—Voy a llamar a las armas —dijo Didio, zafándose de Metelo Pío y dirigiéndole una mirada de desprecio.
Cubriéndose la cabeza con un casco en lugar de su habitual sombrero, Sila subió al tribunal del foro del campamento y se dirigió a los escasos trece mil hombres de que disponía.
—¡Todos sabéis lo que espero de vosotros! —gritó—. ¡Tenemos ahí una bandada de samnitas que nos triplican en número! ¡Pero Roma está harta de ser derrotada por una bandada de samnitas y Sila está harto de que los samnitas se apoderen de ciudades romanas! ¿De qué sirve ser un romano vivo si Roma tiene que humillarse ante los samnitas como una perra? ¡Este romano no lo hará! ¡Sila no está dispuesto! ¡Si tengo que salir solo a combatir, lo haré! ¿Voy a salir solo? ¿Es eso? ¿O vais a salir conmigo porque también sois romanos y estáis tan hartos de los samnitas como yo?
Todo el ejército respondió con estentóreos vítores, mientras él permanecía inmóvil hasta que acabaran. Porque él no había acabado.
—¡A echarlos! —gritó aún con mayor fuerza—. ¡A echarlos a todos! ¡Pompeya es nuestra! ¡Los samnitas han asesinado a mil romanos y ahora esos samnitas están en lo alto de las murallas de Pompeya creyéndose a salvo y abucheándonos porque creen que les tenemos miedo, esa pandilla de puercos samnitas! ¡Pues vamos a demostrarles que se equivocan! ¡Vamos a darles para el pelo hasta que regresen las tropas de incursión, y cuando regresen, nuestros gritos de guerra servirán para guiarlos a la batalla! ¡Contendremos a los samnitas hasta que vuelvan nuestros compañeros y les caigan por la espalda como romanos que son!
Se oyó una segunda aclamación estentórea, pero Sila ya había bajado de la tribuna, esgrimiendo la espada. Tres ordenadas columnas se dirigieron a paso ligero hacia la puerta principal y las dos laterales. Sila mandaba la de en medio.
Tan rápido fue el despliegue romano, que Cluentio, pensando que no presentarían batalla, apenas tuvo tiempo de disponer a sus tropas para hacer frente a la carga romana. Comandante frío y audaz, no retrocedió y permaneció en primera línea de combate, pero Sila, que seguía a la cabeza de sus tropas, tampoco quiso retroceder un palmo y sus hombres le secundaron. Durante una hora, romanos y samnitas lucharon cuerpo a cuerpo sin cuartel y sin retroceder. Había habido pocas batallas libradas en combate tan cerrado, y ambos bandos sabían que el resultado de aquélla afectaría inevitablemente a la evolución de la guerra.
En aquella hora fueron cayendo numerosos legionarios, pero en el momento en que parecía inevitable que Sila ordenase la retirada, la línea samnita se estremeció, cedió y comenzó a replegarse. Las tropas romanas que habían salido de incursión de pillaje regresaban y comenzaban a atacar por la retaguardia. Entre gritos de ¡Roma es invencible!, Sila volvió con sus tropas a la refriega con renovada energía, pero, a pesar de todo, Cluentio cedía terreno a duras penas y durante otra hora supo mantener sus tropas bien unidas. Luego vio que todo estaba perdido, cerró filas y se abrió camino entre los romanos que le atacaban por retaguardia, para retirarse a toda prisa hacia Nola.
Considerándose símbolo del reto itálico en el sur —y sabiendo que Roma era consciente de que había hecho morir de hambre a muchos soldados romanos—, Nola no podía permitirse poner en peligro su seguridad. Por eso, cuando Cluentio y más de veinte mil soldados samnitas llegaron ante sus murallas, apenas a una milla de la vanguardia de las tropas de Sila, se encontraron con las puertas cerradas. Asomados a los altos, desgastados y reforzados adarves de las murallas, los magistrados de la ciudad miraron a Lucio Cluentio y sus samnitas y se negaron a abrirles las puertas. Finalmente, cuando las primeras filas de tropas romanas se aproximaban a la retaguardia samnita, disponiéndose a cargar, la puerta ante la cual se hallaba Cluentio, que no era la más grande, se abrió de par en par. Pero los magistrados no quisieron abrir más que aquella puerta secundaria por mucho que suplicaran los contrariados soldados samnitas.
Ante Pompeya había sido una batalla, pero ante Nola fue una derrota completa. Sorprendido por la traición de Nola, y aterrado al verse acorralado entre los bastiones de la muralla norte, el ejército samnita sufrió un sangriento desastre en el que perdió casi hasta el último hombre. Sila mató con su propia mano a Cluentio, que se negó a refugiarse en Nola con sólo un puñado de sus hombres.
Fue la mayor hazaña de Sila. A los cincuenta y un años, general con mando supremo en un frente de guerra, ganaba su primera batalla al frente de sus tropas. ¡Y qué victoria! Cubierto completamente de sangre, con la espada prácticamente pegada a la mano derecha, echando peste a sudor y sangre, Lucio Cornelio Sila miró al campo de batalla, se quitó el casco y lo lanzó al aire con un grito de júbilo. Inmediatamente, un ruido ensordecedor atronó sus oídos, acallando los lamentos y gritos de los samnitas moribundos, un ruido que iba en aumento y que sonaba a cántico:
«¡Im-pe-ra-tor! ¡Im-pe-ra-tor! ¡Im-pe-ra-tor!»
La soldadesca lo repetía sin cesar, a guisa de espaldarazo. Era el triunfo definitivo del vencedor, aclamado emperador en el campo de batalla, O eso fue lo que pensó, mientras sonreía feliz, esgrimiendo la espada por encima de su cabeza con la mata de pelo sudorosa brillando al sol del atardecer y el corazón desbordando una emoción que le impedía decir palabra, si hubiera habido una palabra que decir. ¡Yo, Lucio Cornelio Sila, he demostrado sin sombra de duda que un hombre tan capaz como yo puede aprender lo que no le es innato y ganar la batalla más dura de esta guerra o de cualquier otra! ¡Ya verás, Cayo Mario! ¡Por muy inválido que estés, no te mueras hasta que yo pueda volver a Roma y demostrarte cuán equivocado estabas al juzgarme! ¡Soy igual a ti! Y en el futuro te superaré. Mi nombre hará sombra al tuyo. Es de justicia. Porque yo soy un patricio Cornelio y tú un simple rústico de la campiña latina.
Pero había cosas que hacer y él era un patricio romano. Se le acercaron Tito Didio y Metelo Pío, curiosamente apagados, mirándole con un temor y una adoración que Sila únicamente conocía por las miradas de Julilla o de Dalmática. ¡Y éstos son hombres, Lucio Cornelio Sila! Hombres de valía y fama: Didio, el vencedor de Hispania, y Metelo Pío, heredero de una casa noble y famosa. Las mujeres eran necias sin importancia, pero los hombres sí contaban. Sobre todo hombres como Tito Didio y Metelo Pío. ¡Nunca en todos los años de servicio con Cayo Mario había visto a un hombre que le mirase con tanta adoración! Hoy he obtenido mucho más que una victoria. Hoy he obtenido la revancha de mi vida, y queda justificada mi actuación con Stichus, Clitumna, Hércules Atlas y Metelo Numídico el Meneitos. Hoy he demostrado que todas las vidas que he arrebatado para estar aquí en el campo de batalla de Nola eran vidas inferiores a la mía. Hoy comienzo a comprender a Nabopolasor de Caldea… Soy el hombre más grande del mundo, ¡desde el Océano Atlántico al río Indus!
—Trabajaremos durante toda la noche —dijo resuelto a Didio y Metelo Pío— para que al amanecer los cadáveres samnitas estén despojados y amontonados y los nuestros listos para la pira. Sé que ha sido una jornada agotadora, pero aún no ha concluido. Hasta el final, nadie debe tomarse descanso. Quinto Cecilio, busca unos cuantos hombres idóneos que estén en buenas condiciones y cabalga hasta Pompeya lo más rápido posible para traer pan y vino suficiente para todos; y que vengan los auxiliares para hacer leña y buscar aceite. Tenemos una montaña de cadáveres que quemar.
—¡Pero si no hay caballos, Lucio Cornelio! —contestó el Meneítos con voz desmayada—. ¡A Nola hemos llegado a pie, recorriendo treinta millas en cuatro horas!
—Pues encuéntralos —replicó Sila con suma frialdad—. Te quiero aquí de vuelta al amanecer. Tito Didio, recorre las unidades y mira a ver quién debe ser condecorado por hechos de armas en combate. En cuanto quememos a nuestros muertos y a los del enemigo, regresaremos a Pompeya; pero quiero que aquí, ante las murallas de Nola, quede una legión de Capua. Y que los heraldos anuncien a sus habitantes que Lucio Cornelio Sila ha jurado a Marte y a Bellona que las tropas romanas la sitiarán hasta que se rinda, ya sea dentro de un mes de días, un mes de meses o un mes de años.
Antes de que Tito Didio y Metelo Pío hubiesen tenido tiempo de marcharse, el tribuno de los soldados Lucio Licinio Lúculo compareció encabezando una delegación de centuriones; eran ocho veteranos,
primi pila
y
pili priores
, que llegaban con paso grave y solemne, cual sacerdotes en una procesión o cónsules que asisten a la ceremonia del año nuevo.
—Lucio Cornelio Sila, tu ejército desea darte una muestra de gratitud. Sin ti las legiones habrían sido derrotadas y muertos sus hombres. Has luchado en primera línea dándonos ejemplo a todos sin desfallecer durante la marcha hacia Nola. A ti solo se debe la gran victoria sin igual en toda esta guerra. Has salvado más que un ejército: has salvado a Roma. Lucio Cornelio, te honramos —dijo Lúculo, dando un paso atrás para ceder el puesto a los centuriones.
El del centro, que era el más veterano, alzó los brazos y los tendió hacia Sila. En sus manos sostenía un humilde y burdo círculo hecho de tallos trenzados de hierbas del campo de batalla, con raíces, tierra y briznas de sangre.
Corona graminea
.
Corona obsidionalis
. La corona de hierba. Sila extendió los brazos instintivamente y luego los dejó caer, sin saber cómo era el ritual. ¿Se cogía para ponérsela en la cabeza, o era el
primus pilus
, Marco Canuleio, quien le coronaba en representación del ejército?
Permaneció inmóvil mientras Canuleio, que era un hombre alto, alzaba con las dos manos la corona de hierba y la depositaba en aquella cabellera rojo-dorada.
No se pronunciaron más palabras. Tito Didio, Metelo Pío, Lúculo y los centuriones le saludaron reverentes, sonriéndole tímidamente, y le dejaron. Allí quedó solo, cara al sol muriente, con aquella humilde corona de hierba que apenas hacia sentir su peso, las lágrimas rodándole por el rostro ensangrentado y un desbordante sentimiento que parecía que fuese a acabar con él. ¿Qué le aguardaba a partir de ahora? ¿Qué más podía ofrecerle la vida? Pero en aquel momento se acordó de su hijo muerto y, antes de que pudiera regocijarse plenamente con su triunfo, su alegría se había desvanecido. No le restaba más que una profunda aflicción que le hizo caer de rodillas, llorando desconsoladamente.
Alguien le ayudó a incorporarse, le enjugó la suciedad y las lágrimas, le rodeó con un brazo la cintura y le condujo hasta un bloque de piedra detrás de la carretera de Nola. Y en ella le depositó suavemente para que tomara asiento, sentándose a su vez al lado. Era Lucio Licinio Lúculo, el primer tribuno de los soldados.
El sol ya se había puesto en el mar toscano; el día más glorioso de la vida de Sila tocaba a su fin para dar paso a las tinieblas. Con los brazos caídos entre las piernas, lanzaba profundos suspiros, preguntándose lo de siempre: ¿Por qué nunca soy feliz?
—Lucio Cornelio, no tengo vino que ofrecerte. Ni tampoco agua —dijo Lúculo—. Salimos de Pompeya sin pensar en otra cosa más que en atrapar a Cluentio.
Sila lanzó un profundo suspiro y se sobrepuso.
—No importa, Lucio Lúculo. Como dice una amiga mía, siempre hay cosas que hacer.
—Nosotros podemos hacerlas. Tú descansa.
—No. Yo soy el comandante y no puedo descansar mientras mis hombres trabajan. Un rato más y me encontraré mejor. Estaba perfectamente hasta que me vino el recuerdo de mi hijo, ya sabes que lo perdí.
Las lágrimas pugnaban por brotar de nuevo, pero las contuvo.
Lúculo no decía nada y permanecía quieto.
Poco sabía Sila de aquel joven; le habían elegido tribuno de los soldados en diciembre y primero había ido a Capua, siendo destinado al mando de la legión días antes de la expedición a Pompeya. Pero a pesar de que había cambiado mucho, transformándose de un simple mozuelo en un hombretón, Sila le reconoció.
—Tú y tu hermano Varro Lúculo fuisteis los acusadores de Servilio el Augur hace años en el Foro, ¿me equivoco? —inquirió Sila.
—No, Lucio Cornelio. El Augur tuvo la culpa de la desgracia y la muerte de nuestro padre y de la pérdida de la fortuna de nuestra familia. Pero lo pagó —contestó Lúculo, iluminándosele el agraciado rostro, al tiempo que una sonrisa fruncía las comisuras de su risueña boca.
—En la guerra servil de Sicilia Servilio el Augur sustituyó a tu padre como gobernador de la isla y luego le hizo comparecer ante el tribunal.
—Así es.
Sila se puso en pie y tendió el brazo derecho para estrechar la mano de Lucio Licinio Lúculo.
—Bien, Lucio Licinio, te doy las gracias. ¿Fue idea tuya lo de la corona de hierba?
—Oh, no, Lucio Cornelio. ¡Ha sido cosa de los centuriones! Ellos me dijeron que la corona de hierba deben otorgarla los militares profesionales y no los magistrados elegidos para el ejército. Me hicieron venir porque ha de ser testigo uno de los magistrados electos —dijo Lúculo sonriendo, y riendo después—. ¡Además, supongo que tampoco se les da muy bien dirigirse oficialmente a un general, y me lo encargaron a mí!
Dos días después, el ejército de Sila volvía al campamento ante Pompeya. Estaban todos tan exhaustos que ni siquiera la comida decente resultó un aliciente, y durante veinticuatro horas reinó un impresionante silencio mientras tropa y oficiales dormían tan profundamente como los muertos que habían quemado ante los muros de Nola, agravio para el olfato de sus hambrientos habitantes.
Ahora la corona de hierba estaba guardada en una caja de madera que habían traído los criados de Sila; cuando tuviera tiempo, la pondría en una máscara de cera de su rostro, que la ley le autorizaba a encargar. Se había distinguido lo bastante como para unirla a las
imagines
de sus antepasados, aunque aún no hubiera alcanzado el consulado. Además, en el Foro se alzaría su estatua con la corona de hierba en honor al gran héroe de la guerra contra los itálicos. Todo eso le parecía irreal, pero allí estaba como prueba irrefutable la corona de hierba guardada en la caja.
Una vez descansado y repuesto, el ejército desfiló antes de la ceremonia de entrega de condecoraciones. Sila se puso la corona de hierba y fue aclamado con prolongados y estentóreos vítores al subir a la tribuna del campamento. La tarea organizativa había quedado encomendada a Lúculo, del mismo modo que Mario se la había encomendado a Quinto Sertorio.