Las mujeres estaban en el salón de Servilia Cepionis, al lado del cuarto de los niños, y salieron a recibir a sus maridos con evidente placer. Aunque sólo eran cuñadas, más parecían hermanas, pues las dos eran de baja estatura, de ojos y pelo muy oscuros y de armónicas facciones. Livia Drusa, la esposa de Cepio, era la más
boni
ta, pues se había librado de la tara familiar de unas piernas achaparradas y tenía mejor silueta que su cuñada; por añadidura, respondía a los criterios de belleza en una mujer, porque tenía ojos muy grandes, bien separados y abiertos, y una boca fina, fruncida como una flor. La nariz era algo pequeña para complacer a los entendidos, pero rompía la monotonía de la rectitud con una leve protuberancia en la punta. Su cutis era sano y cremoso, su cintura estrecha, y de pechos y caderas bien curvados y amplios. Servilia Cepionis, esposa de Druso, era una versión algo más pequeña, aunque de cutis proclive a producir granos en torno a la barbilla y la nariz y con las piernas y el cuello demasiado cortos.
Sin embargo, era Marco Livio Druso quien amaba a la menos agraciada, mientras que Quinto Servilio Cepio no amaba a la más guapa. En el momento de su doble boda, ocho años antes, había sido al revés. Aunque ninguno de los dos hombres lo advertía, la diferencia se debía a las propias mujeres; Livia Drusa aborrecía a Cepio y se había visto obligada a casarse con él, mientras que Servilia Cepionis estaba enamorada de Druso desde niña. Pertenecientes a la más rancia nobleza romana, las dos mujeres eran esposas ¡nodélicas a la antigua, obedientes, sumisas, de humor equilibrado y respetuosas al máximo. Luego, conforme transcurrieron los años y se fueron acostumbrando al matrimonio, la indiferencia de Marco Livio Druso fue cediendo al calor constante del afecto de su esposa, un creciente ardor con que ella le obsequiaba en la cama, aunque, lamentablemente, no tenían descendencia. Por el contrario, la desaforada adoración de Quinto Servilio Cepio quedó ahogada por la callada repulsa de su esposa, una creciente frialdad de la que no se recataba en la cama, acrecentada por el resentimiento de que sus dos únicos retoños fuesen niñas.
Se imponía entrar en el cuarto de los niños. Druso estaba muy orgulloso de su pequeño, Druso Nerón, un niñito gordinflón de tez oscura de menos de dos años. Cepio se limitó a dirigir una inclinación de cabeza a sus hijas, que se apretaron aterradas contra la pared sin decir nada. Eran copias en miniatura de su madre, morenas, asimismo con ojos grandes y boquita de rosa, unas niñas encantadoras… si su padre se hubiese tomado la molestia de mirarlas. Servilia tenía cerca de siete años y había aprendido mucho de la paliza recibida cuando intentó mejorar el caballo de Apeles y el racimo de uvas de Zeuxis. Era la primera vez que le pegaban y fue para ella una experiencia más humillante que dolorosa, mortificante más que aleccionadora. Lilla, por el contrario, era una traviesa redomada, irreprimible, tozuda, agresiva y directa. Los azotes recibidos los olvidó en seguida, salvo en el sentido de que le habían infundido respeto hacia su padre.
Los cuatro adultos se dirigieron a continuación al
triclinium
para cenar,
—Cratipo, ¿no cena con nosotros Quinto Popedio? —preguntó Druso al mayordomo.
—
Domine
, no se me ha indicado nada en sentido contrario.
—En ese caso, esperaremos —dijo Druso, ignorando deliberadamente la mirada adusta que le dirigió Cepio.
Pero Cepio no estaba dispuesto a callarse.
—¿Por qué te tratas con ese hombre despreciable, Marco Livio? —inquirió.
Druso dirigió a su cuñado una mirada impávida.
—No eres el único que me dice eso, Quinto Servilio —dijo sin inmutarse.
Livia Drusa contuvo una exclamación y una risita nerviosa, pero, como esperaba Druso, más como crítica a Cepio.
—Es lo que yo digo —insistió Cepio—. ¿Por qué le tratas?
—Porque es amigo mío.
—¡Una sanguijuela es lo que es! —replicó Cepio con desprecio—. De verdad, Marco Livio, vive a costa tuya. Aparece siempre sin avisar y sólo para pedirte algo, siempre quejándose de los romanos. ¿Quién se cree que es?
—Se cree itálico de los marsos —se oyó decir a una voz alegre—. Siento llegar tarde, Marco Livio; habrías debido comenzar a cenar sin mí, como te he dicho otras veces. Mi tardanza está más que justificada: me ha entretenido Catulo César con un extenso discurso sobre la perfidia de los itálicos.
Silo tomó asiento en el borde trasero de la camilla en que estaba reclinado Druso y dejó que un esclavo le quitase las botas y le lavase los pies, para a continuación enfundarle unos calcetines. Luego, dándose levemente la vuelta, ocupó el
locus consularis
o sitio de honor a la izquierda de Druso; Cepio estaba reclinado en sentído perpendicular a Druso, en posición menos honorífica por ser parte de la familia y no un invitado.
—¿Estabas quejándote otra vez de mí, Quinto Servilio? —inquirió despreocupadamente, enarcando una ceja y dirigiendo un guiño a Druso.
Druso sonrió y miró a Quinto Popedio Silo con mayor afecto del que aparentaba cuando miraba a Cepio.
—Mi cuñado siempre se queja de algo, Quinto Popedio. No hagas caso.
—No lo hago —contestó Silo, saludando con una inclinación de cabeza a las dos mujeres, sentadas enfrente de las camillas de sus respectivos esposos.
Druso y Silo se habían conocido en el campo de batalla de Arausio, una vez concluido el combate, cuando en la zona quedaban ochenta mil cadáveres de romanos e itálicos, gracias principalmente al padre de Cepio. Forjada en circunstancias inolvidables, su amistad había aumentado con los años y se había reforzado por su mutua preocupación por la suerte de los aliados itálicos, una causa en la que ambos estaban comprometidos. Formaban una singular pareja Silo y Druso, pero ni las quejas de Cepio ni los sermones de algunos de los senadores más viejos habían logrado hacer mella en la amistad.
El itálico Silo más parecía romano y el romano Druso podría pasar por itálico. Silo tenía la nariz correcta, la tez adecuada y el porte necesario; era alto, bien parecido, salvo los ojos, pues eran de un verde amarillento y un tanto ofídicos porque casi nunca parpadeaba.
Esto, sin embargo, no era una cosa rara entre los marsos, que eran gentes que adoraban a las serpientes y se entrenaban para no parpadear más de lo estrictamente necesario. El padre de Silo había sido jefe de los marsos y a su muerte fue sustituido por el hijo, a pesar de su juventud. Acaudalado y muy cultivado, Silo tenía derecho al respeto de los romanos; éstos, sin embargo, cuando no le rehuían descaradamente, le miraban por encima del hombro y mostraban tendencia a tratarle con aire paternal. Todo ello porque Quinto Popedio no era romano y ni siquiera tenía los derechos latinos; Quinto Popedio Silo era un itálico y, por consiguiente, un ser inferior.
Procedía de las ricas tierras altas de la península central italiana, no Muy lejanas de Roma, en las que el gran lago Fucino experimentaba unos misteriosos ciclos que nada tenían que ver con los ríos y las precipitaciones, una región en la que los Apeninos dividían en dos a la población marsa. De todos los pueblos itálicos, los marsos eran los más prósperos y numerosos. Durante siglos habían sido los aliados más fieles a Roma, y tenían a gran orgullo el hecho de que ningún general romano hubiese triunfado sin contar con marsos en su ejército ni hubiese sido capaz de derrotarlos a ellos. Sin embargo, pese al transcurso de tantos siglos, los marsos, igual que las demás etnias itálicas, seguían siendo considerados indignos de la ciudadanía romana. En consecuencia, no podían aspirar a contratos con el Estado ni a casarse con ciudadanos romanos, ni a recurrir a la justicia romana en casos de pena de muerte. Podían ser azotados hasta casi perder la vida, podían robarles las cosechas, sus productos o sus mujeres sin que pudieran apelar a la ley si el ladrón era un romano.
Si Roma hubiese dejado a los marsos a sus expensas en sus fértiles tierras, todas esas injusticias habrían sido menos abrumadoras; pero, igual que sucedía en todas las regiones de la península no estrictamente romanas, las tierras de los marsos tenían una implantación romana en su corazón, concretada en una colonia con derechos latinos llamada Alba Fucentia. Y, naturalmente, esa Alba Fucentia se convirtió en una ciudad, la mayor de toda la región, dado que en ella había un núcleo de ciudadanos romanos con derecho a hacer negocios directamente con Roma, y que el resto de la población poseía derechos latinos, una especie de ciudadanía romana de segunda clase que les confería casi todos los derechos de la plena ciudadanía, salvo que los poseedores del
ius Latii
no podían votar en las elecciones. Los magistrados de dicha ciudad heredaban automáticamente la plena ciudadanía para ellos y todos sus descendientes directos nada más asumir el cargo. Así, Alba Fucentia creció en detrimento de la antigua capital marsa, Marruvium, y allí seguía como recordatorio perenne de las diferencias entre Roma y los itálicos.
En tiempos pretéritos toda Italia había aspirado a tener los derechos latinos y luego a la plena ciudadanía, pues Roma, bajo la dirección esforzada e inteligente de hombres como Apio Claudio Ceco, era consciente de la necesidad de ese cambio, considerando conveniente la posibilidad de que toda Italia fuese romana, pero después de que las naciones itálicas se pusieran de parte de Aníbal en los años en que el cartaginés había estado haciendo incursiones por la Península, su actitud se había endurecido y había dejado de conceder la plena ciudadanía e incluso el
ius Latii
.
Uno de los motivos había sido la creciente inmigración de itálicos a las ciudades romanas y latinas, e incluso a la misma Roma. Los pelignos se habían quejado de la pérdida de cuatro mil de los suyos, incorporados a la ciudad latina de Fregellae, y se valieron de ello como pretexto para no entregar soldados a Roma cuando los solicitaban.
De vez en cuando, Roma trataba de hacer algo respecto a aquel problema de emigración masiva, esfuerzos que culminaron en una ley del tribuno de la plebe Marco Junio Penno el año anterior a la revuelta de Fergellae. Penno expulsó de Roma y de sus ciudades colonia a todos los que no eran ciudadanos, descubriendo con ello un escándalo que sacudió a la nobleza romana en sus cimientos, pues se puso en evidencia que el cónsul de cuatro años antes, Marco Perpena, era un itálico que nunca había poseído la ciudadanía romana.
Pero inmediatamente se produjo la reacción entre las filas de los que gobernaban Roma y uno de los principales opositores a la mejora de los itálicos fue el padre de Druso, Marco Livio Druso el Censor, uno de los causantes de la desgracia de Cayo Graco y de la abolición de sus leyes.
Nadie habría podido imaginar que el hijo del Censor, Druso, quien asumió muy joven el papel de
paterfamilias
al morir su padre mientras desempeñaba el cargo, olvidaría la actitud y preceptos de su progenitor el Censor. De intachable linaje plebeyo-noble, miembro del Colegio de Pontífices, inmensamente rico, relacionado por sangre y matrimonio con las casas patricias de Servilio Cepio, Cornelio Escipión y Emilio Lépido, el joven Marco Livio Druso habría debido convertirse en un pilar de la facción ultraconservadora que dominaba el Senado y, en consecuencia, Roma. Era pura coincidencia que no hubiera sido así; Druso había participado como tribuno de los soldados en la batalla de Arausio, cuando el cónsul patricio Quinto Servilio Cepio se había negado a colaborar con el hombre nuevo Cayo Malio Máximo, y a causa de ello las legiones de romanos y aliados itálicos habían sido aniquiladas por los germanos en la Galia Transalpina.
Druso, a su regreso de la Galia Transalpina, se había consagrado a dos cosas en su nueva vida: la amistad del noble marso Quinto Popedio Silo y a verificar que los de su propia clase y ascendencia, sobre todo su suegro Cepio, no apreciaban ni respetaban los esfuerzos de los que habían muerto en Arausio, fuesen nobles romanos, auxiliares itálicos o
capite censi
romanos.
No obstante, eso no significa que el joven Druso abrazase inmediatamente los objetivos y aspiraciones de un auténtico reformador, porque sobre él pesaba fuertemente su clase, pero, al igual que otros nobles romanos antes que él, la experiencia bélica le había hecho reflexionar. Se decía que el sino de los hermanos Graco se había sellado cuando el mayor, Tiberio Sempronio Graco —un vástago de la alta nobleza romana— hizo de joven un viaje por Etruria y vio que las tierras públicas de Roma estaban en manos de un puñado de romanos ricos que las explotaban con grupos de esclavos encadenados, a quienes por la noche encerraban en miserables barracas denominadas
ergastula
. Y Tiberio Graco se había preguntado dónde estaban los pequeños propietarios romanos que habrían debido ser los dueños de aquellas tierras, ganándose bien la vida y criando hijos para el ejército. Aunque fuese un producto de su clase, Tiberio Graco había comenzado a reflexionar, y eso que, como producto de su clase, no carecía de un gran sentido del derecho y de un inmenso amor por Roma.
Siete años habían transcurrido desde la batalla de Arausio, siete años durante los cuales Druso había entrado en el Senado, servido de cuestor en la provincia de Asia, se había visto obligado a alojar a su cuñado con la familia después de la desgracia de Cepio padre, se había convertido en sacerdote de la religión estatal, había vivido los lamentables acontecimientos que concluyeron con el asesinato de Saturnino y sus secuaces, para alinearse finalmente en el Senado en oposición a Saturnino, que quería convertirse en rey de Roma. Siete años durante los cuales Druso había sido anfitrión en innumerables ocasiones de Quinto Popedio Silo, escuchando lo que decía y ampliando sus reflexiones. Su mayor ambición era solventar la enconada cuestión de los itálicos de un modo genuinamente romano, pacífico y conveniente para ambas partes. Dedicaba a ello todas sus energías, sin alharacas, para que no se supieran sus intenciones hasta haber encontrado la solución idónea.
El marso Silo era el único que conocía el rumbo de la mente de Druso, pero Silo actuaba con exquisita delicadeza, pues era suficientemente astuto y prudente para no cometer el error de incitar a Druso ni explicitar su propio punto de vista, que era algo diferente. Los seis mil hombres de la legión que Silo había mandado en Arausio habían muerto casi todos, y eran marsos, no romanos; eran los marsos quienes los habían engendrado, armado y pagado. Una inversión en hombres, tiempo y dinero que Roma posteriormente ni había agradecido ni compensado de ningún modo.