Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
Nos despedimos con el deseo de volver a encontrarnos en mejores condiciones y decidimos caminar en busca de comida para luego volver al litoral, con la esperanza de ver si en cualquier marina anclaba algún galeón amigo que nos devolviese a España.
—Cuidaos mucho —me dijo Mendoza—. Nos volveremos a ver, aquí o en España.
Lo miré tan entristecido que sus ojos mostraron gran compasión antes de abrazarnos, por lo que añadió:
—Dios os guarda, Montiel. No desfallezcáis ni os abandonéis nunca, ni deis por perdida la guerra de la existencia hasta que no haya más remedio.
Luego tomaron delantera, mientras dejaban atrás al grupo de lisiados que éramos: seis soldados y dos marineros que no servíamos para nada, unos sangrando abundantemente y perdiendo la vida por momentos; otros con miembros partidos o tan desnutridos que ya no podían caminar. Tanto, que yo era el mejor de todos ellos y apenas si podía arrastrar mi pierna por caminos de piedras puntiagudas como espadas. Un portugués, un italiano y seis españoles de diferentes puntos del territorio: extremeños, andaluces, castellanos y un catalán. Bonita mezcla para habérnoslas con naipes y jarras de vino, pero tanto daba en aquella ocasión, en la que igual era ser de un lado que ser de otro para que Cristo nos recogiese en su regazo.
Nos encaminamos hacia unas montañas que vimos no muy lejos, por ver si al amparo de sus faldas había algún poblado con huertos donde abastecernos. Por el camino, que recorríamos con extrema lentitud, me hicieron relación de cuanto había sucedido tras nuestra salida del galeón, y cómo habían muerto más de trescientos hombres ahogados, algunos por llevar consigo demasiados doblones cosidos a sus vestimentas. Los citaron con nombres y lugares de procedencia, de modo que yo los conocía a todos. Nos dolíamos por cada uno de ellos, pues habíamos compartido guerras en Flandes, desdichas en el Levante, aventuras por las callejuelas de Lisboa y penurias en aquella jornada de tan mal nombre. Me contaron cómo hubo riñas entre los hombres principales que viajaban en el
San Marcos
por ver quién lo abandonaba antes, y que incluso se cruzó alguna cuchillada que atribuían al maldito Ledesma. En cuanto a Idiáquez, parece que quiso quedarse hasta el final, pero el propio Martín lo obligó a embarcarse con él en el bote, por sentirse seguro al contar con sus conocimientos del mar y de las prácticas de guerra, llevándolo como escolta y protector.
Cuando era casi de noche nos dejamos caer, ya al borde del desfallecimiento, junto a unos árboles que había a la vera del camino. Entramos en una duermevela de la que nos despertó un viejo campesino que iba con dos mozos camino de su casa. Al vernos de aquella guisa, en lugar de llamar a su gente o intentar hacerse con nuestras ropas, se apiadó de nosotros y mandó a los mozos que nos trajesen algo de leche acida, pan de avena y manteca. Era el viejo un hombre diminuto y flaco, muy distinto de los salvajes rudos y fuertes que había visto en la marina. Iba con ropas algo más decentes, sin pieles, sino con telas coloridas y un extraño gorro que era como una especie de imbornal. Cuando nos hubo dejado la comida y le dimos las gracias en todos los idiomas que pudimos, por ver si entendía alguno, se marchó sonriente, dándose por satisfecho sólo por vernos comer como animales, devorando cuanto nos había proporcionado.
A la mañana siguiente tuvimos que lamentar la muerte de uno de los dos portugueses que nos acompañaban. Estaba tan mal herido que de nada sirvieron las vituallas del viejo. Hicimos un hoyo en la tierra, de escasa profundidad por carecer de herramientas y de fuerzas, y le dimos tan digna sepultura como pudimos sin atrevernos a poner cruz alguna por miedo a que los herejes pasaran por allí y lo descubrieran y mutilaran, mofándose de su condición de católico. Así pues, lo dejamos atrás con honda pena y volvimos a caminar hacia donde nos pareció mejor, sin otra esperanza que volver a encontrar víveres para el día que empezaba, sin saber si a la anochecida estaríamos de nuevo vivos o si alguien tendría que proceder con nosotros como lo habíamos hecho con el portugués.
M
e quedé solo al fin, pues fueron quedando atrás mis compañeros, unos muertos y otros sin ser capaces de caminar. El último, un extremeño de Trujillo amigo de Orellana, me pidió que lo dejase junto al camino para probar suerte o morir en paz. Su única esperanza era que algún otro lugareño se apiadase de él y le curase tan malas heridas como traía. Me dio gran lástima, pero sabía yo sobradamente que no haría nada a su lado, sino estorbar sus pretensiones; era más fácil que lo tomaran a resguardo de alguna familia si estaba solo, ya que nadie se fiaría de dos soldados por ser más difíciles de gobernar.
Así que me despedí de él y tomé un sendero que, según mi orientación, debía conducirme de nuevo al litoral, donde pretendía dar con alguno de los galeones perdidos de nuestra flota que hubiera fondeado con el fin de cargar bastimento. Aunque tenía cosas más importantes en qué pensar, no me abandonaba la idea de ajustar cuentas con Ledesma, que de forma tan traicionera nos había dejado allí, sabiendo que lo más probable era que muriésemos la misma noche en que dimos contra la costa. A cada paso que daba, dolorida mi pierna y perdidas las fuerzas, me movía el deseo de venganza, y le pedía al Todopoderoso —del cual no sé si obtendré perdón el día en que me reclame a dar cuentas de mi existencia terrenal—, que me conservase la vida sólo por ver ejecutado mi desquite.
Y así, con gran esfuerzo y coraje, me fui encaramando por la senda a un montículo desde el que esperaba ver el mar y otear el horizonte, con la ilusión de avistar velas españolas, cuando me salieron al paso un viejo, dos mozos —uno inglés y otro francés— y una mujer joven. El viejo tendría más de setenta años y tenía la piel arrugada como los hombres de mar. Los mozos parecían soldados hechos al saqueo, con mejor semblante el francés que el inglés, quien se vino en derechura a mí, cuchillo en mano, con el ánimo de despacharme en un amén. Me puse en guardia con el palo que me servía de apoyo y le paré una primera estocada; mas luego, con gran habilidad, me alcanzó en mi pierna sana y me causó una herida profunda que me hizo sangrar copiosamente. Sentí que me tambaleaba y fui a dar con mis huesos en las afiladas piedras que asomaban a la superficie. Cuando el inglés pretendía rematarme en el suelo, la joven se interpuso y le reprendió con genio. Luego se volvió a mí, y muy cuidadosamente me despojó de la ropa que traía. Descosieron los doblones, de lo que se holgaron mucho, y me arrancaron la cadena que colgaba de mi cuello con la Virgen de Hontanar que me había regalado mi madre.
—¡No, por favor! Es un regalo de mi madre. No me la quitéis —les suplicaba yo.
Tanto el francés como el inglés me entendieron perfectamente, y el primero me respondió en latín, de forma que nos podíamos comunicar.
—Aquí eso está de más —me dijo—. A esta joven le hace ilusión tenerla, por ser ella cristiana.
Me imaginaba que la joven era tan cristiana como yo moro, pero no estaba en condiciones de negociar suerte alguna, de manera que tuve que dejar que hicieran lo que quisieran conmigo.
—Por favor, dejadme. He padecido mucho en los últimos días. Soy inofensivo, no estoy armado y sólo quiero regresar a mi país.
—¡Para que vuelvas luego contra el mío! —me recriminó el inglés, amenazándome con el cuchillo en alto.
De nuevo la joven se encaró con él y le dijo algunas palabras que no pude entender. Lo cierto es que el mozo se tranquilizó y se apartó algunas varas de mí. Luego, la irlandesa, que era bellísima pero lucía fea vestimenta, me miró sonriente. Tenía dientes sanos y labios carnosos. Sorprendíame la piel con la que se vestía, pues apenas le cubría el torso y algo de las piernas. Acostumbrado como estaba yo a ver a las mujeres españolas tan tapadas que no podían más que verse sus pies y su cabeza, aquella visión me hubiera alegrado el día si no fuera porque me desangraba por la mala herida del maldito luterano.
Pude vestir de nuevo jubón y sayo, pero no la camisa de buen tejido que ella tomó para sí, además de mi cadena y los doblones de oro. Una vez que hubieron terminado con su fechoría me dejaron allí tirado como a un perro sarnoso, condenado a morir sobre un charco de mi propia sangre. Cuando vime perdido, cuando temí que pasaría las últimas horas de mi vida en aquellas condiciones, enviaron a un muchacho a socorrerme, con algo de comida y un emplasto de hierbas para poner sobre mi herida. Y así conseguí contener el sangrado, reponerme del dolor y erguirme de nuevo sobre mi palo, arrastrando una pierna y doliéndome la otra, subiendo a la colina por la misma senda que traía cuando me asaltaron.
Pero no fue aquella herida, ni siquiera la pérdida de la medalla que me regalara mi muy querida madre, lo que más me dolió aquel triste día. Cuando alcancé la colina pude ver frente a mí, a un tiro de culebrina, la cima de los acantilados que me separaban del mar. Allí arriba, azotados por el viento y soportando las chanzas y el maltrato, los náufragos del
San Marcos
y el
San Esteban
, todos juntos, estaban siendo ahorcados y decapitados por los ingleses de la guarnición de aquella comarca, sin misericordia ni distinción de clases; lo mismo gente principal que simples marinos, todos ellos con caras de terror e incredulidad, suplicando que les salvasen la vida para obtener rescate.
—¡Piedad! ¡Piedad! —gritaban, pero el jefe de los ingleses, respondiendo a los ruegos, se apresuraba aún más en las ejecuciones.
A cada súplica me recorría un escalofrío y se me descomponía el cuerpo. Los escuchaba reclamar a Dios mismo, recordar a sus familiares, esposas, hijos, amigos… No había hombre que no suplicase perdón de su vida.
—¡Virgen Santísima, socórreme! —lloraban—. ¡Clemencia! ¡No!…
Les cortaban manos y pies antes de ahorcarlos. Se retorcían y vomitaban ante la inminencia de la muerte. Se hacían sus necesidades, desnudos como estaban, escurriéndole todo por las piernas hasta el suelo.
¡Dios mío, cuánto dolor sentí! ¡Cuánta impotencia! ¡Cómo se me nublaba la vista mirando hacia el frente, sin poder hacer nada por ellos, maldiciendo a los herejes que les daban muerte sin piedad! Allí estaban el marqués de Peñafiel; don Enrique de Guzmán, hijo del marqués de Navas; don Alonso Téllez Girón, hijo del duque de Osuna; los capitanes don Hernando de Olmedo, don Francisco Perlines, don Antonio Maldonado… Pude contar unos ciento treinta, sin ser capaz de distinguirlos a todos.
Una voz conocida se elevaba al cielo recitando un salmo que yo conocía perfectamente. Era don Antonio de la Fragua, a punto de ser martirizado por los herejes. Se me encogió el corazón y sentí un fuerte estremecimiento al escucharlo:
—¡Dios mío, ven a liberarme, Señor, apresúrate a socorrerme! ¡Queden confundidos y avergonzados los que buscan mi muerte; retrocedan sonrojados los que se alegran de mi mal…!
El capellán tenía sus manos juntas, elevadas en señal de súplica, cuando uno de esos bárbaros ingleses se las segó de un solo tajo, espada en mano, y fueron a rodar juntas a los pies de uno de los soldados que se retorció en una arcada profunda.
Don Antonio emitió un chillido estridente y agudo, y luego cayó de bruces. En el suelo, siguió recitando mientras sangraba por sus muñones:
—¡Lejos de mí vosotros, malhechores, que el Señor ha escuchado mis lamentos! ¡El Señor ha escuchado mi súplica, el Señor ha acogido mi oración…!
Y en ese momento, el que parecía ser el jefe de la expedición inglesa, cogió en sus manos una estaca afilada, la elevó en el aire, giró al capellán de una patada hasta ponerlo boca arriba y descargó un golpe brutal a la altura del bajo vientre. No volví a oír la voz de aquel santo hombre, al que luego colgaron como al resto, inerte ya como un pelele.
Allí permanecí durante horas, oculto tras las rocas próximas al acantilado, angustiado y anegado en lágrimas de impotencia, mientras los salvajes nativos contemplaban atónitos tan macabro espectáculo. El viento soplaba fuerte desde el mar, helándome las carnes. Cuando los soldados ingleses terminaron su trabajo, se retiraron y dejaron allí los cuerpos colgados, y una bandada de cuervos y grajos se dispusieron a picar los ojos de mis camaradas.
Me apresuré a rodear la colina y aproximarme para despedirme de ellos, para rezar a sus pies una oración por sus almas, sin temor a que me hiciesen lo mismo. Estaba tan dolido, tan asqueado de haber contemplado aquella injusticia, que perdí el miedo por completo. Al llegar a los pies de la colina todavía había algunos de esos irlandeses allí husmeando y me miraron con pena por el estado en que me hallaba. Murmuraron entre ellos y les dirigí una mirada de desprecio, pero avancé sin decir nada.
Cuando al fin estuve ante mis compañeros creí desfallecer al comprobar que allí estaban Luis Pinto, Francisco Chico y Agustín de la Parra, a quien habían castrado antes de ahorcarlo. Pude ver que tenía algo en la boca y me acerqué más a sus pies colgantes, aunque el sol que se ponía me cegaba un tanto. Y de un sólo golpe arrojé la comida que me había proporcionado el muchachuelo enviado por mis asaltantes, al comprobar que lo que tenía el extremeño en su boca eran sus propias vergüenzas.
—¡Hideputas, luteranos! ¡Malditos herejes! —grité al vacío, desesperado.
Los salvajes se acercaron extrañados por la estampa. Me giré para mirarlos y volví a gritar con todas mis fuerzas:
—¡Y vosotros! ¡Salvajes! Que os contentáis con mirar como si esto fuese un espectáculo para vuestro deleite. Mal rayo os parta a todos… ¡miserables animales!
Seguí caminando por ver si al final de la fila estaba el
Carbonero
a quien echaba de menos, por haber sido capturado con el resto de mis camaradas. Pero en el otro extremo, entre los últimos hombres ahorcados, en lugar de verlo a él pude ver, para mi sorpresa, a Hernando Mendoza, tan desfigurado que de no haberlo visto con sus heridas en la cara tras el naufragio, no lo habría reconocido. No podía explicarme cómo había llegado hasta allí, pues él había escapado conmigo. Lo cierto es que en ese momento no pude sino acordarme del día en que echamos a su hermano muerto por la borda y él gritó los nombres de sus padres en un tétrico gemido. Quise recordar aquellos nombres, pero no pude. En su lugar, yo mismo grité de nuevo:
—¡Ahí tienes ya a tu hermano, amigo Juan! Que Dios ampare a vuestro padre y a vuestra madre.
Y llorando como cuando era un niño me alejé de aquella escena que tengo grabada a fuego en mi retina: ciento treinta hombres desnudos y desfigurados, colgados al atardecer en aquella colina maldita a los pies de acantilado donde una y otra vez chocaba la mar embravecida y feroz. Algunos días después, los ingleses abrieron una gran fosa para echar en ella los cuerpos de mis camaradas, y los nativos trajeron algunas piedras blancas que dejaron caer sobre la tierra para señalar el punto exacto del enterramiento. El lugar comenzó a ser conocido entre los naturales de aquella nación como
Tuama na Spáinneach
: la tumba de los españoles.