—Aún no lo veo claro —insistí—. Comprendo que nuestro hombre se haya convertido en el dueño de la industria publicitaria; sin embargo, ¿por qué le interesa controlar hasta el boletín informativo de una empresa de seguros? ¿No firmamos un contrato directo con ella, sin que interviniera ningún intermediario?
Mi socio tosió, y se bebió el resto, ahora ya tibio, del té.
—Es por la bolsa —dijo—. La bolsa es su fuente de riqueza. La especulación bursátil, el copar las compras más interesantes, los monopolios subrepticios… cosas así. La información necesaria la recogen sus amigos de la prensa, entre otros agentes, y gracias a ella selecciona, toma o deja. Así, lo que trasciende a los medios de comunicación es una parte mínima, en tanto que el resto de la información se lo reserva el jefe supremo para sí. En el fondo, ya que no en la forma, se trata de una organización mafiosa. Y cuando la coacción no surte efecto, hace que sus amigos políticos metan en cintura a los díscolos.
—Muchas empresas tienen su punto flaco, claro.
—Todas las empresas tienen algo que no quieren ver destapado ante la asamblea general de accionistas. Por eso casi todas suelen prestar oído a lo que se les dice. En resumen, el jefe supremo asienta su poder en el trípode formado por políticos, medios de comunicación y bolsa. Hasta aquí, todo está claro; y a partir de aquí, si le interesa suprimir un boletín informativo, y encima dejarnos en la calle, lo tiene más fácil que pelar un huevo duro.
—Ajá —asentí—. Con todo, ¿por qué un personaje tan importante se interesa por la foto de un paisaje de Hokkaidô?
—Buena pregunta, desde luego —dijo mi socio, sin mostrar demasiado entusiasmo—. Justamente pensaba hacértela.
Nos quedamos callados.
—Pero, a todo esto —me dijo—, ¿cómo sabías lo de los carneros? ¿Quién te lo dijo? ¿Qué ha sucedido a mis espaldas?
—Por azar del destino, unos duendes anónimos me han dejado mirar la bola mágica.
—¿No podrías hablarme más claro? —insistió.
—Es cuestión de sexto sentido.
—Buena cosa —dijo mi socio, y con un suspiro, continuó—: De todos modos, tengo para ti dos informaciones de última hora. He llamado por teléfono al reportero de esa revista mensual de que hablábamos antes, para preguntarle detalles. Lo primero que me ha dicho es que el jefe supremo ha sufrido una especie de hemorragia cerebral que lo ha dejado postrado, sin posibilidad de recuperarse. Pero eso no ha sido confirmado oficialmente. La segunda información se refiere al hombre que vino a verme. Se trata del secretario personal del jefe, es decir, su brazo derecho, en quien delega toda la gestión operativa de la organización. Es un japonés de ascendencia americana, graduado por Stanford, que desde hace doce años trabaja al lado del jefe. Es un personaje enigmático, desde luego, aunque de cabeza asombrosamente clara, por lo visto. Esto es, más o menos, lo que he podido averiguar.
—Gracias —le dije, como expresión de lo que sentía.
—No hay de qué —respondió mi socio, sin mirarme a los ojos.
Mientras no llevara encima unas copas de más, como persona era más de fiar que yo, desde todos los puntos de vista. E igualmente me aventajaba con mucho en cortesía, sinceridad y coherencia de ideas. Pero, más pronto o más tarde, acabaría por emborracharse. Era descorazonador pensar que la mayoría de las personas mejores que yo a quienes había conocido acabaron mal sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Cuando mi socio salió de la habitación, busqué por los cajones su botella de whisky y, cuando la encontré, me serví un buen trago.
Podemos, si así lo deseamos, vagar sin rumbo por el inmenso océano del azar, justamente como las semillas aladas de ciertas plantas revolotean al impulso de la veleidosa brisa primaveral.
No obstante, no faltará quien afirme que hay que negar de entrada la existencia de lo que se suele llamar «azar». Punto de vista basado en que lo ya sucedido, obviamente, se ha de dar por ya sucedido, sin más; y, claro está, lo aún no ocurrido, obviamente, se ha de dar por no ocurrido. En resumidas cuentas, nuestra existencia es una sucesión de instantes aprisionados entre el «todo» que queda a nuestra espalda y la «nada» que tenemos delante. Y ahí no hay lugar para el azar, ni tampoco para lo posible.
Aunque, verdaderamente, entre ambos puntos de vista no existe una diferencia esencial. Lo que ocurre aquí —como suele pasar en cualquier confrontación de opiniones— es lo mismo que sucede con ciertos platos: reciben nombres distintos según los países, pero el resultado no varía.
Todo esto es pura alegoría.
El hecho de que yo utilizara la foto de los carneros en un anuncio para aquella revista, si se mira desde el punto de vista
a),
es fruto del azar, pero si se mira desde el punto de vista
b),
no lo es.
a) Yo andaba buscando una fotografía adecuada para aquel anuncio.
En el cajón de mi mesa de trabajo, por azar, había una foto de carneros. Así que la usé. Una armoniosa obra del azar en un mundo lleno de armonía.
b) La fotografía de los carneros estaba esperándome desde hacía tiempo dentro del cajón de mi mesa de trabajo. Aunque no la hubiese usado para aquel anuncio en aquella revista, un día u otro la habría aprovechado para algún trabajo.
Si bien se piensa, resulta que esta fórmula es, sin duda, aplicable a todas las fases de la vida por las que he pasado. Con un poco de entrenamiento, sólo con mover mi mano derecha lograría, seguramente, poner en marcha un programa personal de vida al estilo
a),
y moviendo la izquierda podría hacerlo igualmente, pero al estilo
b).
Aunque esto, al fin y al cabo, da lo mismo. Es como el problema del agujero del donut. Preguntarse si ese agujero debe aprehenderse como un espacio o como un ente es algo que concierne a la metafísica, aunque, por más vueltas que se le dé, el gusto del donut no se verá alterado en lo más mínimo.
Al marcharse mi socio, requerido por sus ocupaciones, la habitación pareció vaciarse de pronto. Sólo las agujas del reloj eléctrico giraban silenciosas. Aún quedaba tiempo hasta las cuatro, hora en que vendría un coche a recogerme, y no tenía entre manos ningún trabajo urgente. Las mesas de trabajo del resto del personal también permanecían en reposo.
Sentado en el sofá celeste, bebía whisky, contemplaba las agujas del reloj eléctrico y dejaba que la refrescante brisa del aire acondicionado me acariciara como si fuera una volandera semilla de diente de león llevada por el viento. Mientras contemplara el reloj eléctrico, tendría la certeza de que el mundo seguía moviéndose. Y aunque ese mundo no tiene nada de particular, de todos modos seguía ciertamente moviéndose. Y más aún: mientras comprobaba la certeza del movimiento del mundo, yo también existía. Aunque esa existencia no tiene tampoco nada de particular, yo existía. Realmente, resultaba bastante excéntrico el hecho de que fuera incapaz de comprobar mi propia existencia a menos que me asistieran las agujas de un reloj eléctrico. Parece que tendría que haber medios más adecuados para alcanzar la certeza. Pero, por más que me calentaba la cabeza, no daba con ninguno.
Hastiado, me bebí otro trago de whisky. Una sensación de calor recorrió mi garganta, descendió por mi esófago y se precipitó hasta el fondo de mi estómago. Más allá de la ventana se extendía un cielo azul, surcado por nubes blancas. Un bonito cielo, desde luego, aunque tuviera ese calor desvaído de la ropa que ha sido lavada muchas veces. Un cielo de segunda mano al que, antes de venderlo de saldo, hubieran abrillantado con alcohol. En honor de ese cielo, de ese cielo veraniego otrora nuevo y límpido, brindé con un trago más de whisky. Era un whisky escocés que no tenía nada de malo, por cierto. Y aquel cielo, ciertamente, tampoco tenía nada de malo, una vez que te habías acostumbrado a él. Un gran avión de reacción cruzó lentamente la ventana de izquierda a derecha. Parecía un reluciente insecto protegido por su dura coraza.
Tras apurar mi segundo vaso de whisky, me sorprendí preguntándome: «¿Por qué diablos estoy aquí?»
Recordé que tenía que pensar en una cosa importarte.
En carneros.
Me levanté del sofá, cogí la página del anuncio de encima de la mesa de mi socio, y volví a sentarme. Mientras lameteaba el hielo empapado en sabor a whisky, fijé la vista durante unos veinte segundos en aquella foto. ¿Qué significado tendría? Me devané los sesos intentando averiguarlo.
En la foto aparecía un rebaño de carneros en medio de una pradera. En el límite de la pradera se alzaba un bosque de abedules blancos. Eran gigantescos abedules de Hokkaidô, no esos raquíticos abedules que cualquiera podía encontrar aquí en su barrio, plantados como un parche a los lados de la puerta del dentista. Eran abedules corpulentos, en los que cuatro osos a la vez hubieran podido afilar sus garras. Dada la profusión de follaje, se diría que la foto había sido tomada en primavera. En la cima de las montañas del horizonte aún quedaba nieve, así como parcialmente en sus laderas. El mes sería abril o mayo. Tal vez la época del deshielo, cuando el terreno es propenso a enfangarse. El cielo era azul, o más bien sería probablemente azul, pues en una foto en blanco y negro no se podía discernir con seguridad ese particular; también hubiera podido ser rosáceo. Blancas nubes se cernían vaporosas sobre las montañas. Mirando las cosas fríamente, por mucho que me devanara los sesos, no podía encontrar ningún significado especial en aquella fotografía: el rebaño de carneros no era más que un rebaño de carneros; y el bosque de abedules un bosque de abedules normal y corriente; las nubes blancas eran simples nubes blancas. Eso era todo. Y punto.
Eché la foto encima de la mesa, bostecé y me fumé un cigarrillo. Acto seguido, la cogí otra vez y me puse a contar los carneros. Pero la pradera era muy extensa, y los carneros se encontraban dispersos por ella, como si fueran grupos de excursionistas a la hora de almorzar. Por eso, cuanto más lejana era la perspectiva, tanto más incierto resultaba, si lo que veía era un carnero o un simple punto blanco; y a esa incertidumbre se añadía otra: la de si el supuesto punto blanco lo sería realmente o se trataría más bien de una alucinación visual; por fin, acabé preguntándome si aquello eran alucinaciones o, simplemente, nada. Como no me quedaba otra salida, probé a contar, ayudándome con la punta del bolígrafo, solamente aquellos carneros que pudiera identificar con seguridad. En total, había treinta y dos. Treinta y dos carneros. Aquella fotografía era realmente insulsa: una composición estereotipada y carente de gusto, sin ningún atractivo especial.
Sin embargo, allí tenía que haber algo. Aquello olía a chamusquina. Lo había presentido cuando vi la foto por primera vez, y durante los últimos tres meses aquel presentimiento no me había abandonado.
Me eché en el sofá cuan largo era y, manteniendo la foto alzada sobre mi cabeza, reconté cuidadosamente el número de carneros.
Treinta y tres.
¿Treinta y tres? Entorné los ojos y sacudí la cabeza, a ver si aclaraba mis ideas. «Bueno, y ¿qué más da?», me dije tras quedarme amodorrado un instante. «Suponiendo que vaya a ocurrir algo, aún no ha ocurrido. Y en el supuesto de que ya haya ocurrido, pues ya ha ocurrido, y punto.» Acostado en el sofá, me enfrenté una vez más al reto de contar los carneros. Mientras lo hacía fui hundiéndome en las profundidades de ese sueño que suelen provocar un par de vasos de whisky cuando la tarde empieza a declinar. Antes de dormirme del todo, dediqué un fugaz pensamiento a las orejas de mi nueva amiga.
El coche que venía a recogerme se presentó a las cuatro, según lo convenido. Tan exacto como un reloj de cuco. Nuestra empleada tuvo que sacudirme para que me despertara. Me dirigí a los aseos, donde me lavé la cara a todo correr, aunque no me despejé. Me metí en el ascensor y, antes de llegar abajo, bostecé tres veces. Bostezaba como quien echa en cara algo a alguien; pero, en este caso, tanto el acusador como el acusado era yo mismo.
En la calle, a la entrada del edificio, había una limusina grande como un submarino. Aquel vehículo era de tal envergadura, que una familia entera hubiera podido vivir —un poco estrecha, eso sí— bajo su capó. Sus cristales eran oscuros, para evitar que se pudiera fisgonear su interior. La carrocería, de un deslumbrante color negro, era impecable, así como los parachoques y los tapacubos.
Junto al coche esperaba en posición de firmes su conductor, un hombre de mediana edad que vestía una inmaculada camisa blanca, con corbata color naranja. Era un chófer con todas las de la ley. Al acercarme, abrió la portezuela sin decir palabra y, tras comprobar que tomaba asiento, la cerró. Acto seguido, se sentó al volante y cerró su portezuela. En el transcurso de estas operaciones no hizo más ruido que el que haría un jugador de naipes descubriendo las cartas una por una. En comparación con mi Volkswagen Escarabajo de quince años, comprado de segunda mando a un amigo, reinaba allí una quietud similar a la que envolvería a un buceador que se sentara en el fondo de un lago con tapones en los oídos.
El interior del coche era también impresionante. Como suele ocurrir en todo automóvil de lujo, los accesorios no eran del mejor gusto; aun así, no dejaban de causar impresión. En medio del amplio asiento trasero había un teléfono digital empotrado y, junto a él, un encendedor de plata, con el cenicero y la tabaquera haciendo juego. El respaldo del asiento del conductor llevaba empotrada una mesita plegable, para que los pasajeros pudieran escribir o tomar algún refrigerio. El aire acondicionado fluía suavemente y con naturalidad, y las alfombrillas eran muy mullidas.
Sin que me diera cuenta, el coche se había puesto en movimiento. Me invadió la sensación de estar navegando en una bañera metálica por un lago de mercurio. Traté de calcular cuánto podía haber costado aquel coche, pero desistí. Todo aquello desbordaba los límites de mi imaginación.
—¿Desea que ponga un poco de música? —me preguntó el chófer.
—Algo que invite al sueño, si es posible —le respondí.
—Como guste, señor.
El chófer seleccionó al tacto una casete por debajo de su asiento, la colocó en la pletina y pulsó el botón correspondiente. Desde unos altavoces hábilmente escondidos se oyó fluir la suave música de una sonata para violonchelo. Tanto la ejecución como la acústica eran irreprochables.