La chica mecánica (32 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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El mercado nocturno ha enmudecido.

De improviso, como fantasmas voraces, los hombres de blanco se materializan detrás de ella, dirigiéndose a la mujer del wok con su característico sonsonete atropellado. La mujer se apresura a atenderles, obsequiosa. Emiko se estremece al verlos, con los fideos a medio camino de la boca; su delicado brazo tiembla de pronto con la tensión. Le gustaría soltar los palillos, pero no hay nada que hacer. No podrá camuflarse si se mueve, de modo que se queda sentada, paralizada, mientras los hombres hablan a su espalda, cerniéndose sobre ella mientras esperan.

—... al final se ha pasado de la raya. He oído que Bhirombhakdi corría de un lado para otro por las oficinas, anunciando a gritos que iba a pedir su cabeza. «¡La cabeza de Jaidee en una bandeja, ha ido demasiado lejos!»

—Les dio cinco mil baht a sus hombres, a todos, por la redada.

—Para lo que les va a servir ahora que se ha quedado sin nada.

—Aun así, cinco mil; no me extraña que Bhirombhakdi escupiera bilis. Sus pérdidas debían de ascender a medio millón.

—Y Jaidee cargó como un megodonte. Seguro que el viejo pensó que Jaidee era el toro Torapee, midiendo la pisada de su padre. Aguardando el momento propicio para derrotarlo.

—Ahora se acabó todo.

Un escalofrío recorre a Emiko cuando tropiezan con ella. Es el fin. Se le caerán los palillos y verán a la chica mecánica, pues no la han visto todavía a pesar de estar apiñados a su alrededor, aunque la oprimen con indiferente virilidad, aunque la mano de uno de los camisas blancas le toca el cuello como si hubiera aterrizado allí por accidente, dirigida por los empujones de los demás. En un abrir y cerrar de ojos, dejará de ser invisible. Aparecerá ante ellos completamente formada, un neoser sin nada más que permisos y licencias de exportación caducados, y a continuación la fundirán, la reciclarán tan deprisa como convierten en fertilizante el estiércol y la celulosa, gracias a los delatores movimientos sincopados que la identifican con la misma elocuencia que si estuviera cubierta de excrementos de luciérnaga.

—Reconozco que jamás pensé que le vería hacer un
khrab
ante Akkarat. Mala cosa. Eso nos desprestigia a todos.

Tras un momento de silencio, uno de ellos dice:

—Tía. Me parece que ese metano es del color que no debería.

La mujer sonríe nerviosa. El mismo nerviosismo que aletea en la sonrisa de su hija.

—La semana pasada le hicimos un donativo al ministerio.

Emiko intenta no estremecerse cuando el hombre que tiene una mano en su cuello empieza a acariciárselo distraídamente.

—A lo mejor es que nos han informado mal —dice el tipo.

La sonrisa de la mujer se tambalea.

—Puede que me falle la memoria.

—Bueno, estaría encantado de echar un vistazo a sus cuentas.

La vendedora consigue a duras penas que su sonrisa no se borre del todo.

—No hace falta que se moleste. Ahora mismo mando a mi hija. Mientras tanto, ¿por qué no aceptan estos dos pescados? Con lo que les pagan no se puede comer bien. —Saca de la parrilla dos tilapias de gran tamaño y las ofrece a los hombres.

—Es usted muy amable, tía. Estoy famélico. —Con los
plaa
envueltos en hojas de plátano en las manos, los camisas blancas dan media vuelta y reanudan su itinerario por el mercado nocturno, aparentemente ajenos al terror que siembran a su paso.

La sonrisa de la mujer se evapora en cuanto se marchan. Se vuelve hacia su hija y le entrega un puñado de baht.

—Baja a la comisaría y asegúrate de darle este dinero al sargento Siriporn. No quiero volver a ver a esos dos por aquí.

La nuca de Emiko hormiguea con el roce del camisa blanca. Ha estado muy cerca. Demasiado. Tiene gracia cómo a veces se le olvida que es una presa. A veces se engaña y se cree casi humana. Emiko traga el último bocado. No hay más tiempo que perder. Debe enfrentarse a Raleigh.

—Quiero irme de aquí.

Raleigh gira en el taburete, con expresión divertida.

—¿En serio, Emiko? —Sonríe—. Has encontrado un nuevo dueño, ¿a que sí?

A su alrededor, empiezan a llegar las demás chicas, riendo y conversando entre ellas, haciendo
wais
ante la casa de los espíritus. Unas pocas dejan ofrendas con la esperanza de encontrar un cliente amable o un mecenas adinerado.

Emiko sacude la cabeza.

—No es eso. Quiero ir al norte. A las aldeas de los neoseres.

—¿Quién te ha hablado de eso?

—Existen, ¿verdad? —La expresión de Raleigh se lo confirma. Su corazón empieza a martillear. No es solo un rumor—. Existen —repite, con más firmeza esta vez.

Raleigh le dedica una mirada calculadora.

—Tal vez. —Indica a Daeng, el camarero, que le sirva otro trago—. Pero te lo advierto, la vida en la selva no es fácil. Hay que comer bichos para sobrevivir si se malogran las cosechas. Tampoco abunda la caza, no después de que la roya y el gorgojo modificado nipón acabaran con casi todo el forraje. —Se encoge de hombros—. Un puñado de pájaros. —Vuelve a mirarla—. Deberías quedarte cerca del agua. Allí te recalentarás. Hazme caso. Es un calvario. Si de veras quieres salir de aquí, lo que deberías hacer es buscarte otro mecenas.

—Los camisas blancas han estado a punto de pillarme hoy. Si me quedo aquí, moriré.

—Les pago para que no te detengan.

—No. Estaba en el mercado nocturno...

—¿Y qué diablos hacías tú en el mercado nocturno? Si te apetece comer algo, vienes aquí. —Raleigh frunce el ceño.

—Lo siento mucho. Tengo que irme. Raleigh-san, tienes contactos. Puedes convencer a alguien para que me consiga los permisos de viaje. Para que pueda cruzar los controles.

Llega la bebida y Raleigh prueba un sorbo. El viejo es como un cuervo, todo muerte y putrescencia sentado en su taburete, viendo cómo llegan sus putas para trabajar en el turno de noche. Observa a Emiko con mal disimulada repugnancia, como si fuera una mierda de perro adherida a su zapato. Toma otro trago.

—La ruta del norte es dura. Y condenadamente cara.

—Puedo pagar el billete.

Raleigh no dice nada. El camarero termina de sacar brillo a la barra y, con ayuda de un mozo de almacén, extrae un arcón de hielo del fabricante de artículos de lujo Jai Yen, Nam Yen. Corazón frío, agua fresca.

Raleigh levanta el vaso y, con un tintineo, Daeng echa dentro un par de cubitos. Fuera del arcón hermético, empiezan a derretirse con el calor. Emiko ve cómo se licúan los cubitos. Daeng los cubre de agua. Emiko está ardiendo. Las ventanas abiertas del club no hacen nada por capturar la brisa, y a esta hora tan temprana, el bochorno que reina dentro del edificio sigue siendo asfixiante. Tampoco ha llegado todavía ninguno de los tarjetas amarillas encargados de los abanicos. Las paredes y el suelo irradian calor, envolviéndolos. Raleigh toma un trago de agua fresca.

Emiko lo observa, encendida, deseando ser capaz de sudar.


Khun
Raleigh. Por favor. Lo siento muchísimo. Por favor —titubea—, un poco de agua fría.

Raleigh saborea el agua mientras ve cómo siguen llegando más de sus chicas.

—Mantener a un neoser cuesta un montón de dinero.

Emiko esboza una sonrisa azorada, esperando apaciguarlo. Al cabo, Raleigh hace una mueca, irritado.

—Está bien. —Llama a Daeng con un ademán. Un vaso de agua con hielo se desliza por encima del mostrador. Emiko intenta no abalanzarse sobre él. Lo aprieta contra la cara y el cuello, jadeando casi de alivio. Bebe y vuelve a presionar el vaso contra su piel, aferrándose a él como si fuera un talismán.

—Gracias.

—¿Por qué tendría que ayudarte a salir de la ciudad?

—Moriré si me quedo aquí.

—Es un mal negocio. Contratarte tampoco fue mucho mejor. Y abrirte paso hasta el norte a fuerza de sobornos sería aún peor.

—Por favor. Haré lo que sea. Pagaré. Lo haré. Puedes utilizarme.

Raleigh suelta una carcajada.

—Tengo chicas de verdad. —Su sonrisa desaparece—. El problema, Emiko, es que no tienes nada que ofrecer. Te bebes el dinero que ganas todas las noches. Tus sobornos cuestan dinero, tu hielo cuesta dinero. Si no tuviera tan buen corazón, me limitaría a dejarte en la calle para que te fundieran los camisas blancas. Desde el punto de vista económico, eres una proposición nefasta.

—Por favor.

—No me cabrees. Arréglate para trabajar. No quiero verte con la ropa de calle cuando lleguen los clientes.

Sus palabras son terminantes, cargadas de autoridad. Emiko empieza a hacer una reverencia de forma automática, acatando sus deseos. Se detiene en seco. «No eres un perro. No eres una criada. El servilismo te ha dejado abandonada y rodeada de demonios en una ciudad de seres divinos. Si te comportas como una criada, morirás como un perro», se recuerda.

Endereza la espalda.

—Lo siento, pero debo ir al norte, Raleigh-san. Cuanto antes. ¿Cuánto costaría? Lo ganaré.

—Eres como un puñetero cheshire. —Raleigh se pone en pie de repente—. No dejas de venir a picotear los cadáveres.

Emiko se encoge. A pesar de su avanzada edad, Raleigh sigue siendo un
gaijin
, nacido y alimentado antes de la Contracción. Su altura resulta imponente. Retrocede un paso, intimidada. Raleigh sonríe con gesto torvo.

—Eso es, no olvides el lugar que te corresponde. Irás al norte, ya lo creo. Pero lo harás cuando a mí me dé la gana. Y no antes de haber ganado hasta el último baht necesario para sobornar a los camisas blancas.

—¿Cuánto?

Raleigh enrojece hasta la raíz de los cabellos.

—¡Más de lo que llevas ganado hasta ahora!

Emiko retrocede de un salto, pero Raleigh la agarra. La atrae de un tirón. Su voz es un gruñido enronquecido por el whisky.

—Una vez le fuiste útil a alguien, así que entiendo que un neoser como tú olvide cuál es su lugar. Pero no nos engañemos. Eres mía.

Su mano huesuda magrea el pecho de Emiko, le pellizca un pezón y se lo retuerce. Emiko gime de dolor y se encoge. Los acuosos ojos azules de Raleigh parecen los de una serpiente mientras la observa.

—Hasta la última parte de ti me pertenece —murmura—. Si mañana se me antojara fundirte, ese sería tu final. Nadie pestañearía siquiera. En Japón puede que los neoseres tengan algún valor. Aquí, no eres más que basura. —Vuelve a apretar. Emiko respira entrecortadamente, intentando mantenerse de pie. Raleigh sonríe—. Eres mía. No lo olvides.

La suelta de golpe. Emiko trastabilla de espaldas y se agarra al filo del mostrador.

Raleigh vuelve a concentrarse en su bebida.

—Te avisaré cuando hayas ganado lo suficiente para viajar al norte. Pero lo ganarás trabajando, y duro. Se acabaron los remilgos. Si un hombre solicita tus servicios, te irás con él y le harás disfrutar tanto que querrá volver para repetir la novedad. Tengo chicas naturales que ofrecen sexo natural para dar y tomar. Si quieres ir al norte, será mejor que empieces a ofrecer algo más.

Apura la bebida de un trago empinando el vaso, que a continuación descarga sobre la barra para que Daeng vuelva a llenarlo.

—Y ahora, alegra esa cara y empieza a ganar dinero.

16

Hock Seng contempla ceñudo la caja fuerte agazapada ante él. Es temprano en las oficinas de SpringLife, y debería estar ocupado, manipulando un libro de contabilidad, antes de que llegue el señor Lake, pero la caja fuerte acapara toda su atención. Se burla de él, ahí plantada, envuelta en el humo de las ofrendas que no han hecho nada por abrirla.

Desde el incidente de los amarraderos, la caja fuerte siempre está cerrada, y ahora el demonio de Lake no deja de mirar por encima del hombro e interesarse por el estado de las finanzas, siempre está inmiscuyéndose y haciendo preguntas. Mientras tanto, el Señor del Estiércol espera. Hock Seng lo ha visto dos veces más. Aunque el hombre se muestra paciente, Hock Seng presiente una creciente irritación, quizá incluso la disposición a encargarse del asunto personalmente. La ventana de la oportunidad empieza a cerrarse.

Hock Seng garabatea cifras en el libro, conciliando el dinero sustraído de la compra de una rueda de transmisión temporal. ¿Debería llevarse la caja entera y al diablo con todo? ¿Arriesgarse a que todas las sospechas recayeran sobre él? En la fábrica hay productos industriales capaces de traspasar el hierro en cuestión de horas. ¿Sería esto más aconsejable que hacer esperar al Señor del Estiércol y arriesgarse a que el padrino de todos los padrinos decida intervenir personalmente en la operación? Hock Seng sopesa sus opciones, todas ellas cargadas de peligros que le ponen la piel de gallina. Si la caja fuerte sufre cualquier desperfecto, su rostro aparecerá encolado en todas las farolas, y el momento es poco propicio para enemistarse con los demonios extranjeros. El aumento de la popularidad de Akkarat imprime una mayor respetabilidad también a los
farang
. Todos los días se escuchan nuevas noticias sobre la humillación de los camisas blancas. El Tigre de Bangkok es ahora un monje con la cabeza afeitada, sin familia ni propiedades.

¿Y si el señor Lake desapareciera directamente? Gracias a un cuchillo anónimo en las tripas mientras pasea por la calle, quizá. Sería fácil. Incluso barato. Chan el Risueño estaría dispuesto a hacerlo por quince baht, y el demonio extranjero dejaría de molestar a Hock Seng de una vez por todas.

Se sobresalta cuando alguien llama a la puerta con los nudillos. Hock Seng se endereza y guarda el libro de cuentas recién amañado debajo del escritorio.

—¿Sí?

En el umbral aparece Mai, la escuálida chiquilla de la cadena de producción. Hock Seng se tranquiliza ligeramente mientras la niña hace un
wai
.


Khun
. Hay un problema.

Hock Seng usa un trapo para limpiarse las manos manchadas de tinta.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

La mirada de la pequeña revolotea por toda la estancia.

—Sería mejor que viniera. En persona.

El miedo que exuda la niña es algo palpable. A Hock Seng se le eriza el vello en la nuca. Es prácticamente una mocosa. Quizá por eso él le ha hecho no pocos favores. Se ha ganado incluso alguna que otra bonificación arrastrándose por los estrechos túneles de los trenes de alimentación, inspeccionando los eslabones mientras esperaban a que la fábrica volviera a ponerse en marcha... y sin embargo, hay algo en su actitud que le recuerda a los malayos que se volvieron contra su pueblo. Cuando sus empleados, siempre tan leales y agradecidos, de pronto no podían mirarle a la cara. Si hubiera sido más perspicaz, habría anticipado el cambio. Habría visto que los chinos malayos tenían los días contados. Que incluso la cabeza de alguien de su talla, que contribuía generosamente a la beneficencia y ayudaba a los hijos de sus empleados como si fueran de él, era candidata a adornar cualquiera de las picas plantadas en la cuneta.

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