharon el grito del serviola, que estaba en la verga de la juanete mayor, desviaron la vista y vieron aparecer el islote Saint Paul, que formaba una pequeña franja blanca sobre el horizonte al suroeste.