La cicatriz (53 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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La plataforma, el libro, el propio Krüach Aum… era como si, comprendió Bellis, los planes de los Amantes estuvieran destinados a salir adelante.

En la noche que se extendía al otro lado de las ventanas, la tormenta, visible a kilómetros de distancia, florecía durante breves segundos con el estallido de algún relámpago ocasional. Rodeada por los representantes de poderes que apenas estaba empezando a comprender, haciendo de intérprete para un ser de una raza que hasta hacía muy poco había creído extinta, Bellis se sentía triste y sola.

Fue una de las últimas en abandonar la sala. Al llegar junto a la puerta, volvió la vista hacia Uther Doul y se dio cuenta de que no la estaba prestando atención. Su mirada estaba fija en el otro lado de la sala, los ojos y la boca inmóviles como el cristal, sobre el Brucolaco.

Los Amantes se habían marchado. Todos los demás representantes se habían marchado. Sólo quedaban Uther Doul y el vampiro. Y Bellis entre ellos.

Sentía unos deseos desesperados de marcharse pero Uther Doul se interponía en su camino. Sus pies estaban plantados en el suelo como si estuviera a punto de enzarzarse en una pelea. Ella no podía apartarlo y tenía miedo de hablar. El Brucolaco se erguía con el cabello desarreglado y los húmedos labios apenas abiertos mientras tanteaba el aire con aquella lengua horripilante. Bellis estaba atrapada, paralizada, entre ambos. Ellos la ignoraban por completo.

—¿Sigues contento, Uther? —dijo el Brucolaco. Jamás alzaba la voz por encima de un susurro desagradable.

Uther Doul no respondió. El Brucolaco profirió una risa contenida y fría.

—No pienses que esto ha terminado, Uther —dijo—. Ambos conocíamos ya el desenlace de esta charada. No es aquí donde se deciden las cosas.

—Muertohombre Brucolaco —dijo Uther—. Tus objeciones al proyecto han sido debidamente consideradas. Consideradas y denegadas. Y ahora, si me excusas, tengo que escoltar a Krüach Aum y a esta mujer a sus aposentos. —No apartó un instante los ojos del pálido rostro del vampiro.

—¿Te has
dado cuenta
, Uther —dijo el Brucolaco con tono cortés—, de que las demás ratas han comprendido que algo está ocurriendo? —Caminó lentamente hacia Uther Doul. Bellis estaba paralizada. Deseaba con todas sus fuerzas salir de la habitación en aquel mismo momento. Durante años se había envuelto en capas de concentración y frío control. Había pocas emociones que no pudiese controlar.

El Brucolaco la estaba aterrorizando. Era como si su voz se modulase exactamente con sus miedos.

La habitación era oscura, las lámparas de gas se habían apagado y las pocas velas que quedaban brillaban con un parpadeo. No podía ver más que aquella figura, moviéndose con la destreza de un bailarín
(tan diestro como Doul)
, acercándose.

Doul estaba en silencio. No se movía.

—Ya has oído a Vordakine preguntando qué será lo próximo. Te dije que era la mejor de todos ellos. Por fin lo están comprendiendo, Uther —susurró el Brucolaco—. ¿Cuándo se lo contaréis, Uther? ¿Cuándo les dejaréis conocer el plan? ¿De
veras
crees —continuó con repentina ferocidad— que puedes enfrentarte a mí? ¿Crees que puedes derrotarme? ¿Crees que vuestro proyecto puede seguir adelante sin mi consentimiento? ¿
Sabes
… lo que
soy
?

Habló entonces en una lengua de siseos ahogados, como si el mismo dialecto se resintiera de cada sonido que permitía escapar.

La lengua del Cromlech Alto.

Fuera lo que fuese lo que dijo, logró que los ojos de Uther Doul se abrieran mucho durante unos momentos. Entonces, también él se adelantó.

—Oh, sí, Brucolaco —dijo. Su voz era tan dura y afilada como el pedernal. Miraba por encima de Bellis como si no estuviera allí, directamente al vampiro—. Sé exactamente lo que eres. Yo, entre todos, sé exactamente lo que eres.

Los dos hombres se encontraban ahora a pocos pasos de distancia, inmóviles, y Bellis entre los dos como una refugiada asustada.

—Te concedo por cortesía el título nobiliario,
Muertohombre
—siseó Doul—. Pero no eres más noble que yo. Eres un a-muerto, no un thanatius. Eres tú el que ha olvidado, Brucolaco. Olvidas que existe otro lugar en el que los de tu raza pueden vivir libremente. Donde se refugian los tuyos. Olvidas que allí donde los muertos gobiernan y protegen a los fugaces, no hay nada que temer de los que son como tú. Olvidas que hay vampiros en el Cromlech Alto —señaló al Brucolaco—. Viven más allá del gueto de los fugaces. En chabolas —sonrió—. Y cada noche, después de la salida del sol, pueden salir arrastrándose de sus cabañas y entrar subrepticiamente en la ciudad. Figuras famélicas cubiertas de harapos, que se apoyan contra las paredes. Exhaustas y hambrientas, con las manos extendidas. Mendigos —su voz era suave y cruel—. Mendigos de la piedad de los fugaces. Y, de tanto en cuanto, uno de nosotros se aviene y, con una mezcla de misericordia y desprecio, avergonzado por su blanda filantropía, se para a la sombra de algún edificio y os ofrece su muñeca. Y entonces vosotros la abrís, frenéticos de hambre y poseídos por un agradecimiento rastrero, y tomáis algunos sorbos ansiosos, hasta que él decide que ya es bastante y os la quita mientras suplicáis un poco más y puede que vomitéis porque hace tanto tiempo que no la probáis que vuestro estómago no puede soportarlo y os dejamos tirados sobre el polvo, felices en vuestra miseria. En el Cromlech Alto sabemos exactamente lo que sois, Brucolaco —volvió a sonreír—. Basura. Que algunos de nosotros toleramos y que otros odiamos y todos, muertos y fugaces por igual, despreciamos. Así que no —le espetó con repentino desdén— trates de intimidarme. Porque, sí, Brucolaco, yo sé
exactamente
lo que eres.

Nadie dijo más. Los dos se quedaron mirándose, inmóviles. Sólo la lengua del Brucolaco sondeaba el aire.

Y entonces desapareció.

Bellis parpadeó y miró a su alrededor, al rastro de aire desplazado en el que las motas de polvo giraban en el aire y seguían con paso lánguido la repentina marcha del Brucolaco. La cabeza le daba vueltas.
¿Qué me ha hecho?
, pensó.
¿Cómo hace eso? ¿Hipnosis? Maldita sea, es aún más rápido que Doul

Uther Doul la estaba mirando, advirtió de repente, como ausente, mientras su corazón se calmaba y su respiración recobraba la normalidad.

—Ven conmigo —le dijo con tono tan neutro y desapasionado como si nada hubiera ocurrido, como si ella no hubiera presenciado nada—. Debes ayudar a Krüach Aum.

Mientras salía de la habitación, tratando de no tropezar, temblando como estaba, Bellis pensó en lo que el Brucolaco había dicho.

¿Adónde vamos?
, se preguntó mientras seguía a Uther Doul.

¿Cuál es el plan?

28

Tras largas evasivas, la tormenta se desató.

La densa masa de aire apelmazado se desplegó. La noche era calurosa. La lluvia azotaba Armada. Los cabos y aparejos se doblaban y chocaban contra los flancos de las naves y los edificios. Había truenos y relámpagos.

Aquella era la primera borrasca de verdad que la ciudad soportaba desde hacía mucho tiempo pero los habitantes respondieron a ella con la destreza de auténticos expertos. Las aeronaves se bajaron a tierra con rapidez y se guardaron para esperar a que pasase la tormenta en patios y bajo lonas de alquitranado. El
Tridente
y el
Arrogancia
, amarrados los dos al
Grande Oriente
eran demasiado grandes para ser cubiertos así que no se pudo hacer más que dejar que se balancearan y fueran sacudidos por el viento mientras sus sombras inmensas daban vueltas sobre los barcos y las casas.

Por toda la ciudad, todos los puentes y amarras salvo los más robustos se soltaron de un extremo, por si la fuerza del mar separaba los barcos demasiado deprisa y no podía hacerse en el momento. Moverse por Armada durante una tormenta era imposible.

Atrapadas entre los canales que separaban las embarcaciones, las aguas de Armada daban sacudidas y se alzaban violentamente, pero no podían formar olas. No había tales límites en el mar que azotaba los navíos exteriores de la ciudad. Los barcos que formaban las bocas de Puerto Basilio y del Puerto de la Espina del Erizo fueron unidos entre sí para rodear y proteger a los barcos piratas o mercantes —armadanos o invitados— que había en su interior. Más allá de los límites de Armada, la flota de naves de guerra, remolcadores y piratas se apartó lo bastante como para evitar que las corrientes los arrastrasen contra las paredes de su ciudad.

Sólo los sumergibles que patrullaban por debajo de la ciudad, los tritones, las sierpes de mar y Juan el Bastardo estaban más o menos tranquilos. Descansaban bajo la superficie, lejos de la tormenta, y sólo el delfín tenía que salir de tanto en cuanto a la superficie para respirar.

Tras asomarse por una ventana del pasillo del
Grande Oriente
, Uther Doul se volvió hacia Bellis.

—Aún ha de venir una peor que ésta —dijo. En un primer momento, Bellis no lo comprendió. Entonces recordó la historia del libro de Krüach Aum: la invocación del avanc, alimentada por elementales de relámpago.

Vamos a provocar una tormenta de mil demonios, ¿no es así?
, pensó.

Bellis estaba sentada, enseñándole a Aum unas nociones de sal, como se le había ordenado. Estaba preocupada. Era consciente de que aquello suponía una ruptura de las reglas fundamentales del aislamiento de los anophelii establecidas por Kohnid y Dreer Samher. Y por muy venales que pareciesen sus razones para controlarlos, aquellas reglas eran una respuesta de protección frente a uno de más notorios imperios de toda la historia de Bas-Lag. Tenía que recordarse constantemente que Aum era un macho de avanzada edad y no podía suponer amenaza para nadie.

Aum acometía la tarea con el rigor y la lógica de un matemático. Bellis descubrió incómoda, que había aprendido una cantidad sorprendente de vocabulario en el transcurso de la corta visita de los armadanos (y empezó a preguntarse si habrían infectado la isla con su lengua).

Para los habitantes de Nueva Crobuzón o Jhesshul o las Islas Mandrágora o Shankell o Perrick, el sal era una lengua fácil de aprender. Krüach Aum, por el contrario, no conocía ninguno de sus componentes. Ni su vocabulario ni su gramática tenían la menor afinidad con el Kettai Alto. Aun así, lo desmontó cuidadosamente, elaboró listas de declinaciones, conjugaciones y sumarios de gramática. Su método era muy diferente al de Bellis, carente de intuición, de experiencia con el trance que se utilizaba para volver receptiva la mente; pero a pesar de ello, sus progresos fueron rápidos.

Bellis esperaba con impaciencia el día en que su presencia no fuera necesaria; el día en que no tuviera que pasarse las horas muertas sentada allí, escribiendo notas en un registro científico que no comprendía. La habían apartado de su trabajo en la biblioteca. Ahora pasaba las mañanas dando clases a Aum y las tardes haciendo de intérprete entre el anophelius y el comité científico de Anguilagua. No le gustaba ninguna de las dos tareas.

Durante el día comía con Aum y por las noches, algunas veces, daban paseos juntos por la ciudad, acompañados por un contingente de alguaciles.
¿Qué otra cosa
, se decía ella,
puedo hacer?
Lo acompañó al Parque Crum, a las coloridas calles y mercados de Anguilagua, Jhour y Raleas. Lo llevó a la Biblioteca Gran Ingenio.

Mientras esperaba allí de pie, hablando en voz baja con Carrianne, que parecía sinceramente encantada de volver a verla, Krüach Aum paseaba entre las estanterías. Cuando fue a decirle que tenían que irse, se había vuelto hacía ella y la expresión que había en su cara la había alarmado en extremo: una reverencia, un júbilo y una agonía que se parecían al éxtasis religioso. Ella le enseñó la sección de libros en Kettai Alto y él pareció quedarse anonadado, como si la visión de todo aquel conocimiento a su alcance resultara embriagadora.

Sentía una inquietud persistente y tenue por tener que pasar gran parte de su tiempo en presencia de las autoridades de Anguilagua: los Amantes, Tintinnabulum y sus hombres, Uther Doul.

¿Cómo he llegado a esto?
, se preguntaba.

Bellis se había aislado de la ciudad desde el primer momento y se había asegurado con toda dedicación de que la herida permaneciera abierta y sangrante. Se definía a sí misma por ella.

Éste no es mi hogar
, se había dicho a sí misma una vez tras otra, en repeticiones interminables. Y cuando se le había presentado la oportunidad de hacer una conexión con su verdadero hogar, la había aceptado con todas las consecuencias. No había renunciado a Nueva Crobuzón. Había descubierto aquella amenaza terrible que se cernía sobre su ciudad y (corriendo grandes riesgos y con una intensa planificación), se las había arreglado para salvarla.

Y de alguna manera, en esa misma acción, en el mismo acto de tender la mano a Nueva Crobuzón a través de los mares, se había atado estrechamente a Armada y a sus gobernantes.
¿Cómo he llegado a esto?

El pensamiento le hizo reír sin alegría. Había hecho todo lo que había podido por su verdadero hogar y como consecuencia de ello pasaba todo su tiempo trabajando para los gobernadores de su prisión, ayudándolos a obtener el poder para llevarla dondequiera que quisieran.

¿Cómo he llegado a esto?

¿Y dónde está Silas?

Cada día, Tanner pensaba en lo que había hecho en la isla de los anophelii.

No era algo que le hiciera sentir bien. No estaba seguro de entender sus emociones. Sondeaba el recuerdo de lo ocurrido como si fuera una herida y descubría una reserva de orgullo en su interior.
He salvado Nueva Crobuzón
, se decía, sin terminar de creerlo del todo.

Pensaba con detenimiento en las pocas personas a las que había dejado allí. Sus camaradas de parranda, los amigos y las novias:
Zara y Pietr, Fezhenecs y Dolly-Ann
… pensaba en ellos con una especie de aprecio abstracto, como si fueran personajes de un libro a los que hubiera terminado por coger cariño.

¿Pensarán en mí?
, se preguntaba.
¿Me echarán de menos?

Los había dejado atrás. Había pasado tanto tiempo en la apestosa prisión de la Bahía de Hierro y en aquel agujero gris a bordo del
Terpsícore
y luego su vida había sido tan repentina y asombrosamente renovada, que Nueva Crobuzón se había atenuado en sus recuerdos.

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