Enroscada en la espalda de la figurilla, curvada adelante y atrás en capas, los pliegues dispuestos unos encima de otros, había una capa de piel delgada y negra. Una lonja de tejido. Una aleta.
Se hundía en la piedra. El hombre la recorrió con el dedo. Su rostro se arrugó, asqueado, pero sabía lo que tenía que hacer.
Colocó los labios cerca de la cabeza de la estatua y empezó a susurrar en una lengua siseante. Las sibilantes palabras resonaron con un tenue eco en la gran sala y se enroscaron entre la maquinaria muerta.
El hombre recitó versos de poder a la estatua mientras la acariciaba describiendo patrones prescritos. Sus dedos empezaron a entumecerse, como si algo le estuviese siendo absorbido.
Por fin, tragó saliva y volvió la estatua de manera que quedase encarada con él. La acercó, titubeó un instante y por fin, inclinando la cabeza ligeramente en una horrenda parodia de pasión, empezó a besarla en la boca.
Abrió los labios e introdujo la lengua en las fauces de la estatua. Sintió las frías púas de los dientes y siguió sumergiéndose. La boca de la figurilla era cavernosa y la lengua del hombre pareció llegar al centro de la pequeña pieza. Estaba muy fría. Tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar al sentir su sabor, mohoso y salado, como el de un pez.
Y entonces, mientras la lengua del hombre se enroscaba en el interior de la garganta de piedra, algo le devolvió el beso.
Lo había esperado… lo había deseado, dependía de ello. Pero a pesar de todo llegó como una sacudida de nausea y sorpresa. Algo diminuto y tembloroso que le besaba la lengua. Frío y húmedo y asquerosamente orgánico, como si un grueso gusano morara en el interior de la estatua.
El sabor se hizo más intenso. El hombre sintió que sus nauseas iban en aumento y se le revolvía el estómago, pero contuvo las arcadas. La estatua lo besaba con lascivia imbécil y él se aferró a su deber con todas sus fuerzas. Le había pedido su favor y ella lo había agraciado con un beso.
Sintió cómo fluía la saliva de sus labios, cómo, de forma abominable, regresaba a él tras pasar por la boca de la estatua. La lengua se le entumeció al sentir su resbaladizo contacto y la sensación de frío fue retrocediendo hacia sus dientes. Pasaron unos segundos y dejó de sentir su propia boca casi por completo. Un hormigueo atravesó su cuerpo como una droga extendiéndose desde el fondo de su garganta.
La estatua dejó de besarlo. La pequeña lengua se retrajo.
El hombre sacó su propia lengua demasiado deprisa y se cortó con los dientes de obsidiana. No lo notó, no se dio cuenta hasta que vio gotear la sangre sobre su mano.
Volvió a guardar la estatua con cuidado y a continuación se irguió y esperó a que el beso hiciera efecto. Sus percepciones trepidaron, se rasgaron. Esbozó una sonrisa inestable y abrió la puerta.
Podía ver cómo, a ambos lados, retrocedían en perspectiva los retratos y los heliotipos mohosos. Podía sentir cómo se le acercaba una patrulla de alguaciles con perros.
Sonrió. Alzó los brazos, hacia arriba y hacia delante y se dejó caer lentamente, como si le hubiesen cortado las rodillas. Podía sentir su propia sangre y la podredumbre con sabor a sal de la estatua le llenaba la boca y la lengua. No chocó contra el suelo.
Se movía de una forma nueva.
Veía con la visión de la estatua, la que le había otorgado con su beso y se deslizaba y rezumaba por los espacios como la estatua soñaba con hacer. Cuestionaba las esquinas de los pasillos, las reconfiguraba.
El hombre no caminaba ni nadaba. Se insinuaba por grietas en los espacios posibles y pasaba, algunas veces sin esfuerzo, otras con él, siguiendo canales que ahora podía ver. Cuando vio aproximarse a dos alguaciles con sus mastines, su camino estuvo claro.
No era invisible ni cruzó a otro plano. En vez de ello, se acercó a la pared y escudriñó su textura, miró su escala de nuevo, vio las motas de polvo tan de cerca que le llenaron todo el campo de visión y entonces se deslizó silenciosamente tras ellas, se ocultó allí y la patrulla pasó a su lado sin verlo.
Al final del pasillo había un giro a la derecha. El hombre lo observó con la mirada entornada después de que la patrulla hubiera desaparecido y lo utilizó sin apenas esfuerzo para girar a la izquierda.
Recorrió del mismo modo el
Grande Oriente
, recordando los mapas que había visto. Cuando se topaba con patrullas volvía en su contra la propia arquitectura del barco por diversos medios y los eludía con facilidad. Cuando se veía atrapado por ellos, al final de un largo pasillo o tras un giro errado, podía evitarlos mirándolos con recelo y extendiendo los brazos, sujetándose a la pared más lejana y tirando de sí mismo para doblar el recodo con rapidez. Giraba de manera que las puertas estuviesen debajo de sí y se dejaba caer, impelido por la gravedad, para poder recorrer a toda velocidad los corredores.
Mareado, presa de una especie de vértigo que le provocaban sus nuevos movimientos, el hombre avanzaba rápida e inexorablemente hacia popa, hacia las profundidades del barco.
Hacia la fábrica de brújulas.
La seguridad era muy estricta. Estaba rodeada de guardias armados con mosquetes. El hombre tuvo que deslizarse lenta y cuidadosamente a través de capas de puntos de vista y perspectiva para alcanzar la puerta. Se escondió cerca de los guardias, demasiado grande y demasiado próximo para que pudieran verlo, erguido sobre ellos donde sus ojos no podían enfocarlo y se inclinó por encima de sus cabezas y se asomó por el ojo de la cerradura y contempló aquellas ruedas intrincadas que lo empequeñecían.
Las conquistó y estuvo dentro.
La sala estaba desierta. Había mesas y bancos dispuestos en filas. Había máquinas, cuyos motores y correas estaban inmóviles.
En algunos lugares había cubiertas de cobre y latón, como grandes leontinas. En otros, pedazos de cristal y máquinas para molerlos. Había manos, cadenas, agujas de grabar de intrincado diseño, mecanismos de tenso entrelazados. Y cientos de miles de engranajes. De tamaños que variaban entre lo minúsculo y lo simplemente pequeño, como una representación a tamaño atómico de las ruedas de una sala de máquinas. Estaban tiradas por todas partes, como monedas o escamas de pescado o motas de polvo.
Era una factoría artesanal. Cada puesto era propiedad de un experto, un artesano de exquisita habilidad que pasaba al siguiente la pieza tras haber terminado con su parte. El intruso sabía lo especializado que era cada trabajo, lo raros que eran los minerales que habían de utilizarse, la precisión de la taumaturgia necesaria. Cada uno de los artículos terminados valía varias veces su peso en oro.
Y allí estaban, tiradas en una cámara cerrada con llave como la de un joyero, tras una mesa, al fondo de la alargada habitación. Las brújulas.
El hombre tardó varios minutos en abrir la puerta. Los dones de la estatua seguían siendo intensos y se adaptaba bien a sus nuevas percepciones, pero a pesar de ello le costó bastante tiempo.
Cada una de las piezas era diferente. Extrajo con mano temblorosa una de las más pequeñas, un modelo sencillo, austero, cuyos bordes estaban decorados con madera barnizada. La abrió. El interior, tallado en hueso, mostraba varios diales concéntricos, algunos de ellos numerados, otros marcados con signos de oscuro significado. Una sencilla mano negra giraba con desenvoltura alrededor del centro.
En la parte trasera de la brújula había un número de serie. El hombre lo copió con cuidado y empezó la parte más importante de su misión. Buscó todos los registros referentes a la existencia de aquella brújula. En el libro de registros que había tras la vitrina de muestra, en la lista elaborada por el artesano que había terminado el revestimiento de metal. En listas parciales de piezas y repuestos defectuosos.
Fue muy exhaustivo y al cabo de media hora había encontrado todas las referencias. Colocó la brújula delante de sí y comprobó si funcionaba correctamente.
Había sido completada hacía año y medio y no había sido aún asignada a ningún barco. El hombre esbozó una sonrisa comedida.
Encontró plumas y tinta y examinó con más detenimiento el libro de registros principal. La falsificación era pan comido para él. Empezó a realizar algunas adiciones muy cuidadosas a los detalles de su brújula. En la columna «Asignado a», añadió una fecha, un año atrás (tras hacer un rápido cálculo en cuartos armadanos) y el nombre
Amenaza de Magda
.
Si alguien, por alguna razón, decidía buscar información sobre la brújula CTM4E, ahora la encontraría. Descubriría que un año atrás había sido asignada a la pobre
Amenaza de Magda
, un barco que se había ido a pique hacía un mes, con toda su tripulación y su cargamento a bordo, en aguas situadas a mil millas náuticas de distancia.
Una vez que lo hubo dejado todo como estaba, no le quedaba más que una cosa que hacer.
Abrió la brújula y contempló con reverencia la complejidad del mecanismo adaptado de un diseño khepri robado siglos atrás. Se concentró en la diminuta lasca de piedra empapada de taumaturgia homeotrópica que sabía que ocultaban sus entrañas. Sus manos se movieron hacia el eje.
Con diez rápidos giros, le dio cuerda.
La acercó a su oído y escuchó el tenue, casi inaudible tic-tac. La examinó. Con un espasmo brusco, los diales adoptaron nuevas posiciones.
La mano giró de forma violenta y entonces se frenó en seco, señalando en dirección a proa, hacia el centro del
Grande Oriente
.
No era una brújula convencional, por supuesto, la mano no señalaba al norte.
Aquella mano señalaba a un pedazo de roca, taumaturgia pura, que se escondía en un revestimiento de cristal o una puerta de hierro, dependiendo del rumor al que uno diera crédito. Había caído del cielo, era un pedazo del sol, provenía del mismo infierno.
Durante años, hasta que el mecanismo se parase, apuntaría con precisión hacia el corazón de la ciudad, la roca divina escondida en alguna parte de las entrañas del
Grande Oriente
.
El hombre envolvió cuidadosamente la brújula en una tela engrasada, luego en un pedazo de cuero y entonces se la guardó en el bolsillo.
Debía de estar a punto de amanecer. Estaba exhausto. Cada vez le resultaba más difícil ver la habitación y sus ángulos y planos, sus paredes, sus materiales y sus dimensiones de manera diferente a la habitual. Suspiró y se le puso el corazón en un puño. Estaba perdiendo los poderes de la estatua, pero todavía tenía que salir de allí.
Así que, tras humedecerse los labios y flexionar la lengua, rodeado de guardias armados que lo matarían sólo por conocer la existencia de la fábrica, el hombre empezó a desenvolver de nuevo su estatua.
Adelante vamos adelante
.
El agua es como sudor y a nuestras ballenas no les gusta
.
Sin embargo
.
Al sur
.
El rastro es claro
.
Hacia aguas templadas y luego aguas cálidas.
El paisaje submarino era dramático en aquel lugar, grietas y hendiduras en la corteza del mundo. Atolones y arrecifes que se alzaban desde las profundidades en una melé de vividos colores. El agua estaba fertilizada por hojas de palma y lotos putrefactos y por los cadáveres de criaturas únicas. Cosas anfibias que nadaban en el barro, peces que respiraban aire y murciélagos acuáticos.
En cada isla existían docenas de nichos ecológicos y para cada oportunidad diferente existía una bestia. Algunas veces había dos o más, empeñadas en una lucha por la supremacía.
Los cazadores se llegaron hasta los bajíos, hasta los lagos salados y las cuevas y devoraron lo que encontraron allí.
Las ballenas gimieron y mugieron y suplicaron que las dejaran regresar a las aguas frías y sus amos las ignoraron o las castigaron y volvieron a decirles lo que estaban buscando.
Los cazadores hablaron entre sí de la temperatura del agua y de la nueva cualidad de la luz y de los colores cristalinos de los peces que los rodeaban pero no se quejaron. Hubiera sido impensable para ellos quejarse por esas pequeñeces mientras su presa seguía libre.
Al sur
, ordenaron e incluso cuando las ballenas empezaron a morir, una tras otra, víctimas sus colosales cuerpos de los extraños virus que moraban en las aguas cálidas y empezaron a descomponerse y la piel empezó a ponerse gris y a pudrirse y la carne se les llenó de gas y emergieron a la superficie, hediondas y llenas de pústulas para ser devoradas por aves carroñeras hasta que no quedó de ellas más que los huesos y sus restos se hundieron en el agua cada vez más negra, sus amos no vacilaron.
Al sur
, dijeron y siguieron el rastro hacia aguas tropicales.
Día de la Huida, 29 de Lunero de 1780 o Dilibro 8 del Cuarto de Halconeras 6/317. A bordo del
Tridente
.
Una nueva adición a esta carta. Ha pasado algún tiempo desde la última vez que escribí. Me disculparía si tuviera algún sentido. Me siento como si por alguna razón debiera hacerlo… lo cual es absurdo. Como si estuvieras leyendo mientras yo escribo y te preocuparas durante las pausas. Por supuesto, cuando por fin recibas esta carta, un silencio de un día, una semana o un año será lo mismo: una línea en blanco, una fila de estrellas. Mis meses serán comprimidos. Pero a mí me confunde el tiempo.
Estoy desvariando, diciendo tonterías. Perdóname.
Estoy excitada y un poco asustada.
Estoy sola mientras escribo esto. Hay una ventana a mi lado y la luz del sol cae sobre mí. Me encuentro a centenares de metros de altitud.
Al principio fue algo asombroso, debo admitirlo. Era desesperadamente hermoso. Después de algún tiempo, la monotonía del agua y el cielo y las nubes ocasionales acaba por aburrir.
Aquí el mar está casi vacío. Mi vista debe de alcanzar hasta cien, ciento veinte o ciento cincuenta kilómetros de distancia y no hay una sola vela, un esquife o un barco de pesca en el horizonte. El color del agua varía entre el verde, el azul y el gris por causa de no sé qué que hay bajo la superficie.
Nuestro movimiento es casi imposible de detectar. Sentimos las vibraciones, por supuesto, procedentes de los motores de cola, los grandes, pero no hay la menor sensación de aceleración, de avance o dirección.
El
Tridente
es una nave asombrosa. Anguilagua ha invertido mucho esfuerzo y dinero en este viaje. Eso está muy claro.