La cortesana de Roma (20 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
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—¿Y debería creerte?

Una vez más, su única respuesta fue una gran sonrisa.

TERCER DÍA
14

Cada vez que Sandro entraba en su despacho, se sorprendía del titánico poderío que emanaba. Cada centímetro de pared estaba cubierto de cuadros de Tiziano, Correggio, Del Vecchio, imponentes imágenes que desbordaban expresión corporal y
pathos
, y parecían precipitarse sobre el espectador. Se reflejaban en el reluciente suelo de mármol, lo que creaba un efecto aún más monstruoso. La única ventana de la sala apuntaba directamente a la cúpula que coronaba la basílica de San Pedro, sin duda, una de las vistas más hermosas de todo el palacio del Vaticano. Semejante escenario debería estar destinado a un cardenal, no a un simple monje.

—Por favor, entrad —había recogido a Carlotta en la puerta y la había guiado por el laberinto de pasillos.

Su criado encendía un fuego en la chimenea. Cuando Angelo se volvió, miró perplejo a Carlotta.

—Angelo.

—Cari... —Angelo se interrumpió.

La mirada de Sandro saltó alternativamente del uno al otro y viceversa.

—¿Os conocéis?

Ni Carlotta ni Angelo parecían querer decir nada al respecto. Carlotta no se sentía muy segura sobre cómo debía comportarse, y Sandro dedujo que, probablemente, hubiera habido entre ellos una relación muy personal en la época en la que la mujer ejercía de prostituta.

Resultaba llamativo que Angelo no se hubiera ruborizado en lo más mínimo en todo aquel proceso, algo que, para Sandro, indicaba un enorme autocontrol. Se había mostrado sorprendido muy brevemente, para retomar de forma casi inmediata su papel habitual de sirviente solícito.

—Espero que la temperatura sea adecuadamente cálida, excelencia. Hay agua sobre vuestra mesa. ¿Hay algo más que...?

—Gracias, Angelo, no te necesito por el momento —respondió el jesuita, y liberó a ambos de la mutua presencia.

Sandro señaló el gigantesco escritorio frente a la ventana.

—Sentémonos allí, Carlotta.

Le ofreció una silla, desde la que la mujer podía disfrutar de la visión de la cúpula. El se sentó tras el escritorio, sobre una silla de suntuosidad aristocrática a la que el monje no le tenía más aprecio que a una alimaña.

—Toda Roma —comenzó ella— está agitada, ¿lo sabíais? Ya se sabe por todas partes lo de la muerte de Maddalena, y como siempre que una leyenda encuentra un fin violento, han surgido toda clase de rumores. Unos dicen que se ahorcó, porque el Papa impedía su relación con un joven guapo, noble y de su misma edad. Otros opinan que Julio...

—¿Os alegráis de esos rumores? —preguntó él.

—Lo cierto es que no. El par de auténticos devotos que aún queda hace tiempo que renegaron de Julio. La mayoría de la población, sin embargo, le atribuirá un aura de misterio que le será más útil que dañino. Conozco a la gente: no hay nadie que les fascine más que alguien intrigante que guarde oscuros secretos. Una amante muerta en circunstancias poco claras es el mejor equipaje para convertirse en inmortal. Quizá alguien escriba una canción sobre Maddalena y Julio que dentro de quinientos años siga cantándose.

Carlotta le pareció excesivamente cínica.

—Antes de hablar de lo que habéis descubierto —dijo él, cambiando de tema—, hay algo que debo compartir con vos. ¿Recordáis al capitán Forli? Lo han enviado en mi ayuda sin mi consentimiento. Por razones evidentes no lo he dicho que estabais investigando para mí. En caso de que os lo encontréis...

—No os preocupéis, no soy precisamente una gran amiga del capitán. El brazo que estuvo a punto de machacarme con ese repugnante instrumento de tortura aún me duele algunos días.

—Estoy muy lejos de defender a Forli, pero tendremos que concederle que actuaba siguiendo órdenes. Después de eso se comportó de forma bastante correcta.

—Sin embargo, no se fía del todo de él.

—No me fío del todo de nadie —respondió el jesuita, observando el fuego—. No hay demasiadas personas en las que pueda confiar, Carlotta. Han asesinado a una mujer, y las pistas señalan al Vaticano. Todo lo que diga o haga, llegará a oídos del hermano Massa, el chambelán del Papa, de eso estoy seguro. Ha sido él quien me ha enviado a Forli, y aún no sé por qué motivo.

—Ayer ya sonó el nombre de Massa en la investigación. Durante un tiempo estuvo interesado en Maddalena, mientras esta estuvo trabajando como prostituta en el Teatro. La Signora A me dijo que estaba enamorado de ella.

—Y la Signora A es...

—La regente del Teatro y, al mismo tiempo... ¿Cómo lo diría? Maestra y confidente de Maddalena.

Carlotta relató a Sandro todo lo que había descubierto sobre Maddalena, así como sobre su relación con Massa y Quirini.

—¿Y esa tal Signora A de verdad os ha dicho que el cardenal Quirini y Massa se pelearon por Maddalena? —preguntó Sandro.

—No es de extrañar. En Roma los hombres no solo se baten en duelo por las mujeres honorables, sino también por las cortesanas. Curioso, ¿verdad? Quiero decir, que es curioso que, a la misma mujer por la que matarían, la humillen hasta el punto de darle dinero para poder utilizarla.

—Los hombres que se comportan así —dijo Sandro—, no mueren mi matan por la mujer, sino por la vanidad, o por el afán de poder.

—Los conocéis bien, pues.

Sandro intentó acomodarse sobre su monstruosa silla.

—He tenido el dudoso honor en el pasado de llamar amigos a un par de asnos de esa clase, pero volviendo a nuestro tema: a Quirini y Massa, como representantes de la Santa Iglesia, no les está permitido batirse pues, de esa forma, cometerían asesinato o serían asesinados. ¿Cómo resolvieron finalmente su disputa?

—Con dinero. De esa manera, Quirini se alzó campeón y ganó a Maddalena como trofeo. La Signora A opinaba que ya en el pasado, Quirini y Massa no parecían, digámoslo educadamente, tenerse mucho afecto.

—¿Querría decir con eso que Quirini se interesó por Maddalena solo para hacerle una jugarreta a Massa?

—De ser así —respondió Carlotta—, no habría llegado a disfrutar de su triunfo mucho tiempo, puesto que perdió a Maddalena frente al Papa.

—Una carrera vertiginosa la de esa muchacha... aunque para ello dejó tras de sí mucha tierra quemada.

Carlotta asintió.

—Posiblemente, a un enamorado y a alguien muy molesto. Sin embargo, no creo que eso le importara. O al menos tan poco como le importaba la envidia de las demás prostitutas. La Signora A me contó que, al principio, Maddalena era insegura y reservada, y que ella la convirtió en una auténtica dama, para que siempre tuviera confianza en sí misma y fuera, sobre todo, independiente. Aparentemente, en sus últimos días se había visto envuelta en algún tipo de negocio muy lucrativo.

—¿De qué tipo?

—La Signora A no lo sabía.

—Extraña confidente esa, a la que no se le confía nada.

—Eso me pareció a mí también —replicó Carlotta.

—Así pues, o Maddalena se había vuelto tan independiente que era capaz de ocultarle algo a la mujer que había hecho de ella lo que era, o la Signora...

—... no ha dicho la verdad, lo sé. O quizá no signifique nada en absoluto.

El jesuita dio por imposible encontrar una postura cómoda en la silla, y se inclinó sobre el escritorio.

—¿Tenéis algún tipo de propuesta sobre cómo podemos averiguar de qué negocio se trataba?

—Hay una tal Porzia, una ramera callejera vulgar y corriente, que debía tener amistad con Maddalena y podría saber algo más. Estamos tratando de localizarla.

—¿Estamos?

Carlotta respiró hondo, y en ese mismo momento, Sandro sintió cómo el estómago se le encogía.

—Antonia me acompañó al Teatro. Se ha propuesto permanecer allí hasta que dé con las huellas de Porzia.

El hermano Sandro frunció el ceño, y Carlotta supo que la parte más difícil de la conversación estaba a punto de comenzar. Aunque el color del rostro del monje se parecía mucho al de la mañana anterior, cuando había estado devolviendo, Carlotta se sorprendió al descubrir que aún le había quedado una fase de palidez por alcanzar.

—El que llevo es el último traje bueno que me queda —dijo la mujer—. Permitidme que os ruegue que no lo utilicéis como recipiente para un posible vómito.

El jesuita intentó mostrarse rígido y severo.

—En este preciso instante no tengo ánimo para chistes.

—No era un chiste —replicó ella.

El aspecto rígido y severo se volvió real.

—¿Por qué habéis metido a Antonia en esto? Un asesinato no es ningún juego.

—Os ayudó a vos a resolver el misterio de Trento.

—Aquello era distinto.

—¿Porque no tenía ninguna relación con un prostíbulo? —al mirarle, comprobó que había dado en el clavo—. No está trabajando como prostituta, si es lo que os preocupa. A pesar de que la Signora A se lo planteó: a Antonia le quedaba estupendamente el vestido que le presté. Afortunadamente, se decantó por ayudar con las bebidas.

Los ojos del joven se abrieron como platos.

—¿Está trabajando en el prostíbulo?

—No tuve nada que ver con eso, fue decisión de Antonia.

—No tendríais que haberla llevado allí bajo ningún concepto.

—Por favor, no hagamos como que fuera precisamente mía la culpa de que a la muchacha se le ocurran ideas absurdas.

Aquella sentencia fue para Sandro como un puñetazo en el estómago, y la expresión de indignación de su rostro se tornó en otra de remordimiento y mala conciencia.

—No he pretendido decir, bajo ningún concepto, que Antonia no sea responsable de sus actos —dijo Carlotta, dejando clara su idea al respecto—, pero soy amiga de ella, no de vos, por lo que soy comprensiva con ella, y no con vos. Es una mujer de treinta años, con necesidades, no la estatua consagrada de una
madonna
, colocada en una capilla privada, para que se la adore, pero no se la toque. Esa mujer está viva, hermano Sandro, y el día que muera, quiere morir sabiendo que la han amado mucho. Me parece justo.

Había convertido la conversación en algo personal, muy personal, y contra Sandro, pero tras golpearle con las palabras, tuvo la necesidad de volver a recomponerle un poco. El sentimiento de gratitud que experimentaba hacia Sandro se impuso. No se trataba únicamente de lo que él había hecho por ella y por Inés en el pasado, sino también en el presente. Durante un día le había liberado del cautiverio de la pena y del pensamiento monocorde. Por un par de horas y una noche entera había dejado de pensar ininterrumpidamente en Hieronymus y en la cuestión de qué pasaría a continuación con su vida.

—Aunque te haya dicho que soy amiga de Antonia, también os tengo ley, hermano Sandro. Lleváis encima vuestros sentimientos por Antonia como un sudario, en lugar de disfrutarlos como se merecen. Es algo muy típico de un religioso de categoría cuatro.

—Categoría... ¿qué?

—No importa. No podéis tenerlo todo, eso es lo que pretendo decir. Debéis tomar una decisión.

—¿Y qué ocurrirá si la elijo a ella? ¿Si cedo ante vosotras dos y la convierto en mi amante? ¿Me cuelo en su casa dos veces por semana como un dios olímpico? ¿Dosifico el amor como un medicamento? ¿Es eso lo que debería exigirle a Antonia?

—Pensáis dos pasos más allá antes de haber dado siquiera el primero.

—¿Y cuál sería ese?

—Cerrar el pico. Decirle lo que os impulsa a actuar como lo hacéis. Cualquier cosa es mejor que estar petrificado como lo estáis.

—¿De verdad? ¿El que yo me comportara como todos los del Vaticano, que mantuviera a una querida como Massa y Quirini y otros miles de ellos sería mejor? Rompo el celibato, y entonces, ¿qué? ¿Qué ocurre después, Carlotta? ¿Simonía? ¿Favoritismo? ¿Egoísmo? ¿Maquinaciones maliciosas? Habéis experimentado en carne propia lo que los piadosísimos servidores del Señor son capaces de hacer, y desde entonces habéis sido la más rigurosa jueza de una Iglesia que solo piensa en sí misma. Sin embargo, me pedís a mí que tome el camino equivocado, el camino que los demás han tomado y que, si de vos dependiera, llevaría al mismo Infierno. Os presentáis ante mí como alguien que desprecia la enfermedad, pero sin embargo la recomienda.

La mujer no respondió a sus reproches, sino que le tomó de las manos y le dijo con voz suave:

—Vos nunca seréis alguien a quien haya que despreciar, hermano Sandro.

Cuando él se levanto, Carlotta pensó que solo quería evitar el contacto con ella, pero en seguida se dio cuenta de que el joven dirigía la mirada por encima de ella, hacia la puerta, y acto seguido, inclinaba la cabeza.

Carlotta se volvió, y vio ante sí al hombre contra cuya vida había atentado un año atrás.

Carlotta se encontró ante el Papa

15

A Sandro no le agradó en absoluto el encuentro entre Carlotta y el Papa. Hacía medio año, Carlotta había jugado con la idea de perpetrar un atentado contra Julio III, y el jesuita no estaba del todo seguro de que la mujer realmente hubiera enterrado su deseo de venganza. En los ojos de ella, no obstante, latía una frialdad tal que él, disimuladamente, volvió la vista hacia las manos de su interlocutora.

Julio III se aproximó, y Sandro salió a su encuentro. El Papa tenía un aspecto lamentable. De no ser por su lujosa vestimenta, hubiera podido pasar por un pobre anciano que, tras enterrar a su esposa, regresaba solo a su casita arrastrando los pies. Sandro había visto al Papa por la ventana un par de veces en los últimos meses, por lo que sabía que Julio III se comportaba habitualmente en el Vaticano como un rey en medio de su reino. A pesar de su inclinación hacia todo tipo de diversiones, nadie en toda el pequeño estado podría calificar a Julio de un hombre con sentido del humor. Se mostraba cada vez más caprichoso e irritable, hablaba con voz poderosa, y una mirada suya bastaba para acallar la protesta más reticente. Entre los círculos inferiores de la jerarquía religiosa de Roma, le llamaban por lo bajo el «Domador», porque sabía cómo enfrentar a las distintas facciones y grupos entre sí, de forma que ninguno de ellos se hiciera lo suficientemente poderoso como para constituir un peligro.

Sin embargo, dos días después de la muerte de Maddalena, aquel rey y domador se movía con pasos vacilantes y gestos indecisos. Cuando Sandro besó el
anulus Pescatoris
, el anillo del Pescador, se dio cuenta de que la mano del pontífice temblaba ligeramente. Por primera vez tuvo la impresión de encontrarse ante un anciano.

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