La corona de hierba (13 page)

Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
8.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los mitridátidas eran gentes de elevada estatura, de origen germano-celta de la región de Tracia, pero él tenía algo de sangre persa de la corte del rey Darío, y durante los doscientos cincuenta años que llevaban reinando en el Ponto habían matrimoniado con la dinastía seléucida siria, otra casa real de origen germano-tracio descendiente del general Seleuco de Alejandro Magno, y algún gen recesivo de la estirpe persa produjo algunos individuos más menudos y de suave cutis crema oscuro, pero Mítrídates Eupator era un auténtico germano-celta de gran estatura, espaldas en las que cargaba un ciervo bien desarrollado y muslos y pantorrillas suficientemente fuertes para trepar por los riscos del montañoso Ponto.

A los diecisiete años se consideró ya un hombre hecho y fue al encuentro de su destino. Envió en secreto un mensaje a su tío Arquelao, un hombre que, él lo sabía, no guardaba ningún afecto por la reina Laódice, su hermanastra y su soberana, y acto seguido urdieron un plan en una serie de encuentros clandestinos en las montañas de Sinope, en donde vivía todo el año la soberana; Mitrídates fue hablando con los notables que Arquelao juzgaba dignos de confianza y fue recibiendo su promesa de fidelidad.

Todo salió con arreglo al plan previsto: Sinope cayó sin asedio debido a la lucha intestina que estalló por el poder, la reina y Cristos, con los nobles partidarios suyos, fueron apresados sin derramamiento de sangre, pero luego la espada del verdugo hizo que ésta sí corriera, ajusticiando inmediatamente a varios tíos, tías y primos de Mitrídates. Cristos pereció poco después, y la reina Laódice fue la última en caer. Como era un hijo clemente, Mitrídates encerró a su madre en una mazmorra de las defensas de Sinope, donde alguien se olvidó de darle de comer y acabó muriendo de hambre. Inocente o matricida, Mitrídates VI reinó en solitario cuando aún no había cumplido dieciocho años.

Enardecido, ansiaba convertir el Ponto en el país más poderoso de la zona y quién sabe si gobernar el mundo, porque su enorme espejo de plata le decía que él no era un rey corriente. En lugar de diadema o tiara, optó por tocarse con una piel de león, con las fauces abiertas sobre la frente, cabeza y orejas cubriéndole el pelo y las garras cruzándole el pecho. Como su pelo era tan parecido al de Alejandro Magno, de color amarillo dorado, espeso y ondulado, lo llevaba peinado igual que él. Y para demostrar su virilidad no se dejó barba ni bigote (por ser algo ajeno al gusto helenista) sino unas largas y pobladas patillas. ¡Qué contraste con Nicomedes de Bitinia! Viril, mujeriego, grande, lujurioso, terrible y poderoso; eran las cualidades que el espejo de plata le revelaba, y él se sentía satisfecho.

Casó con su hermana mayor, otra Laódice, y luego con cuantas le placían; así, tenía una docena de esposas y un buen número de concubinas. Laódice fue nombrada reina, pero, como el mismo solía decirle, sólo lo sería mientras le fuese fiel. Para hacer más explícita la advertencia, envió a Siria a por una esposa seléucida de la casa reinante, y como en aquel momento había abundancia de princesas, tuvo por esposa a una siria llamada Antioquis. Compró también a una tal Nisa, hija de un príncipe de Capadocia llamado Gordio, y dio una de sus hermanas menores (también llamada Laódice) a Ariarates VI de Capadocia.

Las alianzas matrimoniales, como pronto comprendería, eran un asunto de suma utilidad. Su suegro Gordio conspiró con su hermana Laódice para asesinar al marido de ésta, rey de Capadocia, y situar en el trono a su hijito con el nombre de Ariarates VII, contentándose ella con quince años de regencia, para mantener Capadocia esclava de su hermano Mitrídates; eso hasta que sucumbió a los halagos del viejo rey Nicomedes de Bitinia y optó por reinar prescindiendo de su hermano Mitrídates y de su perro guardián Gordio. Gordio huyó al Ponto y Nicomedes asumió el título de rey de Capadocia, pero siguió residiendo en Bitinia, consintiendo que su esposa hiciera lo que quisiera en Capadocia, salvo mostrar una actitud amistosa frente al Ponto. Disposición que a Laódice le vino de perlas. Sin embargo, su hijo tenía ya casi diez años y, como buen oriental, mostraba ya tendencias autocráticas y deseaba reinar en solitario. Por un enfrentamiento con su madre, sus pretensiones se vinieron abajo, pero no sus deseos. Transcurrido un mes se presentó en la corte de su tío Mitrídates en Amasia y otro mes más tarde su tío le instalaba en el trono de Mazaca, ya que el ejército del Ponto estaba siempre en pie de guerra, no así el de Capadocia. Laódice fue ejecutada a la vista de su impasible hermano, y las posesiones de Bitinia en Capadocia quedaron drásticamente borradas. Lo único que molestó a Mitrídates fue que el joven rey Ariarates VII, de diez años, no consintió en que Gordio volviese a Capadocia, manifestando tercamente que no podía acoger en el país al asesino de su padre.

Todas estas intromisiones de Capadocia sólo habían ocupado una pequeña parte del tiempo del rey del Ponto; durante los primeros años de su reinado centró casi todas sus energías en aumentar la fuerza y perfección de sus ejércitos y sanear el tesoro del país. Mítrídates era un rey que reflexionaba, pese a su aspecto leonino, sus afectadas actitudes y su juventud.

Con un puñado de los notables que eran además sus más próximos parientes (mItridátIdas), su tío Arquelao, su tío Diofanto y sus primos Arquelao y Neoptolemo, se embarcó en Amisus para realizar un viaje por la ribera oriental del mar Euxino. El grupo viajó con disfraces de mercaderes griegos en prospección de contratos comerciales, y pasó por tal dondequiera que desembarcaba, ya que los pueblos que visitaban no eran cultos ni refinados. Trapezo y Rizo ya hacía tiempo que pagaban tributo a los reyes del Ponto, formando nominalmente parte del reino, pero aparte de aquellos dos prósperos puertos de salida para la plata de las ricas minas, el interior era
terra incógnita
.

La expedición exploró la legendaria Cólquida, donde el río Fasis desemboca en el mar y las gentes que viven en sus riberas hunden en sus aguas vellones para recoger las numerosas partículas de oro que arrastran desde el Cáucaso. Se quedaron boquiabiertos al ver aquellas montañas más altas que las del Ponto y Armenia, con sus laderas cubiertas de nieves perpetuas, y anduvieron al acecho de las descendientes de las amazonas que otrora vivían en el Ponto, donde el Termodón rinde sus aluviones en el mar.

Progresivamente el Cáucaso pierde altura y comienza la interminable llanura de los escítas y los sármatas, pueblos muy numerosos, de hábitos casi sedentarios, aunque algo sometido por los griegos que habían establecido colonias en la costa, no militarmente sometido, sino influido por la cultura y las costumbres griegas más exóticas y seductoras.

En el punto en que el delta del río Vardanes corta la línea de la costa, el barco en que viajaba Mitrídates entró en un lago enorme casi cerrado, llamado Maeotis, y navegó por su perímetro triangular hasta descubrir en el vértice el mayor río del mundo, el fabuloso Tanais. Supieron de nombres de otros ríos: Rha, Udon, Boristenes, Hipanis, y oyeron relatos sobre el gran mar situado al este, llamado Hyrcamis o Caspio.

Donde los griegos habían fundado sus colonias, allí abundaba el trigo.

—Sembraríamos más si tuviésemos mercado —dijo el
etnarca
de Sinde—. Cuando probaron el pan, los escitas aprendieron a roturar el suelo y cultivar trigo.

—Hace ya un siglo que vendéis trigo al rey Masinisa de Numidia —dijo Mitrídates—, pero hay más mercados. No hace mucho que los romanos estaban dispuestos a comprar al precio que fuese. ¿Por qué no buscáis mercados de una forma más activa?

—Es verdad —respondió el
etnarca
—; nos hemos quedado demasiado aislados de los pueblos del Mediterráneo, y las tasas que impone Bitinia por el paso del Helesponto son muy altas.

—Yo creo que hemos de hacer algo para ayudar a esta gente tan estupenda, ¿no créeis? —dijo Mitrídates a sus tíos.

Una inspección de la fabulosa y fértil península llamada el Quersoneso Táurico por los griegos y Cimeria por los escitas era el último testimonio que necesitaba Mitrídates: aquellas tierras estaban maduras para la conquista y debían pertenecer al Ponto.

Sin embargo, Mitrídates no era un buen general, pero sí lo bastante inteligente para saberlo. La milicia le había interesado algunas veces y no era cobarde, ni mucho menos; pero él no sabía cómo utilizar miles de soldados y no había tenido ocasión de llevarlo a la práctica. Le gustaba organizar una campaña y hacer las levas de tropa, pero dejaba a otros más capaces el mando.

El Ponto estaba lleno de tropas, desde luego, pero su rey sabía que su calidad dejaba mucho que desear, pues los griegos que habitaban las ciudades costeras despreciaban la guerra, y los pueblos indígenas, descendientes de las estirpes persas que otrora habían vivido al sur y al oeste del mar Hircamis, estaban tan atrasados que resultaba casi imposible entrenarlos militarmente. Por consiguiente, a semejanza de la mayoría de monarcas orientales, Mitrídates se veía obligado a recurrir a mercenarios; en su mayor parte sirios, cilicios, chipriotas y los impetuosos habitantes de los belicosos estados semitas en torno al Palus Asplialtites de Palestina. Combatían muy bien y eran leales, siempre que se les pagara, pero si la paga se retrasaba un día, recogían sus bártulos y emprendían el camino de sus casas.

Al ver a los escitas y sármatas, el rey del Ponto pensó que entre ellos podía reclutar su ejército; los entrenaría para la infantería, dándoles el mismo armamento que los romanos. Pero antes tenía que someterlos. Y esa tarea se la encomendó a su tío Diofanto, hijo de la hermana de su padre, y a un noble llamado Asclepiodoro.

El pretexto fue una queja presentada por los griegos de Sinde y del Quersoneso por las incursiones de los hijos del rey Esciluro, ya difunto y artífice del estado escita de Cimeria, que aún subsistía después de su muerte, Gracias a los esfuerzos de la avanzadilla griega de Olbia, situada al oeste, eran escitas dedicados a la agricultura, pero también belicosos.

—Pedid ayuda al rey Mitrídates del Ponto —dijo el falso grupo de mercaderes antes de abandonar el Quersoneso Táurico—. Si queréis, podemos llevarle una carta vuestra.

Famoso general ya en vida de Mitrídates V, Diofanto se entregó a la tarea con entusiasmo y condujo un ejército bien entrenado al Quersoneso Táurico, y en la primavera siguiente al viaje de Mitrídates el Ponto ganaba la guerra y los hijos de Esciluro se rendían, a la par que el reino
insula
r de Cimeria; al cabo de un año, el Ponto poseía todo el Quersoneso Táurico, gran parte del territorio roxolano al oeste y la ciudad griega de Olbia, muy disminuida por las constantes incursiones de sármatas y roxolanos. En el segundo año, los escitas contraatacaron, pero a finales del mismo, Diofanto tenía sometidas las regiones orientales del lago Maeotis, la isla Suamacus, y había edificado dos ciudades fortificadas, una enfrente de otra, en el Bósforo cimerio.

Diofanto regresó en barco a su país y dejó a su hijo Neoptolemo encargado de Olbia y el oeste y a su hijo Arquelao la organización del nuevo imperio póntico de la región norte del Euxino. Realizaron una tarea espléndida, con no poco expolio, inagotable mano de obra para los ejércitos e inmejorables perspectivas de comercio. Todo esto se lo comunicó Diofanto al joven rey con tono de orgullo, tras lo cual, el joven rey, celoso y atemorizado, mandó ejecutar a su tío Diofanto.

El eco de aquello se extendió por toda la corte y llegó hasta el Euxino norte, en donde los hijos del ejecutado lloraron de terror y aflicción y se aplicaron con renovada energía a concluir lo que su padre había iniciado. Neoptolemo y Arquelao avanzaron y navegaron por la orilla oriental del Euxino, apoderándose uno por uno de todos los pequeños reinos del Cáucaso, incluido la Cólquida rica en oro y las tierras situadas entre Fasis y el Rhizus póntico.

La Armenia inferior, que los romanos llamaban Armenia Parva, no formaba en puridad parte de Armenia; consistía en unas tierras situadas al oeste de la vertiente póntica de las grandes montañas, entre los ríos Araxes y Éufrates, que Mitrídates consideraba suyas de pleno derecho, aunque sólo fuese porque su rey tenía por soberanos a los reyes del Ponto y no a los de Armenia. En cuanto al Euxino oriental y septentrional, fueron de él de hecho y de nombre;

Mitrídates invadió la Armenia inferior al frente de sus ejércitos, convencido de que bastaría con su presencia. Y no se equivocó. Cuando entró en la pequeña ciudad de Zimara, que era la capital, la población le recibió entre aclamaciones y el rey armenio Antípater avanzó hacia él con ademán suplicante. Por una vez en su vida, Mitrídates se sintió como un general, y no es de extrañar que quedara extasiado con la Armenia inferior, contemplando aquellos picos cubiertos de nieve, los tumultuosos torrentes, el aislamiento y la inaccesibilidad. Y allí decidió guardar los tesoros que tan rápidamente iba acumulando, dictando sin pérdida de tiempo órdenes para la construcción de depósitos fortificados en riscos inexpugnables de aquellas altas montañas y en las orillas inalcanzables de los peligrosos ríos. Durante todo el verano estuvo cabalgando para decidir la elección de tal sima, tal garganta; una vez concluido el plan, disponía de setenta depósitos de seguridad, y la fama de su fabulosa riqueza había llegado a Roma.

Así, cuando aún no contaba treinta años, dueño ya de un próspero imperio con inmensas riquezas, comandante en jefe de doce ejércitos formados por escitas, sármatas, celtas y meóticos y padre de numerosos hijos, Mitrídates VI del Ponto envío una embajada a Roma para solicitar el título de amigo y aliado del pueblo romano. Fue el año en que Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César vencieron a las últimas hordas de germanos en Vercellae, por lo que Mario sólo conocía los acontecimientos por boca ajena, principalmente por las cartas de Publio Rutilio Rufo. El rey Nicomedes de Bitinia se había quejado inmediatamente al Senado, diciendo que era imposible que Roma nombrase a dos reyes amigos y aliados del pueblo romano cuando esos dos reyes estaban constantemente enfrentados, señalando que él nunca había faltado en su lealtad a Roma desde su ascenso al trono de Bitinia, más de cincuenta años atrás. Tribuno de la plebe por segunda vez, Lucio Apuleyo Saturnino había apoyado a Bitinia y, al final, todo el dinero que los embajadores de Mitrídates habían pagado a los venales senadores no había servido para nada. La embajada enviada por el Ponto no fue recibida y regresó a su país.

Other books

Twiceborn by Marina Finlayson
Red Centre by Ansel Gough
A Mighty Fortress by David Weber
The Troublesome Angel by Valerie Hansen
A Paradox in Retrograde by Faherty, John
The Insanity Plea by Larry D. Thompson
Spycatcher by Peter Wright