La Colmena (8 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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—¿Le has arreado?

—Sí, señorita.

—¿Cuántas?

—Dos.

—¿Dónde?

—Donde pude, en las piernas.

—¡Bien hecho! ¡Por mangante!

Al camarero le da un repeluco por el espinazo. Si fuese un hombre decidido, hubiera ahogado a la dueña; afortunadamente no lo es. La dueña se ríe por lo bajo con una risita cruel. Hay gentes a las que divierte ver pasar calamidades a los demás; para verlas bien de cerca se dedican a visitar los barrios miserables, a hacer regalos viejos a los moribundos, a los tísicos arrumbados en una manta astrosa, a los niños anémicos y panzudos que tienen los huesos blandos, a las niñas que son madres a los once años, a las golfas cuarentonas comidas de bubas: las golfas que parecen caciques indios con sarna. Doña Rosa no llega ni & esa categoría. Doña Rosa prefiere la emoción a domicilio, ese temblor.

Don Roberto sonríe satisfecho; al hombre ya le preocupaba que le cogiera el cumpleaños de su mujer sin un real en el bolsillo. ¡También hubiese sido fatalidad!

—Mañana le llevaré a la Filo unos bombones —piensa—.

La Filo es como una criatura, es igual que un niño pequeño, que un niño de seis años... Con las diez pesetas les compraré alguna coseja a los chicos y me tomaré un vermú... Lo que más les gustará será una pelota... Con seis pesetas hay ya una pelota bastante buena...

Don Roberto había pensado despacio, incluso con regodeo. Su cabeza estaba llena de buenas intenciones y de puntos suspensivos.

Por el ventanillo de la tahona entraron, a través de los cristales y de las maderas, unas agrias, agudas, desabridas notas de flamenco callejero. Al principio no se hubiera sabido si quien cantaba era una mujer o un niño. A don Roberto le cogió el concierto rascándose los labios con el mango de la pluma.

En la acera de enfrente, un niño se desgañitaba a la puerta de una taberna:

Esgraciaito aquel que come

el pan por manila ajena;

siempre mirando a la cara

si la ponen mala o buena.

De la taberna le tiran un par de perras y tres o cuatro aceitunas que el niño recoge del suelo, muy de prisa. El niño es vivaracho como un insecto, morenillo, canijo. Va descalzo y con el pecho al aire, y representa tener unos seis años. Canta solo, animándose con sus propias palmas y moviendo el culito a compás.

Don Roberto cierra el tragaluz y se queda de pie en medio de la habitación. Estuvo pensando en llamar al niño y darle un real.

—No...

A don Roberto, al imponerse el buen sentido, le volvió el optimismo.

—Sí, unos bombones... La Filo es como una criatura, es igual que un...

Don Roberto, a pesar de tener cinco duros en el bolsillo, no tenía la conciencia tranquila del todo.

—También esto es gana de ver mal las cosas, ¿verdad, Roberto? —le decía desde dentro del pecho una vocecita tímida y saltarina.

—Bueno.

Martin Marco se para ante los escaparates de una tienda lavabos que hay en la Calle de Sagasta. La tienda luce como una joyería o como la peluquería de un gran hotel, y los lavabos parecen lavabos del otro mundo, lavabos del Paraíso, con sus grifos relucientes, sus lozas tersas y sus nítidos, purísimos espejos. Hay lavabos blancos, lavabos verdes, rosa, amarillos, violeta, negros; lavabos de todos los colores. ¡También es ocurrencia! Hay baños que lucen hermosos como pulseras de brillantes, bidets con un cuadro de mandos como el de un automóvil, lujosos retretes de dos tapas y de ventrudas, elegantes cisternas bajas donde seguraramente se puede apoyar el codo, se pueden incluso colocar algunos libros bien seleccionados, encuadernados con belleza: Hólderlin, Keats, Valéry, para los casos en que el estreñimiento precisa de compañía; Rubén, Mallarmé, sobre todo Mallarmé, para las descomposiciones de vientre. ¡Que porquería!

Martin Marco sonríe, como perdonándose, y se aparta del escaparate.

La vida —piensa— es todo. Con lo que unos se gastan para hacer sus necesidades a gusto, otros tendríamos para comer un año. ¡Está bueno! Las guerras deberían hacerse para que haya.menos gentes que hagan sus necesidades a gusto y pueda comer el resto un poco mejor. Lo malo es que, cualquiera sabe por qué, los intelectuales seguimos comiendo mal y haciendo nuestras cosas en los Cafés. ¡Vaya por Dios!

A Martín Marco le preocupa el problema social. No tiene ideas muy claras sobre nada, pero le preocupa el problema social.

—Eso de que haya pobres y ricos —dice a veces— está mal; es mejor que seamos todos iguales, ni muy pobres ni muy ricos, todos un término medio. A la Humanidad hay que reformarla. Debería nombrarse una comisión de sabios que se encargase de modificar la Humanidad. Al principio se ocuparían de pequeñas cosas, enseñar el sistema métrico decimal a Ja gente, por ejemplo, y después, cuando se fuesen calentando, empezarían con las cosas más importantes y podrían hasta ordenar que se tirasen abajo las ciudades para hacerlas otra, vez, todas iguales, con las calles bien rectas y calefacción en todas las casas. Resultaría un poco caro, pero en los Bancos tiene que haber cuartos de sobra.

Una bocanada de frío cae por la calle de Manuel Silvela y a Martín le asalta la duda de que va pensando tonterías.

—¡Caray con los lavabitos!

Al cruzar la calzada un ciclista lo tiene que apartar de un empujón.

—¡Pasmado, que parece que estás en libertad vigilada! «A Martin le subió la sangre a la cabeza.

—¡Oiga, oiga!

El ciclista volvió la cabeza y le dijo adiós con la mano.

Un hombre baja por Goya leyendo el periódico; cuando lo cogemos pasa por delante de una pequeña librería de lance que se llama "Alimente usted su espíritu". Una criadita se cruza con él.

—¡Adiós, señorito Paco!

El hombre vuelve la cabeza.

—¡Ah! ¿Eres tú? ¿A dónde vas?

—Voy a casa, vengo de ver a mi hermana, la casada.

—Muy bien.

El hombre la mira a los ojos.

—Qué, ¿tienes novio ya? Una mujer como tú no puede esrar sin novio...

La muchacha ríe a carcajadas.

—Bueno, me voy; llevo la mar de prisa.

—Pues, adiós, hija, y que no te pierdas. Oye, dile al señorito Martín, si le ves, que a las doce me pasaré por el bar de Narváez.

—Bueno.

La muchacha se va y Paco la sigue con la mirada hasta que se pierde entre la gente.

—Anda como una corza.

Paco, el señorito Paco, encuentra guapas a todas las mujeres, no se sabe si es un cachondo o un sentimental. La muchacha que acaba de saludarle, lo es, realmente, pero aunque no lo fuese hubiera sido lo mismo: para Paco, todas son Miss España.

—Igual que una corza...

El hombre se vuelve y piensa, vagamente, en su madre, muerta ya hace años. Su madre llevaba una cinta de seda negra al cuello, para sujetar la papada, y tenía muy buen aire, en seguida se veía que era de una gran familia. El abuelo de Paco había sido general y marqués, y murió en un duelo a pistola en Burgos; lo mató un diputado progresista que se llamaba don Edmundo Páez Pacheco, hombre masón y de ideas disolventes.

A la muchachita le apuntaban sus cosas debajo del abriguillo de algodón. Los zapatos los llevaba un poco deformados ya. Tenia los ojos claritos, verdicastaños y algo achinados. "Vengo de casa de mi hermana la casada." "Je, je...Su hermana la casada, ¿te acuerdas, Paco?".

Don Edmundo Páez Pacheco murió de unas viruelas, en Almería, el año del desastre.

La chica, mientras hablaba con Paco, le había sostenido la mirada.

Una mujer pide limosna con un niño en el brazo, envuelto en trapos, y una gitana gorda vende lotería. Algunas parejas de novios se aman en medio del frío, contra viento y marea, muy cogiditos del brazo, calentándose mano sobre mano.

Celestino, rodeado de cascos vacíos en la trastienda de su bar, habla solo. Celestino habla solo, algunas veces. De mozo su madre le decía:

—¿Qué?

—Nada, estaba hablando solo.

—¡Ay, hijo, por Dios, que te vas a volver loco!

La madre de Celestino no era tan señora como la de Paco.

—Pues no los doy, los rompo en pedazos, pero no los doy. O me pagan lo que valen o no se los llevan, no quiero que me tomen el pelo, no me da la gana, ¡a mi no me roba nadie! ¡Ésta, ésta es la explotación del comerciante! O se tiene voluntad o no se tiene. ¡Naturalmente! O se es hombre o no se es. ¡A robar a Sierra Morena!

Celestino se encaja la dentadura y escupe rabioso contra el suelo.

—¡Pues estaría bueno!

Martin Marco sigue caminando, lo de la bicicleta lo olvida pronto.

—Si esto de la miseria de los intelectuales se le hubiera ocurrido a Paco, ¡menuda! Pero no, Paco es un pelma, ya no se le ocurre nada. Desde que lo soltaron anda por ahí como un palomino sin hacer nada a derechas. Antes, aún componía de cuando en cuando algún verso, ¡pero lo que es ahora! Yo ya estoy harto de decírselo, ya no se lo digo más. ¡Allá él! Si piensa que haciendo el vago va a queda está listo.

El hombre siente un escalofrío y compra veinte de castañas —cuatro castañas— en la boca del Metro que hay esquina a Hermanos Álvarez Quintero, esa boca abierta de par en par, como la del que está sentado en el sillón de dentista, y que parece hecha para que se cuelen por ella los automóviles y los camiones.

Se apoya en la barandilla a comer sus castañas y, a la luz de los faroles de gas, lee distraidamente la placa de la calle.

—Éstos sí que han tenido suerte. Ahí están. Con una calle en el centro y una estatua en el Retiro. ¡Para que no riamos!

Martín tiene ciertos imprecisos raptos de respeto y de conservadurismo.

—¡Qué cuernos! Algo habrán hecho cuando tienen tanta fama, pero, ¡sí, sí!, ¿quién es el flamenco que lo dice?

Por su cabeza vuelan, como palomitas de la polilla, las briznas de la conciencia que se le resisten.

—Sí; "una etapa del teatro español", "un ciclo que se propusieron cubrir y lo lograron", "un teatro fiel reflejo de las sanas costumbres andaluzas"... Un poco caritativo me parece todo esto, bastante emparentado con los suburbios y la fiesta de la banderita. ¡Qué le vamos a hacer! Pero no hay quien los mueva, ¡ahí están! ¡No los mueve ni Dios!

A Martín le trastorna que no haya un rigor en la clasifiación de los valores intelectuales, una ordenada lista de cerebros.

—Está todo igual, mangas por hombro. Dos castañas estaban frías y dos ardiendo.

Pablo Alonso es un muchacho joven, con cierto aire deportivo de moderno hombre de negocios, que tiene desde hace quince días una querida que se llama Laurita.

Laurita es guapa. Es hija de una portera de la calle de Lagasca. Tiene diecinueve años. Antes no tenía nunca un duro para divertirse y mucho menos cincuenta duros para un bolso. Con su novio, que era cartero, no se iba a ninguna parte. Laurita ya estaba harta de coger frío en Rosales, se le estaban llenando los dedos y las orejas de sabañones. A su amiga Estrella le puso un piso en Menéndez Pelayo un señor que se dedica a traer aceite.

Pablo Alonso levanta la cabeza.

—Manhattan.

—No hay whisky escocés, señor.

—Di en el mostrador que es para mi.

—Bien.

Pablo vuelve a coger la mano de la chica.

—Como te decía, Laurita. Es un gran muchacho, no puede ser más bueno de lo que es. Lo que pasa es que lo ves pobre y desastrado, a lo mejor con la camisa sucia de un mes y los pies fuera de los zapatos.

—¡Pobre chico! ¿Y no hace nada?

—Nada. Él anda con sus cosas a vueltas en la cabeza, pero, a fin de cuentas, no hace nada. Es una pena porque no tiene pelo de tonto.

—¿Y tiene donde dormir?

—Si, en mi casa.

—¿En tu casa?

—Sí, mandé que le pusieran una cama en un cuarto ropero y allí se mete. Por lo menos, no le llueve encima y está caliente.

La chica, que ha conocido la miseria de cerca, mira a Pablo a los ojos. En el fondo está emocionadilla.

—¡Qué bueno eres, Pablo!

—No, bobita; es un amigo viejo, un amigo de antes de la guerra. Ahora está pasando una mala temporada, la verdad es que nunca lo pasó muy bien.

—¿Y es bachiller?

Pablo se ríe.

—Sí, hija, es bachiller. Anda, hablemos de otra cosa. Laurita, para variar, volvió a la cantinela que empezara quince días atrás.

—¿Me quieres mucho?

—Mucho.

—¿Más que a nadie?

—Más que a nadie.

—¿Me querrás siempre?

—Siempre.

—¿No me dejarás nunca?

—Nunca.

—¿Aunque vaya tan sucia como tu amigo?

—No digas tonterías.

El camarero, al inclinarse para dejar el servicio sobre la mesa, sonrió.

—Quedaba un fondo de White Label, señor.

—¿Lo ves?

Al niño que cantaba flamenco le arreó una coz una golfa borracha. El único comentario fue un comentario puritano.

—¡Caray, con las horas de estar bebida! ¿Qué dejará para luego?

El niño no se cayó al suelo, se fue de narices contra la pared. Desde lejos dijo tres o cuatro verdades a la mujer, se palpó un poco la cara y siguió andando. A la puerta de otra taberna volvió a cantar:

Estando un maestro sastre

cortando unos pantalones,

pasó un chavea gitano

que vendía camarones.

Óigame usted, señor sastre,

hágamelos estrechitos

pa que cuando vaya a misa

me miren los señoritos.

El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral. Son muy pocos sus años para que el dolor haya marcado aún el navajazo del cinismo —o de la resignación— en su cara, y su cara tiene una bella e ingenua expresión estúpida, una expresión de no entender nada de lo que pasa. Todo lo que pasa es un milagro para el gitanito, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro milagro.

Detrás de los días vienen las noches, detrás de las noches vienen los días. El año tiene cuatro estaciones; primavera, verano, otoño, invierno. Hay verdades que se sienten den tro del cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar.

Las cuatro castañas se acabaron pronto y Martin, con el real que le quedaba, se fue hasta Goya.

—Nosotros vamos corriendo por debajo de todos los que están sentados en el retrete. Colón: muy bien; duques, notarios y algún carabinero de la Casa de la Moneda. ¡Qué ajenos están, leyendo el periódico o mirándose para los pliegues de la barriga! Serrano: señoritos y señoritas. Las señoritas no salen de noche. Éste es un barrio donde vale todo hasta las diez. Ahora estarán cenando. Velázquez: más señoritas, da gusto. Éste es un Metro muy fino. ¿Va mos a la Ópera? Bueno. ¿Has estado el domingo en los caballos? No. Goya: se acabó lo que se daba.

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