—¿Por qué no se lo has contado a los Amantes? ¿Por qué pensaste que no te ayudarían a hacer llegar un mensaje a la ciudad?
Bellis sacudió los hombros en una risa falsa y silenciosa.
—¿De veras crees —respondió ella con lentitud— que les importaría? ¿Crees que lo enviarían ellos mismos? ¿O en barco? ¿O pagarían a un mensajero? ¿Crees que se arriesgarían a descubrirse? ¿Crees que harían todos esos esfuerzos sólo para salvar a una ciudad que los destruiría si se le diera la menor oportunidad?
—Te equivocas —dijo él, inseguro—. Hay muchos nativos de Nueva Crobuzón a los que sí les importaría.
—Nadie lo
sabe
—siseó ella—. Sólo Fennec y yo lo sabemos y si difundimos la noticia, nos desacreditarán, nos harán pasar por alborotadores, nos arrojarán al mar, quemarán el mensaje. Por el amor de los dioses, ¿y si te equivocas? —Se le quedó mirando hasta que él se agitó, incómodo—. ¿Crees que les importaría? ¿Crees que no dejarían que Nueva Crobuzón se hundiera? Si se lo contáramos y estuvieras equivocado, sería el fin… perderíamos nuestra única posibilidad. ¿No ves lo que está en juego? ¿De veras quieres arriesgarte? ¿De veras?
Con un vacío en la garganta, Tanner se dio cuenta de que lo que decía tenía sentido.
—Y por eso estoy aquí sentada, llorando como una cretina —escupió—. Porque llevar este mensaje, esta prueba y este soborno a los Samheri es la única posibilidad que tenemos de salvar Nueva Crobuzón. ¿No lo ves?
Salvarla
. Y estoy aquí, paralizada, porque no se me ocurre un modo de llegar hasta la playa. Porque me aterrorizan esas mujeres.
No
quiero morir y se acerca el amanecer y no puedo salir ahí fuera pero tengo que hacerlo. Y hay casi dos kilómetros hasta la playa —lo miró, intensamente, y entonces miró en otra dirección—. No sé lo que hacer.
Podían oír los ruidos de los guardias cactos que paseaban por la aldea iluminada por la luna, de casa en casa. Tanner y Bellis se sentaron cara a cara, con las espaldas apoyadas contra la pared, mirándose a los ojos.
Tanner volvió a mirar la carta que tenía. Estaba el sello. Extendió las manos y Bellis le entregó el resto del pequeño paquete. Tenía el rostro compuesto. Leyó la carta para los piratas Samheri. La recompensa era generosa pero ni mucho menos excesiva si lograban salvar a Nueva Crobuzón.
Salvarla, impedir que sufriera daño.
Volvió a leer las dos cartas, línea por línea. No se mencionaba a Armada.
Miró el collar con la pequeña chapa, su nombre y su símbolo. No había nada que relacionara todo aquello con Armada. Nada que le dijera al gobierno de Nueva Crobuzón dónde encontrarlo. Bellis lo observaba en silencio. Ella sabía lo que era. Podía sentir sus esperanzas. Sacó el gran anillo, examinó el intrincado sello invertido, hendiduras por picos y viceversa. Era hipnótico. Significaba más de una cosa para él, como Nueva Crobuzón.
El silencio continuó mientras le daba vueltas y vueltas al paquete entre sus manos, pasaba sus dedos sobre el pedazo de lacre, el anillo y la larga carta con su aterradora advertencia.
Recordaba cuando lo habían Rehecho, pero eso no era todo. Había lugares y personas. Nueva Crobuzón tenía más de una cara.
Tanner Sack era leal a Anguilagua y sentía la pasión de esa lealtad en su interior, junto a un afecto triste hacia Nueva Crobuzón… una especie de cariño melancólico y pesaroso. Por el mercadillo de zapatos y otras cosas. Las dos emociones se agitaban y giraban la una alrededor de la otra como peces.
Pensó en su antigua ciudad, toda arrasada, destrozada.
—Es cierto —susurró lentamente—. Hay casi dos kilómetros hasta Playa Maquinaria y hay que atravesar los pantanos y todo eso, donde viven las mujeres.
Sacudió la cabeza de repente en dirección al otro lado de la aldea, la grieta en la roca con aquellas olas como aceite al fondo.
—Pero desde allí sólo hay unos metros hasta el mar.
No tarda mucho
.
Mantengo los ojos en la ventana (Bellis Gelvino acurrucada, esperando detrás de mí. Nerviosa por la posibilidad de que esté jugando con ella pero a pesar de todo iluminada de esperanza). Espero hasta que el guardia doble una esquina y desaparezca de la plaza y de mi vista
.
—
No te muevas
—
le digo y sacude la cabeza casi con fervor
—.
No te muevas ni un centímetro (estoy aterrado pero me hago el duro). No muevas ni un músculo hasta que oigas mi llamada
.
Ella va a abrir la cerradura. Va a vigilar para asegurarse de que ninguna anophelii se cuela mientras la puerta está abierta. Va a esperar lo que haga falta hasta que yo regrese
.
Y entonces asiento, con la bolsa de cuero atada con fuerza y envuelta en cera para evitar que le entre agua, la aferró contra mis tripas como si fuera una herida y ella abre la puerta de un tirón y salgo, a la luz de las estrellas, al aire caluroso de la noche, con las mujeres mosquito, rodeado por todas partes por las mujeres mosquito
.
Tanner Sack no vacila. Corre hacia la grieta que se abre al fondo de la aldea como un ano, desde la que arrojan los desperdicios al mar.
Corre con la cabeza baja, ciego y aterrado, hacia la hendidura en la roca. Sus nervios aúllan y su cuerpo se dobla y cada parte de sí lucha con todas sus fuerzas para alcanzar el agua.
Está seguro de que oye el sonido de alas de mosquito.
Sólo pasan cinco segundos desde que sale al exterior, escuchando el viento y los insectos nocturnos, hasta que sus pies tocan la roca desnuda que se asoma como una balconada sobre el mar. El aire está inmóvil y la oscuridad lo envuelve aún con más fuerza mientras se inclina sobre la abertura inundada de sombras de la montaña. Y por un momento titubea, considera la posibilidad de un descenso más laborioso y cuidadoso por la estrecha vereda que desciende sinuosa por la pared de roca pero ya es demasiado tarde, sus piernas se lo han llevado hacia arriba y hacia delante, como si escuchara el zumbido de una hembra anophelii y ha abandonado la roca y está cayendo.
No hay nada salvo aire debajo de él, más de quince metros de aire y luego el mar en movimiento que resplandece como el hierro. Y ahora él es una criatura del mar y sabe leer las formas de las corrientes. Sabe que son aguas profundas y, en efecto, lo son.
Su cuerpo se tensa y el oleaje se abre para recibirlo con un chapoteo y el aire sale a borbotones de sus pulmones y abre la boca por el golpe y la sorpresa y empieza a respirar agua por sus pobres y desecadas branquias mientras el mar se sella sobre su cabeza y se lo traga por entero. Le hace sentir bienvenido, aunque no sea más que un pequeño microbio.
Hay un momento de dicha, cuando flota inmóvil en la oscuridad de las aguas. El espacio a su alrededor resulta vertiginoso, tan seguro es para él. Las mujeres mosquito no van allí
(piensa en otros depredadores y por un momento se siente un poco menos a salvo)
.
Tanner siente el peso del paquete engrasado que lleva encima. Lo aprieta contra su vientre y empieza a nadar impulsándose con sus pies palmeados. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez… Se siente como si su piel estuviese floreciendo en el agua y los poros se le estuviesen abriendo como yemas tiernas.
La negrura no es absoluta. Conforme sus pupilas se dilatan, empieza a distinguir formas de oscuridades diferentes: peñascos sumergidos, los detritos de la aldea, el paso a mar abierto y la tiniebla inmisericorde de las profundidades. Sobre él, las olas lamen la costa como un ser senil y desdentado.
No está desorientado. Pequeñas formas pasan presurosas a su lado, diminutos peces nocturnos. Tanner está tanteando a su alrededor con los tentáculos, nada despacio hasta que siente los bordes de la roca y empieza a circunnavegar el brazo de costa. Sus tentáculos son más valientes que él. Se introducen, inquisitivos como pulpos, en el interior de grietas en las que nunca se atrevería a meter las manos. Aquellos apéndices son la parte más acuática de su cuerpo y acepta su dirección.
Tanner nada alrededor de la isla de los anophelii. Siente a las anémonas y a los erizos de mar y se da cuenta con repentina tristeza de que es la primera vez en su vida en que nada tan cerca del lecho marino como para notar la vida que mora en él y que casi con toda seguridad es la última vez que podrá hacerlo y está demasiado oscuro para poder ver. No puede más que imaginarse las protuberancias de piedra y arena sobre las que nada, las espuelas de roca y madera muerta que deben de parecer velludas por las algas, los ricos colores que la luz podría revelar.
Pasan los minutos mientras él nada con urgencia. Aquel litoral sabe diferente al mar abierto que rodea a Armada. Aquellas aguas parecen un estofado espeso. El aroma de la vida diminuta y la muerte casi lo sofoca.
Y entonces, de repente, siente el sabor a herrumbre.
Playa Maquinaria
, piensa Tanner. Ha rodeado a nado un saliente de la isla hasta llegar a la bahía. Sus ventosas acarician nuevas cosas: hierro en descomposición, motores cubiertos de costra por la acción del mar. El agua sobre aquel lecho de hierro está llena de sales metálicas y le sabe a sangre.
En la superficie estrellada de fragmentos de luna que hay encima de él se ven tres grandes formas, los barcos Samheri, que tapan la poca luz que hay. Sus cadenas se hunden en el agua y las anclas reposan entre los huesos de artefactos metálicos mucho más viejos.
Tanner se yergue, se eleva, siente cómo se expande el agua. Alza las manos, que todavía aferran el paquete. La sombra del barco más grande está en su camino.
Los cactos de Dreer Samher lo amenazan nada más verlo, fingiendo cólera, con sus puños cerrados y los antebrazos erizados de espinas, pero no se atreven a acercarse. Los intriga aquel Rehecho andrajoso que ha trepado por la cadena de su ancla y ahora está allí, de pie y empapado, en la cubierta de su barco, mirando al cielo con aspecto nervioso y esperando a que los marineros lo lleven abajo.
—Dejadme hablar con el capitán, muchachos —les dice una vez tras otra en sal, asustado pero resuelto. Y al ver que sus amenazas no lo desalientan, lo llevan al interior de la oscuridad iluminada con velas del barco.
Pasan junto a la bodega, donde guardan el botín de sus tratos y sus batallas. La cocina, que huele a guisado y vegetación descompuesta. Lo llevan junto a pasillos jalonados por celdas, donde chimpancés enfurecidos chillan y golpean los barrotes. Los cactos son demasiado pesados y sus dedos demasiado torpes para escalar por los aparejos. Los primates son entrenados desde cachorros para obedecer ciertos silbidos y gritos y son capaces de hacer y deshacer nudos y largar velas como auténticos expertos, a pesar de no saber lo que están haciendo.
Los hastiados monos son escondidos aquí a la voracidad de las mujeres mosquito.
Sengka está sentado en silencio en su camarote mientras Tanner Sack, de pie, se seca nerviosamente la cara y las manos con un trapo. Con los enormes brazos verdes apoyados sobre la mesa y las manos entrelazadas, Sengka resulta tan parecido a un burócrata humano que inquieta. La misma paciencia suspicaz.
Es un político. En cuanto ve la insólita figura de Tanner sabe que algo ilícito está pasando, algo que escapa a los propósitos de las autoridades de Armada y, por si ocurre que pueda beneficiarse de ello él solo, despide a los guardias (se marchan con miradas malhumoradas, su curiosidad sin satisfacer).
Hay algunos segundos de silencio.
—Cuénteme —dijo Sengka por fin. No se anda con preámbulos y Tanner Sack (la piel empapada aún de agua salada que resbala sobre la moqueta, aferrando con las dos manos el paquete, asustado y culpable, lleno de una traición que no quiere cometer) lo respeta por ello.
En el interior del cuero tratado con cera y de la caja, el contenido sigue seco.
Le entrega la carta con la promesa de recompensa, sin decir una sola palabra.
Sengka la lee lenta, muy cuidadosamente, una vez y luego otra. Tanner espera.
Cuando por fin levanta la mirada, el rostro del capitán no revela nada
(pero deja la carta a un lado con mucho cuidado)
.
—¿Qué —dice— es lo que querría que llevase?
De nuevo sin decir palabra, Tanner saca la pesada caja y se la enseña. Extrae de su interior el anillo y el lacre y la abre del todo para mostrarle su interior, la otra carta y el collar que contienen.
El capitán examina el tosco collar, con los labios fruncidos, como si no estuviera impresionado. Sus manos penden sobre la carta más larga.
—No llevaré nada que no haya leído —dice—. Podría decir «Olviden la otra carta». Estoy seguro de que lo entiende. Sólo le dejaré lacrarla una vez que haya visto lo que contiene.
Tanner asiente.
El capitán Sengka tarda mucho rato en examinar aquella larga y críptica carta de Silas a la ciudad. No la lee: no puede. No conoce el ragamol lo bastante bien. Está buscando palabras que lo preocupan: cacto; Dreer Samher; pirata. No hay ninguna. No parece haber ningún engaño en este asunto. Una vez que ha terminado, levanta la mirada, intrigado.
—¿Qué significa todo esto? —dice. Tanner se encoge de hombros al instante.
—No lo sé, capitán —dice—. De veras. Tiene aún menos sentido para mí que para usted. Lo único que sé es que es información que Nueva Crobuzón necesita.
Sengka asiente de forma ausente, mientras reflexiona y considera sus opciones.
Echar al hombre de allí y no hacer nada. Matarlo allí mismo
(sería muy fácil)
y quitarle el sello. Llevar el mensaje, no llevarlo. Entregarlo a la mujer de Armada, su líder, a la que tan evidentemente está traicionando (aunque por qué y para qué, Sengka lo ignora). Pero la situación intriga a Nurhjitt Sengka, y también aquel valeroso intruso. No le desea mal alguno. Y tampoco sabe para quién trabaja, qué poder lo respalda.
El capitán Sengka no quiere arriesgarse a provocar una guerra con Armada y menos aún con Nueva Crobuzón.
No hay nada en esta carta que nos comprometa
, piensa, y por mucho que lo intenta no logra encontrar una razón que le impida actuar como correo.
En el peor de los casos le negarán la recompensa prometida después de que haya tenido que desviarse mucho de su ruta habitual. Pero, ¿sería eso una catástrofe? Estaría en la ciudad más rica del mundo y, además de pirata, él es un mercader. No sería un buen desenlace, piensa, y el viaje no es fácil ni corto pero, ¿no vale la pena arriesgarse? ¿Por una posibilidad?