La chica mecánica (36 page)

Read La chica mecánica Online

Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
2.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jaidee siente una punzada de esperanza. ¿Es posible que estuviera equivocado?

—Puedes hacer conmigo lo que te plazca. Pero a ella suéltala.

El hombre parece titubear. ¿Acaso le remuerde la conciencia? Jaidee no sabría decirlo. Está demasiado lejos. ¿Significa eso que Chaya ha muerto realmente?

—Suéltala. Haz conmigo lo que quieras.

El hombre no dice nada.

Jaidee se pregunta si debería haber hecho las cosas de otra forma. Acudir allí era una temeridad. Pero ya había dado a Chaya por perdida. Y el hombre no ha prometido nada, nada que sugiera que sigue con vida. ¿Habrá obrado mal?

—¿Está viva o no? —pregunta.

El hombre sonríe ligeramente.

—Me imagino que la ignorancia debe de ser dolorosa.

—Suéltala.

—No era nada personal, Jaidee. Si hubiera habido otra salida... —El hombre se encoge de hombros.

Está muerta. A Jaidee no le cabe ninguna duda. Todo forma parte de algún tipo de plan. No debería haber permitido que Pracha le convenciera de lo contrario. Tendría que haber atacado inmediatamente, respaldado por todos sus hombres, haber enseñado a Comercio lo que significa la venganza. Se vuelve hacia Somchai.

—Lo siento.

Somchai se encoge de hombros.

—Siempre fuiste un tigre. Es tu naturaleza. Lo sabía cuando accedí a acompañarte.

—Aun así, Somchai, si morimos aquí...

Somchai sonríe.

—Entonces te reencarnarás en un cheshire.

Jaidee no puede reprimir una carcajada de sorpresa. El sonido es agradable, chispeante. Se descubre incapaz de parar. La risa crece en su interior, levantándole el ánimo. Incluso a los guardias se les escapa una risita. Jaidee ve de reojo la sonrisa de oreja a oreja de Somchai, y su gozo se multiplica.

Suenan pasos detrás de ellos. Una voz:

—Qué compañía más risueña. Vaya par de ladrones más graciosos.

Jaidee se domina con esfuerzo, sin aliento.

—Debe de tratarse de un error. Trabajamos aquí.

—Lo dudo. Daos la vuelta.

Jaidee se vuelve. Ante él se yergue el ministro de Comercio. Akkarat en persona. Y a su lado... La hilaridad de Jaidee lo abandona como el hidrógeno a un dirigible desgarrado. Akkarat está flanqueado por guardaespaldas. Panteras negras. Soldados de élite reales, un ejemplo de la alta estima en que el palacio tiene a Akkarat. Un puño helado oprime el corazón de Jaidee. En el Ministerio de Medio Ambiente no hay nadie que goce de semejante protección. Ni siquiera el general Pracha.

La consternación de Jaidee dibuja una leve sonrisa en los labios de Akkarat. Contempla a Jaidee y a Somchai como si estuviera inspeccionando tilapias en el mercado, pero a Jaidee le da igual. Solo tiene ojos para el hombre anónimo que está a su espalda. El indiferente. El... Las piezas del rompecabezas encajan en su sitio de repente.

—No trabajas para Comercio —murmura—. Estás al servicio del palacio.

El hombre se encoge de hombros.

—Ya no eres tan valiente, ¿verdad, capitán Jaidee? —interviene Akkarat.

—Ahí lo tienes, te dije que eras famoso —susurra Somchai.

A Jaidee está a punto de escapársele la risa otra vez, aunque las implicaciones de este nuevo descubrimiento son preocupantes.

—¿Es cierto que te respalda el palacio?

Akkarat encoge los hombros.

—Comercio está en auge. El somdet chaopraya favorece una política abierta.

Jaidee calcula la distancia que los separa. Demasiado lejos.

—Me sorprende que un
heeya
como tú se atreva a acercarse tanto a su trabajo sucio.

Akkarat sonríe.

—No me lo perdería por nada del mundo. Has sido una espina muy cara de sacar.

—¿Piensas empujarnos con tus propias manos? —le provoca Jaidee—. ¿Quieres manchar tu
kamma
con mi muerte,
heeya
? —Hace un gesto con la cabeza para abarcar a los hombres que les rodean—. ¿O intentarás dejar esa lacra a tus hombres? ¿Dejarás que se reencarnen en cucarachas para que perezcan pisoteados mil veces antes de conseguir un renacimiento decente? ¿Que se manchen las manos de sangre con un asesinato a sangre fría? ¿Por dinero?

Los hombres se revuelven, nerviosos, y cruzan las miradas. Akkarat frunce el ceño.

—Serás tú el que se reencarne en una cucaracha.

Jaidee sonríe de oreja a oreja.

—En tal caso, adelante. Demuestra tu hombría. Empuja a un hombre indefenso.

Akkarat titubea.

—¿Acaso eres un tigre de papel? —insiste Jaidee—. Venga ya. ¡Date prisa! Empiezo a marearme, tan cerca del borde.

Akkarat lo observa con detenimiento.

—Has ido demasiado lejos, camisa blanca. Esta vez has ido demasiado lejos. —Da una zancada al frente.

Jaidee gira en redondo, levanta una rodilla y la estampa en las costillas del ministro de Comercio. Los hombres empiezan a gritar. Jaidee salta de nuevo, moviéndose con más agilidad de la que exhibió nunca en los estadios. Es como si jamás hubiera salido del Lumphini. Como si jamás hubiera dejado atrás el clamor de los espectadores y el sonido de las apuestas. Su rodilla aplasta la pierna de Akkarat.

Una llamarada estalla en las articulaciones de Jaidee, desacostumbradas a estas contorsiones, pero aun con las manos atadas a la espalda, sus rodillas siguen volando con la eficacia de un campeón. Da otra patada. El ministro de Comercio suelta un gruñido y trastabilla hasta el borde del edificio.

Jaidee levanta un pie para arrojar a Akkarat por encima de la cornisa, pero siente un dolor en la espalda. Se tambalea. Una nube de gotas de sangre flota en el aire. Los discos de las pistolas de resortes le atraviesan el cuerpo. Jaidee pierde impulso. El borde del edificio vuela a su encuentro. Atisba a los panteras negras sosteniendo a su jefe, llevándoselo en volandas.

Jaidee lanza una última patada, entregándose a la suerte, pero las cuchillas continúan hendiendo el aire, las pistolas de resortes silban mientras escupen los discos contra su carne. Los fogonazos de dolor son abrasadores y profundos. Se derrumba contra la cornisa del edificio. Cae de rodillas. Intenta levantarse otra vez, pero el canto de las pistolas es incesante, los tiradores son muchos, ensordecedor el alarido estridente de la energía liberada. No consigue recuperar el equilibrio. Akkarat está limpiándose la sangre del rostro. Somchai forcejea con otra pareja de panteras.

Jaidee ni siquiera siente el empujón que lo manda al otro lado del borde.

La caída es más breve de lo que esperaba.

18

El rumor se propaga como un incendio por las tablas podridas de Isaán. El Tigre ha muerto. No cabe duda de que Comercio está en auge. Hock Seng siente cómo se le pone el vello de punta en la nuca mientras la tensión se apodera de la ciudad. El vendedor de periódicos ya no sonríe. Una pareja de camisas blancas patrulla observando a todos los peatones, con cara de pocos amigos. Los dependientes de los puestos de hortalizas parecen haberse puesto a la defensiva de repente, como si traficaran con productos de contrabando.

El Tigre ha muerto, deshonrado de alguna manera, aunque nadie parece conocer los detalles. ¿Es cierto que lo castraron? ¿Que su cabeza adorna ahora una estaca frente al Ministerio de Medio Ambiente, como advertencia para todos los camisas blancas?

La situación hace que a Hock Seng le den ganas de coger el dinero y salir corriendo, pero los planos de la caja fuerte lo mantienen pegado a su mesa. No había vuelto a presentir vientos de cambio como estos desde el Incidente.

Se levanta y se dirige a los postigos del despacho. Se asoma a la calle. Regresa al ordenador a pedales. Transcurrido un instante, se acerca a la ventana de observación de la fábrica para estudiar a los thais que trabajan en las líneas. Es como si el ambiente estuviera cargado de electricidad. Se aproxima una tormenta, presagio de riadas y olas gigantes.

Los peligros acechan fuera y dentro de la fábrica. Hacia la mitad del turno regresó Mai, con los hombros caídos. Otra empleada enferma, enviada a un tercer hospital, esta vez en Sukhumvit. Y abajo, en el corazón del sistema de manufacturación, algo viscoso extiende sus tentáculos hacia todos ellos.

Hock Seng siente un escalofrío al pensar en la enfermedad que fermenta en esos tanques. Se han producido demasiados casos para atribuirlo al azar. Donde hay tres, habrá más, a menos que denuncie el problema. Pero si abre la boca, los camisas blancas reducirán la fábrica a cenizas y los planos de los muelles percutores del señor Lake volverán a cruzar los mares, y todo estará perdido.

Alguien llama con los nudillos a la puerta.


Lai
.

Mai entra sigilosamente en la habitación, atemorizada y compungida. Lleva el cabello negro alborotado. Sus ojos oscuros recorren la estancia, buscando al
farang
.

—Se ha ido a almorzar —informa Hock Seng—. ¿Has llevado a Viyada?

Mai asiente con la cabeza.

—Nadie me ha visto dejarla.

—Bien. Por lo menos eso.

Mai agradece sus palabras con un
wai
desganado.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

La niña titubea.

—Hay camisas blancas por todas partes. Montones de ellos. Los vi en todas las intersecciones cuando iba al hospital.

—¿Te han parado? ¿Te han interrogado?

—No. Pero hay muchos. Más que de costumbre. Y parecen enfadados.

—Es el Tigre, y Comercio. Eso es todo. No nos buscan a nosotros. No saben nada.

Mai asiente dubitativa, pero no se va.

—Trabajar aquí se ha vuelto complicado —empieza a decir—. Ahora es muy peligroso. La enfermedad... —Le cuesta encontrar las palabras adecuadas. Al final, dice—: Lo siento mucho. Si muriera... —No consigue terminar la frase—. Lo siento.

Hock Seng asiente con la cabeza, comprensivo.

—Sí. Desde luego. No te harías ningún favor si enfermaras.

Para sus adentros, no obstante, se pregunta qué clase de seguridad espera encontrar la pequeña. Las pesadillas de las torres de los suburbios de los tarjetas amarillas todavía le despiertan por las noches, temblando y dando gracias por lo que tiene. Las torres cuentan con sus propias enfermedades, la pobreza es su asesino particular. Arruga la frente, preguntándose cómo lo haría él para poner el horror de una enfermedad desconocida en un platillo de la balanza y un empleo seguro en el otro.

No, este trabajo no ofrece ninguna seguridad. Es la misma filosofía que hizo que huyera de Malasia demasiado tarde. Su reticencia a aceptar que el barco se hundía y que haría bien en abandonarlo cuando su cabeza sobresalía aún por encima de las olas. Mai da muestras de sabiduría donde él pecó de miope. Asiente bruscamente con la cabeza.

—Sí. Por supuesto. Deberías irte. Eres joven. Eres thai. Encontrarás algo. —Se obliga a sonreír—. Algo bueno.

La niña titubea.

—¿Sí? —pregunta Hock Seng.

—Esperaba cobrar el finiquito.

—Desde luego. —Hock Seng se acerca a la caja fuerte auxiliar, abre la puerta, introduce la mano y saca un puñado de billetes rojos. En un ataque de generosidad que no termina de comprender, le entrega el fajo completo—. Ten. Coge esto.

Mai se queda sin aliento al ver la cantidad.


Khun
. Gracias. —Hace un
wai
—. Gracias.

—No es nada. Ahórralo. Gástalo con prudencia...

Un alarido surge de la planta de la fábrica, seguido de más gritos. Hock Seng siente una oleada de pánico. La cadena de producción se detiene. El timbre que señala la interrupción suena a destiempo.

Hock Seng corre hasta la puerta y contempla las líneas. Ploi está agitando una mano en dirección a la salida. Los demás abandonan sus puestos y se dirigen a las puertas en estampida. Hock Seng estira el cuello, esforzándose por descubrir el motivo.

—¿Qué pasa? —quiere saber Mai.

—No veo nada. —Hock Seng se vuelve y corre hasta los postigos, los abre de golpe. La avenida está repleta de camisas blancas que desfilan en ordenadas columnas. Contiene el aliento—. Camisas blancas.

—¿Se dirigen hacia aquí?

Hock Seng no responde. Mira la caja fuerte por encima del hombro. «Un poco más de tiempo
...»
No. Es una locura. Se demoró demasiado en Malasia; no piensa cometer el mismo error dos veces. Se acerca a la caja fuerte auxiliar y empieza a sacar el dinero en efectivo restante. Lo mete en una bolsa.

—¿Vienen por los enfermos? —pregunta Mai.

Hock Seng sacude la cabeza.

—Eso da igual. Ven. —Busca otra ventana y abre los postigos, revelando el resplandor del tejado de la fábrica.

Mai se asoma a las tejas abrasadoras.

—¿Qué es esto?

—Una vía de escape. Los tarjetas amarillas siempre están preparados para lo peor. —Sonríe mientras la aúpa—. Somos un poco paranoicos, ya sabes.

19

—¿Le dejaste claro a Akkarat que se trataba de una oferta con fecha de caducidad? —pregunta Anderson.

—¿De qué te quejas? —Carlyle brinda con Anderson con un vaso de cerveza de arroz tibia—. No ha ordenado que te descuarticen con megodontes.

—Puedo proporcionarle recursos. Y no pedimos mucho a cambio. No según los estándares históricos, al menos.

—Las cosas le están saliendo bien. A lo mejor cree que no te necesita. No con los camisas blancas humillados y sumisos. No tenía tanta influencia desde antes de la debacle del doce de diciembre.

Anderson compone un gesto de irritación. Coge su bebida y vuelve a posarla. No le apetece beber más alcohol caliente. Entre el bochorno y el sato, siente la cabeza aturdida y embotada. Empieza a sospechar que sir Francis intenta ahuyentar a los
farang
, ir eliminándolos poco a poco con promesas vacías y whisky del tiempo: «Hoy no hay hielo, lo siento mucho». Alrededor de la barra, los demás clientes parecen tan aletargados por el calor como él.

—Deberías haberte enrolado la primera vez que te lo ofrecí —observa Carlyle—. Ahora no estarías sudando la gota gorda.

—La primera vez que me lo ofreciste, eras un fanfarrón que acababa de perder un dirigible entero.

Carlyle se ríe.

—No supiste ver más allá de tus narices, ¿verdad?

Anderson deja pasar la pulla. Que Akkarat rechace la oferta de ayuda con tanta indolencia resulta molesto, pero lo cierto es que a Anderson le cuesta concentrarse en el trabajo. Emiko ocupa todos sus pensamientos, y su tiempo. Todas las noches la busca en Ploenchit, la monopoliza, la cubre de baht. Aun con lo codicioso que es Raleigh, la compañía del neoser sale barata. El sol se pondrá dentro de unas pocas horas, y Emiko volverá a subir al escenario con paso rígido. La primera vez que asistió a una de sus actuaciones, la chica mecánica reparó en su presencia y clavó en él la mirada, suplicándole que la rescatara de lo que estaba a punto de suceder.

Other books

White Feathers by Deborah Challinor
More Than a Lover by Ann Lethbridge
Nightlife by Brian Hodge
The Odds by Kathleen George
Prince of Thorns by Mark Lawrence
A Most Lamentable Comedy by Mullany, Janet