—De oro macizo —dijo Batacio, complacido.
—¿Estáis seguro? —inquirió Mario, recordando que el guía de Olimpia les había explicado la técnica con que estaba hecho el Zeus.
—Totalmente.
La estatua de la diosa, de tamaño natural, se hallaba sobre un plinto de mármol, sentada en un banco corto a ambos lados del cual había un león sin crines en cuya cabeza ella apoyaba las manos. Lucía un tocado alto, parecido a una corona, y una sutil túnica con cinturón que dejaba entrever sus hermosos pechos. Detrás del león de la izquierda había dos pastorcillos, uno tocando un caramillo y el otro una enorme lira. A la derecha del otro león estaba Attis, el consorte de Kubaba Cibeles, apoyado en un cayado y tocado con el gorro frigio; lucía camisa de manga larga atada al cuello pero abierta para mostrar un musculoso vientre, y los pantalones eran largos con una raja frontal en cada pernera y cerrados a intervalos con botones.
—Interesante —comentó Mario, a quien el conjunto no le parecía nada bello, fuese o no de oro macizo.
—Veo que no os causa admiracíón.
—Será porque soy romano y no frígio,
archigallos
—contestó Mario, volviendo sobre sus pasos por la
cella
camino de las grandes puertas de bronce—. ¿Y por qué se preocupa esta diosa asiática por Roma? —inquirió.
—Desde hace mucho tiempo, Cayo Mario. Si no, nunca habría consentido que se regalase a Roma su onfalo.
—Sí, sí, ya lo sé, pero eso no responde a mi pregunta —insistió Mario.
—Kubaba Cibeles no revela sus designios ni siquiera a sus sacerdotes —replicó Batacio, otra vez resplandeciente, pues descendía bajo el sol por la escalinata de tres cuartos de círculo. Se sentó, dando una palmada en las losas de mármol para invitar a Mario a hacer lo propio—. No obstante, debe pensar que Roma seguirá acrecentando su importancia en el orbe y que quizá algún día tenga dominio sobre Pessinus. Hace más de cien años que la acogéis en Roma con la denominación de Magna Mater, y de todos sus templos extranjeros es su predilecto. El gran recinto del Pireo de Atenas y el de Pérgamo, por ejemplo, no parecen preocuparla tanto. Yo creo que es porque le gusta Roma.
—¡Pues muy bien! —dijo Mario, animoso.
Batacio hizo una mueca de dolor y cerró los ojos. Suspiró, se encogió de hombros y señaló detrás de la escalinata el brocal de un pozo redondo.
—¿Deseáis pedirle algo a la diosa? —dijo.
—¿De qué se trata, de vocear ahí dentro y esperar que una voz fantasmagórica conteste? No —dijo Mario negando con la cabeza.
—Así es como contesta a las preguntas que se le hacen.
—
Archigallos
, no es por falta de respeto a Kubaba Cibeles, pero los dioses ya me han favorecido en cuanto a profecías y no considero prudente pedirles más —dijo Mario.
—Entonces permanezcamos sentados un rato al sol escuchando el viento, Cayo Mario —replicó Batacio, ocultando su profunda decepción, pues había dispuesto unas cuantas ingeniosas respuestas del oráculo.
—Supongo —dijo Mario tras un largo silencio— que no sabréis cuál es la mejor manera para ver al rey del Ponto. En otras palabras, ¿sabéis dónde está? Le he escrito a Amasia pero no he obtenido respuesta alguna, y de eso hace ya ocho meses. Y tampoco debe de haberle llegado mi segunda carta.
—Siempre está de un lado para otro, Cayo Mario —se aprestó a decir el sacerdote—. Es posible que este año no haya estado en Amasia.
—¿Y no le hacen llegar el correo?
—Anatolia no es Roma ni territorio romano —respondió Batacio—. Ni los cortesanos del rey Mitrídates saben dónde está si no se lo comunica. Y no suele hacerlo.
—¡Por los dioses! —exclamó Mario, asombrado—. ¿Y cómo se las arregla para gobernar el país?
—Gobiernan los nobles en su nombre, y no es una ardua tarea, ya que las ciudades del Ponto son estados griegos autónomos que a Mitrídates sólo le pagan el impuesto que él estipula. En cuanto a las zonas rurales, son primitivas y aisladas. El Ponto es un país de altas montañas que discurren paralelas al mar Euxino y por ello no existen buenas comunicaciones entre las diversas zonas. Pero el rey tiene muchas fortalezas dispersas en distintas cordilleras y cuatro cortes como mínimo, según me dijeron la última vez: Amasia, Sinope, Dasteira y Trapezus. Pero, como os digo, siempre anda de un lado para otro y, generalmente, sin un gran séquito. También viaja a Galacia, Capadocia y Comagene, donde gobiernan parientes suyos.
—Ya —dijo Mario, inclinándose hacia adelante y juntando las manos entre las rodillas—. Supongo que lo que queréis decir es que es posible que nunca llegue a verle.
—Depende del tiempo que penséis permanecer en Asia Menor —respondió Batacio con indiferencia.
—Creo que permaneceré aquí hasta que consiga ver al rey del Ponto,
archigallos
. Entretanto, haré una visita al rey Nicomedes, que al menos se está quieto, y luego volveré a Halicarnaso a pasar el invierno. En primavera quiero ir a Tarso, y de allí me arriesgaré a viajar por tierra para ver al rey Ariarates de Capadocia —dijo Mario de carrerilla, para abordar después el tema del banco del templo, por el que sentía especial interés.
—Cayo Mario, no es cuestión de dejar el dinero de la díosa pudriéndose en nuestras arcas —dijo Batacio muy tranquilo—. Lo prestamos con un buen interés y aumentamos su riqueza. Sin embargo, aquí en Pessinus no tenemos clientes, muy al contrario de lo que hacen algunos otros templos.
—Es una actividad desconocida en Roma —dijo Mario—. Supongo que será porque allí los templos son propiedad del pueblo romano y los administra el Estado.
—El Estado romano podría hacer dinero, ¿no?
—Podría, pero eso nos llevaría a otra burocracia más y en Roma no gustan mucho los burócratas porque tienden a ser despreocupados o demasiado codiciosos. Nuestra banca es privada y la organizan banqueros profesionales.
—Yo os aseguro, Cayo Mario —dijo Batacio—, que los banqueros de los templos somos muy profesionales.
—¿Y en Cos? —inquirió Mario.
—¿El santuario de Esculapio, decís?
—Eso es.
—¡Ah, realizan una operación altamente profesional! —respondió Batacio, casi con envidia—. ¡Actualmente es una institución bien cualificada para financiar incluso las guerras! Desde luego, tienen muchos clientes.
—Os doy las gracias,
archigallos
—dijo Mario levantándose.
Batacio vio a Mario descender la rampa hacia la hermosa columnata construida sobre el riachuelo; luego, seguro de que no iba a volverse, el sacerdote se apresuró a entrar en su palacio, un precioso edificio no muy grande con una arboleda.
Instalado en su despacho, cogió los menesteres de escribir y comenzó una carta para el rey Mitrídates:
Parece ser, gran rey, que el cónsul romano Cayo Mario está decidido a veros. Se dirigió a mí para que le ayudase a localizaros y, como no le diese ninguna esperanza, me dijo que piensa quedarse en Asia hasta que logre veros.
Entre sus planes futuros está una visita a Nicomedes y a Ariarates. Cabe preguntarse cómo es que se expone a los rigores de un viaje por Capadocia cuando ya no es joven, ni goza de buena salud, como sospecho. Pero me manifestó que en primavera irá a Tarso y luego a Capadocia.
A mí me ha parecido un hombre de fuste, majestad. Si un hombre así ha logrado ser cónsul de Roma no menos de seis veces —pues es una persona franca y bastante ruda— creo que no se le debe subestimar. Los nobles romanos que yo conozco son hombres más blandos y refinados. Quizá sea una lástima no haber tenido oportunidad de conocer a Cayo Mario en Roma para, al contrastarlo con sus iguales, haber podido profundizar algo más que aquí en Pesinnus.
Quedo vuestro devoto y siempre fiel súbdito, Batacio.
La carta quedó sellada y envuelta en tafilete, introducida en una cartera, y Batacio la puso en manos de uno de sus jóvenes sacerdotes para que la llevase lo antes posible a Sinope, donde estaba el rey Mitrídates.
Su contenido no complació al monarca, quien permaneció sentado mordiéndose el labio y con el entrecejo tan fruncido que los cortesanos, obligados a estar en su presencia sin hablar, dieron gracias por tal circunstancia y sintieron pena por Arquelao, cuya obligación, por contra, era estar sentado con el rey para contestar cuando éste le hablase. No es que Arquelao pareciera preocupado, Pues, además de ser primo y el principal notable de Mitrídates, era también amigo, sirviente y hermano.
No obstante, por debajo de su aparente despreocupación, Arqaqqelao sentía igual temor por su seguridad y la de los presentes aunque habría podido perdonársele que pensase que gozaba del favor del rey, más le habría valido recordar el fin del primer noble Diofanto, que también había sido a la vez amigo y servidor, y padre igual que tío, que era su verdadero parentesco.
Sin embargo, se decía Arquelao contemplando de cerca aquel rostro duro y enojado, no había alternativa. El rey era el rey para mandar a los demás y matarlos si ello le venía en gana. Una situación que había agudizado la inteligencia de los que vivían cerca de él, fructificando en notable energía, veleidad, infantilismo, ingenio, dureza y timidez. Lo único con que contaba uno para eludir mil situaciones peligrosas era la inteligencia. Y esas situaciones peligrosas podían estallar de pronto como los temporales en el Euxino, o cocerse a fuego lento como rescoldos en el subconsciente del soberano. o surgir amenazadoras de algún pecado olvidado de diez años atrás. Pues el rey nunca olvidaba una ofensa, real o imaginaria; únicamente la reservaba para el momento oportuno.
—Por lo visto tendré que hablar con él —dijo Mitrídates—. ¿No es cierto? —añadió.
Trampa. ¿Qué contestaría?
—Si no es porque lo decidís así, gran rey, no tenéis por qué ver a nadie —contestó Arquelao con soltura—. De todos modos, me imagino que será interesante conocer a un hombre como Cayo Mario.
—Pues que sea en Capadocia, en primavera. Dejemos que primero se haga una idea de Nicomedes. Si este Cayo Mario es tan excepcional, no creo que le complazca Nicomedes de Bitinia —dijo el rey—. Y que conozca también antes a Ariarates. Envía a ese insecto órdenes para que se presente en Tarso a Cayo Mario y escolte al romano personalmente a Capadocia.
—Gran rey, ¿movilizamos al ejército según lo previsto?
—Desde luego. ¿Está Gordio en camino?
—Estará en Sinope antes de que las nieves cierren los pasos, mi rey —contestó Arquelao.
—¡Estupendo! —dijo Mitrídates, aún ceñudo, volviendo a releer la carta de Batacio y mordiéndose el labio. ¡Esos romanos! ¿Por qué tenían que meter la nariz en lo que, al fin y al cabo, no les importaba? ¿Por qué un hombre tan famoso como Cayo Mario se interesaba por lo que hacían los pueblos de Anatolia oriental? ¿Habría concluido Ariarates un trato con los romanos para destronar a Mitrídates Eupator y convertir al Ponto en una satrapía de Capadocia?
—El camino ha sido largo y difícil —dijo a su primo Arquelao—. ¡No me inclinaré ante los romanos!
Efectivamente, el camino había sido largo y difícil casi desde el nacimiento, pues era el hijo pequeño del rey Mitrídates V y de su esposa-hermana Laódice. Nacido el mismo año en que Escipión Emiliano había muerto tan misteriosamente, Mitrídates, llamado Eupator, tenía un hermano apenas dos años mayor que él llamado Mitrídates Cristos porque había sido el ungido como rey. El rey su padre había soñado engrandecer el Ponto a expensas de quien fuese, pero preferentemente a expensas de Bitinia, su tradicional y más recalcitrante enemigo.
Al principio la situación parecía dar a entender que el Ponto conservaría la condición de país amigo y aliado del pueblo romano, que había obtenido Mitrídates IV por su ayuda a Atalo II de Pérgamo en la guerra contra el rey Prusias de Bitinia. Mitrídates V había conservado cierto tiempo la alianza con Roma, enviando fuerzas contra Cartago en la tercera guerra púnica y contra los sucesores de Atalo III de Pérgamo, al saber que en su testamento había dejado su reino a Roma. Pero, luego, Mitrídates V había comprado Frigia a Manio Aquilio, procónsul romano de Asia Menor, por una suma de oro de su peculio particular, perdiendo el título de amigo y aliado, y desde entonces persistía la enemistad entre el Ponto y Roma, astutamente fomentada por el rey Nicomedes de Bitinia y por los senadores romanos adversarios de Aquilio.
Con o sin enemistad de Roma y Bitinia, Mitrídates V había proseguido la política expansionista, anexionándose Galacia y consiguiendo que le declarasen heredero de la mayor parte de Patagonia. Pero a su esposa-hermana no le gustaba el soberano y concibió el propósito de reinar sola en el Ponto. Cuando el joven Mitrídates Eupator contaba nueve años, en la época en que la corte estaba en Amasia, la reina Laódice asesinó a su esposo y hermano y entronizó a Mitrídates Cristos, de once años. Naturalmente ella se nombró regente, y a cambio de la garantía por parte de Bitinia de no alterar las fronteras del Ponto, renunció a la reivindicación de Patagonia y otorgó la soberanía a Galacia.
No había cumplido aún diez años cuando el joven Mitrídates Eupator huyó de Amasia semanas después del golpe de estado de su madre, convencido de que a él también iba a asesinarle, pues, a diferencia de su sumiso hermano Cristos, él, por su parecido, le recordaba a su marido; ella lo manifestaba así cada vez con mayor frecuencia. Totalmente solo, el niño huyó, no a Roma o a alguna corte cercana, sino a las montañas orientales del Ponto, y allí no ocultó su identidad a los habitantes, pero sí les pidió que guardasen el secreto. Aterrados y halagados, predispuestos a simpatizar con un miembro de la familia real que había elegido sus tierras para el exilio, la población local protegió fanáticamente a Mitrídates. Yendo de un pueblo a otro, el joven príncipe llegó a conocer su patria como ninguno de sus antecesores, viviendo en remotas regiones en las que la civilización se había retrasado, detenido o jamás había llegado. En verano erraba totalmente libre, dedicado a la caza del oso y el león para ganar fama de audaz entre sus súbditos ignorantes, sabiendo que los ricos bosques del Ponto le proporcionarían alimento en forma de cerezas, avellanas, albaricoques, suculentas verduras y conejos.
En ciertos aspectos, nunca volvería a vivir satisfacciones tan sencillas, ni sus súbditos le dispensarían tan rendida adoración como durante aquellos siete años en que anduvo refugiado en las montañas del Ponto oriental. Durmiendo apaciblemente al amparo de aquellos bosques, teñidos por el rosa y el lila del rododendro, el crema colgante de la acacia, escuchando el murmullo de aguas cristalinas, alcanzó la juventud. Sus primeras mujeres fueron las muchachas de pueblos pequeños y primitivos; el primer león, una enorme fiera de largas crines, a la que mató con un garrote, emulando a Hércules; y su primer oso, un animal mucho más alto que él.