Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
Señor, Dios todopoderoso, ¿quién como Tú?
Eres todopoderoso y te rodea tu fidelidad
Tú dominas el orgullo del mar,
y amansas sus olas embravecidas…
Cada día seguíamos escuchando misa. Las miradas que en Lisboa eran vivas y llenas de fuerza y vigor, se habían tornado tristes y apagadas, vacías sobre las ojeras que se extendían en las caras chupadas, de dientes negros y encías hinchadas y amarillentas. Algunos de los que aún estábamos en pie perdíamos el cabello por días, y no había jornada en la que no echáramos de menos a alguno de los nuestros, que se quedaban tendidos en el jergón sin ser capaces de levantarse. Las fiebres los mataban poco a poco y ya no nos sorprendía ver cuerpos hundirse en el mar, echados al agua desde los barcos que aún permanecían en aquella Armada sin sentido.
Hasta que una noche, en medio de una terrible tormenta, no fuimos capaces de gobernar aquellas velas rotas y desvencijadas, se soltaron y aflojaron cabos, se desprendió el velacho y perdimos el bauprés que iba medio partido, yéndonos a la deriva y viéndonos al amanecer en medio de aquel mar sin más barco a la vista que una de las urcas a medio hundir, con los hombres gritando desesperados, pidiendo ayuda y ahogándose medio congelados.
Se reunieron en el alcázar los cabos de las diferentes escuadras, la gente principal que nos quedaba viva y los oficiales que aún podían razonar. No cabía otra cosa que acercarnos a la costa en busca de víveres y agua, corriendo el peligro de perecer contra las rocas. Ponderaron las posibilidades de éxito si no lo hacíamos, y determinaron que no llegaríamos a España en aquellas condiciones, por lo que no teníamos otra opción.
El piloto estaba perdido. No era capaz de determinar nuestra posición exacta, por lo que puso rumbo al este con la esperanza de encontrar el litoral irlandés en algún punto que pudiera reconocer en las cartas cuando avistásemos tierra. Al cuarto día vimos a lo lejos velas españolas: se trataba de cuatro galeones que creímos identificar. Según la mayor parte de los marinos, se trataba de la
Lavia
, donde viajaba el auditor Martín de Aranda; también el
San Juan
, de Recalde; y la
Rata Coronada
de Leyva. Al cabo de una hora de aproximación, pudimos distinguir con nitidez que los de Recalde maniobraban en un movimiento dificilísimo entre algunas rocas, próximos a una isla, mientras la
Lavia
parecía encallada en la costa. No podíamos ver, desde nuestra posición, si había hombres en las pequeñas playas entre los acantilados y pusimos rumbo a la bahía que parecía abrirse en aquella parte del litoral. Pero volvió a llover y de nuevo una durísima tempestad nos arrastró hacia el sur, alejándonos de la costa en aquel punto.
Cuando bajábamos al sollado caíamos presos de la desolación. Cada vez eran más los hombres enfermos que nos reclamaban para aferrarse a nuestros brazos suplicando piedad. Nos sentíamos impotentes ante tal espectáculo, pues no teníamos remedio ni podíamos dar consuelo a sus desdichas.
—¡Ayudadme, por favor! —me suplicó uno de los soldados de la compañía. Lo había visto algunas veces junto a Ledesma, por lo que supuse que era conocido de mi pariente.
—¿Qué puedo haceros yo, que no soy ni médico, ni cirujano, ni barbero? —le dije con gran lástima.
—Me muero. Quedaos a mi lado, que me muero —susurraba.
Me tendió su mano y lo sujeté fuertemente. Me sobrecogía escuchar su respiración lastimera, por lo que le pedí que no hablase. Intenté reconfortarlo, darle palabras de aliento. Recurrí a cuantas oraciones sabía y a los salmos que tantas veces había recitado de memoria: «
… el Señor es tu guardián, tu sombra protectora; no te herirá el sol durante el día, ni la luna de noche. El Señor te guarda de todo mal, El guarda tu vida: El guarda tus idas y venidas…
» Al rato comenzó a respirar despacio y se fue calmando poco a poco, hasta que entró en un sueño profundo del que no despertó jamás.
Apenas dos días después, volvimos a acercarnos al litoral y al fin pudimos aproximarnos lo suficiente como para que un bote pudiera ir en busca de víveres. No sabíamos cómo nos acogerían los naturales de aquellos parajes, aunque Irlanda había sido —y seguía siéndolo— amiga y aliada de nuestro rey. Sin embargo, sabíamos que los ingleses dominaban buena parte de la isla y que los clanes que hacían su propia guerra estaban en parte sometidos por herejes que pretendían señorear todas sus tierras.
A la hora de decidir quiénes desembarcarían, nos reunió Idiáquez a los infantes y Ledesma a la gente de mar, todos en cubierta. Cuando iba a tomar la palabra el alférez, se adelantó el diabólico Martín y dijo:
—Mendoza, Vega, Parra, Chico, Pinto… —y así fue nombrando a diez hombres de nuestra escuadra ante el asombro de la tripulación y del propio Idiáquez—… y Montiel.
Me nombró mirándome con media sonrisa. Supe que en su interior deseaba nuestro fracaso. Los elegidos nos unimos en un fuerte abrazo para conjurar el peligro y, prometiéndonos volver con víveres para todos, nos dispusimos a embarcar sin vacilación.
Echamos el bote al agua y don Antonio de la Fragua nos bendijo mientras bajábamos uno a uno. Nos acomodamos como pudimos, pues el oleaje se había acentuado en unos minutos. Cuando estuvimos listos, comenzamos a bogar lentamente hacia la costa, donde distinguíamos unos roquedos inmensos flanqueando una ensenada, la cual había de ser nuestro objetivo.
Tras habernos alejado unas veinte brazas del galeón comenzó a lloviznar. El cielo estaba muy encapotado, de forma que parecía hacerse de noche por momentos. Luego tornó a llover en abundancia, y en unos instantes percibimos que una tormenta se estaba desatando a pasos agigantados, mientras nos encontrábamos en tierra de nadie, demasiado lejos del galeón, pero también de la costa.
El oleaje se hizo insoportable. La tormenta se había formado tan rápidamente que nos había sorprendido como a niños, y las olas nos zarandeaban peligrosamente. Nos miramos y gritamos sin ponernos de acuerdo acerca de la conveniencia de seguir o de volver al barco, hasta que al fin determinamos virar y volver al galeón.
Nos costó dominar los remos, pues las olas nos elevaban y movían como a muñecos. El barco se batía igualmente arriba y abajo, hundiéndose parcialmente y volviendo a subir tanto que daba miedo, pues el crujido del casco podía oírse en la distancia, a pesar del ensordecedor rugir de la tempestad.
¡Remad!, ¡remad! —gritábamos para animarnos, desfallecidos como estábamos, sacando fuerzas de donde no había. La distancia que habíamos recorrido en relativamente poco tiempo se hacía ahora interminable, de forma que temimos no ser capaces de alcanzar el barco. Tras las cortinas de agua distinguíamos las siluetas de los nuestros, braceando y agitándose, afanados en echarnos un cable si lográbamos llegar junto al casco.
Una vez que conseguimos aproximarnos lo suficiente, vimos a Ledesma agitar los brazos señalándonos la costa. Miramos atrás, pero no vimos nada que nos llamase la atención, así que seguimos remando, apretados los dientes para ganar la distancia que nos quedaba. Hasta que pudimos ver con nitidez qué quería decirnos Ledesma.
—¡Dice que volvamos atrás! ¡El maldito
búho
dice que vayamos a la costa! —gritó Mendoza.
—No puede ser. Tenemos que regresar al barco —dije forzando la voz para que el mar no se la tragase.
Las olas eran cada vez mayores y el agua nos azotaba el rostro. Dudamos por un momento, soltando los remos. Miramos arriba; los hombres nos animaban a continuar. Nos aferramos de nuevo a los remos y seguimos esforzándonos: ¡más!, ¡más!, ¡estamos llegando!
Apenas a unas varas del
San Marcos
, vimos cómo de golpe se soltaban sus maltrechas amarras. Enseguida cundió el pánico en sus castillos, ante la posibilidad de que fuera lanzado contra los acantilados cercanos, y los hombres que distinguíamos en la borda cayeron presa del nerviosismo y la agitación. Con rapidez, nuestros camaradas se dispusieron a lanzar un cabo que nos uniese al galeón, fuera cual fuese su destino. Dos de nosotros nos pusimos de pie como pudimos, agitando los brazos, manteniendo con dificultad el equilibrio sobre el bote; pero no acababan de lanzar el cable desde arriba.
—¡Qué pasa, por Dios bendito! —gritaba Mendoza.
—¡Vamos!, ¡vamos! —vociferábamos cuando veíamos que las olas nos volvían a separar del casco.
Mis compañeros seguían remando, pues la angustia se apoderaba de nosotros al ver que de nuevo nos separábamos del galeón. A duras penas manteníamos el bote a flote, y volvíamos a acercarnos con la esperanza de que los hombres que permanecían arriba nos salvaran la vida.
Al fin conseguimos aproximarnos tanto que un leve esfuerzo nos hubiera llevado de nuevo al barco. Pero en ese momento, cuando todo parecía salvado, pudimos ver cómo Ledesma ordenaba desplegar velas y virar con urgencia.
—¡No!, ¡por favor!, ¡ayudadnos! —les gritábamos.
Estábamos tan cerca que veíamos las caras de impotencia de nuestros amigos. Se interrogaban unos a otros con sus rostros famélicos, y luego dirigían sus miradas de desconcierto hacia el alcázar, donde Martín Ledesma daba órdenes tajantes de avanzar y olvidarnos. Así que no pudieron hacer otra cosa que dejar el cabo en cubierta y afanarse en desplegar velas ante nuestra atónita mirada.
Soltamos los remos, maldijimos y caímos rendidos sobre el bote, pasmados e incrédulos, mientras Idiáquez voceaba desde arriba unas palabras que no alcanzamos a oír. Y entonces miré a Ledesma, que desde lo alto afilaba su sonrisa macabra. En ese momento abrió su boca y pronunció las mismas palabras que el día de los naipes, cuando desde el alcázar susurró algo que no pude entender. Esta vez leí sus labios y pude descifrar con claridad aquella frase que no olvidaré mientras viva: «vas a morir — me dijo—, maldito hideputa».
IRLANDA
V
oto a Dios que no puedo contar cómo fueron aquellos momentos de angustia, cuando la galerna nos empujó a golpes de ola contra las rocas, hasta volcar el bote y envolvernos en la mar tan embravecida como nunca la había visto. Me avergüenzo al confesar que los gritos de los camaradas que no sabían nadar me daban un ardite en esos instantes, en los que yo mismo tenía por entregado el pellejo. Ahora que lo pienso, pasado el tiempo, me arrodillo ante Dios para decirle que no hubiera podido hacer nada y que bastante hice aferrándome a una gran tabla hasta que el agua me arrastró a la pequeña playa donde di con mi maltrecho cuerpo, casi sin aire, aterido de frío, habiendo tragado más agua salada que la misma boca del infierno y, en definitiva, medio muerto. Me había golpeado en una pierna al darse la vuelta el esquife, y creí tenerla partida.
Enseguida sentí la presencia de algunos de mis compañeros, en igual o peor estado que yo: Chico, Mendoza, Parra, Pinto y el
Carbonero
. Los cinco tosían y escupían arena, y se golpeaban el pecho queriendo expulsar el agua que habían tragado al intentar salir a flote. Me arrastré hasta el primero de ellos, Francisco Chico, y nos abrazamos fuertemente. Luego vinieron los otros y comenzamos a buscar a De la Vega, medio a rastras, con la lluvia azotándonos cruelmente. Pero no dimos con él. Sin embargo, vimos un hombre a tan solo unas varas de donde nos encontrábamos. Era el vallisoletano Medina. Estaba tumbado boca arriba y le tomamos el pulso como pudimos. Vivía. Intentamos que volviera en sí, presionando su vientre para que saliera el agua y entrase aire, y al fin conseguimos que abriera la boca para aspirar, entrando en él una bocanada que le salvó la vida.
De pronto escuchamos un atronador chasquido que provenía de las rocas. Cuando nos giramos, vimos con asombro cómo uno de los galeones —que resultó ser el
San Esteban
, de la escuadra de Guipúzcoa— se acababa de hacer pedazos a los pies del acantilado que había al norte de donde nos hallábamos. Como si fuera de cristal, aquel barco que desplazaba novecientas treinta y seis toneladas, y llevaba a bordo veintiséis cañones y más de doscientos cincuenta hombres, se partió en dos y sembró de cuerpos las aguas revueltas que habían estado a punto de tragarnos.
Sin saber qué hacer nos metimos en el agua hasta la cintura, alzando nuestras manos con el fin de servir de guía a aquellos que supieran nadar o se mantuviesen sobre tablas y barriles. Pero ninguno pudo vernos. Estuvimos así, vociferando por ver si servía de algo; pero, al cabo, doloridos y exhaustos nos dejamos caer sobre la arena, intentando buscar refugio detrás de unas rocas. Ni siquiera hablábamos ya en aquellos momentos, y sólo levantábamos la cabeza para ver si había supervivientes que llegasen hasta donde nos encontrábamos.
Aunque estaba oscuro por la tormenta, vimos a algunos hombres arrastrarse por la playa. Corrimos de nuevo para socorrerlos, aunque yo me quedaba atrás, tirando de la pierna por la arena y los cantos.
La mayoría venían enfermos, famélicos y sin fuerzas, pero enteros y sin nada roto. Otros llegaban para entregar su último suspiro ante nuestras miradas impotentes y perecían allí mismo, para ser arrastrados de nuevo por las olas mar adentro. Al cabo de unas dos horas, sesenta hombres habían conseguido salvarse. Y ni uno más. Aunque gritábamos y mirábamos hacia los restos del barco, no había más supervivientes. Los sesenta maldecían, se tiraban de los pelos y se golpeaban el pecho al comprobar que habían perdido a sus familiares, camaradas y amigos. Entre los que se habían salvado podían contarse algunos hombres principales, hijos de duques, condes y marqueses, a los cuales daba pena verlos, pues no parecían ni más ni menos que menesterosos a las puertas de un templo.
Como estábamos desorientados y sin saber adonde ir, decidimos que lo primero era refugiarnos de aquella tormenta y luego buscar algo que llevarnos a la boca, pues era tanta la necesidad que nos veíamos sin fuerzas para caminar. Pisar tierra firme después de varios meses de navegación por aquellos mares nos hacía sentir extraños, y caminábamos con dificultad sobre la arena.
Ante nosotros se extendía un terreno ondulado y muy verde, aunque completamente despoblado. Cuando comenzó a amainar nos dispusimos a adentrarnos en la isla para buscar bastimentos; pero de repente, antes de abandonar la playa nos sorprendió un tropel de caballos que se acercaba a gran velocidad: el galeón hundido junto al acantilado había servido de reclamo para las gentes del litoral, y los esbirros del virrey inglés se habían apresurado a salir a nuestro encuentro. Venían dando alaridos, desenvainadas sus espadas y luciendo coseletes bajo los nubarrones que al fin dejaban ver algún que otro claro.