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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (55 page)

BOOK: La casa Rusia
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Y un día, cerca ya de Navidad, no mucho después de que Ned hubiese hecho entrega formal de la Sección Rusa, llegó de La Habana un informe de una fuente cubana en el sentido de que un inglés estaba sujeto a una detención especial en una cárcel política cercana a Minsk, y que cantaba mucho.

¿Cantaba?
, fue el indignado mensaje de respuesta.
¿Qué cantaba?

Cantaba a Satchmo, llegó la respuesta de La Habana. La fuente era un entusiasta del jazz, como el inglés.

¿Y el texto de la carta de Barley a Ned?

Continúa siendo un pequeño misterio del asunto el hecho de que nunca llegase a la carpeta del expediente, y no hay constancia de ella en la historia oficial del caso «Pájaro Azul». Yo creo que Ned se la guardó como algo que apreciaba demasiado como para archivarlo.

Así pues, ése debería ser el final de la historia, o, mejor dicho, la historia no debería tener final. A juicio de los entendidos. Barley estaba completamente decidido a ocupar su puesto entre las otras sombras que pueblan los senderos más oscuros de la sociedad moscovita… los pisoteados desertores y espías, los comprados y los desleales con sus patéticas esposas y sus pálidos vigilantes, compartiendo sus cada vez menores raciones de artículos y recuerdos occidentales.

Hubiera debido ser localizado al cabo de unos años, accidentalmente pero adrede, en una fiesta en la que se hallase misteriosamente presente un afortunado periodista británico. Y quizá, si los tiempos seguían siendo los mismos, se le suministraría una flagrante desinformación, o se le invitaría a arrojar un poco de pimienta a los ojos de sus antiguos jefes.

Y, en efecto, ése era exactamente el ritual que parecía estar desarrollándose cuando un telegrama del sucesor de Paddy informó que un inglés alto y de pelo color arena había sido visto —no sólo visto, oído—, tocando un saxo tenor en un club recién abierto de la vieja ciudad, un año justo después de su desaparición.

Clive fue sacado de la cama, volaron mensajes entre Londres y Langley, se pidió al Foreign Office que echara un vistazo. Lo hicieron y, por una vez, se mostraron inequívocos…,
no es problema nuestro ni lo es tampoco vuestro
. Parecían considerar que los rusos estaban mejor equipados que nosotros para imponer silencio a Barley. Después de todo, los rusos lo habían hecho antes.

Al día siguiente, llegó un segundo telegrama, esta vez del gordo Merridew, desde Lisboa. La patrona de Barley. Tina, con la que Merridew había mantenido relaciones a regañadientes, había recibido instrucciones de preparar el piso para la llegada de su pupilo.

Pero ¿
cómo
las había recibido? preguntó Merridew.

Por teléfono, respondió ella. El
senhor
Barley le había telefoneado.

¿Telefoneado desde
dónde
, mujer estúpida?

Tina no se lo había preguntado y Barley no lo había dicho. ¿Por qué había de preguntarle dónde estaba, si iba a venir a Lisboa cualquier día de aquéllos?

Merridew estaba consternado. No era el único. Avisó a los americanos, pero Langley había sufrido una pérdida colectiva de memoria. ¿Qué Barley?, estuvieron en un tris de preguntarnos. Está muy extendida la idea de que los servicios como el nuestro aplican violentos castigos a quienes han traicionado sus secretos. Bien, y a veces es cierto, lo hacen, aunque rara vez contra personas de la clase de Barley. Pero en este caso quedó inmediatamente claro que nadie, y mucho menos Langley, tenía el menor deseo de llamar la atención sobre alguien a quien preferirían con mucho olvidar. Mejor asegurar su postura, convinieron, y mantener fuera del asunto a los americanos.

Subí la escalera con aprensión. Había declinado los servicios de protección de Brock y la tibia oferta de apoyo que me había formulado Merridew. La escalera era oscura, empinada e inhóspita y desagradablemente silenciosa. Comenzaba a anochecer, pero sabíamos que estaba en casa. Pulsé el timbre, pero no lo oí sonar, así que di unos golpecitos en la puerta con los nudillos. Era una puerta pequeña y recia, de grueso artesonado. Me recordó la casita de la orilla de la isla. Oí pasos dentro y retrocedí en seguida, todavía no sé muy bien por qué, pero supongo que era una especie de temor a los animales. ¿Se mostraría violento, furioso o excesivamente efusivo, me arrojaría escaleras abajo o me daría un abrazo? Yo llevaba un maletín, y recuerdo que lo pasé a la mano izquierda como para estar en condiciones de poder protegerme. Aunque bien sabe Dios que no soy hombre combativo. Percibí olor a pintura fresca. La puerta no tenía mirilla y estaba perfectamente ajustada al marco de hierro. Le era imposible saber quién estaba allí antes de abrirme. Oí descorrerse un cerrojo. La puerta giró hacia dentro.

—Hola, Harry —dijo.

Así que yo dije: «Hola, Barley». Yo llevaba un ligero traje oscuro, azul más que gris. Dije: «Hola, Barley», y esperé que sonriera.

Estaba más delgado, más fuerte y más erguido, con el resultado de que se había tornado realmente muy alto, tan alto que me llevaba la cabeza. Eres una viajero sin nervios, recuerdo que pensé mientras esperaba. Era lo que Hannah solía decirme en sus primeros tiempos, que ambos deberíamos aprender a ser.

Los antiguos y desmañados gestos le habían abandonado. La disciplina de los espacios pequeños había surtido su efecto. Iba pulcramente vestido. Llevaba pantalones vaqueros y una vieja camisa de cricket con las mangas subidas hasta el codo. Tenía salpicones de pintura blanca en el antebrazo y otra más grande sobre la frente. Vi detrás de él una escalera de mano y una pared a medias blanqueada, y en el centro de la habitación montones de libros y de discos parcialmente protegidos con una sábana.

—¿Vienes a jugar una partida de ajedrez, Harry? —preguntó todavía sin sonreír.

—Si pudiera hablar contigo… —dije, como podría habérselo dicho a Hannah o a cualquier otra persona a quien estuviera proponiendo un acuerdo de compromiso.

—¿Oficialmente?

—Bien.

Me observó como si no me hubiera oído, francamente y tomándose tiempo, del cual parecía tener mucho…, tanto, supongo como cuando observa uno a sus compañeros de celda o a sus interrogadores en un mundo en que se tiende a prescindir de las cortesías habituales.

Pero su mirada no tenía nada humillante ni vergonzoso, nada de arrogancia o volubilidad. Parecía, por el contrario, más límpida que como yo la recordaba, como si se hubiera instalado permanentemente en las remotas regiones a que acostumbraba desplazarse ocasionalmente.

—Tengo un poco de vino fresco, si te apetece —dijo, y se hizo a un lado para dejarme pasar mientras me observaba, antes de cerrar la puerta y echar el pestillo.

Pero seguía sin sonreír. Su estado de ánimo era un misterio para mí. Sentía que no podría comprender nada de él a menos que él decidiera decírmelo. Dicho de otra manera, comprendía acerca de él todo cuanto estaba al alcance de mi comprensión. El resto, infinito.

Había sábanas también sobre las sillas, pero las retiró y las dobló como si fuesen su ropa de cama. Los que han estado en la cárcel, he observado a lo largo de los años, tardan mucho tiempo en deshacerse de su orgullo.

—¿Qué quieres? —preguntó, llenando un par de vasos con vino de una jarra.

—Me han pedido que arregle las cosas —dije—. Que obtenga de ti algunas respuestas. Seguridades. Y darte algunas a cambio —me sentía confuso—. Si podemos ayudar… —dije—. Si necesitas cosas. Lo que podamos acordar para el futuro y todo eso.

—Tengo todas las seguridades que necesito, gracias —dijo cortésmente, centrándose en la única palabra que pareció captar su interés—. Ellos se mueven a su propia marcha. He prometido mantener la boca cerrada —sonrió por fin—. He seguido tu consejo, Harry. Me he convertido en un amante a larga distancia, como tú.

—Estuve en Moscú —dije, esforzándome por dar fluidez a nuestra conversación—. Fui a los sitios. Vi a la gente. Utilicé mi propio nombre.

—¿Cuál es? —preguntó, con la misma cortesía—. Tu nombre. ¿Cuál es?

—Palfrey —respondí, prescindiendo del
de
.

Sonrió, en señal de simpatía, o de reconocimiento.

—El Servicio me envió allá para buscarte. Extraoficialmente pero oficialmente, como si dijéramos. Preguntar a los rusos. Aclarar las cosas. Pensábamos que debíamos averiguar qué te había sucedido. Ver si podíamos ayudar.

Y asegurarnos de que estaban observando las normas, podría haber añadido. Que nadie en Moscú iba a zarandear la lancha. Que no se producían estúpidas filtraciones ni alardes de publicidad.

—Ya conté lo que me había sucedido —dijo.

—¿Te refieres a tus cartas a Wicklow y Henziger y la gente?

—Sí.

—Bueno, naturalmente sabíamos que las cartas fueron escritas bajo coacción, si es que las escribiste tú siquiera. Mira la carta del pobre Goethe.

—Por los huevos —replicó—. Las escribí por mi propia y libre voluntad.

Me aproximé un poco más a mi mensaje. Y al maletín que tenía al lado.

—Por lo que a nosotros se refiere, actuaste muy honorablemente —dije, sacando una carpeta y abriéndola sobre los muslos—. Todo el mundo habla cuando se le presiona, y tú no eras ninguna excepción. Estamos agradecidos por lo que hiciste por nosotros y somos conscientes del coste que supuso para ti. Profesional mente y personalmente. Consideramos que debes recibir la compensación adecuada. Con condiciones, naturalmente. La suma podría ser grande.

¿Dónde había aprendido a mirarme así? ¿A reprimirse tan firmemente? ¿A impartir tensión a los demás, cuando él parecía tan insensible a ella?

Le leí las condiciones, que eran semejantes a las de Landau, pero al revés. Permanecer fuera del Reino Unido y no entrar en él sin nuestro previo consentimiento. Resolución plena y definitiva de todas las reclamaciones, su silencio a perpetuidad expresado
ex abundanti cautela
de media docena de formas distintas. Y mucho dinero por firmar aquí, siempre y cuando —solamente siempre y cuando— mantuviera cerrada la boca.

Pero no firmó. Ya estaba harto. Rechazó mi aparatosa pluma.

—A propósito, ¿qué hicisteis con Walt? Le he comprado un sombrero. Una especie de tapa de tetera con franjas de tigre. No puedo encontrar la maldita cosa.

—Si me lo mandas, se lo haré llegar —dije.

Captó mi tono y sonrió con tristeza.

—Pobre Walt. Le han dado la patada, ¿eh?

—En nuestro oficio, nos desgastamos muy pronto —dije, pero no podía mirarle a los ojos, así que cambié de tema—. Supongo que te habrás enterado de que tus tías han vendido el negocio a «Lupus Books».

Se echó a reír…, no con su turbulenta risa de antes, cierto, pero sí, de todos modos, con la risa de un hombre libre.

—¡Jumbo! ¡El viejo diablo! ¡Engatusó a la Vaca Sagrada! ¡Confiar en él!

Pero le agradaba la idea. Parecía encontrar auténtico placer en ella. A mí, como a todos los de mi oficio, me asustan las personas de buen instinto. Pero yo podía compartir vicariamente su descanso. Parecía haber desarrollado una tolerancia universal.

Ella vendrá, me dijo, mientras miraba hacia el puerto. Prometieron que vendría algún día.

No enseguida, y sólo cuando ellos quisieran, no cuando quisiera Barley. Pero vendría, no tenía ninguna duda. Quizás este año, quizás el siguiente, dijo. Pero algo en el interior del montañoso vientre burocrático ruso se agitaría y daría a la luz un ratón de compasión. No tenía la menor duda. Sería gradual, pero sucedería. Se lo habían prometido.

«Ellos no rompen sus promesas», me aseguró, y ante semejante confianza habría sido una grosería por mi parte contradecirle. Pero alguna otra cosa me estaba impidiendo expresar mi habitual escepticismo. Era Hannah otra vez. Sentía que ella me estaba rogando que le dejase vivir con su humanidad, aunque hubiera destruido la de ella. «Crees que las personas nunca cambian porque tú no cambias —me había dicho una vez—. Sólo te sientes seguro cuando estás desilusionado».

Sugerí que se viniera conmigo a comer, pero pareció no oírme. Estaba en pie ante la amplia ventana, mirando las luces del puerto mientras yo contemplaba su espalda. La misma postura que había adoptado cuando le entrevistamos por primera vez aquí, en Lisboa. El mismo brazo sosteniendo su vaso. La misma postura que en la isla cuando Ned le dijo que había ganado. Pero más erguido. ¿Me estaba hablando otra vez? Me di cuenta de que sí. Estaba viendo a su barco llegar de Leningrado, dijo. Estaba viéndola bajar apresuradamente la pasarela con sus hijos a su lado. Estaba sentado con tío Matvey debajo del frondoso árbol del parque bajo su ventana, donde había estado sentado con Ned y Walter en los días anteriores a su madurez. Estaba oyéndole a Katya traducir los heroicos relatos de resistencia de Matvey. Estaba creyendo en todas las esperanzas que yo había sepultado conmigo cuando elegí el seguro bastión de la desconfianza infinita con preferencia al peligroso sendero del amor.

Logré persuadirle para que viniera a cenar y tuviera la bondad de dejarme pagar. Pero no pude conseguir nada más de él, no firmó nada, no aceptó nada, no quería nada, no concedió nada, no debía nada y deseaba que todos nosotros, sin ira, nos fuésemos al diablo.

Pero tenía una tranquilidad espléndida. No era estridente. Se mostraba considerado hacia mis sentimientos, aunque era demasiado cortés para preguntar cuáles eran. Yo nunca le había hablado de Hannah y sabía que nunca podría hacerla, porque el nuevo Barley no tendría paciencia con mi inalterado estado.

Por lo demás, parecía deseoso de hacerme el regalo de su historia, para que yo tuviese algo que llevarles a mis jefes. Me condujo de nuevo a su piso e insistió en que tomáramos una última copa y en que nada era culpa mía.

Y habló. Para mí. Para él. Habló y habló. Me contó la historia tal y como yo he tratado de contárosla aquí, desde su lado, así como desde el nuestro. Continuó hablando hasta que comenzó a clarear, y cuando me marché, a las cinco de la mañana, él se estaba preguntando si podría acabar aquel trozo de pared antes de acostarse. Había muchas cosas que preparar, explicó. Alfombras. Cortinas. Estanterías para los libros.

—Estaré perfectamente, Harry —me aseguró, mientras me acompañaba a la puerta—. Díselo a ellos.

Espiar es esperar.

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