Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
En la alocada y desordenada serie de negocios que en aquella época pasó por nuestras manos, hubo uno que hasta nos las quemó. No lo buscamos nosotros; fue el negocio el que nos asaltó. Nos metió en él un dálmata, un tal Tacich, cuyo padre había trabajado en Argentina con el padre de Guido. Primero vino a vernos sólo para recibir de nosotros informaciones comerciales, que pudimos conseguirle.
Tacich era un joven muy apuesto, demasiado apuesto incluso. Alto, fuerte, tenía un rostro aceitunado en el que se fundían en deliciosa entonación el azul oscuro de los ojos, las largas cejas y cortos y espesos bigotes color castaño de reflejos áureos. En resumen, había en él tal armonía de colores, que me pareció el hombre nacido para acompañar a Carmen. También a él le pareció así y vino a vernos todos los días. La conversación en nuestra oficina duraba todos los días horas, pero nunca fue aburrida. Los dos hombres luchaban para conquistar a la mujer, y como todos los animales en celo, ostentaban sus mejores cualidades. Guido se retraía un poco porque el dálmata iba a verlo a su casa y, por esa razón, conocía a Ada, pero ya nada podía perjudicarlo ante los ojos de Carmen; yo, que conocía bien esos ojos, lo supe al instante, mientras que Tacich tardó mucho más en enterarse y, para tener con mayor frecuencia pretexto para verla, compró a nosotros y no al fabricante varios vagones de jabón, que pagó algo más caro. Luego, también por amor, nos metió en el negocio desastroso.
Su padre había observado que, periódicamente, en determinadas épocas del año, el sulfato de cobre subía y en otras bajaba de precio. Por eso, decidió comprar en Inglaterra, para especular con él en el momento más favorable, unas sesenta toneladas. Hablamos por extenso de ese negocio e incluso lo preparamos entrando en relación con la casa inglesa. Después el padre telegrafió al hijo que le parecía había llegado el momento oportuno y dijo también el precio al que estaría dispuesto a concluir el negocio. Tacich, enamorado como estaba, vino corriendo a vernos y nos confió el negocio, a cambio de lo cual recibió como premio una bella mirada, larga y acariciadora, de Carmen. El pobre dálmata recibió agradecido la mirada sin saber que era una manifestación de amor a Guido.
Recuerdo la tranquilidad y seguridad con que Guido se dispuso a realizar el negocio que, en realidad, se presentaba muy fácil, porque en Inglaterra se podía embarcar la mercancía con destino a nuestro puerto, donde sería cedida, sin tocarla, a nuestro comprador. Fijó con exactitud el importe exacto que quería ganar y con mi ayuda estableció el límite que debía señalar a nuestro amigo inglés para la compra. Con ayuda del diccionario escribimos juntos el telegrama en inglés. Una vez expedido, Guido se frotó las manos y se puso a calcular cuántas coronas le lloverían a la caja a cambio de ese leve y breve esfuerzo. Para conservar el favor de los dioses, consideró justo prometerme una pequeña comisión a mí y luego, con algo de malicia, también a Carmen, que había colaborado en el negocio con los ojos. Los dos quisimos negarnos, pero él nos suplicó que al menos fingiéramos aceptar. De lo contrario, temía nuestro mal de ojo y yo lo complací al instante para tranquilizarlo. Yo sabía con certeza matemática que de mí sólo podían llegarle los mejores augurios, pero comprendía que él pudiera ponerlo en duda. Aquí abajo, cuando no nos odiamos, nos amamos todos, pero nuestros vivos deseos acompañan sólo a los negocios en que participamos.
El asunto fue examinado en todos los sentidos e incluso recuerdo que Guido calculó hasta cuántos meses podría mantener, con el beneficio que obtendría, su familia y la oficina, es decir, sus dos familias, como decía unas veces, o sus dos oficinas, como decía otras, cuando se aburría mucho en casa. Fue examinado demasiado aquel asunto, y tal vez por eso no saliera bien. De Londres llegó un telegrama breve:
Tomada nota
, y luego la indicación del precio del sulfato ese día, mucho más elevado que el concedido por nuestro comprador. Adiós negocio. Tacich fue informado de ello y poco después abandonó Trieste.
En aquella época yo estuve casi un mes sin frecuentar la oficina, razón por la que no pasó por mis manos una carta que llegó a la empresa, de aspecto inofensivo, pero que iba a tener graves consecuencias para Guido. Con ella la empresa inglesa nos confirmaba su telegrama y acababa informándonos de que tomaba nota de nuestra petición, válida salvo contraorden. Guido no pensó en dar la contraorden y yo, cuando volví a la oficina, ya no recordaba ese asunto. Así, varios meses después, una noche Guido vino a buscarme a casa con un telegrama que no entendía y que creía nos habían dirigido por error, pese a llevar clara nuestra dirección telegráfica, que yo había hecho registrar, en cuanto instalamos nuestra oficina. El telegrama contenía sólo tres palabras:
60 tons settled
, y yo lo entendí al instante, lo que no era difícil porque ese del sulfato de cobre era el único negocio de importancia que habíamos tratado. Se lo dije: se comprendía por aquel telegrama que se había alcanzado el precio que habíamos fijado para la ejecución de nuestra petición y, por esa razón, éramos los felices propietarios de sesenta toneladas de sulfato de cobre.
Guido protestó:
—¿Cómo se puede pensar que yo vaya a aceptar con tanto retraso la ejecución de mi encargo?
Yo pensé en seguida que en nuestra oficina debía de estar la carta de confirmación del primer telegrama, mientras que Guido no recordaba haberla recibido. El, inquieto, me propuso correr al instante a la oficina para ver si estaba allí, idea que me pareció excelente, porque me fastidiaba esa discusión delante de Augusta, quien ignoraba que yo no habla aparecido por la oficina durante un mes.
Corrimos a la oficina. A Guido le desagradaba tanto verse obligado a realizar aquel primer gran negocio, que, para librarse de él, habría ido corriendo a Londres. Abrimos la oficina; después, a tientas en la oscuridad, encontramos el camino hasta nuestra habitación y encendimos el gas. Entonces encontramos en seguida la carta, que estaba redactada como yo había supuesto. Es decir, que nos informaba de que nuestra petición válida salvo contraorden se había ejecutado.
Guido guardó la carta con la frente arrugada no sé si del desagrado o del esfuerzo para anular con su mirada lo que se anunciaba con tanta simplicidad de palabra.
—¡Y pensar —observó— que habría bastado escribir dos palabras para librarnos de semejante perjuicio!
Desde luego, no era un reproche dirigido a mí, porque yo había estado ausente de la oficina y, aunque había sabido encontrar en seguida la carta, por saber ahora dónde debía encontrarse, no la había visto nunca antes. Pero para salvarme más radicalmente de cualquier reproche, le dirigí, decidido, uno a él:
—¡Durante mi ausencia habrías podido leer atentamente todas las cartas!
La frente de Guido perdió las arrugas. Se encogió de hombros y murmuró:
—Puede acabar siendo una suerte este asunto.
Poco después me dejó y yo volví a mi casa.
Pero Tacich tuvo razón: en ciertas épocas el sulfato de cobre bajaba y bajaba, cada día más, y nosotros, con la ejecución de nuestra petición y la posibilidad inmediata de ceder la mercancía a ese precio a otros, teníamos la oportunidad de estudiar el fenómeno en conjunto. Nuestra pérdida aumentó. El primer día Guido me pidió consejo. Habría podido vender con una pérdida pequeña en comparación con la que tuvo que soportar después. Yo no quise dar consejos, pero no dejé de recordarle la convicción de Tacich, según la cual la bajada debería continuar durante más de cinco meses. Guido dijo riendo:
—¡Ahora sólo faltaría dejar que dirija mis asuntos un provinciano!
Recuerdo que intenté corregirlo, diciéndole que ese provinciano desde hacía muchos años pasaba el tiempo en la pequeña ciudad dálmata observando el sulfato de cobre. Yo no puedo tener el menor remordimiento por la pérdida que sufrió en aquel negocio. Si me hubiera escuchado, se habría librado de ella.
Más adelante discutimos el asunto del sulfato de cobre con un agente, un hombre pequeño, rechoncho, vivo y astuto, que nos reconvino por haber hecho la compra, pero que no parecía compartir la opinión de Tacich. Según él, el sulfato de cobre, aunque constituía un mercado propio, acusaba la fluctuación del precio del metal. Guido salió de aquella entrevista con cierta seguridad. Rogó al agente que lo mantuviera informado de cualquier movimiento del precio; esperaría, ya que quería vender no sólo sin pérdida, sino con un pequeño beneficio. El agente rió, discreto, y después, durante la conversación, dijo unas palabras que yo anoté porque me parecieron muy ciertas:
—Es curioso cómo en este mundo hay poca gente que se resigne ante las pérdidas pequeñas; las grandes son las que inducen de inmediato a la gran resignación.
Guido no hizo caso. Sin embargo, lo admiré también a él, porque no contó al agente por qué camino habíamos llegado a la compra. Se lo dije y él se sintió halagado. Temía, dijo, desacreditar a nosotros y también nuestra mercancía contando la historia de la compra.
Después, por algún tiempo, no volvimos a hablar del sulfato, hasta que llegó de Londres una carta con la que nos invitaban al pago y a dar instrucciones para la expedición. ¡Recibir, almacenar sesenta toneladas! A Guido empezó a darle vueltas la cabeza. Hicimos los cálculos de lo que gastaríamos para conservar esa mercancía durante varios meses. ¡Una suma enorme! Yo no dije nada, pero el corredor, que con gusto habría visto llegar la mercancía a Trieste porque entonces tarde o temprano habría recibido el encargo de venderla, hizo observar a Guido que esa suma que a él le parecía enorme no era gran cosa, si se expresaba en «porcentajes» sobre el valor de la mercancía.
Guido se echó a reír porque la observación le parecía extraña:
—Yo no tengo sólo cien kilos de sulfato: por desgracia, ¡tengo sesenta toneladas!
Habría acabado dejándose convencer por el cálculo del agente, evidentemente correcto, ya que con un pequeño movimiento al alza del precio, se habrían cubierto los gastos con creces, si en ese momento no se lo hubiera impedido una de sus llamadas inspiraciones. Cuando se le ocurría una idea comercial, se sentía alucinado y no había sitio en su mente para otras consideraciones. Su idea era la siguiente: quien le había vendido la mercancía, franca de porte, debía pagar su transporte desde Inglaterra. Si ahora cedía su mercancía a sus propios vendedores, que así se ahorrarían los gastos del transporte, podría disfrutar de un precio más ventajoso que el que le ofrecían en Trieste. No era del todo cierto, pero, para contentarlo, nadie se lo discutió. Una vez liquidado el asunto, sonrió con amargura y, con cara de pensador pesimista, dijo:
—No se hable más del asunto. La lección ha sido algo cara: ahora hay que saber aprovecharla.
Sin embargo, siguió hablándose del asunto. No volvió a tener nunca esa gran seguridad a la hora de rechazar los negocios y, cuando al final del año, le mostré el dinero que habíamos perdido, murmuró:
—¡Ese maldito sulfato de cobre fue mi desgracia! ¡Siempre sentía la necesidad de recuperarme de aquella pérdida!
Mi ausencia de la oficina había sido provocada por el abandono de Carla. No había podido presenciar los amores de Carmen y Guido. Se miraban, se sonreían, delante de mí. Me marché indignado, con una decisión que adopté por la noche, en el momento de cerrar la oficina, y sin decir nada a nadie. Esperaba que Guido me preguntara la razón de tal abandono y me preparaba a cantarle las cuarenta. Yo podía ser muy severo con él, ya que no sabía absolutamente nada de mis excursiones al Jardín Público.
Lo mío era una especie de celos, porque Carmen me parecía la Carla de Guido, una Carla más apacible y sumisa. También con la segunda mujer, como con la primera, había sido él más afortunado que yo. Pero tal vez —y eso me proporcionaba una razón para un nuevo reproche— debiera tal fortuna a esas cualidades suyas que yo le envidiaba y que seguía considerando inferiores: paralela a su seguridad con el violín corría su desenvoltura en la vida. Yo ahora sabía con certeza que había sacrificado a Carla por Augusta. Cuando recorría con el pensamiento los dos años de felicidad que Carla me había concedido, me resultaba difícil entender que —siendo como ahora sabía yo que era— hubiese podido soportarme por tanto tiempo. ¿Acaso no la había yo ofendido todos los días por amor a Augusta? En cambio, de Guido sabía con certeza que sabría gozar de Carmen sin acordarse siquiera de Ada. Para su ánimo desenvuelto, dos mujeres no eran demasiado. Al compararme con él, me parecía ser incluso inocente. Me había casado con Augusta sin amor y, sin embargo, no podía traicionarla sin sufrir. Tal vez él también se hubiera casado con Ada sin amor, pero —aun cuando ahora no me importara Ada en absoluto— recordaba el amor que ésta me había inspirado y me parecía, ya que la había amado tanto, que en su lugar me habría comportado con mayor delicadeza que en el mío.
No fue Guido quien vino a buscarme. Fui yo quien por mí mismo volví a aquella oficina a buscar el alivio a un gran aburrimiento. Él se comportó de acuerdo con los convenios de nuestro contrato, según los cuales yo no tenía obligación de realizar una actividad regular en sus negocios y, cuando se tropezaba conmigo en casa o en otro sitio, me demostraba la gran amistad habitual, que yo siempre le agradecía, y no parecía recordar que yo había dejado vacío el puesto en aquella mesa, que él había comprado para mí. Entre nosotros dos sólo había una turbación: la mía. Cuando volví a mi puesto, me recibió como si sólo hubiera faltado un día de la oficina, me expresó con calor su placer por haber recuperado mi compañía y, al oír mi propósito de reanudar mi trabajo, exclamó:
—Así, pues, ¡he hecho bien de no permitir que nadie tocara tus libros!
En efecto, encontré el mayor y el diario igual que los había dejado. Luciano me dijo:
—Esperemos que ahora que está usted aquí nos pongamos de nuevo en movimiento. Creo que el señor Guido está desalentado por un par de negocios que ha intentado y que no le han salido bien. No le diga que yo se lo he dicho, pero mire a ver si puede animarlo.
En efecto, advertí que en aquella oficina se trabajaba muy poco y, hasta que la pérdida sufrida con él sulfato de cobre nos enardeció, llevamos una vida idílica, la verdad. Yo saqué la conclusión en seguida de que Guido ya no sentía la urgente necesidad de trabajar para mover a Carmen bajo su dirección y también que el período de la corte había pasado y que ahora ella había pasado a ser su amante. La acogida de Carmen me reservó una sorpresa porque al instante sintió la necesidad de recordarme una cosa que yo había olvidado por completo. Al parecer, antes de abandonar la oficina, en aquella época en que yo había corrido tras tantas mujeres, porque no había podido volver a ver a Carla, había ofendido también a Carmen. Ella me habló con gran seriedad y con cierto embarazo: estaba encantada de volver a verme, porque pensaba que yo estimaba a Guido y que mis consejos podrían serle útiles, y quería mantener conmigo —si yo accedía— una hermosa amistad fraternal. Me dijo algo así, al tiempo que me tendía la mano derecha con un gesto amplio. En su cara tan bella, que siempre parecía dulce, apareció una expresión muy severa para recalcar la mera fraternidad de la relación que me ofrecía.