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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (16 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Es comprensible, gran señor —graznó Gordio, temblando tan a las claras que llamó la atención del monarca.

—Ya falta poco —dijo Mitrídates.

Pero no fue así. Las convulsiones de Laódice aumentaron de intensidad y se hicieron más deslavazadas mientras su cuerpo se consumía. Pero por sus ojos se notaba que aún sentía y percibía, y sólo se cerraron de agotamiento al expirar. No miró ni una sola vez a su hermano; aunque quizá fuese porque tenía los ojos puestos en Farnaces en el momento en que la atenazaron los espasmos y a continuación ya no le respondían los músculos del control de dirección de la vista.

—¡Excelente! —exclamó animoso el rey, señalando con la cabeza a Farnaces—. Matadle —añadió.

Nadie tuvo valor para preguntar de qué manera, y, como consecuencia, Farnaces tuvo una muerte más prosaica que Laódice con el filo de una espada. Todos los que habían visto morir a la reina aprendieron la lección y durante mucho tiempo no hubo más atentados contra Mitrídates VI.

Bitinia, como descubrió Mario al viajar por tierra de Pessinus a Nicomedia, era una tierra muy rica. Como toda Asia Menor, era un país montañoso, pero —salvo el macizo del Olimpo misiano, en Prusa— lo formaban cordilleras de poca altura, redondeadas y menos imponentes que el Taurus. Numerosos ríos bañaban la región, que ya hacía tiempo había sido colonizada. Se cultivaba el trigo suficiente para alimentar a la población y al ejército, con un excedente para el pago del tributo entregado a Roma. Era fácil el cultivo de legumbres y había abundancia de ganado ovino. Verduras y fruta no faltaban. Y las gentes, advirtió Mario, estaban bien alimentadas, contentas y sanas. Todos los pueblos por los que pasó eran populosos y prósperos.

Pero no fue eso lo que le dijo Nicomedes II al llegar con su familia a Nicomedia y alojarse en el palacio como huésped de honor del soberano. Comparado con otros, era un palacio pequeño, pero Julia en seguida hizo saber a Mario que tenía obras de arte muy valiosas, estaba construido con inmejorables materiales y su arquitectura era excepcional.

—El rey Nicomedes no es ningún pobretón —comentó Julia.

—¡Ay! —suspiró Nicomedes II—. Yo soy muy pobre, Cayo Mario! Supongo que es de esperar, siendo el rey de un país pobre. Y Roma tampoco facilita las cosas.

Estaban sentados en un balcón con vistas a la ensenada de la ciudad, la mar era tranquila, y desde las montañas hasta las construcciones de la orilla, todo se reflejaba en el agua. Nicomedia parecía suspendida en el aire, pensó el fascinado Mario, como si estuviera entre dos mundos, uno superior y otro inferior, como una reata de asnos andando de arriba abajo hasta las nubes que flotaban en el centro celeste de la ensenada.

—¿Qué queréis decir, majestad? —preguntó Mario.

—Bien, aquel lamentable asunto de hace cinco años con Lucio Licinio Lúculo, por ejemplo —contestó Nicomedes—. Llegó a principios de primavera diciendo que quería dos legiones de tropas auxiliares para luchar contra los esclavos rebeldes de Sicilia —continuó el rey en tono malhumorado—, y yo le dije que no disponía de tropas debido a la actuación de los recaudadores romanos que se llevaban a la gente como esclavos. «Liberad a mis esclavos según el decreto del Senado que dicta la libertad de todos los esclavos de países aliados en todo el territorio romano», le dije, «así volveré a tener un ejército y mi país conocerá de nuevo la prosperidad». ¿Y sabéis qué me contestó? ¡Que el decreto del Senado se refería a los esclavos con la condición de aliados itálicos!

—Y era cierto —añadió Mario estirando las piernas—. Si el decreto hubiera incluido a los esclavos de un país con tratado de amigo y aliado del pueblo romano habríais recibido notificación del Senado —replicó Mario, dirigiéndole una aguda mirada bajo sus espesas cejas—. Si no recuerdo mal, hallasteis tropas para Lucio Licinio Lúculo.

—No tantas como él quería, pero sí, le di hombres. O mejor dicho, los encontró él —contestó Nicomedes—. Cuando le dije que no disponía de hombres, marchó de Nicomedia para viajar por el interior y varios días después regresó diciendo que no veía que hubiese escasez de hombres. Yo alegué que los hombres que había visto eran labradores, no soldados, pero lo único que me dijo fue que los campesinos eran muy buenos soldados y servirían perfectamente. Y así se me complicaron las cosas, porque me arrebató los siete mil hombres que más necesitaba para la economía de mi país.

—Os los devolvió un año después —replicó Mario— y, además, volvieron con dinero en la bolsa.

—Un año durante el cual hubo cosechas insuficientes —insistió el rey—. Un año de poca producción, Cayo Mario, que bajo el sistema de tributos que nos impone Roma nos sitúa en una década de retraso.

—Lo que quisiera saber es por qué hay recaudadores de impuestos en Bitinia —dijo Mario, consciente de que al rey le resultaba cada vez más difícil demostrar sus aseveraciones—. Bitinia no forma parte de la provincia romana de Asia.

—El problema estriba, Cayo Mario —contestó el rey rebulléndose—, en que algunos de mis súbditos han recibido dinero prestado de los publicanos de la provincia de Asia. Pasamos una época difícil.

—¿Y qué es una época difícil, majestad? —insistió Mario—. Yo creía, y más desde que estalló la rebelión de esclavos de Sicilia, que gozabais de creciente prosperidad. Cultiváis mucho trigo y podríais cultivar más. Los agentes romanos estuvieron comprando grano durante unos años a precios por encima de lo normal, sobre todo en esta parte del mundo. En realidad, ni vuestro país ni la provincia de Asia pudieron cubrir la cantidad que se había encomendado comprar a nuestros agentes. Tengo entendido que la mayor parte procedía de las tierras del rey Mitrídates del Ponto.

¡Ahora sí! El aguijón implacable de Mario había dado en la llaga del rey de Bitinia, haciendo brotar el veneno.

—¡Mitrídates! —exclamó el rey con desprecio, repantigándose en su silla—. ¡Sí, Cayo Mario, ésa es la víbora que tengo en la vecindad! ¡Ésa es la causa de que merme la prosperidad de Bitinia! Me ha costado cien talentos de oro lograr la ayuda de Roma cuando solicitamos la condición de aliados y amigos del pueblo romano. Y cada año que pasa me cuesta muchas veces esa cantidad el proteger mis tierras contra sus taimadas incursiones. Porque me veo obligado a mantener un ejército por culpa de Mitrídates, y no hay país que pueda soportar ese gasto. ¡Mirad lo que hizo en Galacia no hace ni tres años! ¡Una carnicería en una fiesta! En la reunión de Ancira perecieron cuatrocientos jefes de tribu y ahora es el dueño de todos los países que me rodean: Frigia, Galacia y la Patagonia costera. Os lo diré en cuatro palabras, Cayo Mario. ¡Si no se le paran ahora mismo los pies a Mitrídates, incluso Roma lamentará algún día no haber hecho nada!

—Eso creo yo también —dijo Mario—. Sin embargo, Anatolia está muy lejos de Roma y dudo mucho que en Roma sepa alguien lo que sucede aquí. Salvo, quizá, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, que ya va siendo viejo. Lo que pretendo hacer es ver al rey Mitrídates para hacerle una advertencia seria. Y tal vez a mi regreso a Roma pueda convencer al Senado para que se tome más en serio el asunto del Ponto.

—Ahora cenemos —dijo Nicomedes, poniéndose en pie—. Después continuaremos la conversación. ¡Qué agradable es hablar con alguien que se preocupa!

Para Julia, la estancia en una corte oriental fue una experiencia inédita. Las mujeres romanas deberíamos viajar más, se dijo, porque ahora veo lo estrechas de miras e ignorantes que somos respecto a los demás países. Y eso debe reflejarse en el modo como educamos a los niños, sobre todo a nuestros hijos.

Aquel Nicomedes II, primer soberano que conocía, era una revelación, pues ella había imaginado que los reyes eran como un patricio romano de condición consular, altivos, eruditos, elegantes y magníficos. Una especie de Catulo César no romano, o incluso unas gentes no romanas al estilo de Escauro, príncipe del Senado. Porque no podía negarse que Marco Emilio Escauro, pese a su corta estatura y a su calvicie, era de prestancia regia.

¡Sí que era una auténtica revelación aquel Nicomedes II De gran estatura y, sin duda alguna, robusto en su juventud, porque su avanzada edad se había cobrado en su físico, dado que tenía más de ochenta años Y estaba flaco, encorvado y cojo y le colgaban bolsas de piel en la barbilla y los carrillos. Además, casi no le quedaban dientes ni pelo. Pero todo ello no era más que decadencia física, igualmente detectable en un octogenario romano de rango consular. Escévola Augur, por ejemplo. La diferencia estribaba en la resistencia y en los recursos internos, pensó Julia. Para empezar, el rey Nicomedes era tan afeminado que Julia sentía ganas de reír. Llevaba vestiduras largas y amplias de lana fina de exquisitos colores; en las comidas lucía una peluca rubia con tirabuzones como salchichas y siempre iba con enormes pendientes de brillantes, se pintaba la cara como una furcia barata y hablaba en falsete. No tenía ninguna majestad y, sin embargo, había reinado en Bitinia más de cincuenta años con mano de hierro, aplastando todos los intentos de sus hijos por destronarle. Mirándole —y sabiendo que en todas las fases de su vida había sido el mismo personaje chillón y afectado— a Julia le resultaba extremadamente difícil creer, por ejemplo, que hubiese liquidado eficazmente a su padre o que pudiese conservar la lealtad y el afecto de sus súbditos.

Sus hijos estaban en la corte pero no le quedaba esposa, pues la reina había muerto años atrás (se trataba de la madre de su hijo mayor, llamado también Nicomedes) y también su segunda esposa (madre del hijo menor llamado Sócrates). Ni a Nicomedes ni a Sócrates se les podía llamar jóvenes, porque el primero tenía sesenta y dos años y Sócrates cincuenta y cuatro. Aunque ambos estaban casados, eran tan afeminados como el padre. La esposa de Sócrates era un ser ratonil que se escondía por los rincones y se movía a saltitos, mientras que la de Nicomedes hijo era una mujerona fuerte y campechana, muy dada a las bromas pesadas y a las carcajadas. Había dado a Nicomedes hijo una niña llamada Nisa, que ya comenzaba a entrar en una peligrosa edad para acceder al matrimonio. La esposa de Sócrates no le había dado hijos.

—Era de esperar —comentó un joven esclavo a Julia mientras limpiaba la sala de estar que le habían asignado—. Yo no creo que Sócrates haya penetrado a una mujer. En cuanto a Nisa, le gusta su propio sexo, las potras, cosa que no es de extrañar dada su cara de caballo.

—Eres un impertinente —replicó Julia en tono glacial, despidiendo al joven con disgusto.

El palacio estaba lleno de bellos jóvenes, casi todos esclavos y algunos hombres libres al servicio del rey y sus hijos. Había también docenas de pajes, más bellos aún que los jóvenes. A Julia la sacaba de quicio el cometido de aquellos adolescentes, sobre todo pensando en el pequeño Mario, tan atractivo, amigable e ingenuo y ya en el umbral de la pubertad.

—Cayo Mario, vigila a nuestro hijo, ¿quieres? —dijo delicadamente a su esposo.

—¿Por qué, por esas flores remilgadas que pululan? —replicó Mario riendo—. No tienes que preocuparte,
mea vita
. Sabe distinguir un marica de una buena anca de cerda.

—Gracias por tranquilizarme y por el símil —contestó Julia, sonriendo—. Desde luego tu vocabulario no se refina con el paso de los años, Cayo Mario.

—Todo lo contrario —añadió él, imperturbable.

—Eso es lo que intentaba decirte.

—¿Ah, sí? ¡Oh!

—¿Y has visto ya bastante en este sitio? —inquirió ella de sopetón.

—Si apenas llevamos aquí una semana —contestó él, asombrado—. ¿Es que te resulta opresiva esta atmósfera circense?

—Sí, creo que sí. Siempre había tenido ganas de ver cómo viven los reyes, pero si Bitinia es una muestra de ello, prefiero la vida de Roma. No es por la homosexualidad, sino por el chismorreo y esos aires de afectación. Los criados son un desastre, y con las mujeres de palacio no tengo nada en común. Oradaltis es tan gritona que me dan ganas de taparme los oídos, y Musa… qué bien le cuadra el nombre en latín pensando en
mus
, ratón, en lugar de
musa
, la musa… Sí, Cayo Mario, en cuanto creas que podemos marcharnos, te lo agradeceré —dijo Julia, la austera matrona romana.

—Pues nos marchamos ahora mismo —dijo Mario animado, sacando un rollo del
sinus
de su toga—. Nos ha seguido todo el camino desde Halicarnaso hasta aquí. Es una carta de Publio Rutilio Rufo. ¿A que no adivinas dónde está?

—En la provincia de Asia.

—Concretamente en Pérgamo. Quinto Mucio Escévola es el gobernador este año y Publio Rutilio es su legado —dijo Mario, enarbolando gozoso la carta—. Además, gobernador y legado se muestran muy complacidos en recibirnos. Hace meses, porque esta carta tenía que habernos llegado en primavera. Estarán ansiosos por tener compañía.

—Aparte de por su fama de abogado, no conozco a Quinto Mucio Escévola —dijo Julia.

—Yo tampoco le conozco mucho. Sólo sé que él y su primo hermano Craso Orator son inseparables. En realidad no es de extrañar que no lo conozca porque apenas tendrá cuarenta años.

Convencido de que sus huéspedes iban a estarse con él un mes por lo menos, el anciano Nicomedes no quería dejarlos partir; pero Mario no era rival para una antigualla un poco boba como aquel Nicomedes II. Se marcharon con los clamores del rey taladrándoles los oídos y navegaron por los angostos estrechos del Helesponto rumbo al mar Egeo con vientos y corrientes favorables.

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