La chica mecánica (52 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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—Lo siento —susurra—. Lo siento mucho. —Se desploma, se encoge bajo el agua—. Lo siento mucho. Lo siento. —Empieza a hablar en japonés.

Anderson se acuclilla a su lado; el agua de la ducha empieza a empaparle la ropa.

—No te preocupes —responde con delicadeza—. ¿Por qué no te quitas eso? Te buscaremos otra cosa. ¿De acuerdo? ¿Puedes hacerlo?

Emiko asiente sin fuerzas. Se despoja de la chaqueta. Desata el
pha sin
. Encoge las piernas contra el cuerpo, desnuda, arropada en el agua helada. Anderson la deja debajo del chorro. Recoge el atuendo ensangrentado, lo envuelve en una sábana y baja las escaleras con ella; sale a la oscuridad. La calle está abarrotada de personas. Sin prestarles la menor atención, se adentra rápidamente en las sombras, cargando con el fardo hasta llegar a un
khlong
. Arroja las prendas empapadas de sangre al agua, donde los cabezas de serpiente y las carpas
boddhi
darán cuenta de ellas con obsesiva determinación. El agua se agita y burbujea cuando los peces empiezan a llegar, atraídos por el olor de la sangre.

Cuando vuelve al apartamento, Emiko ha salido ya de la ducha, convertida en una criaturita asustada con mechones de cabello negro pegados al rostro. Anderson se dirige al botiquín. Lava los cortes con alcohol y los frota con antivíricos. Emiko no grita. Tiene las uñas rotas y estropeadas. Los moratones florecen por todo su cuerpo. Pero a pesar de toda la sangre que llevaba encima, parece milagrosamente ilesa.

—¿Qué ha pasado? —pregunta con ternura Anderson.

Emiko se acurruca contra él.

—Estoy sola —susurra—. No hay lugar para los neoseres. —Sus temblores se recrudecen.

Anderson la abraza con fuerza, sintiendo el calor abrasador de su piel.

—Está bien. Pronto cambiará todo. Será distinto.

Emiko sacude la cabeza.

—No. No lo creo.

Instantes después se queda dormida, respira plácidamente, su cuerpo por fin ha conseguido eliminar la tensión y se refugia en la inconsciencia.

Anderson despierta sobresaltado. El ventilador de manivela se ha parado, agotados los julios. Está empapado de sudor. Junto a él, Emiko gime y se retuerce, hecha un horno. Anderson se aparta de ella rodando y se sienta.

Una suave brisa procedente del mar corre por el apartamento, un alivio. Contempla la negrura de la ciudad a través de las mosquiteras. El suministro de metano se ha cortado durante la noche. A lo lejos pueden distinguirse destellos en las comunidades flotantes de Thonburi, donde crían pescado y flotan de una variedad modificada a la siguiente, perpetuamente en pos de la supervivencia.

Alguien aporrea la puerta. Golpea con insistencia.

Emiko abre los ojos de golpe. Se sienta.

—¿Qué pasa?

—Alguien está llamando a la puerta. —Anderson hace ademán de levantarse pero Emiko se lo impide clavándole las uñas rotas en el brazo.

—¡No abras! —sisea. La luna ilumina su piel pálida, los ojos desorbitados por el pánico—. Por favor. —Siguen golpeando la puerta. Machaconamente, con insistencia.

—¿Por qué no?

—Por... —Emiko hace una pausa—. Seguro que son los camisas blancas.

—¿Qué? —El corazón de Anderson da un vuelco en su pecho—. ¿Te han seguido hasta aquí? ¿Por qué? ¿Qué te ha pasado?

Emiko menea la cabeza, abatida. Anderson la observa fijamente, preguntándose qué clase de animal ha invadido su vida.

—¿Qué ocurrió anoche realmente?

Emiko no contesta. Su mirada permanece fija en la puerta mientras continúan los golpes. Anderson se levanta de la cama y corre hasta la puerta.

—¡Un momento! ¡Me estoy vistiendo!

—¡Anderson! —La voz que suena al otro lado de la hoja pertenece a Carlyle—. ¡Abre! ¡Es importante!

Anderson se vuelve y arquea las cejas en dirección a Emiko.

—No son los camisas blancas. Y ahora, escóndete.

—¿No? —Por un momento, el alivio se refleja en los rasgos de Emiko. Pero desaparece casi igual de rápido. Mueve la cabeza de un lado a otro—. Te equivocas.

Anderson la fulmina con la mirada.

—¿Has tenido problemas con los camisas blancas? ¿Por eso tienes tantos cortes?

Emiko continúa meneando la cabeza, angustiada, pero no dice nada. Se encoge en actitud defensiva.

—Jesús y Noé. —Anderson empieza a sacar ropa del armario y la arroja en su dirección, regalos que le ha comprado en señal de la embriaguez que le provoca—. Tú a lo mejor estás lista para salir a la luz, pero yo no estoy dispuesto a tirarlo todo por la borda. Vístete. Escóndete en el armario.

Emiko vuelve a sacudir la cabeza. Anderson intenta controlar la voz, mostrarse razonable. Es como hablar con un trozo de madera. Se arrodilla y toma su barbilla en las manos, gira su rostro hacia él.

—Se trata de uno de mis socios. No tiene nada que ver contigo. Pero necesito que te ocultes hasta que se vaya. ¿Lo entiendes? Tienes que esconderte un momento. Será solo hasta que se marche. No quiero que nos vea juntos. Eso podría darle ventaja.

Los ojos de Emiko se aclaran lentamente. Su hipnotizada expresión de fatalismo se desvanece. Carlyle vuelve a aporrear la puerta. Emiko mira a la puerta y de nuevo a Anderson.

—Son los camisas blancas —susurra—. Hay muchos ahí fuera. Puedo oírlos. —Parece recuperar la compostura de repente—. Son los camisas blancas. Esconderse no servirá de nada.

Anderson reprime el impulso de zarandearla.

—No son los camisas blancas.

Los golpes siguen sacudiendo la puerta.

—¡Abre de una puta vez, Anderson!

—¡Un momento! —replica este. Se pone los pantalones sin dejar de mirar a Emiko, enfadado—. No son los puñeteros camisas blancas. Carlyle se rebanaría el cuello antes de colaborar con ellos.

La voz de Carlyle resuena otra vez a través de la puerta.

—¡Date prisa, maldita sea!

—¡Ya voy! —Anderson se da la vuelta y apremia a Emiko—. Escóndete ahora mismo. —Ya no es un ruego, sino una orden que apela directamente a la herencia genética y al adiestramiento de la chica mecánica.

Emiko se queda paralizada un momento, y de pronto recupera la movilidad. Asiente con la cabeza.

—Sí. Haré lo que me pidas.

Ya ha empezado a vestirse. Sus movimientos sincopados son rápidos, casi un visto y no visto. Su piel resplandece mientras se pone una blusa y unos pantalones holgados. De repente es asombrosamente ágil. Fluida en sus gestos, exótica e inesperadamente grácil.

—Esconderse no servirá de nada. —Emiko gira sobre los talones y corre en dirección al balcón.

—¿Qué haces?

Emiko se da la vuelta y sonríe, parece estar a punto de decir algo, pero en vez de eso salta por encima de la barandilla y se zambulle en la oscuridad.

—¡Emiko! —Anderson se apresura a llegar al balcón.

Abajo, no hay nada. Nadie, ni un grito, ni un golpe, ninguna queja de la calle al estrellarse el cuerpo de Emiko contra el suelo. Nada. Tan solo el vacío. Como si la noche la hubiera devorado por completo. Se reanuda el martilleo en la puerta.

El corazón de Anderson late desbocado en su pecho. ¿Dónde está? ¿Cómo ha hecho eso? Es antinatural. Era tan rápida, parecía tan decidida al final. Un minuto en el balcón, y al siguiente desaparece al otro lado sin dejar rastro. Anderson escudriña las tinieblas. Es imposible que haya aterrizado en otro balcón, y sin embargo... ¿Se habrá caído? ¿Estará muerta?

La puerta salta en pedazos. Anderson gira en redondo. Carlyle irrumpe en el apartamento, trastabillando.

—¿Qué de...?

Un comando de panteras negras entra detrás de Carlyle, arrollándolo. Destellos de armaduras de combate en la penumbra, sombras militares. Uno de los soldados agarra a Anderson, le da la vuelta y lo estampa contra la pared. Unas manos cachean su cuerpo. Cuando forcejea, le estrellan la cara contra la pared. Llegan más hombres. Las puertas se abren a patadas, astillándose. Estruendo de botas a su alrededor. Una avalancha humana. Cristales que se rompen. Los platos se hacen añicos en la cocina.

Anderson estira el cuello para ver qué sucede. Una mano le coge del pelo y vuelve a estrellarle la cara contra la pared. La sangre y el dolor le inundan la boca. Se ha mordido la lengua.

—¿Qué diablos estáis haciendo? ¿Sabéis quién soy yo?

Se atraganta cuando Carlyle es arrojado al suelo a su lado. Ahora puede ver que está maniatado. Tiene la cara cubierta de magulladuras, un ojo hinchado y cerrado, costras negras en la órbita. El pelo castaño apelmazado, empapado de sangre.

—Dios.

Los soldados inmovilizan las manos de Anderson a su espalda y se las esposan. Le agarran el pelo y le dan la vuelta sin contemplaciones. Un soldado empieza a gritar, hablando tan deprisa que no puede entenderlo. El hombre, enfurecido, abre mucho los ojos y le salpica la cara de saliva. Anderson capta las palabras:
Heechykeechy
.

—¿Dónde está el neoser? ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?

Los panteras ponen el apartamento patas arriba. Abren cerraduras y candados a culatazos. Unos gigantescos mastines mecánicos de color negro se pasean de un lado a otro, ladrando y babeando, husmeándolo todo, aullando al detectar el olor de su presa. Un hombre vuelve a encararse con Anderson, una especie de capitán.

—¿Qué ocurre? —pregunta otra vez Anderson—. Tengo amigos...

—No muchos.

Akkarat traspasa el umbral.

—¡Akkarat! —Anderson intenta darse la vuelta, pero los panteras lo retienen contra la pared—. ¿Qué está pasando aquí?

—Queríamos hacerte la misma pregunta.

Akkarat imparte órdenes en tailandés a los hombres que están registrando el apartamento de Anderson. Este cierra los ojos, desesperadamente agradecido por que la chica mecánica no se escondiera en el armario como él le sugirió. Si llegan a encontrarlo con ella, con las manos en la masa...

Uno de los panteras reaparece con la pistola de resortes de Anderson.

Akkarat compone un gesto reprobatorio.

—¿Tienes permiso para portar armas?

—¿Estamos a punto de iniciar una revolución y te preocupan los permisos?

Akkarat asiente con la cabeza hacia sus hombres. Vuelven a estampar a Anderson contra la pared. Su cabeza estalla de dolor. La habitación se torna neblinosa y se le doblan las rodillas. Se tambalea, consigue mantenerse en pie con esfuerzo.

—¿Qué diablos ocurre?

Akkarat pide la pistola con un ademán. La empuña. La amartilla con expresión distraída, enorme el objeto gris y pesado en su puño.

—¿Dónde está la chica mecánica?

Anderson escupe sangre.

—¿Y a ti qué te importa? No eres camisa blanca, ni grahamita.

Los panteras vuelven a machacar la pared con su cuerpo. La vista de Anderson se puebla de puntos de colores.

—¿De dónde ha salido?

—¡Es japonesa! ¡De Kioto, creo!

Akkarat apoya la pistola en la cabeza de Anderson.

—¿Cómo la introdujiste en el país?

—¡¿Qué?!

Akkarat le da un golpe con la culata del arma. El mundo se llena de sombras.

Salpicaduras de agua en la cara. Anderson jadea sin aliento, escupe. Está sentado en el suelo. Akkarat clava la pistola de resortes en la garganta de Anderson, empujando hacia arriba para que se incorpore, hasta dejarlo de puntillas. Anderson apenas si puede respirar a causa de la presión.

—¿Cómo introdujiste al neoser en el país? —insiste Akkarat.

El sudor y la sangre conspiran para irritar los ojos de Anderson, que parpadea y sacude la cabeza.

—Yo no la he traído. —Escupe otro salivazo teñido de sangre—. Los japoneses la habían abandonado. ¿Cómo podría llegar un neoser a mis manos?

Akkarat sonríe, les dice algo a sus hombres.

—¿Los japoneses abandonaron un neoser militar? —Menea la cabeza—. Lo dudo.

Golpea las costillas de Anderson con la culata de la pistola. Una vez. Dos. Crujidos a ambos lados. Anderson aúlla y se dobla por la mitad, tosiendo y gimoteando. Akkarat lo sostiene en pie.

—¿Qué pinta un neoser militar en la Ciudad de los Seres Divinos?

—No es militar —protesta Anderson—. Es una simple secretaria... nada más que...

Sin inmutarse, Akkarat gira a Anderson sobre los talones y le empotra la cara contra la pared, triturándole los huesos. Anderson siente como si se le hubiera desencajado la mandíbula. Nota las manos de Akkarat, separándole los dedos. Anderson intenta cerrar el puño, sollozando, sabiendo lo que se avecina, pero Akkarat es fuerte y le obliga a estirarlos. Anderson experimenta un momento de abrumadora impotencia.

Uno de sus dedos se dobla con el apretón de Akkarat. Se parte.

Anderson aúlla contra la pared mientras Akkarat lo mantiene inmovilizado.

Cuando ha terminado de gimotear y temblar, Akkarat le agarra del pelo y tira de su cabeza hacia atrás hasta que puede mirarle a los ojos.

—Es militar —sentencia Akkarat con voz firme—, es una asesina, y tú se la has presentado al somdet chaopraya. ¿Dónde está ahora?

—¿Asesina? —Anderson sacude la cabeza, intentando ordenar las ideas—. ¡Pero si no es nada! Un despojo de Mishimoto. Basura japonesa...

—El Ministerio de Medio Ambiente tiene razón en una cosa. Los animales de AgriGen no sois de fiar. Afirmas que el neoser es un mero juguete sexual y, casualmente, pones a la asesina en contacto con el protector de la reina. —Se inclina sobre Anderson con los ojos encendidos de ira—. Es posible que hayas cometido un magnicidio.

—¡Eso es imposible! —Anderson ni siquiera se molesta en contener la histeria que rezuma su voz. El dedo roto palpita dolorosamente, se le vuelve a llenar la boca de sangre—. No es más que un despojo. No podría hacer algo así. Tienes que creerme.

—Ya ha matado a tres hombres y a sus guardaespaldas. Ocho agentes entrenados. La prueba es irrefutable.

De repente, Anderson recuerda a Emiko acurrucada delante de su puerta, cubierta de sangre. «¿Ocho hombres?» Recuerda cómo desapareció por el balcón, sumergiéndose en la noche como un espectro. «¿Y si tuvieran razón?»

—Debe de haber otra explicación. Solo es un puñetero neoser. Lo único que saben hacer es obedecer.

«Emiko en la cama, hecha un ovillo. Sollozando. Su cuerpo magullado y herido.»

Anderson respira hondo, intenta dominar la voz.

—Por favor. Tienes que creerme. Jamás correríamos semejante riesgo. La muerte del somdet chaopraya no beneficia a AgriGen. No beneficia a nadie. Esto apunta directamente al Ministerio de Medio Ambiente. Tenemos demasiado que ganar estableciendo buenas relaciones.

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