La Colmena (10 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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La señorita Elvira deja la novela sobre la mesa de noche y apaga la luz. "Los misterios de París" se quedan a oscuras al lado de un vaso mediado de agua, de unas medias usadas y de una barra de rouge ya en las últimas.

Antes de dormirse, la señorita Elvira siempre piensa un poco.

—Puede que tenga razón doña Rosa. Quizá sea mejor volver con el viejo, así no puedo seguir. Es un baboso, pero, ¡después de todó!, ya no tengo mucho donde escoger. La señorita Elvira se conforma con poco, pero ese poco casi nunca lo consigue. Tardó mucho tiempo en enterarse de cosas que, cuando las aprendió, le cogieron ya con los ojos llenos de patas de gallo y los dientes picados y ennegrecidos. Ahora se conforma con no ir al hospital, con poder seguir en su miserable fonducha; a lo mejor, dentro de unos años, su sueño dorado es una cama en el hospital, al lado del radiador de la calefacción.

El gitanillo, a la luz de un farol, cuenta un montón de calderilla. El día no se le dio mal: ha reunido, cantando desde la una de la tarde hasta las once de la noche, un duro y sesenta céntimos. Por el duro de calderilla le dan cinco cincuenta en cualquier bar; los bares andan siempre mal de cambios.

El gitanillo cena, siempre que puede, en una taberna que hay por detrás de la calle de Preciados, bajando por la costanilla de los Ángeles; un plato de alubias, pan y un plátano le cuestan tres veinte.

El gitanillo se sienta, llama al mozo, le da las tres veinte y espera a que le sirvan.

Después de cenar sigue cantando, hasta las dos, por la calle de Echegaray, y después procura coger el tope del último tranvía. El gitanillo, creo que ya lo dijimos, debe andar por los seis años.

Al final de Narváez está el bar donde, como casi todas las noches, Paco se encuentra con Martín. Es un bar pequeño, que hay a la derecha, conforme se sube, cerca del garaje de la Policía Armada. El dueño, que se llama Celestino Ortiz, había sido comandante con Cipriano Mera durante la guerra, y es un hombre más bien alto, delgado, cejijunto y con algunas marcas de viruela; en la mano derecha lleva una gruesa sortija de hierro, con un esmalte en colores que representa a León Tolstoi y que se había mandado hacer en la calle de la Colegiata, y usa dentadura postiza que, cuando le molesta mucho, deja sobre el mostrador. Celestino Ortiz guarda cuidadosamente, desde hace muchos años ya, un sucio y desbaratado ejemplar de la "Aurora", de Nietzsche, que es su libro de cabecera, su catecismo. Lo lee a cada paso y en él encuentra siempre solución a los problemas de su espíritu.

—"Aurora" —dice—, "Meditación sobre los prejuicios morales". ¡Qué hermoso título!

La portada lleva un óvalo con la foto del autor, su nombre, el título, el precio —cuatro reales— y el pie editorial: F. Sempere y Compañía, editores, calle del Palomar, 10, Valencia; Olmo, 4 (sucursal), Madrid. La traducción es de Pedro González Blanco. En la portada de dentro aparece la marca de los editores: un busto de señorita con gorro frigio y rodeado, por abajo, de una corona de laurel y, por arriba, de un lema que dice "Arte y Libertad".

Hay párrafos enteros que Celestino se los sabe de memoria. Cuando entran en el bar los guardias del garaje, Celestino Ortiz esconde el libro debajo del mostrador, sobre el cajón de los botellines de vermú.

—Son hijos del pueblo como yo —se dice—, ¡pero por si acaso!

Celestino piensa, con los curas del pueblo, que Nietzsche es realmente algo muy peligroso.

Lo que suele hacer, cuando se enfrenta con los guardias, es recitarles parrafitos, como de broma, sin decirles nunca de dónde los ha sacado.

—"La compasión viene a ser el antidoto del suicidio, por ser un sentimiento que proporciona placer y que nos suministra, en pequeñas dosis, el goce de la superioridad."

Los guardias se ríen.

—Oye, Celestino, ¿tú no has sido nunca cura?

—¡Nunca! "La dicha —continúa—, sea lo que fuere, nos da aire, luz y libertad de movimientos." Los guardias ríen a carcajadas.

—Y agua corriente.

—Y calefacción central.

Celestino se indigna y les escupe con desprecio:

—¡Sois unos pobres incultos!

Entre todos los que vienen hay un guardia, gallego y reservón, con el que Celestino hace muy buenas migas. Se tratan siempre de usted.

—Diga usted, patrón, ¿y eso lo dice siempre igual?

—Siempre, García, y no me equivoco ni una sola vez.

—¡Pues ya es mérito!

La señora Leocadia, arrebujada en su toquilla, saca una mano.

—Tome, van ocho y bien gordas.

—Adiós.

—¿Tiene usted hora, señorito?

El señorito se desabrocha y mira la hora en su grueso reloj de plata.

—Sí, van a dar las once.

A las once viene a buscarla su hijo, que quedó cojo en la guerra y está de listero en las obras de los Nuevos Ministerios. El hijo, que es muy bueno, le ayuda a recoger los bártulos y después se van, muy cogiditos del brazo, a dormir. La pareja sube por Covarrubias y tuerce por Nicasio Gallego. Si queda alguna castaña se la comen; si no, se meten en cualquier chigre y se toman un café con leche bien caliente. La lata de las brasas la coloca la vieja al lado de su cama, siempre hay algún rescoldo que dura, encendido, hasta la mañana.

Martín Marco entra en el bar cuando salen los guardias. Celestino se le acerca.

—Paco no ha venido aún. Estuvo aquí esta tarde y me dijo que lo esperara usted.

Martín Marco adopta un displicente aire de gran señor.

—Bueno.

—¿Va a ser?

—Solo.

Ortiz trajina un poco con la cafetera, prepara la sacarina, el vaso, el plato y la cucharilla, y sale del mostrador. Coloca todo sobre la mesa, y habla. Se le nota en los ojos, que le brillan un poco, que ha hecho un gran esfuerzo para arrancar.

—¿Ha cobrado usted?

Martín lo mira como si mirase a un ser muy extraño.

—No, no he cobrado. Ya le dije a usted que cobro los días cinco y veinte de cada mes. Celestino se rasca el cuello.

—Es que...

—¡Qué!

—Pues que con este servicio ya tiene usted veintidós pesetas.

—¿Veintidós pesetas? Ya se las daré. Creo que le he pagado a usted siempre, en cuanto he tenido dinero.

—Ya sé.

—¿Entonces?

Martín arruga un poco la frente y ahueca la voz.

—Parece mentira que usted y yo andemos a vueltas siempre con lo mismo, como si no tuviéramos tantas cosas que nos unan.

—¡Verdaderamente! En fin, perdone, no he querido molestarle, es que, ¿sabe usted?, hoy han venido a cobrar la contribución.

Martin levanta la cabeza con un profundo gesto de orgullo y de desprecio, y clava sus ojos sobre un grano que tiene Celestino en la barbilla.

Martin da dulzura a su voz, sólo un instante.

—¿Qué tiene usted ahi?

—Nada, un grano.

Martín vuelve a fruncir el entrecejo y a hacer dura y reticente la voz.

—¿Quiere usted culparme a mí de que haya contribuciones?

—¡Hombre, yo no decía eso!

—Decía usted algo muy parecido, amigo mío. ¿No hemos hablado ya suficientemente de los problemas de la distribución económica y del régimen contributivo?

Celestino se acuerda de su maestro y se engalla.

—Pero con sermones yo no pago el impuesto.

—¿Y eso le preocupa, grandísimo fariseo? Martín lo mira fijamente, en los labios una sonrisa mitad de asco, mitad de compasión.

—¿Y usted lee a Nietzsche? Bien poco se le ha pegado. ¡Usted es un mísero pequeño burgués!

—¡Marco!

Martín ruge como un león.

—¡Sí, grite usted, llame a sus amigos los guardias!

—¡Los guardias no son amigos míos!

—¡Pegúeme si quiere, no me importa! No tengo dinero, ¿se entera? ¡No tengo dinero! ¡No es ninguna deshonra!

Martín se levanta y sale a la calle con paso de triunfador. Desde la puerta se vuelve.

—Y no llore usted, honrado comerciante. Cuando tenga esos cuatro duros y pico, se los traeré para que pague la contribución y se quede tranquilo. ¡Allá usted con su conciencia! Y ese café me lo apunta y se lo guarda donde le quepa, ¡no lo quiero!

Celestino se queda perplejo, sin saber qué hacer. Piensa romperle un sifón en la cabeza, por fresco, pero se acuerda: "Entregarse a la ira ciega es señal de que se está cerca de la animalidad". Quita su libro de encima de los botellines y lo guarda en el cajón. Hay días en que se le vuelve a uno el santo de espaldas, en que hasta Nietzsche parece como pasarse a la acera contraria.

Pablo había pedido un taxi.

—Es temprano para ir a ningún lado. Si te parece nos meteremos en cualquier cine, a hacer tiempo.

—Como tú quieras, Pablo, el caso es que podamos estar muy juntitos.

El botones llegó. Después de la guerra casi ningún botones lleva gorra.

—El taxi, señor.

—Gracias. ¿Nos vamos, nena?

Pablo ayudó a Laurita a ponerse el abrigo. Ya en el coche, Laurita le advirtió:

—¡Qué ladrones! Fíjate cuando pasemos por un farol: va ya marcando seis pesetas.

Martín, al llegar a la esquina de O'Donnell, se tropieza con Paco.

En el momento en que oye "¡Hola!", va pensando:

—Si, tenía razón Byron: si tengo un hijo haré de él algo prosaico, abogado o pirata.

Paco le pone una mano sobre el hombro.

—Estás sofocado. ¿Por qué no me esperaste? Martín parece un sonámbulo, un delirante.

—¡Por poco lo mato! ¡Es un puerco!

—¿Quién?

—El del bar.

—¿El del bar? ¡Pobre desgraciado! ¿Qué te hizo?

—Recordarme los cuartos. ¡Él sabe de sobra que, en cuanto tengo, pago!

—Pero, hombre, ¡le harían falta!

—Sí, para pagar la contribución. Son todos iguales. Martín miró para el suelo y bajó la voz.

—Hoy me echaron a patadas de otro Café.

—¿Te pegaron?

—No, no me pegaron, pero la intención era bien clara. ¡Estoy ya muy harto, Paca!

—Anda, no te excites, no merece la pena. ¿A dónde vas?

—A dormir.

—Es lo mejor. ¿Quieres que nos veamos mañana?

—Como tú quieras. Déjame recado en casa de Filo, yo me pasaré por allí.

—Bueno.

—Toma el libro que querías. ¿Me has traído las cuartillas?

—No, no pude. Mañana veré si las puedo coger.

La señorita Elvira da vueltas en la cama, está desazonada: cualquiera diría que se había echado al papo una cena tremenda. Se acuerda de su niñez y de la picota de Villalón; es un recuerdo que la asalta a veces. Para desecharlo, la señorita Elvira se pone a rezar el Credo hasta que se duerme; hay noches —en las que el recuerdo es más pertinaz— que llega a rezar hasta ciento cincuenta o doscientos Credos seguidos.

Martin pasa las noches en casa de su amigo Pablo Alonso, en una cama turca puesta en el ropero. Tiene una llave del piso y no ha de cumplir, a cambio de la hospitalidad, sino tres cláusulas: no pedir jamás una peseta, no meter a nadie en la habitación y marcharse a las nueve y media de la mañana para no volver hasta pasadas las once de la noche. El caso de enfermedad no estaba previsto.

Por las mañanas, al salir de casa de Alonso, Martin se mete en Comunicaciones o en el Banco de España, donde se está caliente y se pueden escribir versos por detrás de los impresos de los telegramas y de las imposiciones de las cuentas corrientes.

Cuando Alonso le da alguna chaqueta, que deja casi nuevas, Martín Marco se atreve a asomar los hocicos, después de la hora de la comida, por el hall del Palace. No siente gran atracción por el lujo, ésa es la verdad, pero procura conocer todos los ambientes.

—Siempre son experiencias —piensa.

Don Leoncio Maestre se sentó en su baúl y encendió un pitillo. Era feliz como nunca y por dentro cantaba "La donna é mobile", en un arreglo especial. Don Leoncio Maestre, en su juventud, se había llevado la flor natural en unos juegos florales que se celebraron en la isla de Menorca, su patria chica.

La letra de la canción que cantaba don Leoncio era, como es natural, en loa y homenaje de la señorita Elvira. Lo que le preocupaba era que, indefectiblemente, el primer verso tenía que llevar los acentos fuera de su sitio. Había tres soluciones:

1ª ¡Oh,bella Elvírita!

2ª¡Oh,bella Elvírita!

3ª ¡Oh,bella Elviriíta!

Ninguna era buena, ésta es la verdad, pero sin duda la mejor era la primera; por lo menos llevaba los acentos en el mismo sitio que "La donna é mobile".

Don Leoncio, con los ojos entornados, no dejaba ni un instante de pensar en la señorita Elvira.

—¡Pobrecita mía! Tenía ganas de fumar. Yo creo, Leoncio, que has quedado como las propias rosas regalándole la cajetilla...

Don Leoncio estaba tan embebido en su amoroso recuerdo que no notaba el frío de la lata de su baúl debajo de sus posaderas.

El señor Suárez dejó el taxi a la puerta. Su cojera era ya jacarandosa. Se sujetó los lentes de pinza y se metió en el ascensor. El señor Suárez vivía con su madre, ya vieja, y se llevaban tan bien que, por las noches, antes de irse a la cama, la señora iba a taparlo y a darle su bendición.

—¿Estás bien, hijito?

—Muy bien, mami querida.

—Pues hasta mañana, si Dios quiere. Tápate, no te vayas a enfriar. Que descanses.

—Gracias, mamita, igualmente; dame un beso.

—Tómalo, hijo; no te olvides de rezar tus oraciones.

—No, mami. Adiós.

El señor Suárez tiene unos cincuenta años; su madre, Veinte o veintidós más.

El señor Suárez llegó al tercero, letra C, sacó su llavín y abrió la puerta. Pensaba cambiarse la corbata, peinarse bien, echarse un poco de colonia, inventar una disculpa caritativa y marcharse a toda prisa, otra vez en el taxi.

—¡Mami!

La voz del señor Suárez al llamar a su madre desde la puerta, cada vez que entraba en casa, era una voz que imitaba un poco la de los alpinistas del Tirol que salen en las películas.

—¡Mami!

Desde el cuarto de delante, que tenía la luz encendida, nadie contestó.

—¡Mami! ¡Mami!

El señor Suárez empezó a ponerse nervioso.

—¡Mami! ¡Mami! ¡Ay, santo Dios! ¡Ay, que yo no entro! ¡Mami!

El señor Suárez, empujado por una fuerza un poco rara, tiró por el pasillo. Esa fuerza un poco rara era, probablemente, curiosidad.

—¡Mami!

Ya casi con la mano en el picaporte, el señor Suárez dio marcha atrás y salió huyendo. Desde la puerta volvió a repetir:

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