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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

La comunidad del anillo (40 page)

BOOK: La comunidad del anillo
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Habían descansado bastante menos de cinco horas cuando retornaron el camino. Glorfindel insistía en la necesidad de no detenerse y sólo les permitió dos breves descansos en toda la jornada. Cubrieron así más de veinte millas antes de la caída de la noche y llegaron al punto en que el camino doblaba a la derecha y descendía abruptamente al fondo del valle, acercándose una vez más al río. Hasta ahora no había habido ninguna señal o sonido de persecución que los hobbits pudieran ver u oír. Pero a menudo, si los otros habían quedado atrás, Glorfindel se detenía y escuchaba y una nube de preocupación le ensombrecía el rostro. Una vez o dos le habló a Trancos en lengua élfica.

Pero por inquietos que se sintieran los guías, era evidente que los hobbits no podrían ir más lejos esa noche. Caminaban tambaleándose, como borrachos de cansancio, e incapaces de pensar en otra cosa que en los pies y las piernas. El sufrimiento de Frodo se había duplicado y las cosas de alrededor se le desvanecían durante el día en sombras de un gris espectral. Le alegraba casi la llegada de la noche, pues el mundo parecía entonces menos pálido y vacío.

 

Los hobbits se sentían todavía extenuados, cuando de nuevo partieron temprano a la mañana siguiente. Había que recorrer aún muchas millas para llegar al vado y marcharon de prisa, trastabillando.

—El peligro aumentará justo poco antes de llegar al río —dijo Glorfindel—, pues el corazón me dice que los perseguidores vienen ahora a toda prisa detrás de nosotros y otro peligro puede estar esperándonos cerca del vado.

El camino corría aún regularmente ladera abajo y ahora a veces había mucha hierba a los lados y los hobbits caminaban por allí cuando podían, para aliviarse los pies. A la caída de la tarde llegaron a un lugar donde el camino se metía de pronto entre las sombras oscuras de unos pinos, precipitándose luego en un desfiladero de paredes de piedra roja, escarpadas y húmedas. Unos ecos resonaron mientras se adelantaban de prisa y pareció oírse el sonido de muchos pasos, que venían detrás. De pronto, el camino desembocó otra vez en terreno despejado, saliendo del túnel como por una puerta de luz. Allí, al pie de una ladera muy inclinada, se extendía una llanura de una milla de largo, y luego el Vado de Rivendel. En el otro lado había una loma escarpada, de color ocre, recorrida por un sinuoso sendero y más allá se superponían unas montañas altas, estribación sobre estribación y cima sobre cima, en el cielo pálido.

Más atrás se oía todavía un eco, como si unos pasos vinieran siguiéndolos por el desfiladero; un sonido impetuoso, como si un viento soplara derramándose entre las ramas de los pinos. Glorfindel se volvió un momento a escuchar y en seguida dio un salto, gritando:

—¡Huid! ¡Huid! ¡El enemigo está sobre nosotros!

El caballo blanco se precipitó hacia adelante. Los hobbits bajaron corriendo por la pendiente. Glorfindel y Trancos los siguieron como retaguardia. No habían cruzado aún la mitad del llano, cuando se oyó un galope de caballos. Saliendo del túnel de árboles que acababan de dejar apareció un Jinete Negro. Tiró de las riendas y se detuvo, balanceándose en la silla. Otro lo siguió y luego otro y en seguida otros dos.

—¡Corre! ¡Corre! —le gritó Glorfindel a Frodo.

 

Frodo no obedeció inmediatamente, como dominado por una extraña indecisión. Llevando el caballo al paso, se volvió para mirar atrás. Los Jinetes parecían alzarse sobre las grandes sillas como estatuas amenazadoras en lo alto de un cerro negro y macizo, mientras que todos los bosques y tierras de alrededor se desvanecían como en una niebla. De pronto el corazón le dijo a Frodo que los Jinetes estaban ordenándole en silencio que esperara. En seguida y a la vez, el miedo y el odio despertaron en él. Soltó las riendas y echando mano a la empuñadura de la espada, la desenvainó con un relámpago rojo.

—¡Corre! ¡Corre! — gritó Glorfindel y en seguida llamó al caballo con voz alta y clara en la lengua de los Elfos: noro
lim, noro lim, Asfaloth!

Inmediatamente, el caballo blanco se precipitó hacia adelante y corrió como el viento por la última vuelta del camino. Al mismo tiempo los caballos negros se lanzaron colina abajo persiguiéndolo y se oyó el grito terrible de los Jinetes, semejante a aquel que Frodo había oído alguna vez en la lejana Cuaderna del Este, como un horror que venía de los bosques. Otros gritos respondieron y ante la desesperación de Frodo y sus amigos, cuatro Jinetes más asomaron rápidamente entre los árboles y rocas que se veían a la izquierda a lo lejos. Dos fueron hacia Frodo; dos galoparon como enloquecidos hacia el vado, para cerrarle el paso. Le parecía a Frodo que corrían como el viento y que cambiaban rápidamente haciéndose más grandes y oscuros a medida que los distintos cursos convergían hacia él.

Frodo miró un instante por encima del hombro. Ya no veía a sus amigos. Los Jinetes que venían detrás perdían terreno. Ni siquiera aquellas grandes cabalgaduras podían rivalizar en velocidad con el caballo élfico de Glorfindel. Miró otra vez adelante y perdió toda esperanza. No parecía tener ninguna posibilidad de llegar al vado antes que los Jinetes emboscadas le salieran al encuentro. Podía verlos claramente ahora; se habían quitado las capuchas y los mantos negros y estaban vestidos de blanco y gris. Las manos pálidas esgrimían espadas desnudas y llevaban yelmos en las cabezas. Los ojos fríos relampagueaban y unas voces terribles increpaban a Frodo.

El miedo dominaba ahora enteramente a Frodo. No pensó más en su espada. No lanzó ningún grito. Cerró los ojos y se aferró a las crines del caballo. El viento le silbaba en los oídos y las campanillas del arnés se sacudían en un agudo repiqueteo. Un aliento helado lo traspasó como una espada, cuando en un último esfuerzo, como un relámpago de fuego blanco, volando como si tuviera alas, el caballo élfico pasó de largo ante la cara del jinete más adelantado.

Frodo oyó el chapoteo del agua, que batía espumosa alrededor. Sintió cómo el caballo empujaba subiendo rápidamente, dejando el río y escalando el sendero pedregoso. Trepaba ahora por la orilla escarpada. Había cruzado el vado.

Pero los perseguidores venían cerca. En lo alto de la barranca, el caballo se detuvo y dio media vuelta relinchando furiosamente. Había nueve Jinetes allí abajo, junto al agua, y Frodo se sintió desfallecer ante la amenaza de aquellas caras levantadas. No sabía de nada que pudiera impedirles cruzar también el vado y entendió que era inútil tratar de escapar por el largo e incierto camino que llevaba a los lindes de Rivendel, una vez que los Jinetes hubiesen vadeado el agua. De todos modos sintió que le habían ordenado perentoriamente que se detuviera. La cólera lo dominó otra vez, pero ya no tenía fuerzas para resistirse.

De pronto el jinete que iba delante espoleó el caballo, que llegó al agua y se encabritó retrocediendo. Haciendo un gran esfuerzo Frodo se irguió en la silla y esgrimió la espada.

—¡Atrás! — gritó —. ¡Volved a la Tierra de Mordor y no me sigáis! —llamó con una voz que a él mismo le pareció débil y chillona.

Frodo no tenía los poderes de Bombadil. Los Jinetes se detuvieron, pero le replicaron con una risa dura y escalofriante.

—¡Vuelve! ¡Vuelve! —gritaron—. ¡A Mordor te llevaremos! —¡Atrás! —murmuró Frodo.

—¡El Anillo! ¡El Anillo! — gritaron los Jinetes con voces implacables, e inmediatamente el cabecilla forzó al caballo a entrar en el agua, seguido de cerca por otros dos Jinetes.

—¡Por Elbereth y Lúthien la Bella —dijo Frodo con un último esfuerzo y esgrimiendo la espada—, no tendréis el Anillo ni me tendréis a mí!

Entonces el cabecilla que estaba ya en medio del vado se enderezó amenazante sobre los estribos y alzó la mano. Frodo sintió que había perdido la voz. Tenía la lengua pegada al paladar y el corazón le golpeaba con furia. La espada se le quebró y se le desprendió de la mano temblorosa. El caballo élfico se encabritó resoplando. El primero de los caballos negros ya estaba pisando la orilla.

En ese momento se oyó un rugido y un estruendo: un ruido de aguas turbulentas que venía arrastrando piedras. Frodo vio confusamente que el río se elevaba y que una caballería de olas empenachadas se acercaba aguas abajo. Unas llamas blancas parecían moverse en las cimas de las crestas y hasta creyó ver en el agua unos Jinetes blancos que cabalgaban caballos blancos con crines de espuma. Los tres Jinetes que estaban todavía en medio del vado desaparecieron de pronto bajo las aguas espumosas. Los que venían detrás retrocedieron espantados.

Exhausto, Frodo oyó gritos y creyó ver, más allá de los Jinetes que titubeaban en la orilla, una figura brillante de luz blanca y atrás unas pequeñas formas sombrías que corrían llevando fuegos, y las llamas rojizas refulgían en la niebla gris que estaba cubriendo el mundo.

Los caballos negros enloquecieron y dominados por el terror saltaron hacia adelante arrojando a los Jinetes a las aguas impetuosas. Los gritos penetrantes se perdieron en el rugido del río, que arrastró a los Jinetes. Frodo sintió entonces que caía y le pareció que el estruendo y la confusión crecían y lo envolvían llevándoselo junto con sus enemigos. No oyó ni vio nada más.

1

Muchos encuentros

Frodo despertó y se encontró tendido en una cama. Al principio creyó que había dormido mucho, luego de una larga pesadilla que todavía le flotaba en las márgenes de la memoria. ¿O quizás había estado enfermo? Pero el cielo raso le parecía extraño: chato, y con vigas oscuras, muy esculpidas. Se quedó acostado todavía un momento, mirando los parches de sol en la pared y escuchando el rumor de una cascada.

—¿Dónde estoy y qué hora es? —le preguntó en voz alta al cielo raso.

—En la casa de Elrond, y son las diez de la mañana —dijo una voz—. Es la mañana del veinticuatro de octubre, si quieres saberlo.

—¡Gandalf! —exclamó Frodo, incorporándose.

Allí estaba el viejo mago, sentado en una silla junto a la ventana abierta.

—Sí —dijo Gandalf —, aquí estoy. Y tú tienes suerte de estar también aquí, luego de todos los disparates que hiciste últimamente.

Frodo se acostó de nuevo. Se sentía demasiado cómodo y en paz para discutir, y de cualquier manera sabía que no llevaría la mejor parte en una discusión. Estaba completamente despierto ahora y recordaba los acontecimientos del viaje: el desastroso "atajo" por el Bosque Viejo, el accidente en el
Poney Pisador y
la tontería de haberse puesto el Anillo en la cañada, al pie de la Cima de los Vientos. Mientras pensaba todas estas cosas, tratando en vano de recordar qué había ocurrido luego y cómo había llegado a Rivendel, hubo un largo silencio, interrumpido sólo por las suaves bocanadas de la pipa de Gandalf, que lanzaba por la ventana anillos de humo blanco.

—¿Dónde está Sam? —preguntó Frodo al fin—. ¿Y los otros, cómo se encuentran?

—Sí, todos están sanos y salvos —respondió Gandalf —. Sam estuvo aquí hasta que yo lo mandé a descansar, hace una media hora.

—¿Qué pasó en el vado? —dijo Frodo—. Parecía todo tan confuso, y todavía lo parece.

—Sí, lo creo. Empezabas a desaparecer —respondió Gandalf—. La herida al fin estaba terminando contigo; pocas horas más y no hubiésemos podido ayudarte. Pero hay en ti una notable resistencia, ¡mi querido hobbit! Como mostraste en los Túmulos. Te salvaste por un pelo; quizá fue el momento más peligroso de todos. Ojalá hubieses resistido en la Cima de los Vientos.

—Parece que ya sabes mucho —dijo Frodo—. No les hablé del Túmulo a los otros. Al principio era demasiado horrible y luego hubo otras cosas en que pensar. ¿Cómo te enteraste?

—Has estado hablando en sueños, Frodo —dijo Gandalf gentilmente—. Y no me ha sido difícil leerte los pensamientos y la memoria. ¡No te preocupes! Aunque hablé de "disparates", no lo dije en serio. Pienso bien de ti y de los demás. No es poca hazaña haber llegado tan lejos y a través de tantos peligros y conservar todavía el Anillo.

—No hubiésemos podido sin la ayuda de Trancos —dijo Frodo—. Pero te necesitábamos. Sin ti, yo no sabía qué hacer.

—Me retrasé —dijo Gandalf —, y esto casi fue nuestra pérdida. Sin embargo, no estoy seguro. Quizás haya sido mejor así.

—¡Pero cuéntame qué pasó!

—¡Todo a su tiempo! Hoy no tienes que hablar ni preocuparse por nada; son órdenes de Elrond.

—Pero hablar me impediría pensar y hacer suposiciones, lo que es casi tan agotador —dijo Frodo—. Estoy ahora muy despierto y recuerdo tantas cosas que necesitan de una explicación. ¿Porqué te retrasaste? Al menos tendrías que contarme eso.

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