La chica mecánica (27 page)

Read La chica mecánica Online

Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
7.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

La frustración hace que Hock Seng rechine los dientes. Todo está tan cerca de dar sus frutos... Y sin embargo, su supervivencia depende de una línea que no ha funcionado nunca y de unas personas que jamás han conocido el éxito. La situación es tan desesperada que Hock Seng se siente tentado de ejercer un poco de presión por su parte. De decirle al
tamade
diablo que conoce algunos detalles de la vida extracurricular del señor Lake, gracias a los informes de Lao Gu. Que está al corriente de todos los lugares que ha visitado, de sus viajes a las bibliotecas y a los hogares más emblemáticos de Bangkok. De su fascinación por las semillas.

Y ahora esto, lo más extraño y asombroso de todo. La noticia que envió a Lao Gu corriendo en busca de Hock Seng en cuanto se produjo. Una chica mecánica. Un montón de escoria genética ilegal. Una muchacha a la que el señor Lake agasaja como si la transgresión le embotara los sentidos. Lao Gu susurra que el señor Lake se lleva a la criatura a la cama. Repetidamente. Que bebe los vientos por ella.

Increíble. Asqueroso.

Útil.

Pero se trata de un arma que emplear como último recurso, si el señor Lake intenta expulsarlo realmente de la fábrica. Lao Gu resulta más práctico observando, escuchando y recabando información que descubierto y despedido. Cuando Hock Seng contrató los servicios de Lao Gu, lo hizo pensando precisamente en una oportunidad como esta. No debe desperdiciar su ventaja en un ataque de ira. Por ese motivo, aunque le ardan las mejillas como si le hubieran tirado al suelo, Hock Seng se desvive por complacer al demonio extranjero.

Arruga el entrecejo y cruza la planta de la fábrica, siguiendo a Kit hasta otro foco de quejas. Problemas. Los problemas nunca tienen fin.

Les envuelven los ecos de la actividad de las reparaciones. Se ha arrancado del suelo y vuelto a instalar la mitad de la cadena de tracción. Nueve monjes budistas entonan cánticos sin cesar al fondo del edificio, extendiendo por todas partes el sagrado hilo que los thais llaman
saisin
e implorando a los espíritus que infestan el lugar —la mitad de ellos seguramente
phii
de la Contracción enfurecidos por la colaboración de los tailandeses con los
farang—
, rogándoles que permitan que la fábrica funcione correctamente. Hock Seng hace una mueca al ver a los monjes y recordar los gastos en que está incurriendo.

—¿Y ahora dónde está el problema? —pregunta Hock Seng mientras se escurren entre las fresadoras y se agachan para pasar por debajo de la cadena.

—Aquí,
khun
. Se lo enseñaré —responde Kit.

El tufo cálido y salobre de las algas se torna más espeso, una pestilencia húmeda que flota pesadamente en el aire. Kit señala los tanques donde las algas cuelgan en goteantes hileras, tres decenas de contenedores de cultivo abiertos. Las aguas están impregnadas de la viscosa espuma verde propia de las algas fértiles. Una de las empleadas de la fábrica rastrilla la superficie de los tanques con una red, retirando la espuma. Embadurna con ella una pantalla del tamaño de una persona antes de izarla con ayuda de unas cuerdas de cáñamo que cuelgan sobre sus cabezas junto a cientos de paneles similares.

—Se trata de los tanques —dice Kit—. Están contaminados.

—¿Sí? —Hock Seng pasea la mirada por los tanques y disimula la repugnancia que le inspiran—. ¿Dónde está la complicación?

En los tanques más sanos, la espuma presenta un espesor de veinte centímetros, un verde manto vibrante y mullido de clorofila. De ellos emana una fragancia voluptuosa, el perfume del agua marina y la vida. El agua cae en regueros por los costados de los tanques translúcidos, finas vetas que mojan el suelo y dejan flores blancas de sal al evaporarse. Por los canales de desagüe se escurren serpentinas de algas aún con vida, hasta unas rejillas de hierro, detrás de las cuales se pierden de vista en la oscuridad.

ADN de cerdo y algo más... lino, cree recordar Hock Seng. El señor Yates siempre había pensado que el secreto de estas algas estribaba en el lino. Que por eso producían una espuma tan especial. Pero a Hock Seng siempre le habían gustado las proteínas porcinas. Los cerdos dan suerte. Por tanto, lo mismo debería ocurrir con las algas. Sin embargo, a pesar de todo su potencial, no traen nada más que problemas.

Kit esboza una sonrisa nerviosa mientras le enseña a Hock Seng que los niveles de producción de algas se han reducido en varios de los tanques, cuya espuma presenta un color extraño y desprende un olor a pescado, algo más parecido al paté de gambas que a la frondosa fragancia salobre de los tanques más activos.

—Banyat dijo que no deberían usarse. Que deberíamos esperar hasta que llegaran los recambios.

Hock Seng se ríe con voz ronca y sacude la cabeza.

—No vamos a recibir ningún recambio. No si el Tigre de Bangkok continúa quemando todo lo que llegue a los amarraderos. Tendrás que apañarte con lo que hay.

—Pero están contaminados. Hay vectores potenciales. El problema podría extenderse a los demás tanques.

—¿Estás seguro?

—Banyat dijo...

—Banyat se metió debajo de un megodonte. Y como no consigamos que esta línea se ponga en marcha cuanto antes, el
farang
dejará que todos nos muramos de hambre.

—Pero...

—¿Crees que no hay otros cincuenta thais dispuestos a hacer tu trabajo? ¿O mil tarjetas amarillas?

Kit cierra la boca. Hock Seng asiente con gesto sombrío.

—Consigue que esta línea funcione.

—Si los camisas blancas realizan una inspección, verán que los tanques están sucios. —Kit pasa un dedo por la espuma gris que ribetea el borde de uno de los tanques—. Esto no debería ser así. Las algas tendrían que brillar mucho más. Sin tantas burbujas.

Hock Seng frunce el ceño y estudia los tanques.

—Como no pongamos la línea en funcionamiento, nos moriremos todos de hambre. —Se dispone a añadir algo más, pero en ese momento la pequeña Mai irrumpe corriendo en la sala.


Khun
. Ha llegado un hombre preguntando por usted.

Hock Seng le lanza una mirada de impaciencia.

—¿Se trata de alguien con información sobre un tambor nuevo? ¿Un tronco de teca arrancado del
bot
de algún templo, a lo mejor? —Mai abre la boca y vuelve a cerrarla, consternada ante la blasfemia, pero a Hock Seng le da igual—. Si ese hombre no viene con una rueda de tracción, no tengo tiempo para él. —Se vuelve hacia Kit—. ¿No se pueden drenar y limpiar los tanques?

Kit se encoge de hombros, reticente a comprometerse.

—Podría intentarse,
khun
, pero Banyat dijo que no podríamos empezar completamente de cero a menos que contáramos con cultivos de nutrientes nuevos. De lo contrario nos veríamos obligados a reutilizar los cultivos surgidos de estos mismos tanques, y el problema probablemente se repetiría.

—¿No podemos colar la espuma? ¿Filtrarla de alguna manera?

—Es imposible sanear por completo los tanques y los cultivos. Tarde o temprano se formará un vector. Y el resto de los tanques se contaminarán.

—¿Tarde o temprano? ¿Eso es todo? ¿Tarde o temprano? —Hock Seng frunce el ceño—. «Tarde o temprano» me trae sin cuidado. Lo que me interesa es este mes. Si la fábrica no produce, no tendremos ocasión de preocuparnos por este «tarde o temprano» tuyo. Habrás vuelto a Thonburi y estarás escarbando entre tripas de pollo, esperando no contraer la gripe, y yo estaré otra vez en una de las torres de tarjetas amarillas. No te preocupes por lo que pueda ocurrir mañana. Preocúpate de que el señor Lake no nos eche a la calle hoy. Pon imaginación. Averigua la manera de conseguir que estas
tamade
algas se reproduzcan.

No por primera vez, maldice el tener que trabajar con thais. Sencillamente carecen del espíritu emprendedor con que cualquier chino se volcaría en su trabajo.

—¿
Khun
?

Otra vez Mai, que no se había ido. Se encoge ante la mirada con que la fulmina Hock Seng.

—El hombre ha dicho que esta es su última oportunidad.

—¿Mi última oportunidad? Enséñame a ese
heeya
. —Hock Seng se dirige a la planta principal hecho una furia, apartando a empujones las cortinas de las salas de troquelado. En la habitación principal, donde los megodontes empujan las ruedas de transmisión quemando unas calorías que sencillamente no tienen, Hock Seng frena en seco, quitándose hebras de algas de las manos, sintiéndose como un idiota aterrado.

En el centro de la fábrica, como un brote de cibiscosis en pleno Festival de la Primavera, se yergue Follaperros, absorto en los chirridos y los traqueteos de la línea de Control de Calidad, donde se suceden los ensayos. Huesos Viejos, Ma Caracaballo y Follaperros. Todos ellos ahí plantados, con total confianza. Follaperros, con su pelusa de
fa’gan
y su nariz ausente, y sus colegas matones,
nak leng
sin escrúpulos, sin la menor simpatía hacia los tarjetas amarillas y sin el menor respeto hacia la policía.

Es por pura casualidad que el señor Lake está arriba, revisando los libros; por pura casualidad que la pequeña Mai ha acudido directamente a él y no al demonio extranjero. Mai corre frente a él, conduciéndolo a su futuro.

Hock Seng indica por señas a Follaperros que se reúna con él lejos de las ventanas de observación de la planta alta, pero Follaperros afianza los pies, obstinado, y continúa estudiando la línea traqueteante y el pesado deambular de los megodontes.

—Impresionante —comenta—. ¿Aquí es donde producís vuestros fabulosos muelles percutores?

Hock Seng le lanza una mirada iracunda y le indica que salga de la fábrica.

—No deberíamos tener esta conversación aquí.

Follaperros hace oídos sordos. Sus ojos están puestos en las oficinas y en las ventanas de observación. Las contempla atentamente.

—¿Y ahí es donde trabajas? ¿Ahí arriba?

—No por mucho tiempo, como te vea un
farang
que yo me sé. —Hock Seng se obliga a esbozar una sonrisa complaciente—. Por favor. Sería mejor que saliéramos. Tu presencia levanta sospechas.

Follaperros se queda inmóvil durante largo rato, sin dejar de mirar las oficinas. Hock Seng tiene la enervante impresión de que es capaz de ver a través de las paredes, de que ha encontrado la gran caja fuerte que contiene sus valiosos secretos.

—Por favor —musita Hock Seng—. Los trabajadores ya tienen más que de sobra para hablar de esto.

El gángster se vuelve de repente e indica con la cabeza a sus hombres que le sigan. Hock Seng reprime una oleada de alivio mientras aprieta el paso detrás de ellos.

—Alguien quiere verte —dice Follaperros, con un ademán en dirección a las puertas exteriores.

El Señor del Estiércol. Precisamente ahora. Hock Seng echa un vistazo de reojo a la ventana de observación. El señor Lake se enfadará con él si se marcha.

—Sí. Por supuesto. —Hock Seng hace un movimiento en dirección al despacho—. Tengo que ordenar unos papeles, no tardo nada.

—Ahora —replica Follaperros—. Nadie le hace esperar. —Le indica a Hock Seng que le siga—. Ahora o nunca.

Hock Seng titubea, indeciso, antes de llamar por señas a Mai. La niña se acerca corriendo mientras Follaperros encabeza la comitiva en dirección a las puertas. Hock Seng se agacha y susurra:

—Dile a
khun
Anderson que no volveré... que se me ha ocurrido dónde conseguir un nuevo tambor de bobinado. —Asiente bruscamente—. Sí. Dile eso. Un tambor de bobinado.

Mai inclina la cabeza y empieza a darse la vuelta, pero Hock Seng la sujeta y la acerca hacia él.

—Acuérdate de hablar despacio y de usar palabras sencillas. No quiero que el
farang
me ponga de patitas en la calle por no haberte entendido bien. Como me quede sin trabajo yo, tú también. No lo olvides.

En los labios de Mai se dibuja una sonrisa.


Mai pen rai
. Le pondré muy contento diciéndole cuánto trabaja usted. —Regresa corriendo al interior de la fábrica.

Follaperros sonríe por encima del hombro.

—Y yo que pensaba que solo eras el rey de los tarjetas amarillas. Por si fuera poco, también tienes a una encantadora chiquilla tailandesa haciendo cuanto le pides. No está mal para un Rey de los Tarjetas Amarillas.

Hock Seng pone cara larga.

—Rey de los Tarjetas Amarillas no es un título precisamente apetecible.

—Señor del Estiércol tampoco —responde Follaperros—. Los nombres son muy engañosos. —Pasea la mirada por el complejo—. No había estado nunca en una fábrica
farang
. Impresionante. Aquí hay un montón de dinero.

Hock Seng esboza una sonrisa forzada.

—Los
farang
despilfarran como posesos.

La atención de los trabajadores que están observándolo le provoca un hormigueo en la nuca. Se pregunta cuántos de ellos deben de conocer a Follaperros. Por una vez se alegra de que no haya más tarjetas amarillas chinos empleados en la fábrica. Se darían cuenta inmediatamente de con quién está hablando. Hock Seng se obliga a reprimir la rabia y el temor que le produce sentirse expuesto. Es de esperar que Follaperros quiera hacerle sentir incómodo. Forma parte del proceso de negociación.

«Eres Tan Hock Seng, líder de las Nuevas Tres Velas. No te dejes impresionar por unas tretas tan pueriles.»

Este mantra de confianza en sí mismo dura hasta que llegan a las rejas. Hock Seng se detiene en seco.

Follaperros se ríe mientras le abre la puerta.

—¿Qué pasa? ¿Es la primera vez que ves un coche?

Hock Seng contiene el impulso de abofetear al matón por su arrogancia y su estupidez.

—Eres un imbécil —masculla—. ¿Sabes de qué manera me expone esto? ¿Cómo hablará la gente de una extravagancia así, aparcada delante de la fábrica?

Se agacha para subir al vehículo. Follaperros monta detrás de él, sin dejar de sonreír. El resto de sus hombres se apelotonan a continuación. Huesos Viejos da una orden al chófer. El motor del vehículo se enciende con un retumbo. Empiezan a rodar.

—¿Funciona con gasóleo? —pregunta Hock Seng, susurrando sin poder evitarlo.

Follaperros sonríe.

—El jefe hace tanto por la industria del carbón... —Se encoge de hombros—. Es un capricho sin importancia.

—Pero el coste... —Hock Seng deja la frase flotando en el aire. El coste exorbitante de acelerar esta mole de acero. Un despilfarro increíble que da fe de los monopolios del Señor del Estiércol. A Hock Seng jamás se le hubiera pasado por la cabeza incurrir en semejante extravagancia, ni siquiera en su época de mayor riqueza en Malaca.

Other books

The Villa Triste by Lucretia Grindle
The Cryo Killer by Jason Werbeloff
The Enclave by Karen Hancock
Fenix by Vivek Ahuja
Finding Forever by Melody Anne
El sueño robado by Alexandra Marínina
Speed Cleaning by Jeff Campbell
Hard Candy by Andrew Vachss