La costa más lejana del mundo (40 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Rara vez Stephen había dado un consejo mejor, pues apenas habían pasado cinco minutos desde que Jack, con expresión satisfecha, volvió a coger el mazo, la danza cesó y la bruja malcarada pronunció en tono exaltado un largo discurso en el que señaló a menudo a los hombres. Cuando el discurso terminó, las tripulantes se pusieron de pie y empezaron a caminar por el barco. Pero, en realidad, ese era sólo el principio de la ceremonia. El fuego que Jack había visto en la popa cuando regresaba a su puesto (ascuas en un cuenco que flotaba en otro) fue colocado frente al altar y poco después el olor a carne quemada llegaba hasta la proa. Stephen miró discretamente hacia atrás y vio que la capitana y las oficialas estaba bebiendo el
kava
preparado esa mañana y que quemar carne era una formalidad.

Algunos dicen que el
kava
no intoxica, que no tiene alcohol —dijo Stephen—. Quisiera que tuvieran razón.

Con alcohol o sin él, hizo efecto a la capitana, las oficialas y las robustas mujeres de mediana edad, y todas, con la capitana delante con el cuchillo de obsidiana en la mano, avanzaron hacia la proa danzando. El conjunto parecería grotesco si no fuese porque se habían colgado al cuello collares con mandíbulas que parecían recién obtenidas y, tanto si estaban borrachas como si no, manejaban con destreza sus armas. La capitana estuvo malhumorada desde el principio, y ahora lo estaba más y también más agresiva. Se detuvo frente a los hombres con las rodillas dobladas y la cabeza echada hacia delante, y les habló con desprecio y odio. Pero parecía que no todas las tripulantes estaban de acuerdo con ella. Las mujeres más viejas la apoyaban y repetían las últimas palabras de cada frase que decía; sin embargo, algunas de las jóvenes no lo hacían y parecían disgustadas. Obviamente, Manu y la joven del arpón hablaban en las pausas o interrumpían a la capitana, y en una ocasión al menos tres jóvenes hablaron al mismo tiempo. Manu era la que más interrupciones hacía, y Stephen estaba convencido de que tenía una relación especial con la capitana y que por eso le hablaba con confianza. Mientras hablaba señalaba a menudo un lugar por la amura de estribor, donde había una blanca nube que no se movía, pero cada vez que lo hacía, la capitana la interrumpía diciendo las mismas frases y describiendo una curva con el cuchillo de obsidiana. Pero, a pesar de la vehemencia de la capitana (que aumentó con las últimas interrupciones), Stephen se dio cuenta de que ya no era tan firme, que había hablado demasiado tiempo, que su autoridad estaba minada y que tendría que actuar con violencia para volver a ser dueña de la situación. Gritó algunas órdenes y las mujeres más robustas se acercaron a ella, algunas con cabos y otras con palos; pero, una vez más, Manu la interrumpió, y antes de que ella pudiera responder, Stephen señaló la entrepierna de Jack y gritó la tercera palabra polinesia que sabía:

¡Tabú!

Eso tuvo un efecto instantáneo.

¿Tabú? —preguntaron todas, unas con asombro, otras con disgusto, pero ninguna con escepticismo—. ¡Tabú!

La atmósfera dejó de ser tensa enseguida. Las mujeres que llevaban palos se alejaron y Stephen volvió a sentarse junto al cerdito, que había empezado a gruñir. No prestó mucha atención a la discusión que siguió inmediatamente y que tenía un tono más normal, aunque se dio cuenta de que se acusaron y se hicieron reproches unas a otras y de que algunas lloraban. Durante mucho tiempo Jack y Stephen pensaron que era más prudente no hablar, pero ahora Jack murmuró:

Han cambiado el rumbo.

Stephen observó que el barco dirigía la proa hacia donde estaba la blanca nube.

Poco después dejaron de hablar. La capitana y las oficialas se fueron a la caseta. A Stephen le quitaron el cerdito y a Jack el mortero y a ambos les llevaron a la parte de estribor del casco y les pusieron entre los cocos. A media tarde, les dieron de comer dos cestas de pescado crudo, papilla del fruto del árbol del pan y
taro
. Pero no les miraban sonrientes ni con curiosidad. Parecía que a todas las tripulantes del
pahi
, que antes estaban tan alegres, las invadía la melancolía, y Jack y Stephen se contagiaron de ella a pesar de que veían cada vez más cerca una pequeña isla que estaba bajo la nube. Cuando Manu aproximó la canoa con la batanga a la costa para dejarles allí, ellos notaron que había estado llorando.

La isla era hermosa y tan pequeña que sólo tenía unos diez acres de superficie; era como un punto en el infinito océano. Tenía un verde palmar en el centro y alrededor de él blancas playas, y estaba rodeada de un arrecife coralino. La joven hizo pasar la canoa por una abertura del arrecife tan estrecha que las algas que había en los bordes de ésta se pegaron a la batanga. Detuvo la canoa a pocas yardas de la orilla y Jack se puso de pie, haciendo que se inclinase, y entonces ella le dio dos anzuelos de madreperla y un rollo de cabo muy fino. Luego tiró de la escota y Jack empujó hacia atrás la canoa, que volvió a salir por la abertura con el fuerte viento por el través. Manu estaba de pie sobre ella, tirando de las brazas, y era digna de verse. Ellos se despidieron con la mano hasta que estuvo a considerable distancia de la costa, pero ella no les respondió.

CAPÍTULO 8

Las olas aumentaron durante la noche, y al amanecer el arrecife que rodeaba la pequeña isla estaba cubierto de mucha más espuma, ya que las olas chocaban con mucha fuerza y la hacían saltar muy alto, y el aire estaba lleno del solemne y rítmico sonido que producían al chocar. Jack sabía todo eso antes de abrir los ojos y suponía que el viento había aumentado y había rolado unos quince grados hacia el oeste, lo que confirmó cuando salió de debajo de los cocoteros, donde se había refugiado con Stephen, que aún estaba hecho un ovillo y profundamente dormido, y fue hasta la playa, donde bostezó, estiró los brazos y se sentó.

El espectáculo que tenía ante su vista era extraordinariamente hermoso. El sol no había subido lo suficiente para hacer brillar la arena coralina, pero hacía parecer más intenso el color verde de las aguas de la laguna y el color azul de las del océano, y también más blanca la espuma de las grandes olas, y dotaba de una amplia gama de colores al cielo, desde el violeta, al oeste, hasta el azul celeste, al este, por donde salía. Se sintió satisfecho al ver todo eso y aspirar la fresca brisa de la mañana, pero una parte de su mente trataba de calcular cuál era el rumbo del
pahi
cuando estaba a bordo de él y cuál era la posición de la isla en relación con la probable ruta por la que retrocedería la
Surprise.

Lo había intentado antes, naturalmente, y muchas veces, pero estaba demasiado preocupado para llegar a saberlo con certeza. Le había asegurado a Stephen que todo iría bien, estupendamente, y se había dormido mientras las curvas y los números pasaban por su cabeza.

Habían pasado tantas cosas el día anterior que no se había fijado en cuáles eran el rumbo y la velocidad del
pahi
. Recordaba que navegaba con el viento entibe los quince y los veinte grados por la aleta, excepto en la última bordada, y creía que su velocidad nunca superó los cuatro nudos. Entonces pensó: «Es un barco raro y hecho con ingenio, pero muy frágil, y navega mejor de bolina que de través. No me sorprendería que se quedara en facha durante la noche, cuando el mar empieza a agitarse, ni que estuviera todavía detenido a sotavento a unas pocas horas de distancia». Pensaba que avanzaba a una velocidad de cuatro millas por hora, y calculó que el rumbo era oestenoroeste, teniendo en cuenta la escora y la última bordada, que había dado hacia el norte. Trazó dos líneas en la arena, una indicando la ruta del
pahi
desde donde les recogió hasta la isla donde les había dejado, y la otra el recorrido de la
Surprise
hacia el oeste y el retroceso navegando de bolina. Probablemente la fragata estaba navegando hacia el oeste otra vez, después de permanecer en facha durante la noche en algún punto al este del lugar donde ellos se perdieron, y ahora seguramente se encontraba cerca del meridiano. Trazó una perpendicular desde la isla hasta la segunda línea y se puso muy serio. Comprobó las cifras y puso un expresión preocupada, pues pensó que a pesar de que la fragata y las lanchas, separadas de ella lo más posible, les buscaran, nadie encontraría una isla tan baja y tan al norte, pues no era más que un punto en la inmensidad del océano y, puesto que no aparecía en ninguna carta marina, nadie esperaría encontrarla.

Casi imposible —dijo.

Pero en ese momento concibió esperanzas, pues recordó que durante la ceremonia religiosa celebrada en el
pahi
habían aflojado las escotas tanto que casi las dejaron sueltas. Eso acortaba la perpendicular, aunque no mucho (tal vez una milla y media o dos mientras duraban la danza y el discurso), pero lo suficiente para que se sintiera menos nervioso. Se preguntaba cuánto tiempo continuaría Mowett buscándoles, navegando lentamente con todas las lanchas alrededor de la fragata, quizá siguiendo una ruta en zigzag para abarcar una zona mayor del océano. Todos sabían que él nadaba muy bien, pero nadie podía estar flotando indefinidamente. Si Mowett se preocupaba ante todo por cumplir la misión de la fragata, que era perseguir la
Norfolk
, ¿cuánto tiempo seguiría buscándoles por el océano aparentemente desierto? ¿Habría abandonado la búsqueda? Hogg había hablado de islas que no estaban en las cartas marinas, pero, a pesar de eso…

Buenos días, Jack —dijo Stephen—. Hace un día muy hermoso, ¿verdad? Quisiera que hubieras dormido tan bien como yo. He dormido profundamente y he recobrado las fuerzas. ¿Has visto ya la fragata?

No, todavía no. Dime una cosa, Stephen, ¿cuánto tiempo crees que duró la ceremonia que celebraron ayer, la ceremonia religiosa?

No mucho tiempo.

Pero el discurso duró horas.

Es que era tan aburrido que pareció muy largo.

¡Tonterías!

Amigo mío, pareces furioso —dijo Stephen—. ¡Ah, has hecho un dibujo en la arena! ¿Estás preocupado porque no has visto la fragata? Estoy seguro de que pronto aparecerá. La explicación que me diste anoche me convenció, porque era razonable y estaba muy bien expresada —dijo, rascándose la cabeza—. Me parece que hoy todavía no has nadado. ¿No crees que te haría bien y que corregiría los niveles de tus humores?

Quizá —respondió Jack, sonriendo—, pero lo cierto es que estoy tan harto de nadar que no volveré a hacerlo hasta dentro de mucho tiempo. Todavía estoy empapado y tengo la cara hinchada como la de un cerdo en adobo.

En ese caso —dijo Stephen—, espero que no te parezca mal que te pida que subas a un cocotero para buscar nuestro desayuno. Lo he intentado varias veces, pero no he logrado subir más de seis o siete pies, y siempre me he caído y me he hecho rasguños. Aún no he logrado llegar a adquirir destreza para hacer todo lo que hacen los marinos, pero tú eres un perfecto marino.

Aunque Jack lo era, no había subido a un cocotero desde que era un delgado y ágil guardiamarina en las Antillas. Todavía era bastante ágil, pero pesaba alrededor de doscientas veinticinco libras, y miró con preocupación hacia los altos cocoteros. Los troncos tenían poco más de dieciocho pulgadas de grosor, pero cien pies de alto, y ninguno permanecía inmóvil ni siquiera cuando había calma chicha; y ahora que el viento tenía considerable intensidad, oscilaban como un resorte con extraordinaria gracia. A Jack no le preocupaba la oscilación (los movimientos bruscos e irregulares le eran familiares) sino el efecto que sus doscientas veinticinco libras tendrían sobre el penacho de la parte superior, que actuaría como una palanca y cuyo movimiento no estaría contrarrestado por obenques, estayes ni contraestayes, y, además, el que tendría sobre la parte inferior del tronco, que había echado raíces en una mezcla de arena coralina y desechos vegetales.

Caminó alrededor del pequeño bosque de cocoteros y buscó el más grueso. «Al menos el penacho de arriba ayudará a amortiguar el golpe, si el cocotero se cae», pensó. Durante su largo y trabajoso ascenso pensó muchas veces que el tronco iba a caerse, que iba a ceder bajo su peso, ya que a veces el viento lo hacía inclinarse cuarenta y cinco grados. Pero después de cada inclinación, el cocotero volvía a ponerse derecho, e incluso pasaba la vertical tan rápidamente que él tenía que agarrarse fuertemente al tronco. Por fin llegó al penacho formado por las grandes hojas y se apoyó firmemente en ellas, y como estaba jadeante por el esfuerzo, trató de recobrar el aliento. El penacho y él se movían hacia un lado y hacia otro, en un movimiento que era como una especie de balanceo invertido y siguiendo una misma trayectoria que llegó a serle familiar. El movimiento le divertía, a pesar de que estaba ansioso, hambriento y sediento. Cuando el cocotero se balanceó por décima vez, pudo ver el
pahi
en facha a lo lejos.

¡Stephen! —gritó.

¿Qué?

¡Puedo ver el
pahi
! ¡Está en facha a unas doce millas a sotavento!

¿Ah, sí? Oye, Jack, ¿no estarás comiéndote un coco y bebiéndote el agua mientras yo me muero de hambre aquí abajo?

Una ráfaga de viento hizo que el cocotero se inclinase, y luego se enderezase muy despacio, y Jack, que ahora se encontraba en la parte más alta de las ramas, gritó:

¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Ahí está!

Podía ver claramente las gavias y las vergas inferiores de la
Surprise
en el horizonte, mucho más lejos que el
pahi
y más al sur. La fragata tenía las velas amuradas a estribor y navegaba en dirección al
pahi
con el viento casi por el través. Jack contó todo esto con detalle a Stephen, mientras el cocotero se mecía.

¿Puedes hacer algo ahora? —preguntó Stephen, alzando la voz para que Jack pudiera oírle a pesar del ruido atronador de las olas, el rugido del viento y el crujido de los cocoteros.

¡Oh, no! —respondió Jack en el mismo tono de voz—. Debe de estar a siete u ocho leguas de distancia. No podré hacer nada hasta dentro de algún tiempo, hasta que pueda verse una señal desde ella.

Entonces te ruego que dejes de balancearte de esa manera y tires algunos cocos para que podamos desayunar por fin.

Sal de ahí —dijo Jack, dejando caer una lluvia de cocos.

Bajó al cabo de unos minutos y preguntó:

¿No gritas «¡Hurra!»? ¿No das saltos?

¿Por qué debería gritar «¡Hurra!» o dar saltos?

Porque he visto la fragata, naturalmente.

Pero habías dicho que seguramente estaba allí. ¿Por qué no escogiste cocos verdes? Estos están duros como balas de cañón y son peludos. ¿No sabes distinguir unos de otros, los buenos de los malos? ¡Dios mío! ¿Quieres que te abra uno para que bebas el agua?

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