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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (94 page)

BOOK: La corona de hierba
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—¡Oh, de sobra! —contestó Ahenobarbo—. Cneo es mi principal heredero, así que a tu hija no le faltará de nada. Creo que estoy entre los cinco o seis hombres más ricos de Roma y tengo miles de clientes. ¿Quieres que procedamos a la ceremonia de esponsales?

Todo esto había tenido lugar el año anterior al pretorado de Cinna, un momento para imaginarse razonablemente que iba a poder disponer del dinero para la dote de su hija antes de que llegase el momento del casamiento con el hijo de Cneo Domicio Ahenobarbo. Si la fortuna de Annia no hubiese estado tan condenadamente comprometida, las cosas habrían sido más fáciles; pero era el padre de Annia quien mantenía el control, y a la muerte de ella los hijos no la heredarían.

Cuando Cayo Mario le despertó y la luna ya desaparecía por el oeste, Cinna no tenía ni idea de las consecuencias que aquella visita acarrearía. De mala gana, se puso una túnica y unos zapatos y se dispuso a decir cosas desagradables al padre de un cadete que parecía muy prometedor.

El gran hombre entró en la tienda de mando seguido de una curiosa escolta, un hombre del común de unos cincuenta años y un niño guapísimo. Era el niño quien efectuaba casi toda la faena; por sus gestos se notaba que estaba acostumbrado. Cinna le habría tomado por un esclavo de no haber sido porque llevaba la hulla al cuello y se comportaba como un patricio de mejor familia que los Cornelios. Al sentarse Mario, el niño permaneció a su izquierda y el cincuentón detrás.

—Lucio Cornelio Cinna, te presento a mi sobrino Cayo Julio César y a mi amigo Lucio Decumio. Puedes hablar sin tapujos delante de ellos —dijo Mario, poniéndose la mano izquierda en el regazo con la derecha, con aspecto menos cansado de lo que Cinna habría podido pensar y más en posesión de sus facultades de lo que las noticias de Roma, ya un tanto pasadas, por cierto, habrían dado a entender. Aunque, afortunadamente, no parecía un temible adversario, pensó Cinna.

—Una tragedia, Cayo Mario.

Los despiertos ojos de Mario recorrieron la tienda para ver si había alguien y, tras comprobar que no, se posaron en Cinna.

—¿Estamos solos, Lucio Cinna?

—Totalmente.

—Bien —dijo Mario, sentándose más cómodo en la silla—. Mi fuente de información es de segunda mano y me he enterado por Quinto Lutacio que pasó a verme a casa, pero yo no estaba. Fue él quien se lo contó a mi esposa, quien a su vez me lo contó a mi. Tengo entendido que a mi hijo se le acusa del asesinato del cónsul Lucio Catón durante una batalla y que hay testigo o testigos. ¿Son así los hechos?

—Sí, eso me temo.

—¿Cuántos testigos?

—Uno solo.

—¿Y quién es? ¿Un hombre íntegro?

—Por encima de todo reproche, Cayo Mario. Es un
contubernalis
llamado Publio Claudio Pulcher —contestó Cinna.

—¡Ah, esa familia! —gruñó Mario—. Es famosa por sus rencores y por ser muy difícil de tratar. Y más pobre que un pastor de Apulia. ¿Cómo puedes afirmar tan tajantemente que está por encima de todo reproche?

—Porque Claudio no parece de la familia —replicó Cinna, decidido a acabar con las esperanzas de Mario—. Su reputación en la tienda de cadetes y durante el mando del finado Lucio Catón es impecable. Lo comprobarás cuando le veas. Muestra una profunda lealtad a sus compañeros, es el mayor de todos, y un gran afecto por tu hijo. Y también tengo que decir que admira el comportamiento en el combate de tu hijo. Lucio Catón no gozaba de las simpatías de su estado mayor, y no digamos nada de la tropa.

—Pero Publio Claudio ha acusado a mi hijo.

—Lo creyó su deber.

—¡Ah, ya! Un mojigato presumido.

—¡No, Cayo Mario, no lo es! —replicó Cinna—. ¡Piensa por un momento como comandante, te lo ruego, no como padre! El joven Pulcher es un estupendo romano, tan entregado a su deber como a su familia. El ha cumplido con su deber, por mucho que lo detestara. Y ésa es la pura verdad.

Cuando Mario se rebulló para levantarse, se notó que estaba cansado, pues, aunque ya se había acostumbrado a moverse por sí solo, tenía que ayudarle el pequeño César. El anodino Lucio Decumio se puso a la derecha de Mario y lanzó un carraspeo.

—¿Quieres decir algo? —inquirió Cinna.

—Perdonad, Lucio Cinna, ¿el caso del joven Mario se juzga mañana?

—No. Puede ser al día siguiente —contestó Cinna parpadeando sorprendido.

—Pues si no os importa, que sea al día siguiente. Cuando Cayo Mario se levante mañana, y no lo hará muy temprano, tendrá que hacer ejercicio porque se ha pasado mucho tiempo sentado incómodo en el carruaje. — Decumio hablaba despacio, concentrándose en las reglas gramaticales—. Actualmente su ejercicio consiste en tres horas diarias a caballo, y se le debe dar la oportunidad de hablar con ese cadete llamado Publio Pulcher. El joven Mario está acusado de un crimen capital, y un hombre de la importancia de Cayo Mario merece una deferencia, ¿no? Yo creo que sería mejor que Cayo Mario viera a Publio Claudio en algún sitio menos… menos formal que la tienda. Ninguno queremos que las cosas… que las cosas sean más penosas de lo que debe… de lo que deben ser; así que yo creo que estaría bien que organizaseis una salida a caballo para mañana por la tarde y que acudieran todos los cadetes, incluido Publio Claudio.

Cinna fruncía el entrecejo, sospechando que querían inducirle a hacer algo que lamentaría. El niño que estaba a la izquierda de Mario le dirigió una sonrisa encantadora con un guiño.

—Os ruego que perdonéis a Lucio Decumio —dijo el pequeño César—. Es el cliente más devoto de mi tío. ¡Y además es un déspota! La única manera de tenerle contento es complacerle.

—No puedo permitir que Cayo Mario hable en privado con Publio Claudio antes del juicio —contestó Cinna apesadumbrado.

Mario había permanecido con aire de profunda indignación durante el diálogo, pero ahora se volvía con tal gesto furibundo hacia Lucio Decumio y el niño, que Cinna pensó que iba a darle otra apoplejía.

—¿Pero qué son todas esas tonterías? —bramó—. ¡No tengo por qué ver para nada a ese dechado del deber llamado Publio Claudio! ¡Lo único que deseo es ver a mi hijo y asistir al juicio!

—Vamos, vamos, Cayo Mario, no os pongáis nervioso —terció Lucio Decumio con voz zalamera—. Mañana, después de una buena cabalgada, iréis más dispuesto al juicio.

—¡Ah, los dioses me libren de mentecatos! —exclamó Mario, saliendo de la tienda por sí solo—. ¿Dónde está mi hijo?

El pequeño César se quedó rezagado, mientras Lucio Decumio se apresuraba a seguir a Mario.

—No le deis importancia, Lucio Cinna —dijo, esgrimiendo otra vez la encantadora sonrisa—. Siempre están riñendo, pero Lucio Decumio tiene razón. Cayo Mario necesita descansar y hacer mañana su ejercicio cotidiano. Para él es un triste asunto, y a todos nos preocupa que no afecte gravemente a su convalecencia.

—Sí, claro, lo entiendo —dijo Cinna, dándole unas paternalistas palmaditas en el hombro, pues era demasiado alto para dárselas en la cabeza—. Mejor será que le lleve ahora a ver a su hijo —añadió, cogiendo una antorcha del soporte y yendo tras el bulto de Mario—. Por aquí, Cayo Mario. Para cubrir las apariencias, he confinado a tu hijo a solas en una tienda hasta que comparezca a juicio. Y he puesto una guardia para que no hable con nadie.

—Supongo que comprenderás que este juicio no es decisivo —dijo Mario cuando pasaban entre dos filas de tiendas—. Si el resultado es desfavorable para mi hijo, quiero que lo juzguen sus iguales en Roma.

—Desde luego —contestó Cinna.

Cuando padre e hijo se vieron frente a frente, el joven Mario dirigió a su progenitor una mirada algo airada, pero en seguida se contuvo. Hasta que reparó en Lucio Decumio y el pequeño César.

—¿Por qué has traído a ésos? —inquirió.

—Porque no podía hacer el viaje solo —contestó Mario, haciendo un brusco gesto a Cinna para que saliera y dejando que le ayudasen a sentarse en la única silla que había en la tienda—. Bien, hijo mío, tu genio te ha metido finalmente en un buen lío —añadió, como quien recita aburridamente una sentencia.

El joven Mario le miró estupefacto, como a la espera de algún signo. Luego lanzó un sollozo y exclamó:

—¡Yo no lo hice!

—Bien —dijo Mario con afecto—. No digas más que eso, hijo, y todo ira bien.

—¿Ah, sí, padre? ¿Y cómo, si Publio Claudio jura que fui yo?

Mario se puso en pie de pronto, decepcionado.

—Si sigues sosteniendo que eres inocente, hijo, te prometo que no te sucederá nada. Nada.

El rostro del joven Mario reflejó una sensación de alivio; pensó que aquél era el signo que esperaba.

—¿Vas a arreglarlo, verdad?

—Puedo arreglar muchas cosas, Cayo Mario hijo, pero no un juicio militar presidido por un hombre de honor —contestó Mario hastiado—. Lo más que podré conseguir es que te juzguen en Roma. Ahora, haz como yo y duerme. Te veré mañana por la tarde.

—¿Sólo mañana por la tarde? ¿No es para mañana el juicio?

—Te veré mañana por la tarde. El juicio lo han retrasado un día para que yo pueda hacer mi ejercicio… si no, nunca estaré en forma para ser cónsul por séptima vez —añadió, volviéndose en la entrada de la tienda y sonriéndole con grotesca sorna—. Tengo que cabalgar, me dicen éstos. Y me van a presentar al que te acusa; pero no para convencerle de que haga otra versión, hijo. Me han prohibido verle a solas. Yo, Cayo Mario —prosiguió, recuperando el aliento—, aleccionado por un simple pretor sobre lo que debo hacer… ¡Te puedo perdonar que matases a un militar chapucero a punto de permitir el aniquilamiento de su ejército, joven Mario, pero no te perdono que me hayas puesto en esta situación de tener que transigir!

Cuando se reunieron para salir a caballo, a la mañana siguiente, Cayo Mario fue puntillosamente correcto en su actitud frente a Publio Claudio Pulcher, un joven moreno y de aspecto avergonzado, que, con toda evidencia, habría deseado hallarse en cualquier otra parte menos allí. Nada más ponerse en marcha, Mario se unió a Cinna, mientras que su legado Marco Cecilio Cornutus y el pequeño César cabalgaban detrás y los cadetes a retaguardia. Una vez comprobado que ninguno de ellos conocía el terreno, Lucio Decumio se puso en cabeza.

—Hay una magnífica vista de Roma a unas dos millas —dijo—, justamente la distancia que tiene que cabalgar Cayo Mario.

—¿Cómo conoces tan bien Tibur? —inquirió Mario.

—Mi abuelo paterno era de aquí —contestó el suburense al frente de la fila que formaban los jinetes por un estrecho sendero serpenteante que ascendía cada vez más.

—No pensaba que tuvieras nada de rural en tu malfamado cuerpo, Lucio Decumio.

—Y no lo tengo, Cayo Mario —contestó él, sonriendo por encima del hombro—. ¡Pero ya sabéis cómo son las mujeres! Mi madre nos traía a rastras aquí todos los veranos.

Hacía muy buen día y el sol calentaba, pero un vientecillo fresco azotaba el rostro de los jinetes, y se oía el rugir del Anio en su angosto lecho, ora estrepitoso, ora un murmullo. Lucio Decumio puso el corcel a paso lento y el tiempo fue transcurriendo sin que apenas se dieran cuenta; sólo el evidente placer que Mario extraía del paseo hacía que el resto viera en ello algo positivo. Publio Claudio Pulcher, que había estado temiendo el encuentro con el padre del joven Mario, fue relajándose poco a poco y entabló conversación con los otros dos cadetes; mientras que Cinna, que cabalgaba junto a Mario, se preguntaba si éste haría alguna propuesta al acusador de su hijo, pues estaba convencido que era el motivo real del paseo. El, que también era padre, imaginaba que habría recurrido a lo que fuese de haberse encontrado su hijo en igual situación.

—¡Mirad! —exclamó Lucio Decumio ufano, apartando su caballo del sendero para que los demás se adelantasen—. Una vista que
Vale
la pena, ¿no es cierto?

Lo era. Estaban en una cornisa en la ladera, un lugar en que algún cataclismo había desprendido la roca, dejando un precipicio a pico hasta la llanura de abajo. Se veían las aguas turbulentas y espumeantes del Anio hasta su confluencia con el Tíber, una corriente azulada irrumpía a lo lejos por el norte. Más allá de la confluencia de los dos ríos estaba Roma, una extensión de vívidos colores y tejados de ladrillo rojo, con sus templos coronados de estatuas brillantes; y ya en la línea del horizonte el aire era tan diáfano, que incluso se vislumbraba el mar Toscano.

—Estamos a mucha distancia por encima de Tibur —dijo Lucio Decumio a sus espaldas, descabalgando.

—¡Qué pequeña se ve la ciudad desde aquí! —dijo Cinna, maravillado.

Todos se acercaron al borde del precipicio para contemplar la panorámica, menos Lucio Decumio. Los jinetes se entremezclaron y se hizo evidente que Mario no iba a tener oportunidad de hablar con Publio Claudio, pues Cinna los había separado al acercarse los cadetes.

—¡Mirad! —exclamó el pequeño César, golpeando fuerte con el pie al caballo, que se había plantado—. ¡El acueducto del Anio! ¿A que parece de juguete? ¡Es precioso!

Se había dirigido a Publio Claudio, que parecía extasiado por la panorámica y dispuesto, como el pequeño, a observar todos los detalles.

Se acercaron los dos al borde lo máximo que sus caballos consintieron para contemplar Roma, sonriéndose mutuamente una vez saciada la vista.

Como realmente era una panorámica magnífica, todos —menos Lucio Decumio— prestaban únicamente atención mirando al frente. Por eso nadie advirtió que el suburense sacaba un pequeño objeto en forma de i griega de la bolsa que llevaba colgada a la túnica, ni le vieron colocar una aguda punta metálica en el centro de una tira de cuero flexible que unía los extremos de la pequeña horca de madera. Con la misma naturalidad de quien da un bostezo o se rasca la cabeza, se llevó el artilugio a la altura del ojo, tensó todo lo que pudo la tira de cuero, apuntó con cuidado… y la soltó.

El caballo de Publio Claudio relinchó y retrocedió encabritado, mientras el cadete se agarraba instintivamente a las crines para no caer. Sin importarle el peligro, el pequeño César alargó la mano por encima del cuello de su montura y agarró la brida del animal. Todo sucedió tan de prisa, que nadie después pudo recomponer la escena, salvo el notorio hecho de que el pequeño César había actuado con una apabullante valentía impropia de su edad, pues también su caballo se asustó y, al retroceder, chocó de costado con el del cadete, yendo a plantar las patas delanteras en el vacío… Los dos caballos con los jinetes cayeron al precipicio, pero, no se supo cómo, el pequeño César, en lugar de ser arrastrado, se irguió en la silla y pudo saltar sobre la cornisa, agarrándose al suelo como un gato.

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