Eddy
Hace cien años, en la península de Manhattan vivían pájaros, indios y un par de marineros holandeses borrachos. Ahora hormiguean por las calles de la metrópolis más de tres mil seres esperanzados, y fuera de Sandy Hook las barcazas europeas hacen cola para atracar en el muelle. Inmigrantes irlandeses, alemanes, escandinavos y rusos emergen de las planchadas y se dirigen a través de las avenidas hacia villorrios enlodados. Hay granjeros, soñadores de dudosa trayectoria, cazafortunas con ambiciones todavía más dudosas. Él sabe que, como norma, el optimismo de estos vagos arruinados termina en miseria y borracheras (y muchos lo merecen, también…). Igualmente, hay una parte de ellos que nunca pierde la fe en que algo absolutamente nuevo puede aparecer en las calles llenas de socavones.
Edgar Allan Poe se ha vuelto ahora uno de «ellos».
Por fin está en Gotham.
Regresa a bordo a buscar a Sissy. Cuando salen, ha dejado de llover. Un barco europeo está atracado en el muelle un poco más allá.
Los inmigrantes deambulan por el embarcadero hablando todas las lenguas posibles. Piden, lloran, ruegan. Están sucios y agotados. Una familia con dos niños le grita algo en un idioma que él imagina debe de ser escandinavo; los niños son rubios y de ojos hinchados.
Toma a Sissy del brazo y la aparta. Cuando se trata de niños enfermos, es incorregiblemente sentimental.
Se alejan del muelle por calles oscuras y aparecen en Broadway, la calle más ancha y más activa del mundo (por lo menos eso dicen los neoyorquinos).
Sissy pregunta:
—¿Cómo la llaman? ¿La ciudad de las oportunidades?
—Sí. Todo es posible.
—¿La ciudad de los sueños?
—Sí.
—¿La tierra prometida?
—Sí.
—¿Gotham? ¿El molino de las ambiciones y la caída?
Edgar ríe; ella se muestra de buen humor mientras caminan a través de la loca multitud de Broadway. Sissy se detiene y señala a una mujer que lleva una preciosa alhaja en la garganta. La mujer está de pie sobre una silla en medio de la calle; debajo de ella, una familia de cerdos corretea en el suelo enlodado.
—Mira los cerdos —ríe.
Un predicador que apesta a whisky toma la mano de Sissy y se dispone a salvarla.
—No hay peligro —dice ella—. Yo ya estoy perdida.
Mira a Edgar y ríe. Se liberan del sonoro discurso del predicador y siguen calle abajo.
«El Señor lo ve todo. ¡Ve todas las cosas bajo el cielo!»
En las calles, la muchedumbre es impresionante.
Edgar se inclina y murmura en sus orejas delicadas.
—Eres lo más bello que puedo imaginar.
Durante varias horas recorren, miran y huelen, observan la ciudad y a la gente: los vendedores de periódicos, los ricos que huelen a perfume, las monjas, los ilusionistas, los sargentos y los impostores, los orgullosos dueños de tiendas y los pequeños de caras hinchadas por el alcohol.
La multitud es apabullante. Le encanta. La odia y teme lo que pueda hacerle. La prejuzga y la envidia. No se cansa de mirarla. El barro y el hedor de la calle nada le hacen. No le importan ni los cuerpos de las prostitutas ni la higiene de los mendigos. Piensa en la multitud, quiere experimentar más de ella.
Al contrario de lo que creía, se siente más en armonía que nunca. Nueva York ya lo ha vuelto más atento y le ha dado ganas de trabajar.
La pensión es espartana, pero agradable. Les han dado un cuarto que no es muy frío.
A Sissy le gusta Greenwich Village; a él le encanta verla tan satisfecha. Su tos se seca y algo de color regresa a sus carrillos. Su sonrisa es lo más bello que conoce. Se sientan en un banco en el parque y le toma la mano y le cuenta cosas acerca de la revista de la que algún día será propietario. Será conocido en Nueva York por autores, escribientes y editores.
Sissy lo admira. A él le gusta eso y le acaricia las mejillas con la mano. Ella se sonroja.
Edgar se siente optimista.
Constantemente aparecen nuevos periódicos y revistas en Nueva York, en todas partes hay vendedores gritando.
«¡Compre el
Sun
!»
«¡El último
Tribune
, aquí!»
«¡
Herald
,
Herald
,
Herald
!»
«¡Cómo puede usted vivir un día sin el
Times
, señor!»
Otra cosa que le llama la atención es que en las paredes y en las ventanas de los negocios hay carteles impresos pegados con todo tipo de mensajes, avisos e información sobre conciertos, reuniones del movimiento de abstinencia y con políticos de los que él no ha oído hablar.
Da largos paseos a pie por la ciudad, el rostro oculto bajo un sombrero. No quiere ser reconocido por nadie porque piensa. Piensa mientras camina. Mira. Cavila. Experimenta la multitud y la abundancia. Camina encerrado en sus pensamientos. A menudo le vienen ideas mientras camina; entonces tiene que detenerse en una esquina para anotarlas en un pequeño cuaderno que lleva siempre encima.
Al cabo de unas semanas empieza a dormir mal. Filadelfia era silenciosa, pero en Nueva York hay ruido siempre, día y noche —empieza a las cinco de la mañana—, sin reparo y sin pausa. Oye desde la calle Greenwich los ruidos de un carro que se vuelca sobre los adoquines como si su mayor deseo fuese abusar de las piedras sobre las que avanza.
Se incorpora en la cama y siente que el ruido le penetra la frente, que esos adoquines sobre los que el carro vuelca son «sus» adoquines. Al comienzo, Greenwich Village le parecía tan simpática, ahora le asaltan de nuevo las dudas: ¿hizo lo correcto?
La manta se adhiere a sus piernas, transpira, pero no abrirá la ventana a la calle. La corriente no es buena para los pulmones de Sissy. Coloca con cuidado las piernas desnudas sobre la frazada liviana. Cuando se vuelve hacia Sissy, ella pestañea, pero no se despierta. Yace de costado, con la cabeza dormida vuelta hacia él. ¡Es tan bella! Le acaricia la garganta con cuidado con la punta de los dedos. Sissy mueve los labios, como si fuese una hermosa máquina humana que él, con una leve presión, pudiese dirigir de un lado a otro en la cama. Edgar retira su mano. ¡No quiere pensar así de su pobre pequeña esposa! De inmediato está de pie, listo para vestirse a toda prisa.
En cuanto pisa la calle, desaparece la sensación encerrada en el pecho como una ola que se retira de una roca costera. Enojo, angustia, duda temible y desesperación lacerante. ¿Es que nunca le abandonarán, por amor de Dios, esas sensaciones que lo persiguen como fantasmas, que lo lastiman con pequeños cuchillos y lo atormentan por la noche de tal forma que teme dormir? ¿Qué se esconde dentro de él que es capaz de asustarlo cada vez que se le aparece cuando cierra los ojos?
No sabe qué es. Dice: «Es sólo mi mundo». Pero ¿es así, o es algo que le fue impuesto por circunstancias desafortunadas, por un padre adoptivo egoísta o por editores que no quieren «apreciar» lo que escribe? De vez en cuando siente que este mundo suyo de adopciones y plagios, negocios sucios y esclavismo, famosos aficionados, idiotas riquísimos, tramposos y asesinos de espíritus, es totalmente falso: un simple juego de ilusión que en cualquier momento puede desaparecer en humo de teatro. Detrás de todo eso yace un lugar pacífico. Todo el tiempo ha querido saber dónde queda ese lugar y cómo puede llegar a él. Sólo precisa una pequeña indicación, luego puede seguir por sí mismo el camino.
«Quítate el asunto de encima —se dice— y levanta la vista para mirar la plaza Washington».
«¡Levanta la vista!»
Es afortunado, se dice, está en un buen lugar. Sissy está acostada durmiendo en la habitación allí arriba, y él saldrá a buscar trabajo en la gran metrópolis. Escribirá. Ya logró hacerse un nombre en los últimos años, comienza a ser respetado, por lo menos como crítico. Ahora se hará un nombre como autor.
Alrededor de la plaza Washington hay bonitas casas con escaleras y balcones de mármol y grandes ventanas. Él se siente más en casa aquí que en otras partes de Nueva York, y piensa que es porque la zona tiene algo de la dignidad y la tradición europea que le recuerdan a Richmond. Ahora siente el aroma ácido de los ailantos que crecen en el parque. Permanece unos minutos quieto mientras observa las hojas como alas y la luz que se filtra entre las ramas.
Cuando dobla la esquina y aparece en la Quinta Avenida, tiene la impresión de que pasa de una pequeña ciudad rural a una metrópolis formal y extraña. Todavía es temprano, y la niebla matinal circula asustada por las calles.
Un hombre cruza la calle justo frente a él y Edgar inclina la cabeza en su dirección, pero el hombre retira la mirada y pasa a su lado con la cabeza gacha. Una pareja elegante baja las escaleras y, por un momento, él los mira cara a cara, luego la pareja pasa a su lado y él se queda de pie, inclinando la cabeza hacia la vereda como un idiota.
Ve frente a sí la imagen de un hombre vestido con un abrigo deshilachado, mirando al suelo. Es la figura de su novela
El hombre de la multitud
, el viejo que deambula por las calles de Londres hora tras hora, sin parar.
Borra la imagen.
Es sólo una casualidad, se dice, los ocupados neoyorquinos no tienen tiempo para saludar a los paseantes con que se cruzan casualmente. Recuerda, de la última vez que visitó la ciudad, cuán ajetreadas son aquí las calles.
Él es un caballero. Su madre adoptiva lo dijo: «Te enseñaré a ser un caballero». Lo educaron con tacto y modales ejemplares, es un hombre leído y puede ser exquisitamente amable y encantador, si quiere. En el norte pueden ser amables, pero no saben nada sobre modales, solía decir Fanny Allan. Mientras camina por la Quinta Avenida, levanta la mirada y piensa que la palabra es curiosa, infantil, como extraída de una canción infantil: «caballero, caballero». Ve frente a sí la cara de Fanny, que se inclina sobre él mientras repite la palabra, seria. Modales, dicción… y todo lo demás… Se lo han martilleado dentro. Pero ¿los modales del espíritu? Se le ocurre que los modales del alma no han sido descritos precisamente todavía y que tiene una misión en esta ciudad: será el valiente y perturbador caballero de la conciencia oculta.
En Astor Place las sedes de los periódicos están puerta con puerta. Aquí es donde encontrará trabajo. Aquí están el
Sun
, el
Express
, el
New Mirror
, fogosos periódicos de venta libre, revistas, boletines. Desde la calle, las ventanas parecen distantes. Los redactores en las oficinas no son sino comunes ratas de periódico, lo sabe bien. Ha llamado a suficientes puertas de redactores como para saber que no tiene nada que temer.
Edgar Allan Poe es un caballero, ¿comprenden?
Es mejor leído que ustedes, es más agudo y más divertido, por lo menos en el papel.
Muchas ratas de periódico pueden leer. Algunas pueden escribir varias oraciones seguidas sin errores. Pero nadie debe esperar mucho de un animal carroñero.
«¡O sea, que ahora más les vale darle una buena bienvenida a Edgar Allan Poe!»
Con pasos rápidos cruza la puerta del
Sun
y comienza a ascender la escalera oscura. Cuando levanta la mano para golpear a la puerta del primer redactor, el señor Matthews, siente que algo no está bien. La mano se detiene en el aire. Algo en él se resiste y no quiere golpear la condenada puerta. «¡Toma aire! ¡Saca pecho! ¡Son sólo pequeños carroñeros, todos!». Pero la mano se niega.
«¡Golpea, hombre, golpea de una buena vez! ¡Cierra el puño!»
Proveniente de la oficina de al lado, oye el ruido de una silla que se arrastra por el suelo, un sonido lamentable. Cuando vuelve la cabeza hacia la izquierda, descubre un espejo que cuelga junto a la puerta de la calle. Había una época en que su camisa era blanca. Ahora tiene un brillo color de orín. No lleva chaqueta y su camisa sobresale del pecho como una inflamación en una herida. Retrocede con pasos rápidos frente a la puerta del señor Matthews. Baja las escaleras corriendo hasta la calle y cruza la plaza hasta llegar a una calle lateral.
Cuando se detiene a la sombra entre los edificios de ladrillos —aquí está seguro de que nadie lo reconocerá—, el corazón le martillea en la garganta. Desde muchacho, siempre fue muy detallista con las prendas que se ponía. A pesar de que ahora sólo tiene ropa vieja y gastada, es cuidadoso en cuanto a cómo se ve. Cuanto más pobre es uno, más importante es que se vista lo mejor posible. ¿Y hoy por la mañana? Por la mañana se levantó de la cama, se puso los pantalones y la camisa y salió a la calle sin darse cuenta de que le faltaban el chaleco, el abrigo y un pañuelo al cuello.
¡Desafortunado imbécil! ¿Qué le sucede? ¿Por qué olvida cosas que nunca se olvidó antes, ropa, chaleco y pañuelo? Se queda quieto varios minutos con las manos frente a los ojos y ve ante sí la imagen de la camisa en el espejo.
¿Qué habría sucedido si hubiese entrado en la oficina del redactor y hubiese empezado a hablar de sí y de lo que ha escrito?… Su oportunidad como escritor y redactor de la revista hubiese terminado ahí. Después de algo así, nadie lo volvería a tomar en serio. La imagen del Edgar Allan Poe que bajo su desagradable y sucia camisa intenta convencer al redactor de sus excelentes cualidades es abominable. Se siente aliviado. De hecho, no ha sucedido nada y camina de regreso a Greenwich Village. Sabe que un trago le hubiera venido bien, pero no entra en la taberna, levanta la cabeza y corre de regreso a la pensión.
Sissy está sentada frente a la ventana con un salto de cama.
—¿Cómo se llaman esos extraños árboles? —pregunta cuando entra en la habitación.
Él se inclina sobre ella y le besa la frente.
—¿No tienes calor, querida mía?
—Estoy sana del todo. ¡Me gusta tanto esta vista!
—Es hermosa.
—Es tan bonito aquí, en Greenwich Village.
—Es maravilloso, tan tranquilo.
—¿Has encontrado empleo?
—Acabo de tener una idea.
—¿Para un artículo?
—Sí. Creo que me hará más conocido en Nueva York, querida.
Muchos le desaconsejaron irse a Nueva York. Nathaniel Parker Willis escribió que la ciudad era el mercado literario más saturado del país. Horace Greeley dijo una vez que hay miles de escritores en Nueva York que pueden escribir buena prosa o poesía, pero que sólo hay cincuenta que pueden vivir de ello.
No lo asusta. Su talento es brillante, original.
Nueva York es la ciudad de las posibilidades. Está decidido a contactar con los editores importantes, les mandará novelas y ensayos. Pero antes debe hacerse notar. Ahora lo sabe: escribirá un fantástico artículo acerca de un navío que aún no ha sido inventado. Una novedad que no es tal. Una farsa sobre un globo aerostático. Una vez que haya impreso ese artículo, no habrá un solo redactor en la ciudad que no quiera saber quién es él.