—Así pues —dijo volviéndose hacia nosotros—, habéis venido para hablar del carnero que desapareció en 1936.
—Así es —confirmé.
—¡Ejem! —exclamó, y luego se sonó la nariz con un pañuelo de papel en medio de sonoros aspavientos—. ¿Tenéis algo que decirme? ¿O que preguntarme?
—Ambas cosas.
—Bien, pues empezad a hablar.
—Respecto de aquel carnero que huyó de usted en la primavera de 1936, tenemos la pista de adónde fue a parar.
—¡Hum! —murmuró el profesor Ovino, con un resuello nasal—. ¿Me estáis diciendo que sabéis algo por cuya búsqueda he renunciado a todo durante cuarenta y dos años?
—Efectivamente, lo sabemos —dije.
—Tal vez todo sean patrañas.
Saqué de mis bolsillos el encendedor de plata y la fotografía enviada por el Ratón, y puse ambas cosas sobre la mesa. El profesor alargó sus peludas manos, tomó en ellas el encendedor y la foto, y los examinó a la luz de la lámpara durante un buen rato. El silencio flotaba en el aire, como corpúsculos en suspensión. La maciza ventana de doble cristalera amortiguaba los ruidos de la calle, en tanto que el leve crepitar de la vieja lámpara eléctrica subrayaba la pesadez del silencio.
Tan pronto como el anciano terminó de examinar el encendedor y la foto, pulsó el interruptor de la lámpara que se apagó con un clic, y se frotó los ojos con sus gruesos dedos. Era como si estuviese tratando de encajarse a presión los globos oculares en la bóveda craneana. Cuando retiró los dedos, sus ojos estaban cargados y rojizos, como los de un conejo.
—¡Disculpadme! —exclamó el profesor Ovino—. Hace tanto tiempo que estoy rodeado de gente estúpida, que desconfío de todo el mundo.
—No se preocupe —lo tranquilicé.
Mi amiga esbozó una gentil sonrisa.
—¿Podéis imaginaros lo que ocurre cuando alguien tiene en su mente un pensamiento claro y evidente para él, pero es absolutamente incapaz de formularlo con palabras? —preguntó el profesor Ovino.
—Es difícil imaginar una cosa así —le respondí.
—Es el infierno. Es un infierno donde ese pensamiento no para de girar sobre sí mismo. Un infierno en el fondo de la tierra, donde no se ve un rayo de luz ni entra un hilo de agua. Ésa ha sido mi vida durante estos cuarenta y dos años.
—Y todo por el carnero, ¿verdad?
—Así es. Todo a causa del carnero. Él me metió en esto. Ocurrió en la primavera de 1936.
—Así pues, para buscar al carnero cesó en el Ministerio de Agricultura y Bosques, ¿no es cierto?
—Los funcionarios son todos unos imbéciles. Gentes que no tienen ni idea del auténtico valor de las cosas. La importancia del carnero, por ejemplo, nunca la supieron valorar.
Sonó en la puerta la llamada de unos nudillos, seguida de una voz femenina:
—Aquí tiene su cena, señor.
—Déjala ahí —gritó el profesor Ovino.
Se dejó oír el tenue ruido de la bandeja al posarse sobre el suelo y, a continuación, el de unos pasos que se alejaban. Mi amiga abrió la puerta, cogió la bandeja y la llevó hasta la mesa, donde la colocó ante el profesor Ovino. En la bandeja había sopa, ensalada, un panecillo y albóndigas, para el profesor; y dos tazas de café, para nosotros.
—¿Vosotros habéis cenado ya? —preguntó el profesor Ovino.
—Sí, gracias —le respondimos.
—¿Qué habéis comido?
—Ternera al vino —contesté.
—Gambas a la plancha —contestó mi amiga.
—¡Hum! —gruñó el profesor Ovino. Luego empezó a tomarse la sopa y masticó un pedazo de pan—. Disculpadme por comer mientras hablo con vosotros. Pero es que tengo hambre.
—¡No faltaría más! —le dijimos.
El profesor Ovino se concentró en su sopa, mientras nosotros saboreábamos el café. Tenía la mirada fija en el tazón mientras se la iba comiendo.
—¿Conoce usted el paisaje retratado en esa fotografía? —le pregunté.
—¡Claro que lo conozco! Lo conozco muy bien —respondió.
—¿Nos puede indicar dónde está?
—Bueno, un momento —dijo el profesor Ovino, y apartó a su lado el tazón vacío de sopa—. Procedamos con orden, cada cosa su tiempo.
Empecemos por lo que ocurrió en 1936. Primero hablaré yo, y luego vendrá tu turno.
Asentí.
—En pocas palabras —dijo el profesor Ovino—, el carnero entró en mí durante el verano de 1935. Yo andaba por las inmediaciones de la frontera entre Manchuria y Mongolia, inspeccionando los pastizales, cuando me perdí; tuve la suerte de encontrar una cueva y me metí en ella a pasar la noche. En sueños se me apareció un carnero, que me preguntó si podía entrar en mí. «¿Y por qué no», le respondí. No le di la mayor importancia a aquel sueño porque sabía que se trataba de eso, de un sueño. —Y el anciano se rió a mandíbula batiente mientras iba dando cuenta de su ensalada—. Aquel carnero era de una raza jamás vista por mí anteriormente. Por mi profesión, tenía conocímiento de todas las razas de carneros existentes en el mundo, pero aquél me resultaba desconocido. Su cornamenta se retorcía en un ángulo insólito, tenía las patas cortas y gruesas, el color de sus ojos era transparente, como el del agua saltarina de un regato. Su lana era blanca, aunque sobre el lomo le crecían algunos vellones parduscos formando una estrella. Un carnero así no se había visto antes. Por eso precisamente le dije que podía entrar en mí si quería. Como experto en ganado ovino no podía dejarme indiferente aquel ejemplar tan curioso.
—Al entrar el carnero en el cuerpo de una persona, ¿qué sensanción experimenta ésta?
—Nada extraordinario. Es, simplemente, la sensación de que el carnero
está
ahí, dentro de ti. La sientes al levantarte por la mañana: «El carnero está dentro de mí.» Es una sensación la mar de natural.
—¿Ha sufrido dolores de cabeza?
—Ni una sola vez en toda mi vida.
El profesor Ovino dio a sus albóndigas un baño uniforme de salsa, y ñam, ñam, se las fue zampando una tras otra.
—El que un carnero entre en el cuerpo de una persona —siguió diciendo— es raro, pero no inhabitual en el norte de China y en los confines del territorio mongol. Entre los nativos de aquellas tierras, el que una persona sea escogida como morada por un carnero se considera un especial regalo divino hacia ella. Así, por ejemplo, en un libro que fue publicado en la época de la dinastía Yuan, hacia el siglo XIII o XIV, se cuenta que «un carnero blanco con una estrella en el lomo» entró en el cuerpo de Gengis Khan. ¿Qué te parece? Interesante, ¿no?
—Mucho.
—El carnero que entra en un cuerpo humano, se vuelve inmortal. Y también se vuelve inmortal la persona que acoge al carnero. Sin embargo, si el carnero sale de ella, la inmortalidad se pierde. Todo depende del carnero: si está a gusto puede quedarse décadas y décadas en un cuerpo; y si no acaba de satisfacerle ¡zas!, lo abandona a toda prisa. Los humanos que han sido abandonados por un carnero son denominados «desheredados» por los manchúes; a ese grupo pertenezco yo.
Ñam, ñam, ñam, el profesor seguía comiendo.
—Después que el carnero entró en mí, me puse a investigar las leyendas y tradiciones populares relativas a los carneros. Me dediqué a recoger relatos orales de los indígenas, a indagar en libros antiguos, etcétera. Paralelamente, se difundió entre los nativos el rumor de que estaba poseído por un carnero, y ese rumor llegó a oídos de mi jefe, a quien aquello no le cayó nada bien. En resumidas cuentas, me colocaron la etiqueta de «trastorno mental», con lo que me enviaron de vuelta a Japón. Mi caso fue considerado un ejemplo más de «inadaptación a la vida en las colonias».
Concluidas sus tres albóndigas, el profesor Ovino decidió acabarse el panecillo. Era evidente que su apetito no flaqueaba.
—Uno de los rasgos más lamentables del Japón contemporáneo es que no hemos sido capaces de aprender nada de nuestros intercambios con los otros pueblos asiáticos. Algo semejante es lo que ha pasado con los carneros. El fracaso de la cría del ganado ovino en Japón se debe a que éste ha sido considerado únicamente una fuente autárquica de abastecimiento de lana y carne. Nuestra manera de pensar no tiene en cuenta para nada la vida diaria. El criterio es siempre obtener el máximo de beneficios inmediatos sin pensar en el futuro. Y así nos han ido las cosas. En suma, que no obramos con sensatez. No tiene nada de extraño que perdiéramos la guerra, desde luego.
—Aquel carnero pasó con usted a Japón, ¿no es cierto? —le pregunté, tratando de volver al tema que me interesaba.
—Así es —dijo el profesor Ovino—. Volví en barco desde el puerto de Pusán. Y el carnero venía conmigo.
—Y ¿qué propósito perseguía el carnero?
—¡Ni idea! —exclamó el profesor Ovino como escupiendo las palabras—. No tengo ni idea. El carnero no me lo reveló. Pero se proponía algo grande, eso sí que pude captarlo. Un proyecto colosal que habría transformado de modo radical a la humanidad y al universo entero.
—¿Un solo carnero pensaba llevar a cabo semejantes designios?
El profesor Ovino asintió, mientras sepultaba en su boca los restos del panecillo. Luego se frotó las manos para desprenderse de las migajas.
—No hay nada de extraño en ello —dijo—. Recuerda la historia de Gengis Khan.
—No le falta razón —concedí—. Sin embargo, ¿por qué resucitó en nuestra época? ¿Por qué elegiría precisamente Japón?
—Tal vez lo desperté. Es probable que el carnero durmiera en aquella cueva un sueño de siglos. Y voy yo, como un idiota, y lo despierto. ¡Qué mala suerte!
—No fue culpa suya —dije para tranquilizarlo.
—Todo lo contrario —dijo el profesor Ovino—. Fue precisamente por mi culpa. Debí haberme dado cuenta mucho antes. De haber sido así, me habría quedado una baza por jugar. Pero el caso es que tardé en comprenderlo, demasiado. Y cuando caí en la cuenta, el carnero ya había salido de mí.
El profesor Ovino permaneció silencioso mientras se restregaba con los velludos dedos aquellas cejas blancas, semejantes a carámbanos. Se diría que el peso de aquellos cuarenta y dos años oprimía como una losa hasta el último poro de su cuerpo.
—Una mañana, al despertarme, ya no había trazas del carnero. Entonces comprendí lo que significaba ser uno de los «desheredados». Es, ni más ni menos, el infierno. El carnero se va, pero deja tras de sí un recuerdo. Un recuerdo que es imposible borrar. Tal es la condición de un «desheredado».
El profesor Ovino volvió a sonarse las narices con un pañuelo de papel.
—Bueno, ahora te toca hablar a ti.
Inicié mi relato a partir del momento en que el carnero había abandonado al profesor Ovino, y le expliqué todo lo que sabía:
Cómo el carnero había entrado en el cuerpo de un joven preso político de ideología derechista. Cómo éste, al salir de la prisión, se había convertido muy pronto en una gran personalidad de la extrema derecha. Cómo pasó luego a la China, donde estableció una red de información, y ganó una fortuna, por añadidura. Cómo en el período posbélico iba a ser juzgado como criminal de guerra, pero se le dejó en libertad a cambio de su red de información en la China continental. Cómo, utilizando la fortuna que amasó en el continente chino, se había hecho con el control del mundo político, económico e informativo durante la posguerra.
—He oído hablar de ese personaje —dijo el profesor Ovino con un gesto de amargura—. ¿Por qué elegiría el carnero a un tipo así?
—Sin embargo, hace unos meses, en primavera, el carnero salió de su cuerpo. Ese hombre se encuentra actualmente en coma, a punto de morir. Mientras el carnero permaneció en su interior, actuó como freno de su tumor cerebral.
—¡Qué suerte ha tenido! Para un «desheredado» ¡cuánto mejor no es la muerte que arrastrar el recuerdo imborrable del carnero!
—¿Por qué lo abandonaría después de poner en pie esa colosal organización a lo largo de tantísimo tiempo?
El profesor Ovino dio un profundo suspiro.
—¿Aún no lo entiendes? El caso de ese hombre coincide en todo con el mío. Simplemente, dejó de serle útil. Toda persona tiene sus límites, y al carnero ya no le servirá una vez que los haya alcanzado. Me imagino que ese hombre no llegó a comprender del todo cuáles eran las pretensiones reales del carnero. La misión que le había asignado no era otra que construir una colosal organización, y una vez coronada esa cima, ya estaba de más; por eso ha quedado descartado, del mismo modo que el carnero me usó como medio de transporte.
—Ya. Y ¿qué habrá sido del carnero desde entonces?
El profesor Ovino tomó la fotografía de encima de la mesa, y dijo, golpeándola con los dedos:
—Debe de andar vagando por Japón, buscando un nuevo individuo de quien tomar posesión. Sospecho que el carnero intentará poner a esa persona al frente de la organización.
—¿Qué es lo que pretende el carnero con todo ello?
—Como ya te dije antes, lamentablemente, no puedo expresarlo con palabras. Digamos que lo que busca el carnero es una encarnación de su mente.
—¿Eso es bueno?
—Para la mente del carnero, claro que sí.
—¿Y para la persona en quien se encarna?
—¡Quién sabe! —exclamó el anciano—. ¡Quién sabe, realmente! Una vez que se marchó de mí el carnero, ya no he sabido hasta dónde llego yo, ni en qué punto empieza su sombra.
—Hace un rato, usted hablaba de «una baza por jugar». ¿A qué se refería con esas palabras?
El profesor Ovino sacudió la cabeza, y me respondió:
—No tengo intención de decírtelo.
De nuevo, el silencio se apoderó de la estancia. Más allá de la ventana, la lluvia empezó a caer con fuerza. Era la primera lluvia que veía en Sapporo.
—Por último, le ruego que me indique el lugar donde fue tomada esa fotografía.
—En los pastizales de la propiedad donde estuve viviendo durante nueve años. Inmediatamente después de la guerra, la finca fue ocupada por el ejército americano, y al serme restituida, se la vendí a un hombre riquísimo que deseaba tener una casa de campo muy tranquila. Por lo que sé, no ha cambiado de dueño.
—¿Aún se crían carneros allí?
—No lo sé. Aunque, a juzgar por la fotografía, parece que sí. En cualquier caso, es un sitio muy alejado de núcleos habitados, y en todo lo que alcanza la vista no se ve ni un solo vecino. En invierno, la finca queda incomunicada. Su dueño puede pasar en ella más allá de dos o tres meses al año. Pero es un sitio realmente tranquilo, y muy hermoso.
—Y durante el tiempo en que su dueño no vive allí, ¿hay alguien al cuidado de la finca?