—Hoy no vendrá —dijo Maddalena—. Su ayuda de cámara, Massa, anuncia su visita con antelación.
—¿Massa? ¿Es el que te...?
—Sí —repuso Maddalena, cortante. Quería dejar pasar aquel tema tan deprimente—. Créeme, Porzia, hay cosas más impresionantes que encontrarse frente al Papa.
—¿Como cuáles?
—Como encontrarse frente al amor verdadero, por ejemplo —hizo que a estas palabras les siguiera una mirada soñadora. Entonces, suspiró—. Quiero irme de Roma, tan pronto como sea posible. Algún día compraré un palacio en Venecia. Habrá arañas de cristal por todas partes, que relucirán con la luz de las velas.
—Hace tiempo que ya tienes eso.
—Esta villa no me pertenece, solo me dejan vivir aquí. Yo lo que quiero es ser independiente y que nadie me diga lo quetengo y no tengo que hacer. Nada me importa más que ese objetivo, y todo lo que hago, lo hago para conseguirlo. He iniciado algunos tratos...
—¿Traicionas al Papa con otros hombres? —preguntó Porzia, preparada para estallar en una de sus crudas carcajadas.
—Me refiero a tratos comerciales, de los que producen dinero —le corrigió Maddalena.
—Ah, ya entiendo —Porzia guiñó un ojo—. Chantaje, ¿no?
Maddalena no se sorprendió de que Porzia pensara rápidamente en un chantaje, pues aquel era el sobresueldo más lucrativo de las prostitutas de Roma... pero también el más peligroso. La extorsión era una provocación con muchas posibles reacciones.
Maddalena evitó la pregunta.
—Lo conseguiré, ya lo verás. Ya he logrado asombrar al mundo entero, y hay quien no lo ha aceptado demasiado bien —«sobre todo los hombres», pensó, mientras dirigía una prolongada mirada a su amiga.
Maddalena pensó, asombrada, en lo diferentes que eran ellas dos. Bajo los ojos de Porzia colgaban dos bolsas tan oscuras como su rizado y salvaje cabello. El tono brillante y moreno de su piel le daba un aspecto vulgar. Porzia era la misma encarnación de una ramera, y Maddalena nunca se habría relacionado con ella si no hubiera sido por sus ojos, aquellos ojos que escondían una profunda tristeza. Bien es verdad que Porzia siempre se comportaba como si los sentimientos fueran algo que realmente existiera, pero con los que nunca se hubiera topado, como una especie de animal exótico, quizá un elefante. Sin embargo, Maddalena podía sentir que no era así, que había algún tipo de pesadumbre que Porzia guardaba para sí. Sus ojos no mentían. Entonces, cuatro meses atrás, habían sido aquellos ojos los que habían llamado la atención de Maddalena. Bien es cierto que casi todas las prostitutas tenían un pasado triste, que les abocaba a un presente igualmente triste, pero la crueldad y la frialdad del mundillo endurecía y transformaba a estas mujeres, de tal forma que no tardaban en convertirse en seres egoístas y calculadores, algo que podía reconocerse de manera infalible en sus ojos.
Porzia era lo más lejano posible a una persona calculadora. Nunca aceptaba nada de Maddalena, ni un regalo, ni un favor, y nunca los pedía, aun cuando podría merecerle la pena. Mantener una buena relación con la querida del Papa, prácticamente la reina de Roma, podía abrirle a cualquiera las puertas de las casas más ricas, aunque fueran solo las puertas de atrás. Tener a Maddalena como intercesora suponía ascender, y en los últimos catorce meses no habían sido pocas las prostitutas que habían intentado amigarse con Maddalena, si bien ella sabía que cualquiera de aquellas mujeres la destronaría con gusto si se les presentara la oportunidad. Porzia, por el contrario, no hacía ningún tipo de uso de la influencia de su compañera. Parecía sentirse bien acomodada en su vida en medio de la miseria. En ocasiones, Maddalena se planteaba si Porzia subiría algún tipo de adicción, si sería adicta a la inmundicia. Sin embargo, era mucho más probable que fuera una influencia considerablemente más sencilla la que maniataba a Porzia, un proxeneta que pagara a sus mujeres a cambio de sus servicios. Algunos proxenetas controlaban a una sola mujer, otros a una veintena. El vínculo con uno de ellos era vitalicio e imposible de romper una vez forjado, pues solo intentarlo podía conllevar letales consecuencias. ¿Acaso era aquella la razón de la tristeza de Porzia?
Maddalena pensaba, no sin amargura, que su amiga y ella no eran, en el fondo, tan distintas. Por supuesto su cautiverio era lujoso y bien pagado, y además únicamente debía plegarse a los deseos de un solo hombre. Lo importante, no obstante, era que ella tampoco podía marcharse cuando quisiera. Julio no lo permitiría. La seguiría, y era el hombre más poderoso de Italia, por lo que ella tendría que marcharse a algún lugar donde él no tuviera ningún poder, como a Inglaterra, por ejemplo, o no lograría hallar la paz. Había un hombre que realizaba ciertos trabajos para la Santa Sede, trabajos poco cristianos. En una ocasión, estando borracho, Julio le había hablado de aquel hombre y de lo perfecto que era su camuflaje. En su ebriedad había llegado a llamarle «el Ángel de la Muerte». Nadie conocía su identidad, y quien lo hiciera, fuera hombre o mujer, no viviría lo suficiente como para poder traicionarlo. Julio enviaría a aquel hombre tras ella, como si fuera un perro de presa.
Maddalena y Porzia siguieron conversando un rato sobre cuestiones inofensivas hasta que ésta última se despidió y marchó a cumplir con su cometidos de meretriz. Como siempre que Porzia se iba, Maddalena se sintió sola y deprimida, y durante un momento permaneció en la terraza contemplando la oscura llanura a sus pies, en la que relucía, aquí y allá, el resplandor de las antorchas, como el reflejo de las estrellas en el océano. Pensó en sus más ardientes deseos: en la villa veneciana, en una vida libre, en el amor... Sobre todo en el amor, en el amor pasado y en el venidero.
Pensó en Porzia. La reina pensó en la mendiga, en sus ojos, tristes y maravillosos, en la alegría que llevaba a su vida, que no podía comprarse únicamente con una posición social y con dinero.
Finalmente, suspiró. Había iniciado un plan, y una vez reinaba la oscuridad, era el momento de ponerse manos a la obra. Se echó encima un manto oscuro, y marchó, rumbo a la noche.
Roma, 10 de abril de 1552
Sandro Carissimi, visitador del Papa y hermano jesuita, recibió la noticia de la muerte de Maddalena Nera mucho antes de que el día despuntara. Se encontraba en el hospital de su orden, cerca de la porta Maggiore aunque, en realidad, no se le permitía estar allí. Como visitador de su Santidad, debía, según se decía, atender «de manera permanente cualquier mandato personal» y acometer «misiones delicadas». Puesto que el Papa no había hecho uso durante el último medio año de ninguno de esos «mandatos», Sandro empleaba todo su tiempo casi a diario allí donde sentía que se le necesitaba: entre los enfermos, los hambrientos, los abandonados. El último y duro invierno había cruzado las callejuelas de la Ciudad Eterna como si de la misma parca se tratara, y había diezmado el número de pobres por centenares. La comida escaseaba, e incluso cuando llegó el cálido y soleado abril, y la peor parte tocó a su fin, aún podían sentirse las consecuencias, contemplarlas encarnadas en quienes las sufrían. Los rostros de aquellos que acudían cada día al hospital de los jesuitas recordaban a seres fantasmagóricos: arrugados, devastados, confusos, con los ojos abiertos de par en par y la mirada vacía.
Los ancianos y los jóvenes, en ocasiones, llegaban a confundirse entre ellos. La necesidad y la desesperación anulaba la diferencia de edad.
Sandro se encontraba, llegando ya al final del día, sentado junto a un hombre que rondaría la cincuentena, mientras le ayudaba a comer un plato de caldo de col. Hacía semanas que se les había agotado el pan. Como siempre hacía con las personas a su cargo, le preguntó por su vida, pues se había dado cuenta de que la mayoría de ellos tendían a recordar sus buenos momentos, incluso aunque estos supusieran tan solo una pequeña porción de su existencia. Las imágenes de sus seres queridos, de su infancia, de sus correrías de juventud o de una única experiencia hermosa les proporcionaba a aquella gente, que no poseía nada más que sus recuerdos, nuevas fuerzas. Cuando el presunto cincuentón comenzó a hablar de sí mismo, Sandro entendió de pronto que, en realidad, tenía veinticuatro años de edad, cuatro años más joven que él mismo. Casi en ese mismo instante, el hombre cerró los ojos y, como solía ocurrir en aquellos casos, Sandro contuvo el aliento y se estremeció. ¿Habría muerto? Entre los débiles y los enfermos, la barrera entre el sueño y la muerte era más difusa que entre el común de la gente, como si una mera y fina sombra fuera lo único que separara la una de la otra. El convaleciente, no obstante, solo dormía.
Sandro respiró aliviado y sonrió. A pesar de todo, la labor que realizaba era emocionante: en momentos como aquel, volvía a sentirse, finalmente, parte de su hermandad, y le hacía bien, aun cuando supiera que aquella sensación de bienestar, aquel presunto retorno a su vida de jesuita, no era más que una ilusión. Poco después, justo tras la frugal cena con sus hermanos, ellos volverían a su sencillo dormitorio comunal mientras que él, Sandro, regresaría al palacio del Vaticano, tendría que hacerlo. Allí le esperaba un cuarto acogedor, con una chimenea, un sirviente y un cómodo lecho, que le empujaban desde la miseria de la ciudad y la modesta sencillez del hospital, directamente contra la suntuosidad apostólica, por lo que ya no era un hermano entre sus hermanos, sino un individuo privilegiado. Aquella noche, pues seguramente habían llegado ya a la medianoche, mientras pronunciaba las últimas plegarias junto a sus hermanos, la diferencia que existía entre ellos y él se hizo particularmente patente.
El hermano portero entró, se dirigió al hermano provincial, el director del hospital y de la academia colindante, y le susurró algo al oído. El provincial asintió y miró fijamente a Sandro. De inmediato, el resto de los hermanos volvieron silenciosamente la vista hacia él, algunos de forma abierta; otros, disimuladamente por el quicio del ojo. Conocía aquella mirada, pero nunca se acostumbraría ella. Todos sabían que, hacía medio año, había esclarecido una serie de asesinatos perpetrados contra obispos durante el Concilio de Trento y que, desde entonces, se encontraba subordinado directamente a la autoridad del Papa. Nadie se lo había reprochado, y sin embargo... Si hubiera sentido completa envidia u hostilidad, lo hubiera soportado con más entereza que la curiosidad con la que todos le observaban, como si fuera algún tipo de animal exótico. Tantas horas invertidas en el hospital, tantos necesitados cuidados, tantas oraciones rezadas junto a sus hermanos... y sin embargo ya no era un jesuita como ellos. Le habían separado de sus semejantes para siempre.
—Hermano Sandro —dijo el provincial—, tienes una visita. Una muy particular.
Durante un instante le pasó por la mente la grotesca idea de que Antonia constituyera aquella visita tan particular, y de inmediato aquella sospecha le hizo ruborizar. Antonia era la mujer cuya ausencia le dolía como ninguna melancolía que hubiera experimentado antes y, sin embargo, evitaba su presencia. Mientras se levantaba, muy despacio, de su asiento, tuvo la sensación de que todo el mundo podía leer sus pensamientos, a pesar de que estos fueran tan confusos como sus sentimientos.
El provincial dijo:
—Se trata del chambelán de su Santidad, por lo que he permitido que te separes de nosotros prematuramente.
Sandro no podía soportar al chambelán del Papa, el hermano Laurenzio Massa. Todo en él le desagradaba: el ademán engreído, tan impropio de un modesto religioso; el servilismo adulador que exhibía siempre que estaba cerca del pontífice; las maliciosas insinuaciones que realizaba, nunca dirigidas a nadie en concreto; la amplia sonrisa en aquel rostro pequeño, redondo y brillante; las manos juntas, fijas sobre el abdomen... Y odiaba de Massa que, siendo como él un religioso, mantuviera las distancias con Sandro y se sintiera parte del mundo vaticano, cuando él mismo ya no lograba verse como un miembro de su orden. Massa personificaba todo aquello que a Sandro le repugnaba de su nuevo entorno, particularmente las intrigas, tan semejantes a enredaderas que fueran, lentamente, envolviendo a su desvalida víctima para finalmente absorberle su esencia vital. Todos debían vigilarse entre ellos. Ningún cardenal, ningún ayudante, ningún secretario podía sentirse seguro, pues el Papa no reinaba eternamente, y el siguiente cónclave bien podía elegir a cualquiera de sus enemigos para ocupar la silla de Pedro. Por ello, todos calculaban ininterrumpidamente quién tenía más posibilidades, con quién convenía establecer una alianza y contra quién había que sellarla. Puesto que no se sabía cuándo moría un pontífice, el desarrollo de los planes debía ponderarse a diario, y tomar las decisiones pertinentes, pues quien a la muerte del Papa se encontrara situado en el lado más débil tendría pocos motivos para reír. No era una situación inusual que los confidentes de un Santo Padre, al producirse una nueva elección, quedaran relegados a un desprotegido convento de los Apeninos donde se vieran forzados a criar cerdos, y los calabozos romanos, por lo que se decía, habían engullido a más de un religioso. Los cardenales podían llegar a pagar muy cara la elección del Papa «incorrecto», y por ese motivo, dentro de los muros del Vaticano, existía un permanente ciclo de alianzas rotas y selladas en el que era difícil conservar la perspectiva.
Era tan solo cuestión de tiempo que el primero de ellos llegara hasta él, hasta Sandro, e intentara arrastrarle a la tela de araña de alianzas y contraalianzas. Hasta ahora había logrado mantenerse al margen por dos motivos. En primer lugar, ocupaba su puesto desde hacía poco tiempo, y además, su cometido resultaba difícil de clasificar para las numerosas eminencias grises que tomaban las decisiones y aconsejaban a sus superiores. Por lo general, las obligaciones de un visitador consistían en viajar por las diócesis y allí velar por el cumplimiento de las leyes de la Iglesia, como una especie de guardián del catecismo y los mandamientos. Sin embargo, Sandro no viajaba. Contaba con un hermoso despacho que no necesitaba, porque nunca llegaba a hacer nada. Para la mayoría del Vaticano, se trataba de un simple monje jesuita que, hacía medio año, había logrado resolver por casualidad una dudosa serie de asesinatos, había obtenido un puesto en Roma gracias a su éxito, y no volvería a cumplir ningún papel relevante nunca jamás.
Por su parte, él tampoco hacía ningún tipo de esfuerzo por establecer conexiones, más bien lo contrario: llevaba voluntariamente una existencia de ermitaño dentro de los muros del propio Vaticano.