—No, no es eso. Es que malditas las ganas que tenía de marcharme a ninguna parte… Pero me iré enseguida, así que no te preocupes.
—De todos modos, tómate el café.
Yo, mientras oía por la radio noticias de las incidencias del tráfico, me bebí a sorbos el café, y luego, con unas tijeras, abrí los dos sobres de mi correspondencia. El primero era un anuncio de una tienda de muebles, según el cual los clientes que se aprovecharan de un determinado período de ofertas podían adquirir cualquier mueble con un veinte por ciento de descuento. El otro sobre traía una carta que no me apetecía leer, pues provenía de cierta persona a quien no deseaba recordar. Cogí ambos sobres con sus correspondientes misivas, hice de ellos una bola, y la encesté en el cubo de la basura. Acto seguido me puse a mordisquear unas crujientes galletas de queso que encontré en un rincón. Ella rodeó con las palmas de sus manos la taza de café, como para defenderse del frío, y al tiempo que apoyaba suavemente los labios en el borde de la taza, se me quedó mirando fijamente.
—Hay ensalada en la nevera —me dijo.
—¿Ensalada? —repetí mientras levantaba la cabeza para mirarla.
—De tomate y habichuelas, no había otra cosa. La calabaza estaba pasada, así que la tiré.
—Ya.
Saqué de la nevera la honda ensaladera de cristal azul de Okinawa, y esparcí sobre su contenido lo poco que quedaba —apenas un poso en el fondo de la botella— de condimento. El tomate y las habichuelas tenían la frialdad de la tumba. Y, encima, no sabían a nada. Las galletas y el café tampoco sabían a nada. Sin duda, la causa era la luz matinal. Esa luz que disecciona en sus componentes cuanto se pone a su alcance. Dejé el café, aunque sólo me había bebido la mitad, y saqué de mi bolsillo un cigarrillo arrugado. Con cerillas de papel parafinado, de una carpetita que no recordaba haber visto antes, le prendí fuego. La punta del cigarrillo crepitaba con un ruido seco, y un humo violáceo empezó a dibujar figuras geométricas sobre el trasfondo de la luz matinal.
—Es que fui a un entierro. Y cuando se terminó me pasé por el barrio de Shinjuku para tomar unas copas.
El gato surgió como por ensalmo y, tras lanzar un prolongado bostezo, se plantó de un salto sobre sus rodillas. Ella se puso a hacerle cosquillas detrás de las orejas.
—No tienes que explicarme nada —me dijo—. Todo eso ya ni me va ni me viene.
—No es que trate de darte explicaciones. Intento sostener una conversación, nada más.
Ella se encogió levemente de hombros y se metió el tirante del sostén dentro del vestido. En su cara no había expresión alguna; tanta inmovilidad me trajo a la memoria la fotografía de una ciudad sumergida en el fondo del mar, que había visto hacía tiempo.
—Era una persona a quien traté un poco, hace años. Alguien a quien no conocías.
—¿De veras?
El gato se desperezó en su regazo y estiró las patas. Luego exhaló un prolongado suspiro.
Me quedé mirando el extremo incandescente de mi cigarrillo, aún sujeto entre mis labios cerrados.
—Y ¿cómo murió?
—Un accidente de tráfico. Se rompió trece huesos.
—¿Era una chica?
—Ajajá —asentí.
Las noticias de las siete se terminaron, y con ellas el reportaje sobre el tráfico. La radio volvió a lanzar al aire una ligera música de rock. Ella devolvió su taza de café al plato, y me miró a la cara.
—Oye, cuando yo me muera, ¿también te emborracharás así?
—El entierro no tiene nada que ver con que haya bebido. A lo sumo, pudo tener relación con las primeras copas.
Fuera, el nuevo día estaba por declararse abiertamente. Un caluroso nuevo día. Por la ventana del fregadero se divisaba una mole de altos edificios. Sus reflejos resultaban hoy más cegadores que nunca.
—¿Qué tal un vaso de algo fresco?
Ella agitó la cabeza, negando.
Saqué de la nevera una lata de Coca-Cola bien fría y, sin verterla en un vaso, la engullí de un trago.
—Era la típica chica que se acuesta con todos —le dije—. Vaya epitafio: la difunta era «de esas chicas que se acuestan con todos».
—¿Por qué me lo cuentas? —me preguntó.
Ni yo mismo entendía el porqué.
—Así que era de esas chicas que se acuestan con todos, ¿no?
—Desde luego.
—Pero contigo fue diferente, ¿no?
Al decirme esto, su voz tenía un tono especial, indefinible. Yo levanté la vista, oculta tras la ensaladera, y, a través de los geranios secos del tiesto, atisbé su cara.
—¿Es eso lo que piensas?
—No sé por qué —me respondió en voz baja—, pero me parece que das el tipo.
—¿De qué tipo hablas?
—Tienes… algo que… no sé…, encaja en el cuadro. Es como si hubiera un reloj de arena, ¿sabes? En cuanto cae el último grano, por fuerza ha de aparecer alguien como tú que le dé la vuelta al reloj.
—¿Crees que soy así?
Sus labios esbozaron una sonrisa, pero recobraron enseguida la seriedad.
—He venido a recoger lo que quedaba de mi ropa —dijo—. El gabán de invierno, sombreros y cosas así. Lo he dejado todo metido en cajas de cartón. Cuando tengas un ratito, ¿me haces el favor de llevarlas al transportista?
—Te las llevaré a tu casa.
Ella denegó suavemente con la cabeza:
—Mira, déjate de tonterías. No te quiero ver por allí. Lo entiendes, ¿no?
Claro que lo entendía. Lo que pasa es que siempre hablo de más y digo despropósitos.
—Sabes la dirección, supongo.
—La sé.
—Eso es todo, y punto. Perdóname por alargar mi estancia aquí.
—La cuestión del papeleo, ¿ya está arreglada?
—Ajá. Todo está listo.
—La cosa es más fácil de lo que parece. Pensaba que habría un montón de requisitos que cumplir.
—Mucha gente tiene esa idea. Pero en realidad es fácil. Una vez que ha terminado, desde luego.
Mientras hablaba, volvió a hacerle cosquillas al gato en la cabeza.
—Con un par de divorcios a cuestas, ya se es veterano —añadió.
El gato estiró el lomo, cerró los ojos y reclinó mimosamente la cabeza en sus brazos. Yo puse la taza de café y la ensaladera en el fregadero y, usando como escobilla un papel, barrí las migas de las galletas y las reuní para tirarlas. La luz del sol me producía un intenso escozor en los ojos, que llegaron a dolerme.
—En tu escritorio he dejado una nota con todas las cosas que me han parecido importantes: dónde están guardados los papeles, cuáles son los días de recogida de basuras, cosas así. Si hay algo que no entiendas, telefonéame.
—Gracias.
—¿Te hubiera gustado tener hijos?
—No, en absoluto —le respondí—. Los niños no me tiran.
—Yo lo he pensado muchas veces. Claro que, para acabar así, las cosas ya estaban bien como estaban. Oye, de haber tenido hijos, ¿crees que habríamos terminado mal?
—Hay montones de matrimonios que se divorcian aun teniendo hijos.
—Sí, es cierto —dijo ella, mientras se entretenía manoseando mi encendedor—. Aún te quiero. Con todo, no es ése el problema, ¿verdad? Yo lo tengo bien claro.
Una vez se hubo marchado, me tomé otra Coca-Cola, me duché con agua caliente y me afeité. El jabón, el champú, la crema de afeitar, todo lo habido y por haber… estaban a punto de acabarse.
Al salir de la ducha me peiné, me friccioné con loción y me limpié las orejas. Luego me dirigí a la cocina, donde recalenté el café que había quedado. En el lado opuesto de la mesa ya no había nadie sentado. Al mirar aquella silla vacía, me sentí como un niño pequeño que se hubiera quedado solo y abandonado en una de esas maravillosas e ignotas ciudades que aparecen en los cuadros de De Chirico. Claro que yo, evidentemente, no soy un niño. Con la mente en blanco, me bebí sin prisa alguna el café a lentos sorbos. Y tras quedarme indeciso por unos momentos, encendí un cigarrillo.
Parece que tras veinticuatro horas sin pegar ojo, debería sentirme cansado, pero, cosa extraña, no me encontraba nada soñoliento. A pesar de lo embotado que tenía el cuerpo, mi mente parecía incansable y merodeaba indiferente por los intrincados canales de mi conciencia, como si fuera un ágil pececillo.
Cuando miraba distraídamente aquella silla sin ocupante, recordé una novela americana que había leído hacía tiempo: narraba la historia de un matrimonio en el que la mujer se va de casa, y entonces el marido cuelga del respaldo de la silla que tiene frente a la suya, en el comedor, una de sus combinaciones, que permanece allí durante meses. Dándole vueltas al asunto en mi cabeza, llegué a la conclusión de que era una idea razonable. No es que considerara aquello de mucha utilidad, pero siempre sería mejor que conservar aquel tiesto de geranios secos encima de la mesa. Hasta el gato, pensé, se sentiría más a gusto si tuviera cerca una cosa que ha sido de ella.
Rebusqué en el dormitorio, abriendo uno tras otro sus cajones, pero todos estaban vacíos. Una vieja bufanda apolillada, tres perchas, un paquete de bolas de naftalina…. fue cuanto encontré. Al marcharse, había cargado con todo: su reducido equipo de cosméticos, habitualmente disperso por los rincones del lavabo; sus coloretes, su cepillo de dientes, su secador de pelo, aquellas medicinas que ya ni recordaba para qué servían, sus útiles de baño, todo tipo de calzado —desde botas hasta zapatillas, pasando por sandalias—, sombrereras, accesorios de tocador, la bolsa de viaje, la mochila, maletas, bolsos; sus objetos más íntimos —siempre tan cuidadosamente ordenados—: ropa interior, medias, cartas… Todo cuanto delatara una presencia femenina, en suma, había desaparecido sin dejar rastro. No me habría extrañado que antes de largarse hubiese borrado incluso sus huellas dactilares. Hasta un tercio de nuestra pequeña biblioteca y de nuestra colección de discos se había esfumado. Eran los libros, discos y demás que ella había comprado, así como los que le regalé.
Al echar un vistazo a los álbumes de fotos, comprobé que todas las fotografías en que aparecía sola habían sido arrancadas de sus páginas. De las fotos en que salíamos los dos juntos, únicamente su imagen había sido recortada, mientras que la mía permanecía como recuerdo. Aquellas fotos en que yo estaba solo, o en las que aparecían paisajes, animales, etcétera, seguían intactas. Todo el pasado común que atesoraban los tres álbumes había sido objeto de estricta revisión. Yo siempre aparecía más solo que la una, con fotos intercaladas de montañas, ríos, ciervos, gatos…; daba la impresión de haber sido un ser solitario desde la cuna, y de no tener más perspectivas para el futuro que la soledad. Cerré el álbum, y me fumé un par de cigarrillos.
¡Hubiera sido todo un detalle por su parte dejarse olvidada una simple combinación!, pensé. Pero eso, naturalmente, era asunto suyo, y yo no tenía derecho a opinar. Su decisión estaba clara: no dejar ni un alfiler como recuerdo. No me quedaba otra opción que aceptar las cosas como eran. O bien, siguiéndole el juego, llegar a persuadirme de que ella no había existido nunca. Obviamente, de su inexistencia se infería que tampoco podía existir la combinación.
Así que lavé el cenicero, cerré los interruptores del aire acondicionado y de la radio, volví a considerar el asunto de la combinación y por fin, hastiado, me metí en la cama.
Un mes había pasado ya desde que acepté el divorcio y ella abandonó el apartamento. Todo un mes, perdido prácticamente de un modo absurdo. Como una tibia masa gelatinosa, informe e insustancial: así fue aquel mes. No podía hacerme a la idea de que algo había cambiado; y es que, en realidad, nada había cambiado.
Me levantaba cada mañana a las siete, preparaba el café, tostaba el pan, iba a trabajar, cenaba fuera, tomaba unas copas y, ya de vuelta en casa, me pasaba una hora leyendo en la cama antes de apagar la luz para dormir. Los sábados y los domingos, en vez de ir a trabajar, recorría desde la mañana unos cuantos cines, y así mataba el tiempo; y, para no variar, también cenaba solo, bebía unas copas y me dormía tras mi consabida lectura. De este modo, siguiendo hasta cierto punto el proceder de esas personas que van tachando uno tras otro los días del calendario, logré sobrevivir durante aquel mes.
El hecho de que ella desapareciera de mi vista lo aceptaba a regañadientes como algo irreparable: lo pasado, pasado estaba; no tenía remedio. Vistas así las cosas, perdía relevancia la cuestión de si cada uno de los dos había hecho lo más conveniente durante los últimos cuatro años. Pasaba lo mismo que en el asunto de las fotos arrancadas: tampoco tenía remedio.
Del mismo modo, era irrelevante preguntarse por qué, durante bastante tiempo y de un modo habitual, estuvo acostándose con uno de mis amigos, hasta que al final decidió mudarse a su domicilio para vivir con él. Tal cosa cabía dentro de lo posible; es más, siendo un hecho tan frecuente en la actualidad, no tenía nada de particular —por más vueltas que yo le diera al asunto— que ella también acabara haciéndolo. A fin de cuentas, era asunto suyo y de nadie más.
—Al fin y al cabo, eso es asunto tuyo —le dije.
Fue un domingo de junio por la tarde cuando ella se decidió a decirme que quería el divorcio. En aquel momento yo jugueteaba con la anilla abrelatas de una cerveza, donde tenía metido el dedo.
—¿Quieres decir que te da igual? —me preguntó, pronunciando muy despacio cada palabra.
—No es que me dé igual —le respondí—. Lo que quiero decir es que tú debes decidir.
—Si quieres que te diga la verdad, no deseo divorciarme de ti —dijo tras una pausa.
—Pues con no divorciarte, asunto arreglado —le contesté.
—Es que, aunque siga contigo, las cosas no cambiarán.
No dijo nada más, pero creí comprender lo que pensaba. Dentro de unos meses, yo cumpliría treinta años. Ella iba ya por los veintiséis. Comparando nuestras edades con lo largo que podía ser el porvenir que teníamos ante nosotros, cuanto habíamos construido en común resultaba francamente insignificante. A decir verdad, no habíamos construido nada. Nos pasamos aquellos cuatro años viviendo de nuestras reservas de amor, consumiendo nuestro capital.
Y la mayor parte de la culpa fue mía. Es posible que yo no debiera haberme casado, ni con ella ni con nadie. Pero ella hubiera debido comprender que no era la persona adecuada para casarse conmigo.
Para empezar, ella se consideró siempre inadaptada a la vida social, en cambio pensaba que yo era todo lo contrario. Así pues, mientras representamos nuestros respectivos papeles, la cosa funcionó relativamente bien. Pero un buen día, a pesar de lo convencidos que estábamos de que manteniendo aquel estado de cosas todo iría sobre ruedas, algo se vino abajo. Algo de pequeñísimas proporciones, pero que era irreversible. Estábamos los dos metidos en un largo callejón sin salida. Era el final.