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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (103 page)

BOOK: La corona de hierba
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—¡Llora, madre! Te hará bien.

Pero lo que le salió fue una risa triste.

—Oh, no. Ya lloré de sobra al morir nuestro hijo. Entonces fue cuando él murió también.

—No te va a dar nada, madre. ¡Le conozco! Es ruin y no te dará nada.

—Sí, ya lo sé.

—Pero tienes tu dote.

—Se la di a él hace mucho.

Cornelia Sila se puso en pie con gran dignidad.

—Vivirás conmigo, madre. No voy a dejarte. Quinto Pompeyo verá que es de toda justicia.

—No, Cornelia. Dos mujeres en un hogar son demasiadas, y ya tienes a tu suegra, que es una mujer muy buena y te quiere, pero no aceptará que traigas a una tercera.

—¿Y qué vas a hacer? —exclamó la joven.

—Esta noche me quedaré aquí en tu sala de estar y mañana ya lo pensaré —contestó Elia, tranquila—. Te ruego que no se lo digas a tu suegro. Para él va a ser una situación embarazosa. A tu esposo cuéntaselo si no tienes más remedio. Voy a escribir una nota a Lucio Cornelio diciendo donde estoy. ¿Puedes mandársela ahora mismo con un criado?

—Claro, madre.

La hija de otro habría añadido alguna frase diciéndole que seguramente por la mañana él cambiaría de idea, pero no la hija de Sila. Conocía perfectamente a su padre.

Al amanecer llegó la respuesta de Sila. Elia rompió el sello con manos temblorosas.

—¿Qué dice? —inquirió Cornelia Sila impaciente.

—«Me divorcio de ti por estéril.»

—¡Oh, madre, qué injusto! ¡Se casó contigo porque eras estéril!

—Mira, Cornelia, es muy listo —respondió Elia con cierta admiración—. Ha optado por el divorcio con esa alegación porque legalmente yo no tengo nada que hacer. No puedo reclamar mi dote ni pedir una pensión. Llevo casada con él doce años y cuando nos casamos aún tenía edad de concebir, pero no tuve hijos con mi primer marido ni con él. Ningún tribunal dictaminaría a mi favor.

—Pues tendrás que vivir conmigo —dijo Cornelia Sila muy decidida—. Anoche conté a Quinto Pompeyo lo que había sucedido, y él dice que no pasará nada si vives aquí, que no hay inconveniente. Si tú no fueses tan agradable sería distinto, pero sé que es posible.

—¡Tu pobre esposo! —dijo Elia sonriente—. ¿Qué iba a decir? ¿Y qué iba a decir su pobre padre? Los dos son buenos y generosos, pero yo sé lo que voy a hacer, Cornelia, es mucho mejor.

—¡Madre! No…

—No, no, claro que no voy a hacer eso, Cornelia —replicó Elia, forzando una carcajada—. ¡Sería para ti una obsesión el resto de tu vida! Y yo quiero que seas muy feliz, hija querida —añadió, irguiéndose en la silla muy decidida—. Me iré a casa de tu abuela Marcia, en Cumae.

—¿Con la abuela? ¡Oh, no; con lo severa que es…!

—Tonterías. El verano pasado estuve tres meses con ella y lo pasé muy bien, Cornelia. Ultimamente me escribe con frecuencia porque se encuentra sola. A sus sesenta y siete años tiene miedo de verse sin nadie. Es muy penoso no tener más que a los esclavos a la hora de morir. Sexto Julio no iba mucho a verla, pero cuando él murió le causó mucha aflicción. Y creo que Cayo Julio hace cuatro o cinco años que no va a verla; ni se lleva bien con Aurelia y Claudia. Ni con sus nietos.

—A eso me refiero. Es tan propensa a irritarse y tan difícil… ¡Si lo sabré yo! Ella era quien nos cuidaba hasta que llegaste tú.

—Pues ella y yo nos llevamos muy bien. Siempre nos hemos entendido. Ya éramos amigas antes de que yo me casara con tu padre. Fue ella quien me recomendó a Lucio Cornelio como esposa idónea. Así que me debe un favor. Viviendo con ella seré útil, tendré cosas que hacer y no estaré obligada a ella por nada. Una vez que se me pase la impresión del divorcio, creo que disfrutaré de la vida y de la compañía de Marcia —dijo Elia decidida.

Esta estupenda decisión para solventar tan difícil situación fue muy bien acogida en la familia del cónsul Pompeyo Rufo. Aunque ninguno de ellos habría negado la hospitalidad permanente a Elia, ahora podían ofrecérsela provisionalmente con sumo agrado.

—¡No entiendo a Lucio Cornelio! —dijo el cónsul Pompeyo Rufo a Elia al día siguiente—. Cuando le vi, quise sacar a colación el asunto del divorcio, aunque sólo fuese para explicarle por qué vives aquí, pero me dirigió tal mirada… ¡Me quedé helado! De verdad te digo que me quedé helado. ¡Es temible! Yo creí que le conocía, pero el problema está en que tendré que seguir contemporizando durante todo el consulado pues prometimos a los electores actuar en buena armonía y no puedo faltar a la promesa.

—Claro que no —dijo Elia con afecto—. Quinto Pompeyo, nunca he tenido la menor intención de predisponerte en contra de Lucio Cornelio, créeme. Lo que suceda entre marido y mujer es un asunto privado, y para cualquiera ajeno a la pareja debe de ser algo inexplicable que el matrimonio se acabe sin motivo aparente. Siempre hay motivos y generalmente son lógicos. ¿Quién sabe? Puede que Lucio Cornelio quiera de verdad tener más hijos. Su único hijo murió y no tiene heredero. Y, realmente, no tiene mucho dinero; así que es comprensible lo de la dote. Yo me las arreglaré. Si puedes hacer que lleven a Cumae esta carta para Marcia y esperen contestación, en seguida sabremos a qué atenernos.

Quinto Pompeyo miró al suelo, con el rostro más rojo que el pelo.

—Lucio Cornelio ha enviado tus ropas y tus pertenencias, Elia. Lo siento mucho.

—¡Ah, estupendo! —dijo Elia sin perder la calma—. Empezaba a pensar que a lo mejor las había tirado.

—Toda Roma lo comenta.

—¿El qué? —inquirió ella, mirándole a los ojos.

—El divorcio. Dicen que es una crueldad para ti. La gente no lo encuentra bien —dijo Pompeyo Rufo con un carraspeo—. Da la casualidad de que eres una de las mujeres más queridas y respetadas de Roma, y se comenta todo, incluida la penuria en que te encuentras. Esta mañana, en el Foro, le silbaron y abuchearon.

—¡Oh, pobre Lucio Cornelio! —dijo Elia apenada—. ¡Qué mal le habrá sentado!

—Pues no lo ha demostrado. Siguió andando como si tal cosa —comentó Quinto Pompeyo con un suspiro—. ¿Por qué, Elia, por qué? —añadió, moviendo la cabeza—. ¡Después de tantos años, es absurdo! Si quería tener otro hijo, ¿por qué no se divorció de ti al morir el joven Sila, hace ya tres años?

La respuesta a la pregunta de Quinto Pompeyo Rufo llegó a oídos de Elia antes de recibir la carta de Marcia invitándola a ir a Cumae.

En esta ocasión fue Quinto Pompeyo hijo quien trajo la noticia, tan jadeante que casi no podía hablar.

—¿Qué sucede? —inquirió Elia, viendo que Cornelia Sila no lo hacía.

—¡Lucio… Cornelio… se ha casado… con la viuda de Escauro! —exclamó.

Cornelia Sila no mostró sorpresa.

—Entonces —dijo apretando los labios— te podrá devolver la dote, madre. Es tan rico como Creso.

Pompeyo Rufo hijo aceptó una copa de agua, la vació de un trago y siguió hablando más pausadamente.

—Ha sido esta mañana a última hora. No lo sabía nadie salvo Quinto Metelo Pío y Mamerco Lépido Liviano. ¡Supongo que debían saberlo! Quinto Metelo Pío es primo carnal de ella y Mamerco Lépido Liviano es el albacea testamentario de Marco Emilio Escauro.

—¿Cómo se llama? ¡No me acuerdo cómo se llama!

—Cecilia Metela Dalmática, pero todos la llaman Dalmática, según me han dicho. Dicen que hace años, poco después de la muerte de Saturnino, estaba tan enamorada de Lucio Cornelio que hizo el tonto y dejó en ridículo a Marco Emilio Escauro. Dicen que él no le hacía caso y que, luego, su esposo la encerró y parece que desde entonces nadie ha vuelto a verla.

—Ah, si, recuerdo bien el incidente —dijo Elia—. Es que no me acordaba de su nombre. Pero, aunque Lucio Cornelio nunca me dijo nada hasta que Marco Emilio Escauro la encerró, yo no podía salir de casa mientras estuviera Lucio Cornelio, porque tenía mucho cuidado de demostrarle a su esposo que él no hacía nada malo —añadió con un suspiro—. Pero fue inútil porque Marco Emilio Escauro movió los hilos para que no le eligieran pretor.

—Mi padre no le dio alegría —dijo Cornelia Sila, severa—. No ha hecho feliz a ninguna mujer.

—¡No digas esas cosas, Cornelia!

—¡Ya no soy una niña! ¡Ya soy madre! ¡Y sé perfectamente lo que me digo, porque yo no le quiero como tú. Yo soy sangre de su sangre… ¡cosa que a veces me da miedo! Mi padre es un monstruo, y las mujeres exacerban lo peor de él. Mi madre se suicidó… y nadie ha podido quitarme de la cabeza que fue por algo que le hizo mi padre.

—Nunca lo sabrás, Cornelia, así que deja de pensar en eso —terció Quinto Pompeyo, tajante.

—¡Qué raro! —exclamó de pronto Elia como sorprendida—. Si me hubieran preguntado con quién habría podido casarse, yo habría dicho que con Aurelia.

—Y yo —añadió Cornelia, asintiendo con la cabeza—. Siempre han hecho muy buenas migas. Son pájaros del mismo plumaje —añadió, encogiéndose de hombros—. ¡Pájaros no, monstruos!

—Creo que no he visto nunca a Cecilia Metela Dalmática —dijo Elia, con ánimo de evitar que Cornelia Sila siguiera diciendo cosas arriesgadas—, ni en la época en que andaba detrás de mi marido.

—¡Ya no es tu marido, mamá; es el marido de ella!

—No la conoce casi nadie —dijo Pompeyo Rufo hijo, también deseoso de calmar a Cornelia—. Marco Escauro la mantuvo totalmente recluida después de aquel desliz, por inocente que fuese. Tiene dos hijos, una niña y un niño, pero nadie los conoce. Y desde que Marco Escauro murió se ha dejado ver menos que nunca. Por eso toda la ciudad comenta el caso —añadió alargando el brazo con la copa para que le sirvieran más agua—. Hoy es el primer día tras el período de duelo; otro motivo para suscitar comentarios.

—Debe de quererla mucho —añadió Elia.

—¡Bobadas! —replicó Cornelia Sila—. Él no quiere a nadie.

Después de dejar plantada a la pobre Elia en el clivus Victoriae, Sila cayó sin paliativos en una profunda depresión en las horas que siguieron. En parte por remover el cuchillo en la profunda herida que había abierto en la preciosa y aburrida Elia, a la mañana siguiente acudió a casa de Metelo Pío. Su interés por la viuda de Escauro databa de antiguo y era frío como su carácter: él deseaba hacer sufrir a Elia. No le bastaba con el divorcio y tenía que encontrar algo mejor para remover el cuchillo. ¿Y qué mejor que casarse en seguida con otra y dar a entender que se había divorciado de ella por ese motivo? Esas mujeres, pensaba mientras caminaba hacia la casa de Metelo Pío, me han traído loco desde mi primera juventud. Desde que dejé de venderme a los hombres porque creí tontamente que las mujeres eran víctimas más fáciles. Pero la víctima he sido yo. Víctima de ellas. Maté a Nicopolis y a Clitumna, y, gracias a los dioses, Julilla se quitó ella misma la vida. Pero es demasiado peligroso matar a Elia, aunque no basta con el divorcio, pues hace años que lo espera.

Encontró al Meneitos enfrascado en una charla con su nuevo cuestor, Marco Emilio Lépido Liviano. Era una verdadera suerte encontrarlos a los dos juntos. Sin duda era el preferido de la Fortuna. Era natural que Mamerco y el Meneítos estuviesen confinados en el despacho, pero tal era el aura de la temible depresión de Sila, que los dos le saludaron con la nerviosa inquietud de una pareja a la que se ha sorprendido haciendo el amor. Buenos militares ambos, tomaron asiento después de que él lo hiciera y se le quedaron mirando sin saber qué decir.

—¿Os habéis comido la lengua? —inquirió Sila.

—¡No, Lucio Cornelio, no! —replicó con un respingo Metelo Pío—. Perdona, es que tenía la mente en otras cosas.

—¿Tú también, Mamerco? —dijo Sila.

—En realidad, si —contestó pausadamente Mamerco con toda sinceridad, esbozando una sonrisa.

—Pues os voy a dar otro tema totalmente distinto en que pensar —añadió Sila con su más fiera sonrisa.

Ninguno de los dos dijo nada.

—Quiero casarme con Cecilia Metela Dalmática.

—¡Por Júpiter! —graznó Metelo Pío.

—No es un comentario muy original, Meneítos —dijo Sila, poniéndose en pie, yendo hacia la puerta del despacho para echar la llave y volviendo a sentarse con una ceja enarcada—. Os pido a los dos que lo penséis y me deis una contestación antes de la hora de la cena. Como quiero tener un hijo, me he divorciado de mi esposa porque es estéril. Pero no quiero remplazarla por una muchacha estúpida. Ya soy demasiado mayor para jovencitas caprichosas. Quiero una mujer madura que haya demostrado ser fértil dando a luz dos veces, y una de ellas un niño. He pensado en Dalmática porque parece, o parecía hace años, sentir debilidad por mí.

Tras lo cual se marchó, dejándolos con la boca abierta.

—¡Por Júpiter! —volvió a exclamar con menos énfasis Metelo Pío.

—Si que es una sorpresa —dijo Mamerco, que estaba menos sorprendido que el Meneitos porque no conocía a Sila tan bien como Metelo Pío, ni mucho menos.

—¿Por qué ella? —añadió el Meneítos rascándose la cabeza—. Salvo de pasada, cuando murió Marco Emilio, hace años que no pensaba en Dalmática. Es prima carnal mía, pero después de aquel asunto con Lucio Cornelio, ¡qué cosa!, quedó confinada en su casa más segura que en las celdas de la Lautumiae. — Miró a Mamerco—. Como albacea testamentario, tú la habrás visto estos últimos meses.

—Respondiendo a tu primera pregunta de por qué ella, me imagino que el dinero tendrá mucho que ver —contestó Mamerco—. En cuanto a lo segundo, la he visto varias veces desde la muerte de Marco Emilio, aunque no tan a menudo como habría debido. Estaba ya en el frente cuando murió él, pero a ella la he visto porque tuve que volver a Roma a solventar los asuntos de Marco Emilio. Y si quieres que te sea sincero, no me parece que fuese una viuda muy afligida. Parecía más preocupada por sus hijos. De todos modos, lo encuentro natural, porque, ¿cuántos años se llevaban? ¿Cuarenta?

—Por lo menos. Recuerdo que cuando se casó lo sentí un poco por ella. Estaba previsto el matrimonio con el hijo de Marco Emilio, pero se suicidó, y mi padre se la dio al padre del suicida.

—Lo que más me impresionó fue su apocamiento —dijo Mamerco—. O quizá sea que ha perdido la confianza en sí misma. Le da miedo salir de casa, a pesar de que le dije que le convenía. Pero no tiene amistades.

—¿Cómo va a tenerlas si Marco Emilio la tenía recluida? No creas que lo he dicho en broma —dijo Metelo Pío.

—Al morir él —añadió Mamerco, pensativo— se quedó totalmente sola en casa, con excepción de los niños y con pocos esclavos para lo grande que es la casa. Pero cuando yo le sugería que se trajese para acompañarla a su tía o a su prima, se indignó y me dijo que no quería saber nada de ellas. Al final tuve que contratar a un matrimonio romano de buena familia y buena reputación para que vivieran con ella. Me dijo que comprendía que hubiera que tener en cuenta el qué dirán, y más pensando en el antiguo desliz; pero prefería vivir con extraños que con familiares. ¡Es una pena, Quinto Cecilio! ¿Qué edad tenía cuando el incidente? ¿Diecinueve años? ¡Y casarla con un hombre de sesenta…

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