La Casa Corrino (46 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La Casa Corrino
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El descontento se fue reduciendo a un rumor, y nadie quiso ser el primero en hablar. El emperador palmeó la mano de su esposa, convencido de que había ganado. De momento.

70

Nunca intentes comprender la presciencia, de lo contrario no te servirá.

Manual de instrucciones para Navegantes

Rhombur salió dando tumbos del gas de especia remolineante, tosiendo y atragantándose. Sus pulmones artificiales sonaban como si estuvieran averiados, demasiado forzados para procesar la enorme exposición a la melange. Residuos de especia flotaban en su mente, le dificultaban interpretar los impulsos visuales combinados de su ojo orgánico y su compañero protésico. Dio dos pasos y se apoyó contra una pared.

Gurney Halleck, provisto de una mascarilla, corrió a ayudarle. Guió al príncipe hasta un pasillo donde el aire estaba limpio. Un nervioso auditor de vuelo utilizó un chorro de aire compacto para limpiar de melange la ropa del príncipe. El príncipe cyborg tocó un control situado en un lado del cuello y activó un mecanismo interno que purificó los filtros de sus pulmones.

Un administrador de rutas le agarró por los hombros.

—¿El Navegante puede trabajar todavía? ¿Puede sacarnos de aquí?

Rhombur intentó hablar, pero en su estado de aturdimiento mental no sabía si sus palabras sonarían coherentes.

—El Navegante está vivo, pero muy debilitado. Dice que el gas de especia está contaminado. —Respiró hondo—. Hemos de sustituir la melange de su tanque por otra nueva.

Al oír esto, los hombres de la Cofradía se pusieron a hablar entre sí. El banquero gordinflón era el que parecía más alarmado.

—La concentración de melange en la cámara del Navegante es elevada. Carecemos de reservas.

Daba la impresión de que el anciano mentat estuviera en trance, mientras analizaba datos en su mente.

—Este crucero transporta más de mil naves, pero no hay ninguna que conste como transporte de especia.

—Aun así, tiene que haber una gran cantidad de melange dispersa en pequeñas cantidades en las naves de la bodega —dijo Gurney—. Pensad en las posesiones personales de los pasajeros, en las cocinas. Hemos de mirar en todas partes.

El banquero se mostró de acuerdo.

—Muchas familias nobles consumen especia a diario para conservar la salud.

—Esas cantidades no se consignan en los manifiestos de pasajeros, de modo que no podemos estar seguros de la melange disponible —dijo el mentat—. En cualquier caso, tardaremos días en hablar con todos los pasajeros.

—Encontraremos una forma de proceder con mayor rapidez. El Navegante está muy asustado —dijo Rhombur—. Insiste en que un gran enemigo se está acercando. Estamos en peligro.

—Pero ¿cuál es? —preguntó el auditor de vuelo—. Nnnn, no se me ocurre qué podría amenazarnos aquí.

—Tal vez otra inteligencia —intervino el mentat—, algo… ¿no humano?

—Quizá el Navegante sufra alucinaciones —dijo otro administrador de rutas en tono esperanzado—. Su mente se ha trastornado. El banquero protestó.

—No podemos jugar con esto. El Navegante tiene presciencia. Tal vez nos encontramos en el camino de un gran acontecimiento cósmico, una supernova o algo por el estilo, que nos engullirá. La única alternativa es exigir a todas las naves de pasajeros privadas que entreguen su melange. Ordenaremos a los wayku y a los hombres de seguridad que empiecen de inmediato.

—No será suficiente —dijo el viejo mentat.

Rhombur, harto de discusiones estériles, habló en tono autoritario.

—Sin embargo, tendrá que serlo.

El trabajo procedió con lentitud. Pese a la evidente necesidad del crucero, los pasajeros se mostraban reticentes a entregar su preciosa melange, sin saber cuánto tiempo estarían varados en aquella zona inexplorada del espacio. Para forzar la situación, los hombres de la Cofradía mandaron fuerzas de seguridad a registrar nave tras nave. Pero estaban tardando demasiado.

Gurney Halleck fue solo a la cubierta superior del crucero, y entró en una zona aislada con paredes de plaz. Había ido de cubierta en cubierta, registrando, escuchando, intentando localizar algo que los demás no pensarían en buscar.

Mientras contemplaba las naves congregadas en el hangar, escudriñó cada plancha de casco, cada configuración de nave, cada número de serie e insignia. El mentat de la Cofradía había revisado mentalmente todos los manifiestos de carga, y los demás funcionarios habían aceptado su análisis con decepción y resignación.

Pero no habían contestado a la pregunta de Gurney: ¿y si había un cargamento de especia no declarado?

No era un experto en naves, pero había estudiado las fragatas aerodinámicas, las naves militares de ángulos afilados, las cajas de vertido orbitales en forma de cubo. Algunas naves exhibían con orgullo en sus cascos los colores de familias nobles. Otras naves vulgares estaban baqueteadas y sucias debido a la edad y el exceso de utilización. Gurney se concentró en estas, mientras recordaba su pasado de contrabandista, cuando también había viajado sin llamar la atención en bodegas de cruceros.

Se trasladó a otra cubierta de observación con creciente impaciencia, para gozar de una perspectiva mejor. Por fin, localizó una pequeña nave apretujada tras una fragata mucho más grande con el blasón de la Casa Mutelli. Se trataba de una pinaza anticuada, una nave comercial utilizada para transportar mercaderías de poca importancia.

Gurney estudió las manchas del casco, examinó los compartimientos de los motores ampliados y las reparaciones efectuadas en la superestructura. Conocía aquella nave peculiar. La había visto antes.

Era justo lo que andaba buscando.

Gurney y Rhombur, acompañados por fuerzas de seguridad de la Cofradía, se dirigieron hacia la vieja pinaza. Cuando el grupo pidió entrar, el capitán y la tripulación se negaron a obedecer. Sin embargo, antes de subir a bordo de un crucero, cada nave tenía que entregar ciertos códigos de paso al personal que controlaba los manifiestos.

La escotilla de la pinaza se abrió por fin y los hombres de seguridad entraron en tropel, con Gurney al frente. La tripulación estaba armada y apostada, dispuesta a disparar contra los intrusos, pero Gurney levantó los brazos y se interpuso entre ambos bandos.

—¡No! ¡Que nadie dispare!

Miró a los hombres zaparrastrosos. Se internó en el pasillo, paseó la vista de una cara a otra, hasta que por fin reconoció a un hombre rechoncho y mal afeitado que masticaba una ramita de planta aromática.

—Pen Barlowe, conmigo no necesitas armas.

La expresión desafiante del hombre dio paso a una mirada de asombro. Escupió la ramita y se quedó boquiabierto.

—Esa cicatriz de tintaparra… ¿Eres Gurney Halleck?

Los hombres de la Cofradía esperaban con nerviosismo, sin saber muy bien qué estaba pasando.

—Sabía que si me esforzaba en buscar entre las naves, descubriría a algún viejo camarada.

Avanzó para saludar a su compañero de fechorías.

Pen Barlowe estalló en carcajadas y le palmeó con fuerza la espalda.

—¡Gurney, Gurney!

Gurney Halleck señaló al príncipe cyborg, que se acercaba con la capa y la capucha.

—Hay alguien a quien debes conocer. Permíteme que te presente… al hijo de Dominic.

Varios contrabandistas lanzaron una exclamación ahogada, pues hasta los que no habían servido a las órdenes de Dominic Vernius conocían sus legendarias hazañas. Rhombur extendió su brazo sintético y estrechó la mano libre de Pen Barlowe en el semiapretón del Imperio.

—Necesitamos tu ayuda, si eres amigo de Gurney. Barlowe se volvió hacia sus hombres.

—¡Bajad las armas, idiotas! ¿No veis que es una emergencia?

—He de saber cuál es tu verdadera carga, amigo mío —dijo Gurney con semblante serio—. ¿Transporta esta nave lo que yo pienso? A menos que hayas cambiado tus costumbres desde que abandoné la profesión, puede que tengas en tus manos la llave que nos salvará a todos.

El hombre bajó la vista, como si pensara en la posibilidad de recuperar la ramita caída en el suelo y volver a masticarla.

—Oímos el aviso, pero pensamos que era un truco. —Miró a Gurney y se revolvió, nervioso—. Sí, llevamos un cargamento no declarado, y es ilegal…, incluso peligroso, ahora que el emperador va a por todas…

—Todos confiamos en la confidencialidad de la Cofradía, yo incluido —dijo Rhombur—. Se trata de unas circunstancias poco usuales, y estamos muy lejos del alcance de la ley imperial.

Gurney estudió a su camarada sin pestañear.

—Llevas melange a bordo, Barlowe, que venderás en el mercado negro y te reportará pingües beneficios. —Entornó los ojos—. Pero hoy no. Hoy, vas a comprar las vidas de todos nosotros.

Barlowe sonrió.

—Sí, llevamos suficiente especia a bordo para pagar el rescate de un emperador.

Rhombur sonrió a su vez.

—Eso podría ser suficiente.

Los contrabandistas miraban con expresión afligida mientras los hombres de seguridad transportaban contenedor tras contenedor de especia comprimida hasta los niveles superiores. Gurney negoció alguna compensación para ellos con los hombres de la Cofradía. La Cofradía tenía fama de tacaña, y la cantidad que accedieron a pagar no equivalía a todo el valor, pero los contrabandistas no estaban en posición de discutir.

En el ínterin, Rhombur se dirigió al tanque del Navegante y trató de llamar su atención. El mutante seguía derrumbado en el suelo, y apenas respiraba.

—¡Hemos de apresurarnos! —gritó a los demás.

Los tripulantes vaciaron el tanque de especia contaminada. A continuación, otros hombres convirtieron los contenedores de melange comprimida en aerosol e introdujeron gas nuevo en la cámara. Confiaban en que aquella remesa de especia pura bastaría para reanimar al Navegante y proporcionarle la capacidad de guiar el crucero hasta el espacio conocido.

—Hace más de una hora que no se mueve —dijo el auditor de vuelo.

Rhombur despejó la zona de nuevo y entró en la cámara. El gas de especia entraba por conductos situados en lo alto de la cámara. La visibilidad iba disminuyendo poco a poco, pero el príncipe ixiano avanzó hacia el centro del tanque, hasta el bulto de lo que había sido un apuesto joven de pelo oscuro, como su gemelo C’tair. Los dos habían flirteado con la hermana de Rhombur, Kailea Vernius.

Recordó a los gemelos, hijos del embajador Pilru. Todos habían sido felices en aquellos días gloriosos de Ix. Todo parecía un sueño, aún más ahora porque la especia estaba nublando su conciencia.

D’murr se había sentido muy orgulloso de aprobar su examen para convertirse en Navegante de la Cofradía, en tanto que su fracaso había desolado a C’tair, que se quedó en Ix. Siempre en Ix…

Un pasado tan lejano que parecía imaginario…

Rhombur habló en tono tranquilizador, como si fuera un médico.

—Estamos sustituyendo tu especia, D’murr. —Se arrodilló y vio los ojos vidriosos del Navegante—. Hemos encontrado melange pura. Todo se ha solucionado.

El ser ya no parecía ni remotamente humano. Deforme y atrofiado, su cuerpo parecía una obra de carne de un escultor sádico. Se removió y volvió a caer, tan indefenso como un pez fuera del agua. La boca de D’murr formó una extraña expresión. Aspiró bocanadas del potente gas de especia.

Los pensamientos de Rhombur flotaban, y los movimientos de sus brazos y piernas mecánicos se le antojaban lentos, como inhibidos por un líquido espeso. Los pulmones artificiales trabajaban con dificultad. Tenía que salir pronto del tanque.

—¿Te ayudará esto? ¿Podrás devolvernos a casa con esta nueva especia?

—Debo —dijo D’murr, al tiempo que exhalaba hilos de humo—. Estamos en peligro… El enemigo… nos ha visto. Se acerca. Quiere destruirnos.

—¿Quién es el enemigo?

—El odio… nos extingue… por lo que… somos. —D’murr consiguió enderezar un poco su cuerpo—. Huid… lo más lejos posible… —Se volvió, con los diminutos ojos rodeados por pliegues de carne cerúlea—. Ahora veo el camino… que nos conducirá… a casa.

Daba la impresión de que el Navegante estaba reservando toda su energía para un gesto final. D’murr se arrastró hasta los conductos que liberaban el espeso gas de especia. Aspiró con todas sus fuerzas.

—¡Hemos de darnos prisa!

En lugar de escapar hacia la escotilla, Rhombur le ayudó a sujetar los controles. El Navegante encendió los motores Holtzmann, y con una repentina sacudida, el crucero se enderezó en el espacio.

—El enemigo… está cerca.

Y la enorme nave se movió…, o esa impresión dio.

Rhombur sintió un vacío en el estómago, se sujetó a la pared del tanque y percibió la transición cuando el poderoso campo holtzmann plegó el espacio y lo arrolló alrededor del crucero con exacta precisión.

El Navegante había cumplido su sagrada misión.

El crucero se materializó sobre el planeta Empalme. D’murr les había devuelto por instinto al Imperio, de regreso al cuartel general de la Cofradía, su único hogar desde que había abandonado Ix de joven.

—Salvados —anunció con voz débil D’murr.

Conmovido por el tremendo esfuerzo del Navegante, Rhombur volvió con él, indiferente de momento a su necesidad de escapar. D’murr había utilizado sus últimas fuerzas para rescatar a todos los pasajeros.

—C’tair…

Con un suspiro largo y siseante, que sonó como si todo su cuerpo se estuviera desinflando, el Navegante cayó al suelo de la cámara y no se movió. D’murr murió, con el príncipe cyborg arrodillado a su lado, rodeado del potente gas de melange.

Rhombur ya no podía despedirse, y sabía que debía salir de la cámara antes de que la melange le saturara. Con la visión borrosa, y una sensación abrasadora en las partes orgánicas de su cuerpo, Rhombur se tambaleó hacia la escotilla. El cuerpo de D’murr se disolvió en la niebla anaranjada y desapareció.

71

¿Justicia? ¿Quién pide justicia en un mundo plagado de desigualdades?

Lady H
ELENA
A
TREIDES
,
Meditaciones privadas sobre la necesidad y el remordimiento

Como sombras, cuatro hermanas del aislamiento se acercaban por mar al castillo de Caladan. Iban a bordo de un jabeguero, en lugar de una barcaza procesional. Empezaba a anochecer, y un manto de luz agonizante persistía bajo el cielo nublado.

Las hermanas, de pie en la cubierta del barco, con la vista clavada en el acantilado y el castillo que lo coronaba, vestían capas y justillos holgados hechos de la tela más negra. Guantes flexibles, pantalones y botas cubrían hasta el último centímetro de su piel. Una fina malla de fibras color ébano, cosida alrededor de los bordes de las capuchas, ocultaba sus rostros.

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